martes, 14 de noviembre de 2017
HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 31
Pedro oyó el teléfono a lo lejos. Se dio la vuelta y miró al reloj de la mesilla. Las doce. La habitación estaba a oscuras por lo que era de noche. ¿Quién podía llamarlo a esa hora?
Entonces pensó que a Paula o Malena les podía haber pasado algo y dio un salto.
—¿Diga? —contestó con la voz llena de pánico.
¿Qué podía pasar? Cuando las dejó a las ocho y media estaban perfectamente.
—Así que estás vivo —era el tono crítico de la voz de su padre
Pedro se sentó, obligándose a tranquilizarse. Ellas estaban bien. Con su padre podía arreglárselas.
—¿Qué tal, padre?
—Lo has dejado todo en el aire. Aquí tienes clientes.
—Hablé con mis clientes. Y los avisé con tiempo —dijo Pedro, intentando sonar aburrido—. Quizá seas el socio más antiguo, pero los otros estaban todos de acuerdo.
—Estás tirando tu carrera por la ventana. Soy tu padre. Tengo derecho a decir algo sobre este comportamiento. He estado en tu casa y nadie te ha visto. ¿Dónde diablos estás?
Pedro intentó contenerse, pero su furia salió despedida.
—En primer lugar, es mi carrera. En segundo lugar, nunca has ejercido mucho de padre. El día que me enviaste a Aldon para que otras personas me educaran, perdiste todos tus derechos.
—Ahora te pareces a tu hermano. Aldon fue una experiencia muy positiva para los dos.
—Puedes seguir diciéndote eso; pero, para que lo sepas, German y yo sólo sobrevivimos. Perdona, pero mañana tengo que levantarme temprano. Adiós.
Colgó el teléfono y se quedó mirando al frente. ¿Por qué tenía que llamar su padre precisamente ese día? Pedro sólo quería tener los buenos recuerdos del nacimiento de Malena.
Se dijo que tenía que relajarse. Que no tenía que ocuparse de eso en aquel momento, pero las horas pasaban y seguía con los ojos abiertos en la oscuridad Tenía la sensación de que sus padres eran como un arma cargada, apuntando a Paula y a Malena. Él se pondría delante encantado, pero no sabía si serviría de algo.
Las peores pesadillas de Pedro se hicieron realidad tres semanas más tarde.
En casa, todo iba bien. Malena se estaba ajustando bien a la vida de su madre como tratante de antigüedades y decoradora. Dormía casi cinco horas de un tirón por la noche y a Paula no le importaba en absoluto despertarse y compartir con ella un momento de intimidad en la oscuridad de la noche. Como Malena tomaba un biberón suplementario al día, Pedro era el encargado de dárselo antes de marcharse a su casa cada noche. Aquella parte era cada día más difícil. No quería tener que irse a su casa y tampoco quería limitar sus besos con Paula a un ligero roce de los labios.
Había empezado a darse cuenta del tipo de vida que quería.
Y aquella vida era con Paula y con el bebé. Eran una familia; pero el miedo a hacerles daño lo contenía. También sabía que Paula no confiaba en él del todo; pero lo peor era que él no confiara en sí mismo. Tenía que encontrar una forma de descubrir si sería capaz de estar allí con ellas para siempre.
Tal vez debía hacer las maletas y volver a su mundo. Si no podía luchar contra la tentación de ver a otras mujeres, al menos así ella no tendría que presenciarlo. Pero no podía irse.
Cuando llegó a casa, estaba sonando el teléfono. Sabía perfectamente que era su padre e incluso tuvo la tentación de dejar que saltara el contestador; pero aquello hubiera sido posponer lo inevitable.
—Llamo para informarte de que te hemos encontrado —dijo Marcos Alfonso con una voz estirada y aristocrática.
—¿Encontrado? —preguntó Pedro. No había ningún sentido en darle más información a su padre. Cuanto más cosas le dijera él, más sabría sobre sus intenciones.
—En la oficina todos pensaban que te había dado un colapso o algo así. Nadie se imaginó lo que estabas tramando. Parece que tu nueva casa está un poco apartada. Aunque más que una casa parece una choza según estoy viendo en la fotografía que tengo delante. Tú y esa mujer embarazada parecéis muy unidos, ahí de pie hablando con el constructor.
—En realidad, he venido a apreciar una vida más sencilla. He descubierto que ésta es mi casa; Bellfield sólo es un museo. Seguro que German pensaba lo mismo que yo.
—¿Es eso, verdad? Su muerte te ha trastornado. Quieres vivir su vida. Nunca debimos enviaros juntos al colegio. Si os hubiéramos mandado a internados separados no habríais tenido esa dependencia el uno del otro.
—¿Dependencia? Por el amor de Dios, tus hijos se querían el uno al otro y aprendieron juntos el significado verdadero de la palabra familia — gruñó Pedro.
Aquella conversación no le estaba dando ninguna idea sobre cuáles eran los planes de su padre; sólo un dolor de cabeza terrible
—¿De qué diablos estás hablando? —insistió Pedro.
—La hermana de Laura. Sabemos que has estado con ella todo el tiempo. Y también sabemos que el hijo es de German. El hijo de mi hijo mayor.
—¿A ti qué te importa este bebé? Ignoraste a German la mayor parte de tu vida. Y la otra mitad intentaste hacerlo desgraciado. ¿Qué te importa su hija? Solamente sería otro niño al que abandonarías.
—He contratado a Jonathan Tunner.
Pedro sintió que se le encogía el estómago. Tunner era un abogado reconocido. Casi nunca perdía un caso.
—La niña a la que tú y esa mujer habéis escondido de nosotros es nuestra nieta —continuó su padre—. No permitiré que crezca con otro nombre que no sea Alfonso. Tampoco permitiré que se la eduque en esas circunstancias. Tu madre está horrorizada. No permitirá que esa mujer eduque a nuestra nieta como la educaron a ella.
A Pedro se le volvió a encoger el estómago. ¿Sería eso lo que Paula había sentido el día que él la amenazó? Si era así no podría volver a confiar en él jamás. A menos que pudiera alejar ese problema de ella antes de que la tocara. Entonces, ella sabría que podía fiarse de él.
—No hay nada malo con Paula ni con la manera en la que la educaron. Es una mujer dulce, amable e inteligente con un corazón generoso y más amor por su hija del que tú y mi madre jamás sentisteis hacia vuestros hijos. Nunca permitiré que pongáis vuestras manos sobre Malena para que podáis hacer con ella lo que hicisteis con German y conmigo. No intentes nada, padre. O perderás mucho más que un juicio.
Pedro colgó el teléfono con un golpe. Su padre podía haber tirado la primera piedra, pero Pedro intentaba ser el que quedara en pie en esa batalla en particular.
Se mantuvo alerta todo el día y el día siguiente. Al final, un coche extraño apareció en la puerta de Paula cuando ella ya se había ido a la tienda con la niña.
—¿Está buscando a Paula Chaves? —preguntó él a la mujer que salía del coche. La mujer miró hacia la tienda.
—Imagino que me he equivocado de lugar. ¿Está allí?
Pedro le dio su tarjeta de presentación.
—No importa. Soy su abogado. Yo tomaré los papeles. Estaba esperándolos.
La mujer se sorprendió de que fuera a ser tan sencillo y miró su tarjeta.
—De acuerdo. Que tenga un buen día —le dijo después de darle un sobre.
—Ahora empieza todo —murmuró él, mientras la mujer se alejaba.
En los papeles decían que no encontraban adecuada a Paula para educar a la niña. Según ellos había estado dispuesta a darla antes de que naciera lo cual demostraba la frialdad de su corazón.
No conocían a Paula. Y, por supuesto, tampoco lo conocían a él.
Sus padres no tenían ni la menor idea de hasta dónde era capaz de llegar por la mujer a la que amaba.
Había dormido poco las dos noches anteriores, planeando su estrategia. El primer paso era volver a Devon. Para un juicio cara a cara.
Si lo que Laura había pensado de su madre era cierto, quizás tuviera un as en la manga.
HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 30
Paula estaba sentada en las escaleras que llevaban a la oficina de la tienda. Se preguntó si estaría de parto, pero se dijo que era ridículo. El parto era algo horrible que le provocaría muchos dolores. Además, todavía le quedaban tres semanas. Llevaba todo el día sintiéndose incómoda, pero no había empeorado. Por lo que no debería ser el parto.
Unos escalones más abajo, Pedro la estaba mirando con el ceño fruncido. Últimamente siempre tenía esa mirada de preocupación aunque intentaba ocultarlo; estaba más nervioso que ella misma.
Ella simplemente quería que todo pasara ya. Quería tener en brazos a su bebé y verse los pies.
—¿Sabes lo que se me ha ocurrido? —le preguntó ella.
—¿Qué?
—Dios hace que las últimas semanas del embarazo sean realmente horribles para que las mujeres deseen dar a luz cuanto antes. Es un plan. Malvado. ¿Y sabes qué más? Las feministas están equivocadas: Dios es un hombre.
Pedro asintió y la miró como si no estuviera bien de la cabeza.
—De acuerdo.
—Sé de qué estoy hablando. Nadie le desearía esto a alguien de su mismo sexo.
Pedro se rió.
Paula, pensó que no iba a poder continuar con los escalones, extendió la mano hacia él y dejó que la ayudara. Entonces, al levantarse le dio una terrible contracción en el vientre. Se quedó sin aliento y volvió a sentarse en el escalón, incapaz de ocultar su reacción.
—¿Qué te ha pasado? —dijo Pedro.
—Estaba preguntándome si estaría de parto —dijo ella de manera ausente, intentando recordar todo lo que le habían dicho.
—¿Desde cuándo te lo estás preguntando? — preguntó él con voz temblorosa.
—Desde que me desperté. Pero no es nada parecido a lo que vimos en la película o lo que describió la matrona.
Él se acercó a ella y la tomó en brazos.
—Deberíamos llamar al médico —le dijo mientras la dejaba en un sillón a los pies de la escalera.
—Pero no estoy tan mal. Quizás sean las famosas contracciones de Braxton Hicks de las que nos habló la matrona. No quiero llegar allí y luego tenerme que volver porque no pasa nada. Me sentiría como una tonta.
—Pau, ¿cuánta gente dirías que ha nacido a lo largo de la historia del mundo?
Ella se quedó mirándolo. Aquella pregunta era una tontería.
—Trillones, ¿por qué?
Él la miró con una sonrisa.
—Todas han tenido los mismos síntomas. Vamos a llamar al médico.
****
Margarita tenía razón. Todos los temores pertenecían ya al pasado.
Paula estaba sentada en la cama mirando a su hija preciosa.
El aroma dulce de Malena flotaba en el aire y tenerla en brazos, junto a su pecho, era la sensación más maravillosa que había sentido en la vida. Tenía el corazón henchido de felicidad.
Llevaba todo el día en una nube. Sonrió de nuevo y sintió que le dolía la cara de tanto sonreír. Pero, al igual que el parto, se trataba de un dolor bueno.
Pedro estaba sentado a su lado en la cama del hospital. Se acercó un poco más y le acarició la mejilla a Malena.
—Tenías prisa por llegar, ratita. Tanto practicar y, al final, el tío Pedro casi se lo pierde todo.
—Siento que no pudieras ayudarme con la respiración...
—Lo hiciste todo a la perfección —dijo Pedro, con sinceridad—. Incluida esta preciosidad de aquí. Eres la niña más preciosa que he visto en la vida, Malena. Igual que tu madre.
—En realidad se parece a mi madre—dijo Paula, esperando que Pedro no se sintiera desilusionado porque la niña no se parecía a German.
—Menos mal que no se parece a mi hermano. Era un bebé horrible —dijo él bromeando.
—Pedro, eres terrible. Ningún bebé es feo.
Pedro se echó para atrás y sonrió.
—¿No me crees? He visto fotos. Nuestra niñera tuvo que atarle una chuleta el cuello para que el perro jugara con él.
—No es cierto. Y sé que nunca tuvisteis un perro—lo acusó, conteniendo la risa.
—De acuerdo, papá, fuera. Estas dos señoritas necesitan descansar —le dijo una enfermera robusta mientras entraba en la habitación con una pila de toallas y sábanas.
Paula abrió la boca para corregirla, pero Pedro meneó la cabeza.
—No —le susurró al oído—. Déjame que disfrute de la sensación un rato —le besó a Malena en la cabeza y después capturó la boca de Paula con un beso que le paró el corazón—. Hasta luego, Pau —le dijo y se puso de pie—. Volveré a ver qué tal están mis chicas esta noche —le dijo a la enfermera y se marchó silbando.
Otro milagro: Pedro Alfonso silbando.
¿Estaría empezando a ver posibilidades para un futuro juntos?
lunes, 13 de noviembre de 2017
HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 29
Pedro entró por la puerta de atrás de la tienda a las cuatro de la tarde el día de la inauguración. Se apoyó en el marco de la puerta y observó la escena que tenía delante. Con la excepción de las cuatro mujeres que estaban paseándose por la tienda, exclamando admiradas con cada artículo, y la pareja del mostrador, la escena parecía sacada de las páginas de un álbum de fotos de hacía cien años. Paula estaba envolviendo una de las colchas en papel marrón, atándola con un cordón tal y como se hacía en el pasado.
Ella iba vestida con traje de época y, por supuesto, el vestido liso de Amish de Margarita era perfecto. El eslogan «un paseo hacia el pasado» lo explicaba todo. Cada vez que había asomado la cabeza había visto, al menos, a una persona en el mostrador.
—Gracias por venir —le oyó decir a Paula mientras el hombre aceptaba el paquete—. Y pueden volver con nosotros al pasado cuando quieran —añadió con una sonrisa.
Una antigua campana sonó cuando la pareja salió. Desde luego, era como estar en el pasado. Eso mismo era lo que había estado sintiendo últimamente. Desde que comenzó a trabajar en el edificio, se había acostumbrado a apreciar la vida sencilla de los hombres con los que había trabajado; aunque, reconocía, que no era una vida para él. Él no había perdido la cabeza; pero también pensaba ya no podría volver al tipo de vida que había llevado hasta entonces.
—Lo estás pasando muy bien —dijo él, caminando hacia Paula.
Parecía tan feliz y estaba tan hermosa que se le encogía el corazón. El sol se colaba por la ventana y se reflejaba en su pelo dorado de mechas plateadas. Simplemente, le cortaba la respiración. ¿Por qué todas las mujeres de las clases de preparación al parto se lamentaban de su tripa? Todas ellas confesaban que se sentían feas y poco atractivas.
Él no sabía nada de las otras, pero Paula nunca había estado más hermosa. Ese nuevo cuerpo no había alterado lo que sentía por ella; seguía encontrándola irresistible.
—¿Qué tal ha ido todo? —preguntó él, esperando alejar aquellos pensamientos de su mente y de su cuerpo.
Paula asintió feliz
—Me sorprendió que pudieras estar fuera tanto tiempo
—He entrado de vez en cuando. Pero estabas tan ocupada con los clientes que no quería molestarte. Parece que ha sido todo un éxito.
—Hemos vendido tres colchas de Margarita, un aparador de 1860 y la librería que hizo Izaak con la madera del granero y, por cierto, gracias por las flores.
—¿Aunque las comprara?
Ella sonrió.
—Son perfectas.
—Menos mal. No podía arriesgarme a que me volviera a salir otra erupción. ¿Sabes que Izaak me confesó que pensaba que me pasaría? Era su estrategia secreta. Pensó que haría que sintieras lástima por mí y que me perdonarías aunque las flores en sí no funcionaran. Quién diría que un tipo Amish tendría esas estrategias.
Paula se rió y el sonido sexy de su voz hizo que a Pedro se le encogiera algo en el pecho. Los ojos de ella brillaban al igual que su pelo, y sus labios dulces lo llamaban.
Sin poderlo evitar, cedió al impulso.
—Pau —susurró mientras se inclinaba sobre el mostrador y la besaba. Ella aplastó los labios contra los de él y el mundo desapareció.
Entonces, Margarita se aclaró la garganta y dijo:
—Me atrevería a decir que hace cien años os habrían llevado a la cárcel.
—¡Margarita! —dijo Paula sin aliento poniéndose roja como la grana.
Se giró hacia las estanterías y se puso a arreglar cosas.
—Gracias por venir, Y puedes volver con nosotros... —al ver que iba a repetir lo que había estado diciendo toda la mañana, dejó de hablar y se cubrió la cara.
Pedro se marchó riendo, contento de no ser el único que se había puesto colorado por ese beso o por el comentario de Margarita. Paula se estaba convirtiendo en una adicción que no sabía cómo satisfacer. ¿Por qué no podría haber nacido él diferente?
*****
Pedro aparcó el coche y se giró a mirar a Paula. Volvían de su última clase de preparación al parto y había estado toda la noche muy callada. Y él estaba preocupado. La clase debería haber sido una celebración; pero una mala noticia los había entristecido a todos: una de las mujeres que habían conocido en la clase, había tenido una complicación llamada toxemia y el niño y ella estaban graves. Todos parecían conmocionados, pero Paula parecía estar peor que los demás.
Ahora estaba muerta de miedo. Y, a decir verdad, él también.
No quería dejarla sola en esa casa tan grande esa noche.
Normalmente, después de la clase, la dejaba en casa y volvía a la suya a darse una ducha fría
Sin embargo, sólo quería abrazarla y pensar que todo iba a ser perfecto.
Aquella noticia también le había demostrado lo ciego que había estado. No sabía si Paula había pensado en los riesgos; pero, desde luego, él no.
Había estado preocupado. Por supuesto. Pero sólo con lo que le pudiera pasar al bebé; nunca había pensado que a Paula le pudiera suceder algo. Ahora se daba cuenta de que había ocultado la cabeza debajo de la arena cuando se saltó los capítulos que describían los embarazos de alto riesgo.
Se había dicho que aquél no era el caso de Paula y había cerrado el libro.
Paula pareció sorprendida cuando lo encontró a su lado en la puerta.
—¿Vas a entrar?
—Sí. Tenemos que hablar.
Ella asintió y caminaron juntos.
—Eso no me va a suceder a mí —dijo Paula, girándose para mirarlo a la cara—. Lo sé —dijo ella, pero la voz le temblaba con una mezcla de temor y preocupación.
—Por supuesto —le dijo Pedro y se preguntó a cuál de los dos sería más difícil de convencer. Él le quitó la llave de la mano y abrió la puerta.
—¿Te apetece una taza de té o algo? —le preguntó Pedro mientras entraban en la sala.
Paula negó con la cabeza y se sentó en el sofá. Pedro se sentó a su lado y le acarició la espalda.
—Se van a poner bien —dijo ella y se giró hacia él.
Le pareció lo más natural rodearla con los brazos y dejar que se apoyara contra él cuando vio las lágrimas en sus ojos.
—¿Y si algo sale mal? —dijo entre sollozos.
Él la agarró por los hombros.
—Nada va a pasarte. Nada —le dijo con confianza, deseando que lo creyera.
—Pero, ¿y si pasa?
—No.
—Tengo que decir esto. Escúchame — suplicó ella—. Si algo sucediera, necesito saber que tú vas a ser su padre. Tienes que prometerme que la educarás tú; ni tus padres ni tus odiosos primos. Ni internados. Tú. Y quizás una niñera, igual que tu Nanny Maria. ¡Prométemelo!
Él asintió, sin confiar en su voz para decirle que sí. No iba a permitir que le pasara nada. Tomó aliento.
—Todo va a salir bien, Pau.
Pedro no supo cuándo Paula se quedó dormida; pero se alegró porque no quería que viera las lágrimas de sus ojos.
¿Por qué no podría él compartir su porche? ¿Su vida? ¿O por qué no se podía conformar con el único tipo de vida que podía tener?
Cerró los ojos e intentó olvidarse de la tristeza. Aún se estaba diciendo lo que tenía que hacer cuando se quedó dormido. Lo último que recordaba era que alguien estaba dándole golpecitos en la pierna. No quería despertarse. Por fin iba a hacer el amor con Paula y no quería que nadie le estropeara esa oportunidad. Estaban en la casa de la piscina de nuevo y Paula no estaba embarazada, pero él estaba seguro de que, después de aquella noche, lo estaría.
Ninguno de los dos volvería a estar solo nunca. Ella le estaba suplicando que no la volviera a dejar sola y él sintió su aliento en la cara y la suavidad de su pecho contra su mano y sintió que su erección cada vez era más intensa.
Entonces, volvió a sentir los golpecitos en la pierna Más fuertes.
Paula murmuró algo y Pedro abrió los ojos y se encontró sus ojos azules clavados en él. Él miró hacia abajo y se dio cuenta de que tenía una mano sobre su pecho. Apartó la mano rápidamente.
Paula se levantó y se giró.
—Me imagino que será tarde.
Era una invitación a que se marchara de su casa. Decidió que lo mejor era hacerlo. Ocultar su estado de excitación. Se levantó y agarró la chaqueta que había dejado en el sofá cuando se sentó a consolarla.
—Hablaremos mañana. Si quieres podemos ir a ver a Shelly.
—Tal vez —dijo ella, claramente molesta. Después al mismo tiempo que él dijo:
—Lo siento... lo de la mano...
Ella dijo:
—Estabas dormido. Entiendo que no era por mí.
Se rieron los dos nerviosos y Pedro se dirigió hacia la puerta.
Pero, antes de marcharse se volvió.
—No, Paula —le dijo con una voz que le costó reconocer—. Estás equivocada. Era por ti.
HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 28
Paula se paseó por su tienda preciosa y se llevó una mano al vientre.
—Está casi lista, pequeñina —le dijo al bebé—. En menos de veinticuatro horas abrimos —dijo dejando escapar un suspiro.
—Así habla una mujer contenta —dijo Margarita desde la puerta con varías colchas en los brazos—. ¡Oh! Es perfecta. Lo habéis arreglado todo. Me encantan las estanterías que Pedro e Izaak construyeron para exponer las colchas.
—La decoración ha sido mucho más fácil ahora con tus preciosas colchas colgadas de las paredes.
Las mejillas de Margarita se sonrosaron mientras dejaba los bultos encima del mostrador. Paula se rió. Al menos había otra persona que se ponía más colorada que ella.
—¿Dónde están los pequeños? —le preguntó Paula.
—Con Pedro. Esta mañana ha estado ayudando a Izaak con la última parte de la cosecha. Vino hasta aquí con nosotros y se llevó a los niños para darles una sorpresa.
De nuevo Pedro estaba poniendo su sello por todas partes.
No sólo en la tienda y en la casa sino también en su vida. No era que la molestara, pero cada vez que entraba en una habitación, sabía si estaba allí antes de verlo. El aire entre ellos chisporroteaba con un deseo que ella intentaba ignorar.
La mayoría de las veces, no lo conseguía.
—Es perfecto para ti, Paula —dijo Margarita—. Y tú eres perfecta para él. ¿Por qué os empeñáis en ignorar ese regalo?
¿Qué iba a hacer con todo el clan Abranson? Desde Izaak a Harina y David, todos habían empezado a considerar a Pedro como en hombre ideal para hacer el papel de padre de su hija y marido suyo. Paula no tenía ningún problema al imaginarse a Pedro haciendo el papel de padre para Malena; pero sabía que si asumía la otra posición, ella acabaría con el corazón roto.
—Margarita, sabes que Pedro no puede ser más que un amigo. Tiene que marcharse cuando nazca el bebé. No puede dejar su carrera por nosotros; es demasiado importante. Lo que no entiendo es cómo está aguantando tanto tiempo.
Margarita se sentó en un taburete, con los pies primorosamente escondidos bajo su vestido.
—Yo puedo ver el amor en vuestros ojos; ni siquiera ante los otros lo podéis ocultar. No se irá de aquí fácilmente. Y si lo hace, no podrá permanecer lejos.
—Si pudieras ver el mundo al que pertenece, no pensarías eso.
—Yo creo que su mundo ahora es éste y pronto él se dará cuenta. No me parece un estúpido y sería una estupidez dejar todo esto atrás.
—Es adicto al trabajo.
—Cuando Pedro llegó aquí, Izaak me dijo que no era un hombre feliz —añadió Margarita, señalando por la ventana al sujeto de su discusión. Pedro había colgado un neumático del árbol al lado de la tienda. Era la sorpresa que les había prometido a los niños. La risa de los niños llegaba a través de la ventana con la brisa suave del otoño—. Ése es un hombre feliz.
Paula había pensado lo mismo hacía unas semanas. Tres semanas. El tiempo no paraba. Sólo quedan dos clases de preparación al parto. Y un mes para dar a luz.
De repente, Paula sintió pánico.
—Margarita, creo que no puedo hacerlo.
—Será una inauguración magnífica —dijo Margarita mientras le cubría la mano—. Dijiste que habías puesto anuncios en todos los periódicos y en la radio. Los clientes estarán esperando en la puerta.
El entusiasmo de Margarita era evidente y Paula se preguntó si ella podría conseguir ese estado de ánimo con respecto al tema del nacimiento.
—Me refiero al bebé. Me da mucho miedo el parto.
—Yo lo he hecho cinco veces —dijo Margarita, volviendo a darle unos golpecitos a Paula en la mano—. Y he vivido para contarla No es la actividad que yo elegiría para pasar una tarde, pero lo superé. Tú también. Te diré lo que me dijo mi madre: no pienses en cosas que no se pueden cambiar. Malena debe venir a este mundo. Debes mirar hacia delante, pero... —se llevó un dedo a los labios y continuó con un susurro— pero no demasiado lejos. Ése es el secreto; mañana es suficiente. Tarde o temprano, el parto formará parte del pasado.
Paula pensó que debía intentarlo. ¿Qué tenía que perder? ¿Horas y horas de preocupación?
Tomó aliento. De acuerdo, iban a abrir el negocio pronto y todo estaría preparado. Y aunque Pedro se negaba a aceptar que hubiera tomado parte, ella sabía que había ayudado mucho. También la ayudaría a tener a su hija cuando el momento llegara. Volvió a sentirse deprimida porque sabía que después se marcharía.
Pero Margarita tenía razón. Aquello era mirar demasiado lejos. Tenía que ir día a día.
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