miércoles, 27 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 31





Habían reservado un coche para ellos en la estación. 


Santy preguntó si podía ser rojo. Y rojo fue, y tan pequeño que incluso su escaso equipaje ocupaba rodo el asiento de atrás.


—Es como un juguete —la carita de Santy se iluminó—. Apuesto a que yo podría conducirlo.


Paula sonrió y desdobló el mapa que había encontrado en el sobre, con los billetes y las instrucciones. La idea de sacar el coche de la ciudad la ponía nerviosa, así que había pasado parte del vuelo estudiando el mapa de Florencia, hasta que calles y direcciones adquirieron sentido. Se lo dio a Santy.


—¿Sujetarás tú el mapa?


—Vale —sonrió el niño, doblándolo para que sólo quedara a la vista el camino marcado.


Salieron del aparcamiento de la estación y se incorporaron al tráfico de mediodía, rodeados de coches que buscaban ocupar una posición mejor en las estrechas calles.


Los antiguos miedos seguían a flor de piel y Paula supo que pasaría mucho, mucho tiempo antes de que cualquiera de ellos oyera un portazo sin sobresaltarse, o un grito sin dar un respingo. Eso si llegaban a conseguirlo algún día.


Lo que más deseaba Paula en el mundo era paz. Que la vida se compusiera de cosas y emociones sencillas. 


Sonrisas y risas libres de la censura de una persona celosa hasta un punto irracional.


El peso que había sentido en el pecho desde el inicio del viaje empezó a aligerarse. Tal vez, en el fondo, no se había permitido creer que funcionaría, que Santy y ella llegarían a un lugar donde Jorge no podría encontrarlos. El alivio hizo que se sintiera libre como un globo de aire caliente, libre del peso de la cesta.


Florencia era tan deslumbrante como había imaginado. 


Había tantas cosas que mirar, que resultaba difícil mantener la vista en la carretera. Vio el cartel que indicaba la Autostrada Del Solé a la derecha. Paula se incorporó al tráfico y se situó en el carril derecho. Los coches pasaban a toda velocidad por la izquierda, poco más que borrones de color. Siguieron la carretera varios kilómetros, hasta que llegaron a la salida y empezaron a buscar señales indicadoras que los llevaran a Certaldo.


Ya fuera de la autopista, las estrechas carreteras serpenteaban por la campiña toscana, con tantas curvas y recodos que Paula condujo casi todo el tiempo en tercera. 


Había ganado comiendo heno en prados pequeños y bien vallados, sin apenas una brizna de hierba. Había hileras de viñas cerca de todas las casas que pasaron.


El campo era increíblemente bello, como si hubieran entrado en un viejo cuadro de colores intensos.


Finalmente, mediada la tarde, vio el nombre que indicaban sus instrucciones. Siguieron diez minutos o así contando los desvíos a la derecha hasta que llegaron al quinto. Allí era.


A Paula se le desbocó el corazón, pero forzó una sonrisa confiada para beneficio de Santy.


—Hemos llegado.


Él se irguió en el asiento, mirando a su alrededor, entre excitado y temeroso. Paula sentía lo mismo. Había depositado su confianza en una mujer desconocida, alguien con quien sólo se había comunicado por correo electrónico. 


De repente, todo el plan le pareció una locura.


Había una granja al final de la carretera. Paredes blancas de estuco, contraventanas de color verde desvaído, tejas de arcilla viejas y descoloridas. El pequeño jardín tenía más huecos pelados que con hierba. Media docena de gallinas picoteaba el suelo a la derecha de la casa. La escena pertenecía a un mundo completamente distinto del que habían dejado atrás. Paula pensó que nunca había visto nada igual de maravilloso.


Una mujer apareció desde la parte trasera, sonriendo y agitando la mano. Bajaron del coche.


—¿Paula? —preguntó la mujer.


—Sí.


—Y tú debes de ser Santy.


Santy asintió e introdujo su mano en la de Paula. Ella la apretó suavemente.


—Soy Celina Thomas. Por favor, llamadme Celina. Me alegro mucho de que estéis aquí. Debéis de estar agotados.


Era americana, y más joven de lo que Paula había esperado, de unos cuarenta años. Llevaba el pelo castaño, que le llegaba a los hombros, recogido detrás de las orejas. Tenía nariz pequeña y labios delgados, ningún rasgo extraordinario. Pero había algo en ella que atraía una segunda mirada; algo en sus ojos, que sugería que había visto muchas cosas a lo largo de su vida.


Los condujo hasta la casa. La siguieron hasta los escalones delanteros, donde paró para sacar un llave del bolsillo y abrir la puerta. Las paredes eran de color terracota, los suelos de baldosas desgastadas. La casa tenía una calidez rústica que emocionó a Paula. Nada le había parecido nunca tan acogedor.


Sobre la mesa de la cocina había dos hogazas de pan recién hecho, a juzgar por su olor, una botella de vino tinto y un cuenco con fruta. Había una cacerola en el fuego, que olía a cebolla y salvia.


—Pensé que tendríais hambre —dijo Celina—. Las sábanas están recién cambiadas y hay toallas en el baño. Ah, y agua mineral en la despensa.


—Muchas gracias —dijo Paula, con lágrimas en los ojos.


Celina se acercó y apretó su mano.


—Sé cómo te sientes. De verdad, me alegro mucho de que estés aquí.


—No sé que decir. Esto es más de lo que nunca…


—Lo sé. He estado en tu lugar —interrumpió ella—. Podéis quedaros aquí el tiempo que queráis.


—Te pagaré alquiler, por su puesto.


—No te preocupes de nada de eso ahora. Concéntrate en el hecho de que estás a salvo —tras esas palabras, salió y los dejó solos en su nuevo hogar.



***


Paula y Santy comieron el fantástico guiso que había hecho Celina, se pusieron los pijamas y se acostaron, aunque aún no había oscurecido. Percibiendo que Santy la quería cerca, Paula se acostó a su lado, abrazándolo e inspirando su dulce aroma infantil.


Él se durmió de inmediato y ella, agradecida, disfrutó de la penumbra del atardecer. Lo habían conseguido. Había soñado, planificado, rezado y temido durante mucho tiempo para eso.


Allí tumbada, en esa casa tranquila, con su hijo dormido entre los brazos, Paula cerró los ojos y se entregó al sueño relajado de los que están en paz consigo mismos.



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