martes, 14 de noviembre de 2017

HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 31




Pedro oyó el teléfono a lo lejos. Se dio la vuelta y miró al reloj de la mesilla. Las doce. La habitación estaba a oscuras por lo que era de noche. ¿Quién podía llamarlo a esa hora? 


Entonces pensó que a Paula o Malena les podía haber pasado algo y dio un salto.


—¿Diga? —contestó con la voz llena de pánico.


¿Qué podía pasar? Cuando las dejó a las ocho y media estaban perfectamente.


—Así que estás vivo —era el tono crítico de la voz de su padre


Pedro se sentó, obligándose a tranquilizarse. Ellas estaban bien. Con su padre podía arreglárselas.


—¿Qué tal, padre?


—Lo has dejado todo en el aire. Aquí tienes clientes.


—Hablé con mis clientes. Y los avisé con tiempo —dijo Pedro, intentando sonar aburrido—. Quizá seas el socio más antiguo, pero los otros estaban todos de acuerdo.


—Estás tirando tu carrera por la ventana. Soy tu padre. Tengo derecho a decir algo sobre este comportamiento. He estado en tu casa y nadie te ha visto. ¿Dónde diablos estás?


Pedro intentó contenerse, pero su furia salió despedida.


—En primer lugar, es mi carrera. En segundo lugar, nunca has ejercido mucho de padre. El día que me enviaste a Aldon para que otras personas me educaran, perdiste todos tus derechos.


—Ahora te pareces a tu hermano. Aldon fue una experiencia muy positiva para los dos.


—Puedes seguir diciéndote eso; pero, para que lo sepas, German y yo sólo sobrevivimos. Perdona, pero mañana tengo que levantarme temprano. Adiós.


Colgó el teléfono y se quedó mirando al frente. ¿Por qué tenía que llamar su padre precisamente ese día? Pedro sólo quería tener los buenos recuerdos del nacimiento de Malena.


Se dijo que tenía que relajarse. Que no tenía que ocuparse de eso en aquel momento, pero las horas pasaban y seguía con los ojos abiertos en la oscuridad Tenía la sensación de que sus padres eran como un arma cargada, apuntando a Paula y a Malena. Él se pondría delante encantado, pero no sabía si serviría de algo.


Las peores pesadillas de Pedro se hicieron realidad tres semanas más tarde.


En casa, todo iba bien. Malena se estaba ajustando bien a la vida de su madre como tratante de antigüedades y decoradora. Dormía casi cinco horas de un tirón por la noche y a Paula no le importaba en absoluto despertarse y compartir con ella un momento de intimidad en la oscuridad de la noche. Como Malena tomaba un biberón suplementario al día, Pedro era el encargado de dárselo antes de marcharse a su casa cada noche. Aquella parte era cada día más difícil. No quería tener que irse a su casa y tampoco quería limitar sus besos con Paula a un ligero roce de los labios.


Había empezado a darse cuenta del tipo de vida que quería. 


Y aquella vida era con Paula y con el bebé. Eran una familia; pero el miedo a hacerles daño lo contenía. También sabía que Paula no confiaba en él del todo; pero lo peor era que él no confiara en sí mismo. Tenía que encontrar una forma de descubrir si sería capaz de estar allí con ellas para siempre.


Tal vez debía hacer las maletas y volver a su mundo. Si no podía luchar contra la tentación de ver a otras mujeres, al menos así ella no tendría que presenciarlo. Pero no podía irse.


Cuando llegó a casa, estaba sonando el teléfono. Sabía perfectamente que era su padre e incluso tuvo la tentación de dejar que saltara el contestador; pero aquello hubiera sido posponer lo inevitable.


—Llamo para informarte de que te hemos encontrado —dijo Marcos Alfonso con una voz estirada y aristocrática.


—¿Encontrado? —preguntó Pedro. No había ningún sentido en darle más información a su padre. Cuanto más cosas le dijera él, más sabría sobre sus intenciones.


—En la oficina todos pensaban que te había dado un colapso o algo así. Nadie se imaginó lo que estabas tramando. Parece que tu nueva casa está un poco apartada. Aunque más que una casa parece una choza según estoy viendo en la fotografía que tengo delante. Tú y esa mujer embarazada parecéis muy unidos, ahí de pie hablando con el constructor.


—En realidad, he venido a apreciar una vida más sencilla. He descubierto que ésta es mi casa; Bellfield sólo es un museo. Seguro que German pensaba lo mismo que yo.


—¿Es eso, verdad? Su muerte te ha trastornado. Quieres vivir su vida. Nunca debimos enviaros juntos al colegio. Si os hubiéramos mandado a internados separados no habríais tenido esa dependencia el uno del otro.


—¿Dependencia? Por el amor de Dios, tus hijos se querían el uno al otro y aprendieron juntos el significado verdadero de la palabra familia — gruñó Pedro.


Aquella conversación no le estaba dando ninguna idea sobre cuáles eran los planes de su padre; sólo un dolor de cabeza terrible


—¿De qué diablos estás hablando? —insistió Pedro.


—La hermana de Laura. Sabemos que has estado con ella todo el tiempo. Y también sabemos que el hijo es de German. El hijo de mi hijo mayor.


—¿A ti qué te importa este bebé? Ignoraste a German la mayor parte de tu vida. Y la otra mitad intentaste hacerlo desgraciado. ¿Qué te importa su hija? Solamente sería otro niño al que abandonarías.


—He contratado a Jonathan Tunner. 


Pedro sintió que se le encogía el estómago. Tunner era un abogado reconocido. Casi nunca perdía un caso.


—La niña a la que tú y esa mujer habéis escondido de nosotros es nuestra nieta —continuó su padre—. No permitiré que crezca con otro nombre que no sea Alfonso. Tampoco permitiré que se la eduque en esas circunstancias. Tu madre está horrorizada. No permitirá que esa mujer eduque a nuestra nieta como la educaron a ella.


Pedro se le volvió a encoger el estómago. ¿Sería eso lo que Paula había sentido el día que él la amenazó? Si era así no podría volver a confiar en él jamás. A menos que pudiera alejar ese problema de ella antes de que la tocara. Entonces, ella sabría que podía fiarse de él.


—No hay nada malo con Paula ni con la manera en la que la educaron. Es una mujer dulce, amable e inteligente con un corazón generoso y más amor por su hija del que tú y mi madre jamás sentisteis hacia vuestros hijos. Nunca permitiré que pongáis vuestras manos sobre Malena para que podáis hacer con ella lo que hicisteis con German y conmigo. No intentes nada, padre. O perderás mucho más que un juicio.


Pedro colgó el teléfono con un golpe. Su padre podía haber tirado la primera piedra, pero Pedro intentaba ser el que quedara en pie en esa batalla en particular.


Se mantuvo alerta todo el día y el día siguiente. Al final, un coche extraño apareció en la puerta de Paula cuando ella ya se había ido a la tienda con la niña.


—¿Está buscando a Paula Chaves? —preguntó él a la mujer que salía del coche. La mujer miró hacia la tienda.


—Imagino que me he equivocado de lugar. ¿Está allí?


Pedro le dio su tarjeta de presentación.


—No importa. Soy su abogado. Yo tomaré los papeles. Estaba esperándolos.


La mujer se sorprendió de que fuera a ser tan sencillo y miró su tarjeta.


—De acuerdo. Que tenga un buen día —le dijo después de darle un sobre.


—Ahora empieza todo —murmuró él, mientras la mujer se alejaba.


En los papeles decían que no encontraban adecuada a Paula para educar a la niña. Según ellos había estado dispuesta a darla antes de que naciera lo cual demostraba la frialdad de su corazón.


No conocían a Paula. Y, por supuesto, tampoco lo conocían a él.


Sus padres no tenían ni la menor idea de hasta dónde era capaz de llegar por la mujer a la que amaba.


Había dormido poco las dos noches anteriores, planeando su estrategia. El primer paso era volver a Devon. Para un juicio cara a cara.


Si lo que Laura había pensado de su madre era cierto, quizás tuviera un as en la manga.




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