lunes, 1 de enero de 2018

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 45





El día siguiente amaneció soleado y cálido, el cielo de un azul perfecto. Celina y George recogieron a Santy poco después de las once.


—¿Por qué no dejas que pase la noche conmigo? —sugirió Celina—. Así no tendréis que estar pendientes de la hora de volver.


—Ya has hecho demasiadas cosas por mí, Celina.


—Me encanta que se quede. Para mí es como un regalo. Eso por no hablar de la opinión de George.


—¿Estás segura?


—Del todo. Por cierto, ¿Paula?


—¿Sí?


—No le haces ningún favor a tu hijo andando por ahí con cara de culpabilidad. Ve y disfruta del día. Te lo mereces.


Paula se duchó, se lavó y secó el pelo, y se puso un vestido blanco sin mangas, con cuello caído y falda vaporosa. 


Dedicó más atención a maquillarse, sintiéndose como una adolescente en su primera cita.


Pedro llegó poco después, y su expresión cuando la vio justificó todos sus esfuerzos.


—Hola —lo saludó.


—Hola —una sonrisa curvó sus labios—. Estás increíble.


—Gracias —ella bajó los ojos, no estaba acostumbrada a cumplidos tan sinceros—. Si estás listo podemos…


—…irnos —concluyó él—. Estoy listo. De hecho, llevo listo desde las cuatro de la mañana, pero me pareció que si venía tan temprano, podría dar la impresión de estar demasiado ansioso.


Ella lo miró y soltó una carcajada. Condujeron con la capota bajada. Paula apoyó la cabeza en el respaldo y dejó que el sol le diera en la cara. Estuvieron en silencio, pero cómodos el uno con el otro, durante casi un cuarto de hora. Entonces Pedro apartó la vista de la carretera y la miró.


—¿Estás segura de que no te preocupa no estar con Santy?


—Celina es fantástica con él. Y George es el perro que siempre deseó.


—¿Cómo conociste a Celina?


—No la conocía hasta que llegué aquí —recordó el día de su llegada y lo feliz que le había hecho ver la pequeña casa—. La dirección me la dio una organización secreta que ayuda a mujeres… como yo.


Él se quedó en silencio un momento.


—¿Cómo conociste su existencia?


—Por una enfermera que conocí en Urgencias —contestó ella, con cierta dificultad—. Había pasado por lo mismo que yo. Supongo que reconoció los síntomas.


—¿Y? —la animó él.


—Envié un correo electrónico a la persona de contacto. Le dije que quería salir del país. Y ella me envió aquí, con Celina.


—Es una mujer muy agradable.


—Sí que lo es —Paula estudió su atractivo perfil, de mandíbula firme. Se preguntó qué estaría pensando en ese momento.


De repente, él giró y entró al aparcamiento de un pequeño restaurante.


—Tengo algo que darte —dijo.


Paula lo miró, inquieta por el cambio en el tono de su voz.


Él metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, sacó un sobre marrón y se lo dio.


—¿Qué es?


—Información —dijo—. Por si alguna vez la necesitas.


A ella se le encogió el estómago. Sabía, sin necesidad de preguntar, que tenía que ver con Jorge.


Pedro


—Por favor —interrumpió él—. Espero que no te haga falta nunca. Pero si se da el caso, quiero que la utilices.


Ella siempre se había preguntado por los negocios de su marido, y sospechaba que Ramiro también le hacía favores en ese sentido.


—¿Y cómo diste con esta información?


—Eso no tiene importancia.


—Sí la tiene —arguyó ella—. Tú no eres así. Has comprometido tus principios éticos.


—Aunque me gustaría que fuera muy distinto, el mundo no siempre funciona de acuerdo con mi ética. Ésa es una lección que la vida me ha dado tantas veces, que sé que es verdad.


Le quitó el sobre, lo dobló por la mitad y lo metió en su bolso.


—No creo que este día tenga nada que ver con todo eso —dijo—. Quiero que sea sólo nuestro. 


Ella miró el bolso y luego a él. Asintió.


—Yo también.



****


Dejaron el aparcamiento y condujeron un buen rato, evitando la autopista y siguiendo, en cambio, la tortuosa carretera que pasaba por todos los pueblos.


Vieron granjas y campos de tierra oscura, recién arados. 


Había olivares y viñedos familiares en cada una de las colinas.


San Gimignano era un pueblecito de montaña fundado en el siglo X, con vistas al valle Elsa. Paula transmitió la información que le había dado Celina, sobre cómo el pueblo prosperó y las familias más ricas construyeron las torres que dominaban el paisaje.


Pedro aparcó el coche fuera de las murallas y entraron andando.


—Es como entrar en otra Era —dijo él.


Comenzaron al principio de la calle principal y subieron de tienda en tienda. Había panaderías con panecillos y hogazas recién salidos del horno. Tiendas especializadas en artículos de cuero. Una pequeña galería exhibía el trabajo de los artistas locales.


Habían subido hasta la mitad de la colina cuando un pequeño restaurante los atrajo por su fantástica mezcla de aromas. Salsa de tomate, ajo y albahaca.


—¿Tienes hambre? —preguntó Pedro.


—Estoy desfallecida —confesó ella.


—Entonces, a comer —la tomó de la mano y la guió al interior.


Saciaron su apetito con la especialidad local: linguini en salsa de azafrán. Tomaron pan mojado en aceite de oliva y bebieron vino tinto de la cosecha propia de la dueña del restaurante, que sonrió con placer al ver que les gustaba.


Hablaron de todo, cosas importantes y cosas insignificantes.


Paula volvió a sentirse extraña estando junto a un hombre que se interesaba por sus opiniones y quería escucharla.


—A veces —admitió ella, tomando un sorbo de vino— me cuesta creer que la vida pueda ser así.


—Así, ¿cómo? —preguntó él con suavidad.


—Sin tener que vigilar cada una de mis palabras o de mis actos.


—¿Siempre fue así entre vosotros?


—No, al principio no. Era bueno conmigo. De una forma distinta a la que estaba acostumbrada pero…


—¿Cuándo cambiaron las cosas?


—Llevábamos un año casados la primera vez que… me pegó —dijo ella, estremeciéndose.


Pedro puso una mano sobre la suya. Sentir ese contacto le dio el coraje para seguir, para contar lo que nunca había contado a nadie.


—Al principio, pensé que había sido un error… un accidente… No podía haberlo hecho a propósito. O tal vez yo había hecho algo para provocarlo. Intenté descubrir qué había sido, para no hacerlo nunca más.


—Pero eso no funcionó, ¿verdad? —apuntó él, con voz teñida de angustia.


Ella negó con la cabeza y rodeó la copa de vino con ambas manos.


—No. Durante mucho tiempo, pensé que mejoraría, que de alguna manera conseguiría que funcionara. Pero fue al contrario. Cuanto más lo intentaba, peor iban las cosas.


—Paula. Lo siento.


Ella se mordió el labio y lo miró a los ojos.


—Pienso en el pasado y recuerdo cosas que ocurrieron al principio, cosas que deberían haberme advertido… me pregunto por qué no lo vi… o por qué me negué a verlo. Pero las respuestas ya no importan. Cuando miro a Santy, no puedo arrepentirme de las decisiones que tomé.


—Lo que debes saber es que nada de esto fue culpa tuya, Paula —dijo Pedro tras un breve silencio—. Nada. Tienes que permitirte creerlo.


—Estoy trabajando en ello.


Salieron del restaurante poco después, aún afectados por el peso de lo que habían hablado. Continuaron subiendo por las calles adoquinadas hasta llegar a las torres que coronaban el pueblo. Cada torre había representado la riqueza de la familia que la construía. En el siglo XIII había habido setenta y dos torres. Sólo quedaban catorce en pie; las demás se habían ido derruyendo en la época en que declinó la prosperidad de San Gimignano.


Pedro y Paula subieron a una de las torres del medio, la más alta de las que quedaban. Paula se acercó a una de las pequeñas ventanas desde las que se veía toda la campiña que rodeaba al pueblo. Pedro se situó tras ella.


—Es increíble, ¿no crees? —musitó ella, asombrada.


—Sí, increíble.


Paula notó su mirada, y algo en su voz le advirtió que iba a tocarla. Cerró los ojos, esperando no equivocarse. En aquel pueblo, apartado de todo, Paula tenía la sensación de que ellos también eran dueños únicos del tiempo que podían compartir. Y deseaba ese tiempo como había deseado pocas cosas en su vida.


Se encendió en ella una llama de necesidad. No la había pedido ni buscado, pero la conexión que sentía con Pedro era como haber encontrado un tesoro precioso. 


Deseaba aferrarse a él, aunque sabía que era imposible.


Él colocó las manos sobre sus hombros, tentativamente. Ella respondió recostándose en su sólido pecho. Él deslizó las manos por debajo de sus brazos y apoyó las palmas de las manos en su estómago.


Ella se volvió y lo miró para que supiera lo que sentía. 


Confiaba en él y sabía, de alguna manera, que ese hombre nunca pondría a prueba su confianza.


—Paula —la besó y sus brazos estrecharon su cintura. La alzó hacia él, levantando sus pies del suelo.


Después giró, llevándola consigo, y apoyó la espalda en la pared de piedra, acercándola a su cuerpo, hasta que estuvieron todo lo juntos que podían llegar a estar dos personas vestidas.


Ella se sentía mareada de deseo. Él contemplaba su rostro como si estuviera memorizando cada ángulo, hoyuelo y peca. Nadie la había mirado nunca así, haciéndola sentirse deseable sin culpabilidad ni manipulación.


Entonces, con un torbellino de emociones desatado en su corazón, lo besó, con urgencia y anhelo, queriendo darle tanto como ella estaba recibiendo.


Afuera, los pájaros trinaban. El sol entró por uno de los arcos, iluminando sus rostros y dejando el resto de sus cuerpos en penumbra. Se besaron largo rato, como si nada más importara, ni entonces ni nunca.


Finalmente, Pedro se echó hacia atrás, pasó el pulgar por el ángulo de su barbilla y después por esos labios que su boca acababa de saborear.


—¿Vamos a buscar un sitio? —dijo.


Para Paula sólo había una respuesta posible.




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