Había estado en la piscina. Ya era casi mediodía y Jorge le había dicho que se reuniría con ella más de una hora antes.
Impaciente, había decidido volver a ver qué lo retenía. Le había prometido que tendría muy poco trabajo durante el viaje, y que podrían pasar mucho tiempo juntos. Pretendía que cumpliera esa promesa.
Las cortinas estaban echadas y él estaba sentado en una silla junto a la ventana, con una mano sobre el teléfono. Ella tragó aire al ver la expresión de su rostro. Sintió un extraño cosquilleo en el estómago.
—Eh —dijo—. Pensé que ibas a bajar.
Él no contestó y ella se sintió nerviosa, insegura. Vio algo amenazador en su postura cuando él se levantó y apoyó las palmas de las manos sobre la mesa redonda.
Se planteó marcharse, pero desechó el impulso como una tontería. Hacía menos de dos horas habían hecho el amor sobre la cama que seguía sin hacer; de esa manera brusca y apasionada que le hacía pensar que nunca encontraría otro hombre como él.
—¿Qué ocurre, Jorge? —cruzó la habitación y apoyó la mano en el centro de su espalda.
Pasaron unos segundos hasta que él contestó.
—Ha llamado tu padre. Parece que nadie sabe dónde está Paula.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella, arrugando la frente, pero esperanzada.
—Quiero decir que se ha ido. Me ha dejado.
—Pero ¿cómo sabes…?
—Lo sé.
Lorena titubeó. Mordisqueándose el labio inferior, siguió masajeándole la espalda con la mano. Pensó en no decir nada, pero llevaba mucho tiempo callando. Quizá ésa fuera la oportunidad que había esperado.
—No puedo decir que eso me entristezca.
Él giró en redondo. El golpe llegó tan rápido que la pilló desprevenida. El dorso de su mano la golpeó en la mandíbula, volviéndole la cabeza hacia el lado. Oyó un crujido y, por un instante, atónita e incrédula, se preguntó si le había roto el cuello.
Sus labios formaron una «O» de sorpresa. Tropezó y calló sobre la cama, bocabajo. Las sábanas aún olían al sexo que habían compartido.
Se quedó allí, desconcertada.
Lo oyó cruzar la habitación, abrir la puerta y salir sin decir una palabra.
Cuando por fin se levantó, lo hizo con cuidado.
Fue al cuarto de baño, apoyándose en la pared para mantener el equilibrio.
Al verse en el espejo, perdió el aliento.
El lado izquierdo de su cara daba la impresión de estar lleno de aire, deformado, grotesco.
Miró el cardenal con una especie de incredulidad distanciada de sí misma. Y se preguntó qué habría opinado su padre de eso.
****
Eran poco más de las seis y Pedro estaba a punto de finalizar una conversación de treinta minutos con otro de esos clientes de Ramiro de los que nadie quería hacerse cargo.
Jorge Chaves entró en el despacho y cerró la puerta.
—Cuelga —dijo.
—Disculpa, te llamaré después, Hank —Pedro colgó el teléfono, apartó su silla y se levantó—. ¿Puedo ayudarte en algo, Jorge?
—Dímelo tú —contestó con voz profunda, con los brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Puedes?
Habría sido imposible no captar el tono amenazador de su voz.
—Tengo la sensación de que supones que debería saber de lo que estamos hablando.
Jorge cruzó la habitación y agarró el borde del escritorio con ambas manos, tan fuerte que se le pusieron blancos los nudillos. Se inclinó hacia él, poniendo su rostro a sólo un palmo del de Pedro.
—¿Dónde está mi esposa?
La pregunta sonó de lo más normal, poco más alta que un susurro.
—¿Cómo iba a saberlo yo?
—Ah, yo creo que lo sabes.
—No tengo ni idea de adonde quieres llegar, pero vas muy mal encaminado.
—¿Ah, sí? —Jorge se apartó, con ojos fríos.
—Sí, desde luego.
—Harías bien en mantenerte alejado de ella, Alfonso.
—¿Eso es una amenaza? —Pedro sostuvo su mirada.
—Llámalo como quieras. Pero si alguna vez descubro que has tenido algo que ver con la desaparición de Paula, serás tú quien desee desaparecer —Jorge se dio la vuelta y fue hacia la puerta. Se detuvo y, sin mirar atrás, añadió—: La encontraré. No lo dudes. Se ha llevado a mi hijo. De ninguna manera va a salirse con la suya.
Los pasos de Jorge se alejaron por el pasillo. El miedo que Pedro sentía por Paula se avivó, como una llama con una súbita corriente de aire.
Fue a la ventana y esperó hasta ver a Jorge dirigirse hacia el aparcamiento que había al otro extremo del bloque.
Salió de su despacho y fue directo al de Ramiro. No se molestó en llamar a la puerta.
—Cierra la puerta, ¿quieres? —Ramiro no pareció sorprendido por la aparición de Pedro.
Pedro cerró, se dio la vuelta y metió las manos en los bolsillos del pantalón.
—Dime una cosa. ¿Cómo puedes vivir contigo mismo?
Ramiro abrió un cajón del escritorio y sacó un puro.
—¿Quieres uno? —ofreció.
—No.
Ramiro cortó la punta, le acercó un mechero y, seguidamente, inhaló con fuerza y soltó un par de volutas de humo al aire.
—Aprendí hace mucho tiempo que había cosas en este mundo que podía cambiar. Y otras que no.
—¿Y cómo encaja ahí encubrir a un cliente que maltrata a su esposa?
—En las cosas que no puedo cambiar —soltó otra bocanada de humo y miró a Pedro—. ¿No es por eso por lo que dejaste la oficina del fiscal? ¿Por qué descubriste que había algunas cosas en el mundo que no podías cambiar?
—Sí. Antes de comprender que tu mundo estaba formado por la misma clase de rufianes. La única diferencia es que llevan trajes de Armani y pagan tus gastos.
Las palabras hicieron blanco. El rostro de Ramiro se endureció. Golpeó la punta del puro en el cenicero de cristal que había junto al teléfono.
—Lo que tú digas —rezongó.
—¿Cómo podías mirarla a la cara sabiendo lo que sabes?
Ramiro soltó una áspera risotada.
—Vamos, Pedro. ¿No crees que si se quedaba, tenía sus razones para hacerlo? Nunca le ha faltado de nada.
—¿Ésa es tu justificación? —Pedro miró fijamente al otro abogado—. ¿Cómo puedes aceptar dinero de un hombre que mantiene a su esposa aprisionada en su propia vida?
—No sabes de lo que estás hablando.
—Oh, yo creo que sí. Estaría dispuesto a apostar que hubo un tiempo en el que eras un hombre decente. Ramiro. Cuando incluso te imaginabas encerrando a tipos como Chaves. La primera vez que desviaste la vista hacia otro lado, te destrozó por dentro, ¿verdad? Pero la siguiente fue más fácil. Y la siguiente, más aún. Y ahora te has convencido a ti mismo de que no importa. Pero sí importa. Limpiaré mi escritorio antes de marcharme.
—Alfonso, espera… —Ramiro se había puesto pálido.
Pedro salió sin mirar atrás, una súbita certeza le hacía apresurar el paso. Sin duda, Jorge Chaves acabaría encontrando a Paula. Los tipos como Chaves nunca se rendían. Y, de pronto, tenía algo muy claro. Él tenía que encontrarla antes
Cuando Ramiro llegó a la oficina el lunes por la mañana tenía aspecto de haber pasado veinticuatro horas sumergido en agua hirviendo. Apareció en la puerta del despacho de Pedro con el rostro rojo, una versión aturdida y desaliñada de sí mismo.
—¿No habrás sabido de Paula Chaves, verdad? —preguntó.
—¿Debería? —Pedro alzó una ceja con calma, aunque se le había acelerado el pulso.
—No —Ramiro se pasó una mano por el pelo—. Sólo pensé… no ha estado en casa en todo el fin de semana. Jorge me había pedido que la visitara a diario. Va a llamar esta mañana. No sé qué voy a decirle.
—Pues que no sabes dónde está.
Ramiro miró a Pedro con los ojos entrecerrados, como si se preguntase cuánto decir.
—Jorge es un poco… protector en lo que respecta a Paula.
—¿Así es como lo llamas?
—Esto no es una guardería, Alfonso—el rostro de Ramiro enrojeció aún más—. Ten cuidado. No es un tipo al que convenga molestar.
—Por lo visto no.
Ramiro lo miró fijamente y se marchó; las pisadas de sus zapatos resonaron por el pasillo.
Pedro fue a la ventana y miró el tráfico en la calle. Se preguntaba adonde habría ido Paula y si volvería a verla alguna vez.
****
Unas risas la despertaron.
Paula se sentó en la cama de un bote, desorienta, y miró el reloj que había en la mesilla. La una de la tarde. Imposible.
No podía haber dormido toda la noche y medio día más.
Saltó de la cama y corrió a la puerta delantera. Santy estaba en el suelo, de espaldas, y el enorme perro labrador dorado que estaba sobre él le lamía el rostro cada vez que se reía.
Vigilando, a unos pasos de distancia, estaba Celina Thomas.
—Buenos días. Es decir, buenas tardes —saludó, al ver a Paula.
—Me resulta increíble haber dormido tanto. Hace mucho que el niño…
—Hace unos minutos. Vine a ver si queríais comer conmigo. Parece que George ha encontrado un nuevo amigo.
—Creo que Santy también —sonrió Paula.
—¿Qué te parece lo de comer? —preguntó Celina.
—¿Podemos ir, mamá? La señora Thomas dice que vive en esa colina. Y George vive allí con ella.
Los ojos de Paula se encontraron con los de Celina y vio en ellos la misma compasión que había visto el día anterior.
—Eso suena fantástico.
—Cuando estéis listos, seguid el sendero que hay allí, entre los árboles. Veréis la casa enseguida. Venga, George. Vámonos.
George corrió tras ella y volvió la cabeza para mirar a Santy con tristeza. El niño miró a su madre.
—¿Podemos darnos prisa, mamá?
—Apuesto a que estaré lista antes que tú —contestó ella, corriendo hacia la puerta.
—No creo. Eres una chica —dijo él, adelantándola
***
La casa de Celina Thomas parecía salida de un cuento de hadas.
Al llegar al final del sendero, Paula y Santy se detuvieron, asombrados.
—Vaya —dijo Santy.
La casa era de diseño toscano, con tejas rojas, paredes de estuco y contraventanas de color azul vivo. Todo indicaba que la persona que vivía allí se había esforzado por convertirla en un hogar. En las ventanas había maceteros rebosantes de hierbas aromáticas y flores. La enorme puerta de madera pintada estaba flanqueada por dos grandes tiestos de arcilla, que contenían un enebro cada uno.
Celina salió y George apareció a su lado, agitando el rabo. Al ver a Santy, corrió a recibirlos.
—Son casi las dos. Debéis de estar muertos de hambre —dijo Celina—. Venid dentro a comer.
El interior de la casa era igual de interesante, era obvio que a Celina le apasionaban las antigüedades. Y los olores que llegaban de la cocina hicieron que Paula casi desfalleciera de hambre.
Celina los guió a una vieja mesa de madera, dispuesta con platos y tazones de cerámicas, llenos de comida humeante.
—Por favor, sentaos —Celina señaló una silla para cada uno—. George, a tu sitio, por favor.
George cruzó la habitación y subió de un salto a un sillón de cuero que, obviamente, le pertenecía.
—Esto es muy amable de tu parte —dijo Paula.
—Me encanta guisar —replicó Celina—. George no es buen crítico culinario. Le gusta todo.
Celina había sido modesta. Era una cocinera increíble; la comida era sencilla, pero cada plato era una obra de arte. Pollo asado con tomillo y orégano, patatas crujientes fritas en aceite de oliva y pan delicioso, como el que les había llevado la noche anterior. De postre les ofreció una tarta de chocolate deliciosa.
—No sé si alguna vez he comido algo tan rico —dijo Paula—. Muchas gracias.
—De nada —miró a Santy—. ¿Te gustaría salir a jugar con George un rato?
Santy asintió como si llevara horas esperando que le ofreciera esa opción.
—¿Te parece bien? —preguntó Celina a Paula.
—Claro que sí.
—Gracias por la comida, señora Thomas —Santy se levantó de la mesa tan rápido, que casi volcó la silla.
—De nada, Santy. George, a jugar.
George descendió de un salto y corrió tras Santy. Poco después, se oyeron ladridos y risas en el jardín delantero.
—Es un niño adorable —dijo Celina.
—A veces, pienso que no me lo merezco —a Paula se le escaparon las palabras casi sin pensar.
—¿Café? —ofreció Celina.
—Sí, por favor.
Celina se levantó de la mesa, fue hacia una moderna cafetera expresso y regresó con dos pequeñas tazas de un café fuerte y oscuro. Las puso en la mesa y fue a por una jarrita de crema y un azucarero. Paula se sirvió y tomó un sorbo.
—Mmm. Delicioso.
—Me he hecho adicta —dijo Celina—. Yo, que antes lo tomaba flojo y descafeinado.
Paula sonrió.
—Respecto a ese comentario de no merecerte a Santy… ¿Quién podría merecérselo más?
La pregunta tocaba sentimientos profundos, y nunca se habría planteado entre dos personas normales que apenas se conocían. Pero la palabra «normal» no podía aplicarse a su situación.
Al ver que Paula no respondía, Celina se puso el pelo detrás de las orejas y soltó un suspiro.
—Yo nunca tuve hijos. Precisamente por la razón que acabas de aducir. Pero a veces me pregunto si un niño habría dado algún sentido a lo que soporté. Ahora mismo, no lo tiene.
—Yo jamás habría elegido tener a Santy para que sufriera mi situación —comentó Paula.
—Lo entiendo —Celina titubeó y escrutó el rostro de Paula un momento—. Sé que, por nuestra propia seguridad, es mejor no compartir detalles personales. Pero cuando te vi salir del coche ayer, fue como mirar hacia el pasado y verme reflejada en un espejo, con el aspecto que debía de tener hace tres años.
—¿Eres… soy la primera mujer a la que ayudas?
—La segunda.
—¿Vino aquí?
—Sí. Pero regresó.
—Oh —a Paula se le encogió el estómago. Celina estiró el brazo y le apretó la mano.
—Eso no tiene por qué ocurrirte, Paula. Dejar todo lo que conoces atrás puede ser muy solitario, hasta que empieza a mejorar. Ella decidió volver al diablo que conocía.
—¿Trabajas? —Paula pasó el pulgar por el borde de su taza.
—Aún no he tenido que hacerlo. En mi vida anterior trabajaba para una empresa inversora. Es un talento que me ha resultado muy útil.
—¿Te sientes sola alguna vez?
—A veces —ladeó la cabeza—. Al principio me parecía muy injusto. Ser yo la que tenía que renunciar a toda su vida. Pero no hace falta que te lo diga.
—¿Y eso mejora?
—Un poco. Todavía se me encoje el estómago cuando oigo un coche subir por la carretera.
—Entonces tu… marido aún no sabe dónde estás.
—Si lo supiera, no estaría viva.
A Paula se le heló el corazón. Esas mismas palabras podía aplicárselas a sí misma.
—Perdona —Celina volvió a apretarle la mano—. No pretendía preocuparte aún más. Quiero que sepas que estás segura aquí, Paula.
Paula asintió y rezó porque no hubiera ningún cabo suelto que permitiera a Jorge descubrirla.
—Verás, Paula, somos dos personas a las que han cambiado para siempre —dijo Celina con resignación—. Nunca sabremos qué tipo de persona podríamos haber sido, porque nuestra experiencia nos ha reformado. Durante estos últimos años, he intentado descubrir quién soy, y qué voy ser a partir de ahora.
—¿Y te gusta esa persona? —Paula hizo la pregunta, inquieta. Quería saber si volvería a sentir algo parecido al respeto por sí misma alguna vez.
—Cada vez más —contestó Celina—. Lo importante es creer que un día tú también te sentirás así.
Las lágrimas se deslizaron por las mejillas de Paula.
Sentada frente a una mujer que sin duda había recuperado ese respeto, era capaz de creer que también podría conseguirlo ella.
Habían reservado un coche para ellos en la estación.
Santy preguntó si podía ser rojo. Y rojo fue, y tan pequeño que incluso su escaso equipaje ocupaba rodo el asiento de atrás.
—Es como un juguete —la carita de Santy se iluminó—. Apuesto a que yo podría conducirlo.
Paula sonrió y desdobló el mapa que había encontrado en el sobre, con los billetes y las instrucciones. La idea de sacar el coche de la ciudad la ponía nerviosa, así que había pasado parte del vuelo estudiando el mapa de Florencia, hasta que calles y direcciones adquirieron sentido. Se lo dio a Santy.
—¿Sujetarás tú el mapa?
—Vale —sonrió el niño, doblándolo para que sólo quedara a la vista el camino marcado.
Salieron del aparcamiento de la estación y se incorporaron al tráfico de mediodía, rodeados de coches que buscaban ocupar una posición mejor en las estrechas calles.
Los antiguos miedos seguían a flor de piel y Paula supo que pasaría mucho, mucho tiempo antes de que cualquiera de ellos oyera un portazo sin sobresaltarse, o un grito sin dar un respingo. Eso si llegaban a conseguirlo algún día.
Lo que más deseaba Paula en el mundo era paz. Que la vida se compusiera de cosas y emociones sencillas.
Sonrisas y risas libres de la censura de una persona celosa hasta un punto irracional.
El peso que había sentido en el pecho desde el inicio del viaje empezó a aligerarse. Tal vez, en el fondo, no se había permitido creer que funcionaría, que Santy y ella llegarían a un lugar donde Jorge no podría encontrarlos. El alivio hizo que se sintiera libre como un globo de aire caliente, libre del peso de la cesta.
Florencia era tan deslumbrante como había imaginado.
Había tantas cosas que mirar, que resultaba difícil mantener la vista en la carretera. Vio el cartel que indicaba la Autostrada Del Solé a la derecha. Paula se incorporó al tráfico y se situó en el carril derecho. Los coches pasaban a toda velocidad por la izquierda, poco más que borrones de color. Siguieron la carretera varios kilómetros, hasta que llegaron a la salida y empezaron a buscar señales indicadoras que los llevaran a Certaldo.
Ya fuera de la autopista, las estrechas carreteras serpenteaban por la campiña toscana, con tantas curvas y recodos que Paula condujo casi todo el tiempo en tercera.
Había ganado comiendo heno en prados pequeños y bien vallados, sin apenas una brizna de hierba. Había hileras de viñas cerca de todas las casas que pasaron.
El campo era increíblemente bello, como si hubieran entrado en un viejo cuadro de colores intensos.
Finalmente, mediada la tarde, vio el nombre que indicaban sus instrucciones. Siguieron diez minutos o así contando los desvíos a la derecha hasta que llegaron al quinto. Allí era.
A Paula se le desbocó el corazón, pero forzó una sonrisa confiada para beneficio de Santy.
—Hemos llegado.
Él se irguió en el asiento, mirando a su alrededor, entre excitado y temeroso. Paula sentía lo mismo. Había depositado su confianza en una mujer desconocida, alguien con quien sólo se había comunicado por correo electrónico.
De repente, todo el plan le pareció una locura.
Había una granja al final de la carretera. Paredes blancas de estuco, contraventanas de color verde desvaído, tejas de arcilla viejas y descoloridas. El pequeño jardín tenía más huecos pelados que con hierba. Media docena de gallinas picoteaba el suelo a la derecha de la casa. La escena pertenecía a un mundo completamente distinto del que habían dejado atrás. Paula pensó que nunca había visto nada igual de maravilloso.
Una mujer apareció desde la parte trasera, sonriendo y agitando la mano. Bajaron del coche.
—¿Paula? —preguntó la mujer.
—Sí.
—Y tú debes de ser Santy.
Santy asintió e introdujo su mano en la de Paula. Ella la apretó suavemente.
—Soy Celina Thomas. Por favor, llamadme Celina. Me alegro mucho de que estéis aquí. Debéis de estar agotados.
Era americana, y más joven de lo que Paula había esperado, de unos cuarenta años. Llevaba el pelo castaño, que le llegaba a los hombros, recogido detrás de las orejas. Tenía nariz pequeña y labios delgados, ningún rasgo extraordinario. Pero había algo en ella que atraía una segunda mirada; algo en sus ojos, que sugería que había visto muchas cosas a lo largo de su vida.
Los condujo hasta la casa. La siguieron hasta los escalones delanteros, donde paró para sacar un llave del bolsillo y abrir la puerta. Las paredes eran de color terracota, los suelos de baldosas desgastadas. La casa tenía una calidez rústica que emocionó a Paula. Nada le había parecido nunca tan acogedor.
Sobre la mesa de la cocina había dos hogazas de pan recién hecho, a juzgar por su olor, una botella de vino tinto y un cuenco con fruta. Había una cacerola en el fuego, que olía a cebolla y salvia.
—Pensé que tendríais hambre —dijo Celina—. Las sábanas están recién cambiadas y hay toallas en el baño. Ah, y agua mineral en la despensa.
—Muchas gracias —dijo Paula, con lágrimas en los ojos.
Celina se acercó y apretó su mano.
—Sé cómo te sientes. De verdad, me alegro mucho de que estés aquí.
—No sé que decir. Esto es más de lo que nunca…
—Lo sé. He estado en tu lugar —interrumpió ella—. Podéis quedaros aquí el tiempo que queráis.
—Te pagaré alquiler, por su puesto.
—No te preocupes de nada de eso ahora. Concéntrate en el hecho de que estás a salvo —tras esas palabras, salió y los dejó solos en su nuevo hogar.
***
Paula y Santy comieron el fantástico guiso que había hecho Celina, se pusieron los pijamas y se acostaron, aunque aún no había oscurecido. Percibiendo que Santy la quería cerca, Paula se acostó a su lado, abrazándolo e inspirando su dulce aroma infantil.
Él se durmió de inmediato y ella, agradecida, disfrutó de la penumbra del atardecer. Lo habían conseguido. Había soñado, planificado, rezado y temido durante mucho tiempo para eso.
Allí tumbada, en esa casa tranquila, con su hijo dormido entre los brazos, Paula cerró los ojos y se entregó al sueño relajado de los que están en paz consigo mismos.
Santy se despertó con un ruido extraño.
Abrió los ojos de par en par, esforzándose por ver en la oscuridad. El corazón le repiqueteaba en el pecho.
Respiraba demasiado rápido, como si acabase de dar una vuelta entera a la pista de atletismo del colegio.
Escuchó el extraño chu-chu-chu. Entonces recordó que estaban en un tren y cerró los ojos.
Estaba acostumbrado a despertarse con miedo y oír ruidos que al principio no entendía, para luego comprender que eran cosas horribles que preferiría no haber escuchado. Y anhelaba poder simular que no eran más que un mal sueño.
Pero su madre había dicho que iban a empezar una nueva vida en otro sitio.
Se preguntó si funcionaría esa vez. O si acabarían volviendo, como las otras.
En la oscuridad, su corazón se fue tranquilizando. Santy deseaba que su familia fuera como las demás. Quería un padre que pensase que las cosas que hacía eran importantes. Bobby, su amigo, tenía una familia así. Bobby hablaba de su papá todo el tiempo. De cómo lo llevaba a pescar el fin de semana. O a esquiar en invierno.
A veces, Santy se preguntaba qué había hecho mal. Durante mucho tiempo había intentado ser perfecto. Hacer todo exactamente como debía. Pero no creía que su papá se hubiera dado cuenta. Y no por eso se enfadaba menos con él.
Sabía que su padre estaba más enfadado con mamá. Pero no recordaba que le hubiera dicho, ni una sola vez, que había hecho algo bien. Ni le sonreía.
Santy había querido a su papá. Pensaba que era una especie de héroe. La gente lo miraba con respeto. Y él había creído que era porque tenía éxito y era listo.
Pero ya había comprendido que era una de esas personas que consiguen lo que quieren, sin importarles la manera.
Santy no quería ser así nunca.
Asomó la cabeza por el borde de la cama, para asegurarse de que su madre dormía abajo. Después volvió a acomodarse en la litera, mirando al techo. Ahora que sabía dónde estaba, el ruido del tren era agradable. El rítmico chu-chu hacía que sus ojos se cerraran. Quería dormir, pero le daba miedo despernarse después y descubrir que todo era un sueño. Que en realidad no iban un sitio distinto, a empezar una nueva vida.
Una nueva vida. Esas palabras le hacían feliz. La esperanza que había intentado controlar desde que su madre y él salieron de la casa le llenó el pecho.
No quería ver a su padre nunca más.
***
Cambiaron de tren en Roma.
Esa vez iban en un vagón de pasajeros normal. Santy estaba sentado junto a la ventana y la excitación que reflejaba su carita desbordaba el amor que sentía Paula por él. Ya percibía la diferencia en él, en ese corazón joven dispuesto a aceptar que la vida podía cambiar tan rápido, que lo malo se podía dejar atrás. Rezó para no fallarle.
—Mira, mamá —dijo—. ¿Puedes decirme qué árboles son ésos?
—Olivos.
—Parecen muy viejos.
—Supongo que lo son. Pronto les saldrán hojas de un verde plateado muy bonito.
El tren redujo la velocidad cuando faltaban unos minutos para llegar a su destino. A Paula se le contrajo el estómago, como cada vez que llegaban a un sitio e imaginaba a Jorge esperando para llevarlos de vuelta a rastras. Por fin, el tren llegó a la estación.
—Firenze —anunció el revisor. Las puertas se abrieron.
—¿Hemos llegado, mamá?
—Sí, cariño, ya estamos aquí.
Vio en la expresión de Santy que esas palabras significaban tanto para él como para ella.