miércoles, 27 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 32





Cuando Ramiro llegó a la oficina el lunes por la mañana tenía aspecto de haber pasado veinticuatro horas sumergido en agua hirviendo. Apareció en la puerta del despacho de Pedro con el rostro rojo, una versión aturdida y desaliñada de sí mismo.


—¿No habrás sabido de Paula Chaves, verdad? —preguntó.


—¿Debería? —Pedro alzó una ceja con calma, aunque se le había acelerado el pulso.


—No —Ramiro se pasó una mano por el pelo—. Sólo pensé… no ha estado en casa en todo el fin de semana. Jorge me había pedido que la visitara a diario. Va a llamar esta mañana. No sé qué voy a decirle.


—Pues que no sabes dónde está.


Ramiro miró a Pedro con los ojos entrecerrados, como si se preguntase cuánto decir.


—Jorge es un poco… protector en lo que respecta a Paula.


—¿Así es como lo llamas?


—Esto no es una guardería, Alfonso—el rostro de Ramiro enrojeció aún más—. Ten cuidado. No es un tipo al que convenga molestar.


—Por lo visto no.


Ramiro lo miró fijamente y se marchó; las pisadas de sus zapatos resonaron por el pasillo.


Pedro fue a la ventana y miró el tráfico en la calle. Se preguntaba adonde habría ido Paula y si volvería a verla alguna vez.



****

Unas risas la despertaron.


Paula se sentó en la cama de un bote, desorienta, y miró el reloj que había en la mesilla. La una de la tarde. Imposible. 


No podía haber dormido toda la noche y medio día más.


Saltó de la cama y corrió a la puerta delantera. Santy estaba en el suelo, de espaldas, y el enorme perro labrador dorado que estaba sobre él le lamía el rostro cada vez que se reía.


Vigilando, a unos pasos de distancia, estaba Celina Thomas.


—Buenos días. Es decir, buenas tardes —saludó, al ver a Paula.


—Me resulta increíble haber dormido tanto. Hace mucho que el niño…


—Hace unos minutos. Vine a ver si queríais comer conmigo. Parece que George ha encontrado un nuevo amigo.


—Creo que Santy también —sonrió Paula.


—¿Qué te parece lo de comer? —preguntó Celina.


—¿Podemos ir, mamá? La señora Thomas dice que vive en esa colina. Y George vive allí con ella.


Los ojos de Paula se encontraron con los de Celina y vio en ellos la misma compasión que había visto el día anterior.


—Eso suena fantástico.


—Cuando estéis listos, seguid el sendero que hay allí, entre los árboles. Veréis la casa enseguida. Venga, George. Vámonos.


George corrió tras ella y volvió la cabeza para mirar a Santy con tristeza. El niño miró a su madre.


—¿Podemos darnos prisa, mamá?


—Apuesto a que estaré lista antes que tú —contestó ella, corriendo hacia la puerta.


—No creo. Eres una chica —dijo él, adelantándola



***


La casa de Celina Thomas parecía salida de un cuento de hadas.


Al llegar al final del sendero, Paula y Santy se detuvieron, asombrados.


—Vaya —dijo Santy.


La casa era de diseño toscano, con tejas rojas, paredes de estuco y contraventanas de color azul vivo. Todo indicaba que la persona que vivía allí se había esforzado por convertirla en un hogar. En las ventanas había maceteros rebosantes de hierbas aromáticas y flores. La enorme puerta de madera pintada estaba flanqueada por dos grandes tiestos de arcilla, que contenían un enebro cada uno.


Celina salió y George apareció a su lado, agitando el rabo. Al ver a Santy, corrió a recibirlos.


—Son casi las dos. Debéis de estar muertos de hambre —dijo Celina—. Venid dentro a comer.


El interior de la casa era igual de interesante, era obvio que a Celina le apasionaban las antigüedades. Y los olores que llegaban de la cocina hicieron que Paula casi desfalleciera de hambre.


Celina los guió a una vieja mesa de madera, dispuesta con platos y tazones de cerámicas, llenos de comida humeante.


—Por favor, sentaos —Celina señaló una silla para cada uno—. George, a tu sitio, por favor.


George cruzó la habitación y subió de un salto a un sillón de cuero que, obviamente, le pertenecía.


—Esto es muy amable de tu parte —dijo Paula.


—Me encanta guisar —replicó Celina—. George no es buen crítico culinario. Le gusta todo.


Celina había sido modesta. Era una cocinera increíble; la comida era sencilla, pero cada plato era una obra de arte. Pollo asado con tomillo y orégano, patatas crujientes fritas en aceite de oliva y pan delicioso, como el que les había llevado la noche anterior. De postre les ofreció una tarta de chocolate deliciosa.


—No sé si alguna vez he comido algo tan rico —dijo Paula—. Muchas gracias.


—De nada —miró a Santy—. ¿Te gustaría salir a jugar con George un rato?


Santy asintió como si llevara horas esperando que le ofreciera esa opción.


—¿Te parece bien? —preguntó Celina a Paula.


—Claro que sí.


—Gracias por la comida, señora Thomas —Santy se levantó de la mesa tan rápido, que casi volcó la silla.


—De nada, Santy. George, a jugar.


George descendió de un salto y corrió tras Santy. Poco después, se oyeron ladridos y risas en el jardín delantero.


—Es un niño adorable —dijo Celina.


—A veces, pienso que no me lo merezco —a Paula se le escaparon las palabras casi sin pensar.


—¿Café? —ofreció Celina.


—Sí, por favor.


Celina se levantó de la mesa, fue hacia una moderna cafetera expresso y regresó con dos pequeñas tazas de un café fuerte y oscuro. Las puso en la mesa y fue a por una jarrita de crema y un azucarero. Paula se sirvió y tomó un sorbo.


—Mmm. Delicioso.


—Me he hecho adicta —dijo Celina—. Yo, que antes lo tomaba flojo y descafeinado. 


Paula sonrió.


—Respecto a ese comentario de no merecerte a Santy… ¿Quién podría merecérselo más?


La pregunta tocaba sentimientos profundos, y nunca se habría planteado entre dos personas normales que apenas se conocían. Pero la palabra «normal» no podía aplicarse a su situación.


Al ver que Paula no respondía, Celina se puso el pelo detrás de las orejas y soltó un suspiro.


—Yo nunca tuve hijos. Precisamente por la razón que acabas de aducir. Pero a veces me pregunto si un niño habría dado algún sentido a lo que soporté. Ahora mismo, no lo tiene.


—Yo jamás habría elegido tener a Santy para que sufriera mi situación —comentó Paula.


—Lo entiendo —Celina titubeó y escrutó el rostro de Paula un momento—. Sé que, por nuestra propia seguridad, es mejor no compartir detalles personales. Pero cuando te vi salir del coche ayer, fue como mirar hacia el pasado y verme reflejada en un espejo, con el aspecto que debía de tener hace tres años.


—¿Eres… soy la primera mujer a la que ayudas?


—La segunda.


—¿Vino aquí?


—Sí. Pero regresó.


—Oh —a Paula se le encogió el estómago. Celina estiró el brazo y le apretó la mano.


—Eso no tiene por qué ocurrirte, Paula. Dejar todo lo que conoces atrás puede ser muy solitario, hasta que empieza a mejorar. Ella decidió volver al diablo que conocía.


—¿Trabajas? —Paula pasó el pulgar por el borde de su taza.


—Aún no he tenido que hacerlo. En mi vida anterior trabajaba para una empresa inversora. Es un talento que me ha resultado muy útil.


—¿Te sientes sola alguna vez?


—A veces —ladeó la cabeza—. Al principio me parecía muy injusto. Ser yo la que tenía que renunciar a toda su vida. Pero no hace falta que te lo diga.


—¿Y eso mejora?


—Un poco. Todavía se me encoje el estómago cuando oigo un coche subir por la carretera.


—Entonces tu… marido aún no sabe dónde estás.


—Si lo supiera, no estaría viva.


A Paula se le heló el corazón. Esas mismas palabras podía aplicárselas a sí misma.


—Perdona —Celina volvió a apretarle la mano—. No pretendía preocuparte aún más. Quiero que sepas que estás segura aquí, Paula.


Paula asintió y rezó porque no hubiera ningún cabo suelto que permitiera a Jorge descubrirla.


—Verás, Paula, somos dos personas a las que han cambiado para siempre —dijo Celina con resignación—. Nunca sabremos qué tipo de persona podríamos haber sido, porque nuestra experiencia nos ha reformado. Durante estos últimos años, he intentado descubrir quién soy, y qué voy ser a partir de ahora.


—¿Y te gusta esa persona? —Paula hizo la pregunta, inquieta. Quería saber si volvería a sentir algo parecido al respeto por sí misma alguna vez.


—Cada vez más —contestó Celina—. Lo importante es creer que un día tú también te sentirás así.


Las lágrimas se deslizaron por las mejillas de Paula. 


Sentada frente a una mujer que sin duda había recuperado ese respeto, era capaz de creer que también podría conseguirlo ella.







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