Había estado en la piscina. Ya era casi mediodía y Jorge le había dicho que se reuniría con ella más de una hora antes.
Impaciente, había decidido volver a ver qué lo retenía. Le había prometido que tendría muy poco trabajo durante el viaje, y que podrían pasar mucho tiempo juntos. Pretendía que cumpliera esa promesa.
Las cortinas estaban echadas y él estaba sentado en una silla junto a la ventana, con una mano sobre el teléfono. Ella tragó aire al ver la expresión de su rostro. Sintió un extraño cosquilleo en el estómago.
—Eh —dijo—. Pensé que ibas a bajar.
Él no contestó y ella se sintió nerviosa, insegura. Vio algo amenazador en su postura cuando él se levantó y apoyó las palmas de las manos sobre la mesa redonda.
Se planteó marcharse, pero desechó el impulso como una tontería. Hacía menos de dos horas habían hecho el amor sobre la cama que seguía sin hacer; de esa manera brusca y apasionada que le hacía pensar que nunca encontraría otro hombre como él.
—¿Qué ocurre, Jorge? —cruzó la habitación y apoyó la mano en el centro de su espalda.
Pasaron unos segundos hasta que él contestó.
—Ha llamado tu padre. Parece que nadie sabe dónde está Paula.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella, arrugando la frente, pero esperanzada.
—Quiero decir que se ha ido. Me ha dejado.
—Pero ¿cómo sabes…?
—Lo sé.
Lorena titubeó. Mordisqueándose el labio inferior, siguió masajeándole la espalda con la mano. Pensó en no decir nada, pero llevaba mucho tiempo callando. Quizá ésa fuera la oportunidad que había esperado.
—No puedo decir que eso me entristezca.
Él giró en redondo. El golpe llegó tan rápido que la pilló desprevenida. El dorso de su mano la golpeó en la mandíbula, volviéndole la cabeza hacia el lado. Oyó un crujido y, por un instante, atónita e incrédula, se preguntó si le había roto el cuello.
Sus labios formaron una «O» de sorpresa. Tropezó y calló sobre la cama, bocabajo. Las sábanas aún olían al sexo que habían compartido.
Se quedó allí, desconcertada.
Lo oyó cruzar la habitación, abrir la puerta y salir sin decir una palabra.
Cuando por fin se levantó, lo hizo con cuidado.
Fue al cuarto de baño, apoyándose en la pared para mantener el equilibrio.
Al verse en el espejo, perdió el aliento.
El lado izquierdo de su cara daba la impresión de estar lleno de aire, deformado, grotesco.
Miró el cardenal con una especie de incredulidad distanciada de sí misma. Y se preguntó qué habría opinado su padre de eso.
****
Eran poco más de las seis y Pedro estaba a punto de finalizar una conversación de treinta minutos con otro de esos clientes de Ramiro de los que nadie quería hacerse cargo.
Jorge Chaves entró en el despacho y cerró la puerta.
—Cuelga —dijo.
—Disculpa, te llamaré después, Hank —Pedro colgó el teléfono, apartó su silla y se levantó—. ¿Puedo ayudarte en algo, Jorge?
—Dímelo tú —contestó con voz profunda, con los brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Puedes?
Habría sido imposible no captar el tono amenazador de su voz.
—Tengo la sensación de que supones que debería saber de lo que estamos hablando.
Jorge cruzó la habitación y agarró el borde del escritorio con ambas manos, tan fuerte que se le pusieron blancos los nudillos. Se inclinó hacia él, poniendo su rostro a sólo un palmo del de Pedro.
—¿Dónde está mi esposa?
La pregunta sonó de lo más normal, poco más alta que un susurro.
—¿Cómo iba a saberlo yo?
—Ah, yo creo que lo sabes.
—No tengo ni idea de adonde quieres llegar, pero vas muy mal encaminado.
—¿Ah, sí? —Jorge se apartó, con ojos fríos.
—Sí, desde luego.
—Harías bien en mantenerte alejado de ella, Alfonso.
—¿Eso es una amenaza? —Pedro sostuvo su mirada.
—Llámalo como quieras. Pero si alguna vez descubro que has tenido algo que ver con la desaparición de Paula, serás tú quien desee desaparecer —Jorge se dio la vuelta y fue hacia la puerta. Se detuvo y, sin mirar atrás, añadió—: La encontraré. No lo dudes. Se ha llevado a mi hijo. De ninguna manera va a salirse con la suya.
Los pasos de Jorge se alejaron por el pasillo. El miedo que Pedro sentía por Paula se avivó, como una llama con una súbita corriente de aire.
Fue a la ventana y esperó hasta ver a Jorge dirigirse hacia el aparcamiento que había al otro extremo del bloque.
Salió de su despacho y fue directo al de Ramiro. No se molestó en llamar a la puerta.
—Cierra la puerta, ¿quieres? —Ramiro no pareció sorprendido por la aparición de Pedro.
Pedro cerró, se dio la vuelta y metió las manos en los bolsillos del pantalón.
—Dime una cosa. ¿Cómo puedes vivir contigo mismo?
Ramiro abrió un cajón del escritorio y sacó un puro.
—¿Quieres uno? —ofreció.
—No.
Ramiro cortó la punta, le acercó un mechero y, seguidamente, inhaló con fuerza y soltó un par de volutas de humo al aire.
—Aprendí hace mucho tiempo que había cosas en este mundo que podía cambiar. Y otras que no.
—¿Y cómo encaja ahí encubrir a un cliente que maltrata a su esposa?
—En las cosas que no puedo cambiar —soltó otra bocanada de humo y miró a Pedro—. ¿No es por eso por lo que dejaste la oficina del fiscal? ¿Por qué descubriste que había algunas cosas en el mundo que no podías cambiar?
—Sí. Antes de comprender que tu mundo estaba formado por la misma clase de rufianes. La única diferencia es que llevan trajes de Armani y pagan tus gastos.
Las palabras hicieron blanco. El rostro de Ramiro se endureció. Golpeó la punta del puro en el cenicero de cristal que había junto al teléfono.
—Lo que tú digas —rezongó.
—¿Cómo podías mirarla a la cara sabiendo lo que sabes?
Ramiro soltó una áspera risotada.
—Vamos, Pedro. ¿No crees que si se quedaba, tenía sus razones para hacerlo? Nunca le ha faltado de nada.
—¿Ésa es tu justificación? —Pedro miró fijamente al otro abogado—. ¿Cómo puedes aceptar dinero de un hombre que mantiene a su esposa aprisionada en su propia vida?
—No sabes de lo que estás hablando.
—Oh, yo creo que sí. Estaría dispuesto a apostar que hubo un tiempo en el que eras un hombre decente. Ramiro. Cuando incluso te imaginabas encerrando a tipos como Chaves. La primera vez que desviaste la vista hacia otro lado, te destrozó por dentro, ¿verdad? Pero la siguiente fue más fácil. Y la siguiente, más aún. Y ahora te has convencido a ti mismo de que no importa. Pero sí importa. Limpiaré mi escritorio antes de marcharme.
—Alfonso, espera… —Ramiro se había puesto pálido.
Pedro salió sin mirar atrás, una súbita certeza le hacía apresurar el paso. Sin duda, Jorge Chaves acabaría encontrando a Paula. Los tipos como Chaves nunca se rendían. Y, de pronto, tenía algo muy claro. Él tenía que encontrarla antes
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