lunes, 13 de noviembre de 2017

HEREDERO DEL DESTINO: CAPITULO 29





Pedro entró por la puerta de atrás de la tienda a las cuatro de la tarde el día de la inauguración. Se apoyó en el marco de la puerta y observó la escena que tenía delante. Con la excepción de las cuatro mujeres que estaban paseándose por la tienda, exclamando admiradas con cada artículo, y la pareja del mostrador, la escena parecía sacada de las páginas de un álbum de fotos de hacía cien años. Paula estaba envolviendo una de las colchas en papel marrón, atándola con un cordón tal y como se hacía en el pasado.


Ella iba vestida con traje de época y, por supuesto, el vestido liso de Amish de Margarita era perfecto. El eslogan «un paseo hacia el pasado» lo explicaba todo. Cada vez que había asomado la cabeza había visto, al menos, a una persona en el mostrador.


—Gracias por venir —le oyó decir a Paula mientras el hombre aceptaba el paquete—. Y pueden volver con nosotros al pasado cuando quieran —añadió con una sonrisa.


Una antigua campana sonó cuando la pareja salió. Desde luego, era como estar en el pasado. Eso mismo era lo que había estado sintiendo últimamente. Desde que comenzó a trabajar en el edificio, se había acostumbrado a apreciar la vida sencilla de los hombres con los que había trabajado; aunque, reconocía, que no era una vida para él. Él no había perdido la cabeza; pero también pensaba ya no podría volver al tipo de vida que había llevado hasta entonces.


—Lo estás pasando muy bien —dijo él, caminando hacia Paula.


Parecía tan feliz y estaba tan hermosa que se le encogía el corazón. El sol se colaba por la ventana y se reflejaba en su pelo dorado de mechas plateadas. Simplemente, le cortaba la respiración. ¿Por qué todas las mujeres de las clases de preparación al parto se lamentaban de su tripa? Todas ellas confesaban que se sentían feas y poco atractivas.


Él no sabía nada de las otras, pero Paula nunca había estado más hermosa. Ese nuevo cuerpo no había alterado lo que sentía por ella; seguía encontrándola irresistible.


—¿Qué tal ha ido todo? —preguntó él, esperando alejar aquellos pensamientos de su mente y de su cuerpo.


Paula asintió feliz


—Me sorprendió que pudieras estar fuera tanto tiempo


—He entrado de vez en cuando. Pero estabas tan ocupada con los clientes que no quería molestarte. Parece que ha sido todo un éxito.


—Hemos vendido tres colchas de Margarita, un aparador de 1860 y la librería que hizo Izaak con la madera del granero y, por cierto, gracias por las flores.


—¿Aunque las comprara?


Ella sonrió.


—Son perfectas.


—Menos mal. No podía arriesgarme a que me volviera a salir otra erupción. ¿Sabes que Izaak me confesó que pensaba que me pasaría? Era su estrategia secreta. Pensó que haría que sintieras lástima por mí y que me perdonarías aunque las flores en sí no funcionaran. Quién diría que un tipo Amish tendría esas estrategias.


Paula se rió y el sonido sexy de su voz hizo que a Pedro se le encogiera algo en el pecho. Los ojos de ella brillaban al igual que su pelo, y sus labios dulces lo llamaban.


Sin poderlo evitar, cedió al impulso.


—Pau —susurró mientras se inclinaba sobre el mostrador y la besaba. Ella aplastó los labios contra los de él y el mundo desapareció.


Entonces, Margarita se aclaró la garganta y dijo:
—Me atrevería a decir que hace cien años os habrían llevado a la cárcel.


—¡Margarita! —dijo Paula sin aliento poniéndose roja como la grana.


Se giró hacia las estanterías y se puso a arreglar cosas.


—Gracias por venir, Y puedes volver con nosotros... —al ver que iba a repetir lo que había estado diciendo toda la mañana, dejó de hablar y se cubrió la cara.


Pedro se marchó riendo, contento de no ser el único que se había puesto colorado por ese beso o por el comentario de Margarita. Paula se estaba convirtiendo en una adicción que no sabía cómo satisfacer. ¿Por qué no podría haber nacido él diferente?



*****


Pedro aparcó el coche y se giró a mirar a Paula. Volvían de su última clase de preparación al parto y había estado toda la noche muy callada. Y él estaba preocupado. La clase debería haber sido una celebración; pero una mala noticia los había entristecido a todos: una de las mujeres que habían conocido en la clase, había tenido una complicación llamada toxemia y el niño y ella estaban graves. Todos parecían conmocionados, pero Paula parecía estar peor que los demás.


Ahora estaba muerta de miedo. Y, a decir verdad, él también. 


No quería dejarla sola en esa casa tan grande esa noche. 


Normalmente, después de la clase, la dejaba en casa y volvía a la suya a darse una ducha fría


Sin embargo, sólo quería abrazarla y pensar que todo iba a ser perfecto.


Aquella noticia también le había demostrado lo ciego que había estado. No sabía si Paula había pensado en los riesgos; pero, desde luego, él no.


Había estado preocupado. Por supuesto. Pero sólo con lo que le pudiera pasar al bebé; nunca había pensado que a Paula le pudiera suceder algo. Ahora se daba cuenta de que había ocultado la cabeza debajo de la arena cuando se saltó los capítulos que describían los embarazos de alto riesgo. 


Se había dicho que aquél no era el caso de Paula y había cerrado el libro.


Paula pareció sorprendida cuando lo encontró a su lado en la puerta.


—¿Vas a entrar?


—Sí. Tenemos que hablar.


Ella asintió y caminaron juntos.


—Eso no me va a suceder a mí —dijo Paula, girándose para mirarlo a la cara—. Lo sé —dijo ella, pero la voz le temblaba con una mezcla de temor y preocupación.


—Por supuesto —le dijo Pedro y se preguntó a cuál de los dos sería más difícil de convencer. Él le quitó la llave de la mano y abrió la puerta.


—¿Te apetece una taza de té o algo? —le preguntó Pedro mientras entraban en la sala.


Paula negó con la cabeza y se sentó en el sofá. Pedro se sentó a su lado y le acarició la espalda.


—Se van a poner bien —dijo ella y se giró hacia él.


Le pareció lo más natural rodearla con los brazos y dejar que se apoyara contra él cuando vio las lágrimas en sus ojos.


—¿Y si algo sale mal? —dijo entre sollozos.


Él la agarró por los hombros.


—Nada va a pasarte. Nada —le dijo con confianza, deseando que lo creyera.


—Pero, ¿y si pasa?


—No.


—Tengo que decir esto. Escúchame — suplicó ella—. Si algo sucediera, necesito saber que tú vas a ser su padre. Tienes que prometerme que la educarás tú; ni tus padres ni tus odiosos primos. Ni internados. Tú. Y quizás una niñera, igual que tu Nanny Maria. ¡Prométemelo!


Él asintió, sin confiar en su voz para decirle que sí. No iba a permitir que le pasara nada. Tomó aliento.


—Todo va a salir bien, Pau.


Pedro no supo cuándo Paula se quedó dormida; pero se alegró porque no quería que viera las lágrimas de sus ojos. 


¿Por qué no podría él compartir su porche? ¿Su vida? ¿O por qué no se podía conformar con el único tipo de vida que podía tener?


Cerró los ojos e intentó olvidarse de la tristeza. Aún se estaba diciendo lo que tenía que hacer cuando se quedó dormido. Lo último que recordaba era que alguien estaba dándole golpecitos en la pierna. No quería despertarse. Por fin iba a hacer el amor con Paula y no quería que nadie le estropeara esa oportunidad. Estaban en la casa de la piscina de nuevo y Paula no estaba embarazada, pero él estaba seguro de que, después de aquella noche, lo estaría. 


Ninguno de los dos volvería a estar solo nunca. Ella le estaba suplicando que no la volviera a dejar sola y él sintió su aliento en la cara y la suavidad de su pecho contra su mano y sintió que su erección cada vez era más intensa. 


Entonces, volvió a sentir los golpecitos en la pierna Más fuertes.


Paula murmuró algo y Pedro abrió los ojos y se encontró sus ojos azules clavados en él. Él miró hacia abajo y se dio cuenta de que tenía una mano sobre su pecho. Apartó la mano rápidamente.


Paula se levantó y se giró.


—Me imagino que será tarde.


Era una invitación a que se marchara de su casa. Decidió que lo mejor era hacerlo. Ocultar su estado de excitación. Se levantó y agarró la chaqueta que había dejado en el sofá cuando se sentó a consolarla.


—Hablaremos mañana. Si quieres podemos ir a ver a Shelly.


—Tal vez —dijo ella, claramente molesta. Después al mismo tiempo que él dijo:
—Lo siento... lo de la mano...


Ella dijo:
—Estabas dormido. Entiendo que no era por mí.


Se rieron los dos nerviosos y Pedro se dirigió hacia la puerta. 


Pero, antes de marcharse se volvió.
—No, Paula —le dijo con una voz que le costó reconocer—. Estás equivocada. Era por ti.




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