sábado, 30 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 43





Después de vestirse, Paula hizo café y lo tomaron en la pequeña terraza de la parte de atrás. Entre ellos había un silencio pacífico y al tiempo expectante, como si cada minuto que pasaban juntos fuera pura magia en desarrollo. Cuando Paula dijo que tenía que ir a recoger a Santy, Pedro se ofreció a ir con ella, paseando. Así empezó su día. Sin planear u organizar. Era como si él siempre hubiera estado allí y encajara perfectamente en sus vidas.


En casa de Celina, Paula presentó a Pedro a Santy como un amigo. Vio el muro reticente que se alzaba en los ojos de su hijo. En todo el camino de vuelta a casa, no soltó la mano de su madre. Pedro no intentó ganárselo haciendo conversación. Cuando llegaron a la casa se quedó afuera, tirando una pelota al aire.


—¿Le ha dicho papá que viniera? —preguntó Santy, observándolo por la ventana de la sala.


Paula salió de la cocina, donde había empezado a preparar una cazuela de sopa. Cruzó la sala y puso una mano en el hombro de su hijo.


—No, cariño. Conocí a Pedro antes de marcharnos. Es un buen hombre.


—¿Cómo lo sabes?


Paula suspiró, después se arrodilló y agarró sus brazos con suavidad.


—Una de las cosas que más me cuesta es confiar. Creer que otras personas pueden ser distintas. Sé que a ti te pasa lo mismo. Quizá podamos intentar solucionar eso juntos. ¿Qué te parece?


—¿Y si luego resulta que no es bueno? —Santy la miró a los ojos.


—Creo que el mayor error que podemos cometer es juzgar al resto de la gente por las acciones de tu padre. Si hacemos eso, vamos a perdernos un montón de cosas buenas.


Al oírse decir esas palabras, Paula comprendió lo ciertas que eran. Sería demasiado fácil permitir que el pasado modelara el resto de su vida. Supo, con toda certeza, que quería algo muy distinto.


Santy volvió a mirar por la ventana. Pedro seguía lanzando la pelota al aire.


—¿Crees que querrá jugar al balón conmigo?


—Apuesto a que sí —dijo ella. 


Las lágrimas anegaron sus ojos



***


Llevaban más de una hora tirándose el balón, sin decir una palabra. Pedro tenía la sensación de que la confianza de Santy era demasiado tenue para hacer más que lanzar y capturar el balón.


Notaba la rigidez del chico, la falta de confianza en su forma de lanzar. Le recordaba a Lola cuando la llevó a casa; daba la impresión de andar sobre cristal, como si temiera que el suelo fuera a hundirse bajo sus pies.


Así que se concentró en lanzar y atrapar. Una y otra vez.


—Eh, ¡me has estado engañando! —exclamó, cuando el niño hizo un lanzamiento especialmente bueno.


Santy lo miró sorprendido. Sus labios se curvaron con una débil sonrisa.


—Ése ha sido un gran tiro.


La sonrisa se hizo mayor.


—¿Tienes un hijo?


—No. Pero si alguna vez lo tengo, espero que sepa tirar así de bien.


Volvieron a jugar en silencio.


—No vas a decirle a mi padre que estamos aquí, ¿verdad? —preguntó Santy un rato después.


Pedro se le encogió el corazón. Dejó caer la pelota, cruzó el jardín y se arrodilló ante el chico.


—No —dijo—, claro que no.


—Bien —Santy miró hacia la casa y luego a él—. Mi mamá es feliz aquí.


—Lo sé. Y me alegro.


El niño asintió una vez; el miedo de sus ojos se transformó en gratitud.


—Gracias —musitó.



****


Paula los miraba desde la ventana, preguntándose de qué hablaban. Pedro puso la mano en el hombro de Santy, apretó con suavidad y regresó a su sitio en el jardín.


Empezaron a lanzarse la pelota de nuevo y ella percibió cómo la barrera defensiva de su hijo empezaba a derrumbarse. Había sufrido mucho porque su padre se negaba a hacer con él las cosas que otros padres hacían con sus hijos. Ella había intentado compensarlo en la medida en que podía, pero eso no había borrado el dolor de sentirse rechazado.


Sin duda alguna, que Pedro estuviera allí la ponía en peligro. 


Pero lo cierto era que no lamentaba que los hubiera encontrado.







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