martes, 24 de octubre de 2017

NOVIA A LA FUERZA: CAPITULO 22




Paula no supo durante cuánto tiempo había estado hablando su padre antes de mantener silencio. Sólo supo que, cuando finalmente lo hizo, ella no tenía la fuerza mental suficiente para contestar. Sólo logró decir algo parecido a que sí, que comprendía. Sí, veía que su padre no tenía otra alternativa, desde luego que no una que fuera a arreglar la situación, una que evitara que su madrastra cayera en una depresión y que él no fuera a la cárcel.


Aquél era el peor escenario al que se podía enfrentar. 


Siempre había sabido que su padre podía ser extremadamente egoísta y que la esposa a la que era devoto incluso más que él. ¡Pero aquello era demasiado!


Debido a las estúpidas acciones de Augusto Chaves, estúpidas e ilegales, éste no sólo había arriesgado su casa y su salario, sino también su libertad. Si Pedro le hubiera denunciado, en aquel momento estaría en prisión.


Pero la denuncia era sólo una amenaza, siempre y cuando Pedro Alfonso obtuviera lo que quería. Y lo que éste quería era unirse en matrimonio con la familia Chaves.


Pedro había dicho en serio cada palabra cuando le había explicado que su familia le debía una esposa.


Durante todo el tiempo que estuvo escuchando las explicaciones y disculpas de su padre, supo que Pedro había estado esperando en la cocina con un café y esbozando una brillante sonrisa. Y con su maldita y arrogante convicción de que la tenía donde quería. O al menos eso pensaba.


Pero la realidad era que la convicción de él era cierta. La tenía exactamente donde quería. Donde la había querido desde el principio. La tenía atrapada, sin ningún lugar por donde salir corriendo y sin ninguna respuesta. A no ser que ella le fallara a todo el mundo, a no ser que arruinara a su propia familia y que muy probablemente, provocara que su madrastra sufriera una grave depresión.


Aparte del hecho de enviar a su padre a la cárcel por malversación de fondos.


Augusto Chaves se lo había admitido en la conversación telefónica que habían mantenido. Había admitido que había sido un estúpido, un completo idiota. Había despilfarrado hasta el último céntimo de la familia… ella no tenía duda de que había sido con gran ayuda de su codiciosa madrastra. Y entonces, para empeorar las cosas, había tomado prestado cierto dinero de un acuerdo de negocios. Su socio había sido Pedro Alfonso.


Agitó la cabeza, desesperada. Se restregó los ojos con las manos y pensó que sólo su padre podría referirse a malversar fondos que habían sido destinados a un acuerdo de negocios como «tomar prestado». Sólo su padre podía haberse gastado ese dinero y haber terminado en aquella terrible situación.


Sólo él podía ponerla a ella en una situación incluso peor.


Sabía que el egoísmo de su progenitor, su debilidad, terminaría haciéndole daño, pero no más del que ya le había hecho Pedro.


Recordó las insensibles palabras que le había dicho él al haberle afirmado que le daba igual casarse con una hermana Chaves que con la otra, ya que lo que quería era un matrimonio dinástico.


También le había dicho que había ido hasta su casa a por ella. Se había negado a creer que lo había dicho en serio, pero finalmente se había permitido a sí misma pensar, soñar, que él estaba comenzando a sentir algo por ella…


—¡No! —exclamó, llevándose una mano a la boca para contener el grito de angustia que casi se le escapó.


No, tenía que haber alguna manera de escapar de aquella situación. No iba a permitir que aquello sucediera. 


Quizá Pedro pensara que tenía lo que quería servido en un plato, pero ella se iba a encargar de probarle lo contrario. De alguna manera…


Pero primero tenía que vestirse. No podía enfrentarse a aquel arrogante y manipulador canalla vestida simplemente con la entallada bata azul que llevaba puesta. Debajo no llevaba nada… algo que Pedro sabía muy bien.


Se sintió avergonzada al recordar lo fácil que le había resultado a él hacer con ella lo que había querido. No había tenido ningún problema en atraerla a la cama y, si era sincera consigo misma, tenía que admitir que prácticamente había hecho todo el trabajo por él. Se había lanzado a sus brazos, a su cama…


Bueno, la cama había sido la suya. Y allí se había entregado a aquel hombre sin pensarlo. Él debió haber pensado que su despiadado plan para obtener un matrimonio de conveniencia había funcionado perfectamente.


Mientras subía a la planta de arriba para vestirse, se dijo a sí misma que se encargaría de aclarar todo aquello. Si había alguna manera de escapar a aquella situación, iba a encontrarla. Pedro Alfonso tenía que aprender que no podía simplemente aparecer y apoderarse de la vida de la gente. 


Alguien iba a tener que enfrentarse a él…


Pero se preguntó por qué tenía que ser ella.


Deseó poder ducharse y restregarse el cuerpo con una esponja bajo el agua caliente hasta borrar los recuerdos de las caricias de Pedro, de sus besos, besos que sentía la marcaban como suya. Pero no se atrevió a demorarse, ya que si no él se preguntaría qué ocurría. Por lo que se apresuró en vestirse y bajó de nuevo a la planta de abajo. 


Mientras lo hacía, se preguntó a sí misma cómo podía haber creído que amaba a un hombre que manipulaba a la gente de aquella manera, que compraba una esposa sin ofrecerle ningún compromiso emocional a cambio.


Un hombre que, cuando el matrimonio que tenía planeado no se había materializado, simplemente se acercaba a la siguiente persona en la lista de posibles candidatas.


Al llegar a la puerta de la cocina, respiró profundamente. 


Levantó la barbilla antes de entrar en la sala con actitud desafiante.


Pero de inmediato supo que estaba tratando de engañarse a sí misma si pretendía negar sus sentimientos hacia aquel hombre. Al verlo sentado a la pequeña mesa de la cocina le dio un vuelco el corazón. Pedro tenía su negro pelo todavía húmedo y llevaba la camisa por fuera del pantalón. Tuvo que reconocer que de ninguna manera podía negar lo que sentía hacia él. En cualquier otro momento sus sentimientos le hubieran llevado a aceptar su propuesta de matrimonio muy gustosamente.


Pero eran unos sentimientos que debía controlar, suprimir, tenía que apartarlos de su mente si iba a ser capaz de soportar la situación en la que se encontraba.


—Por fin —la saludó Pedro.


La manera en la que la miró de arriba abajo, cuestionando la necesidad de que se hubiera puesto unos pantalones vaqueros y un jersey verde, provocó que ella casi pudiera adivinar lo que estaba pensando. Seguro que se estaba preguntando por qué se había puesto ninguna ropa cuando él pretendía quitársela toda de nuevo. Pero se forzó en ignorar aquello. No se iban a dirigir juntos a ninguna cama… nunca más lo harían si ella conseguía lo que quería. Al sentir que todo su cuerpo protestaba ante aquello, se forzó en recuperar el control y levantó aún más la barbilla para desafiarlo y que le dijera lo que estaba pensando.


Pero Pedro o no se percató o decidió no hacer ningún comentario.


—Tu café está ahí… —fue lo que dijo, indicándole con la mano una taza que había sobre la encimera—. Te lo serví al oír que bajabas las escaleras, por lo que todavía debe de estar caliente.


Paula se acercó a la encimera, agarró la taza y se giró para vaciar su contenido en la pila. Con una mezcla de satisfacción y arrepentimiento, observó cómo el líquido marrón desaparecía por el desagüe. Le hubiera encantado beberse una estimulante taza de café, de hecho, no había nada que le apeteciera más en aquel momento, pero sintió que debía realizar algún gesto que evidenciara su estado de ánimo.


Pedro la observó y frunció el ceño.


—¿Había algún problema con el café? —preguntó.


—¡Esto no va a funcionar, Pedro! —declaró ella, decidiendo enfrentarse a él directamente.


—¿Qué es lo que no va a funcionar?


—Este plan que has creado para conseguir una esposa mediante el chantaje.


—Ya has hablado con tu padre.


—Sí, lo he hecho —contestó Paula—. Si recuerdas, precisamente fue eso lo que me aconsejaste ayer que hiciera. Ahora ya sé lo que siempre has pretendido.


—Lo que tu padre ha pretendido —corrigió él.


—Bueno, sí, lo que hizo estuvo muy mal. Desde luego que no puede simplemente salirse con la suya. Pero yo sé por qué lo hizo; lo hizo por Petra. Siempre fue muy tonto en lo que se refería a ella y nunca le podía negar nada. Ella nunca comprendió la carga que supuso el impuesto de sucesiones cuando murió el abuelo y continuó gastando y gastando. El dinero se tendrá que devolver.


—Lo dices con mucha labia —contestó Pedro, colocando su propia taza sobre la mesa e inclinándose hacia delante para mirar a Paula fijamente—. ¿Por casualidad te ha mencionado tu padre de cuánto dinero estamos hablando?


—Obviamente de mucho.


—Lo podrías decir así —dijo él, nombrándole una cantidad inimaginable de dinero.


Horrorizada, Paula tuvo que agarrarse a la silla más próxima para no caer al suelo.


—¿Realmente no lo sabías? —continuó Pedro.


—Yo…


—¿Crees que me iba a preocupar tanto si fuera menos dinero?


—Yo… —lo intentó ella de nuevo, pero le estaba dando vueltas la cabeza debido a lo impresionada que se había quedado.


Pensó que debía haberlo sabido, o por lo menos sospechado. No le extrañó que su padre hubiera tenido un aspecto tan envejecido y enfermizo. Pero sabía que, si hubiera preguntado, nadie le habría dicho la verdad, al igual que no le habían confiado las verdaderas razones de la boda, no hasta aquel momento en el que pensaban que ella podía ayudar.


—Lo siento —logró decir por fin—. No pensé que la situación fuera tan grave. ¿Pero realmente piensas que cualquier cantidad de dinero justifica jugar con la vida de la gente? ¿Que justifica manipular a una mujer para que se case contigo tanto si quiere como si no?


—Cuando te dije que debías hablar con tu padre, había pensado que te iba a confirmar la verdad. Yo no manipulé a tu hermana para que se casara conmigo. Ella dejó claro que se sentía atraída por mí y que mi riqueza formaba gran parte de esa atracción. Fue ella la que sugirió que nos casáramos.


Muy impresionada, Paula recordó las cosas que Natalie le había dicho, como por ejemplo que había pensado que podía hacerlo, que podía seguir adelante con la boda… y que haber conocido a Joen lo había cambiado todo.


Pero su hermana jamás le había contado toda la verdad.


—Natalie sabía que yo quería hijos para que heredaran mi fortuna y que tener un vínculo con el apellido Chaves me abriría puertas en la sociedad que el dinero no puede abrir. Y ella quería seguir manteniendo el estilo de vida que siempre había tenido, por lo que sugirió un plan que nos beneficiaría a ambos. Y a su padre, ya que, si me casaba con ella, no lo denunciaría, pero lo tendría suficientemente cerca como para controlar sus acciones.


—No denunciarlo… ¿no era parte del trato?


—Ni siquiera sé cuánto sabía Natalie de la precaria situación de su padre. Sé que sabía que tenía problemas económicos, pero dudo que fuera consciente del origen de éstos.


—Pero finalmente aquello no fue suficiente para ella. No cuando conoció a Joen —comentó Paula.


—No, la verdad es que me sorprendió —admitió Pedro pensativamente—. Este nuevo hombre debe de ser algo especial. Pero me dejó con un problema; tu padre seguía debiéndome el dinero.


—Y entonces decidiste, con bastante sangre fría, que yo podía sustituir a mi hermana, ¿no es así?


—No, Paula. Eso nunca. ¿No te das cuenta de que no hay nada que yo haga relacionado contigo que sea a sangre fría? La verdad es precisamente lo contrario: me alteras tanto la sangre que no puedo pensar con claridad. Provocas que haga locuras.


En aquel momento ella necesitó sentarse en la silla en la que había estado apoyándose. Sintió las piernas muy débiles y tuvo que sentarse antes de caer al suelo. Al sentarse ella, Pedro se levantó y comenzó a andar por la cocina.


—¿Como qué? —preguntó Paula.


—Como venir hasta aquí para devolverte unos zapatos que odiaba ver, ya que me recordaban el daño que le habían hecho a tus pies.


—Dijiste que habías venido a por mí.


—Y lo hice. No podía dejar de pensar en ti, te deseaba tanto que no podía mantenerme alejado de ti. Y sabía que tú también me deseabas a mí. Desde luego, también resolvía el problema de tu padre…


—Desde luego —repitió ella con voz temblorosa.


Decepcionada, se preguntó si había esperado una declaración de amor por parte de Pedro… cosa que no ocurriría jamás, ya que él ni siquiera sabía qué significaba amar. Simplemente la deseaba. Aquello era todo. Quizá fuera suficiente para él, pero no lo era para ella.


Amaba a aquel hombre desesperadamente, pero no creía que fuera a ser capaz de amar por los dos.


Tal vez lo amaba en aquel momento, pero con el tiempo, sin obtener nada a cambio, no sabía si ese amor sería suficientemente fuerte como para resistir.


—Entonces viniste aquí para exigirme que me casara contigo.


—Para exigírtelo, no. Era lo que tú también querías.


—No —se forzó en contestar Paula.


Pedro dejó de andar y se quedó mirándola fijamente. Se había quedado muy impresionado.


—No —repitió ella, sintiendo cómo la tensión del momento se apoderaba de su cuerpo. Tenía que decir aquello, tenía que negar que quisiera casarse con él. Pero hacerlo la estaba destruyendo.


—¿No? —preguntó Pedro, aturdido.


Con gran esfuerzo, ella se forzó en levantarse y en mirarlo.


—No, no quiero casarme contigo —insistió con gran dolor de su corazón.


—Eres una mentirosa —contestó él—. No lo dices en serio.


—Estoy hablando en serio —logró decir Paula—. No quiero casarme contigo, no cuando es simplemente una manera de pagar las deudas de mi padre y de salvarlo de la cárcel…


—¡Está bien! Saquemos a tu padre de todo esto, hagamos que sea algo sólo entre tú y yo.


Ella sintió que la cabeza le iba a explotar debido a todos los pensamientos contradictorios que se agolpaban en ella.


—No comprendo… ¿qué quieres decir?


—Vamos a olvidarnos de tu padre…


—¡No puedo! Lo que hizo estuvo mal. Te he acusado de utilizar a la gente… pero él puede llegar a ser igual que tú. Sé que te dijo dónde podías encontrarme.


—Me lo dijo su venenosa esposa. Él simplemente se quedó de pie y le permitió que lo dijera —aclaró Pedro—. Me olvidaré del dinero que me robó tu padre, cancelaré sus deudas, me olvidaré de la idea de denunciarlo… Me resultará más difícil aceptar que estaba preparado a utilizar a su propia hija para salvar su pellejo. Dudo que jamás pueda perdonarlo por ello. Pero si tú me lo pides, lo haré… si te casas conmigo.


El corazón de Paula le gritó que lo aceptara. Pero no podía…


—¿Por qué quieres casarte conmigo? —preguntó.


—Porque te deseo, ¡maldita sea! —contestó él, acercándose a ella y tomándole las manos—. Te deseo tanto que creo que me volveré loco si no te tengo a mi lado, en mi cama. ¿Lo que pasó anoche no te lo dejó claro?


—Lo que pasó anoche… —comenzó a decir ella. Pero fue incapaz de seguir hablando.


Quería decirle que la noche anterior había pensado que a él le importaba ella, que cuando la había llamado querida lo había hecho sinceramente y que tal vez algún día llegara a amarla.


Pero todo aquello había sido antes de haberse despertado aquella misma mañana y haber visto las cicatrices de su espalda, antes de haberse percatado de la profundidad de las heridas que aquel atractivo hombre tenía en el alma. Ya no le cabía duda de que él era incapaz de amar.


Pedro la deseaba. Muy intensamente. Pero desear no era amar.


No era suficiente. No cuando necesitaba que él le entregara mucho más.






NOVIA A LA FUERZA: CAPITULO 21




Mientras estaba en la ducha. Pedro se preguntó a sí mismo por qué demonios le había confiado todo aquello a Paula. 


Ella había visto las cicatrices e inevitablemente había preguntado sobre ellas. Aquello ya había ocurrido con anterioridad. Otras mujeres habían visto las marcas que tenía en la espalda y le habían preguntado qué había ocurrido.


Pero jamás le había contado la verdad a ninguna.


Siempre había inventado algo acerca de un accidente. Nada preciso, nada revelador. Y aquellas mujeres se habían quedado satisfechas, al igual que a él le había satisfecho no revelar demasiadas cosas sobre su vida.


Pero aquella ocasión había sido distinta; había tenido que contar toda la maldita historia. Historia que jamás le había confiado a nadie. Sabía que Paula no le hubiera permitido engatusarla con otra cosa. Pero la había impresionado muchísimo, lo había visto reflejado en sus ojos, en la manera en la que se habían oscurecido, horrorizados. A él le habían impresionado a su vez las ganas que había tenido de contárselo, lo mucho que había deseado que ella supiera sobre él.


Nunca antes se había sentido más expuesto.


Estar desnudo en la habitación de una mujer no era una experiencia nueva. Había tenido muchas amantes durante años, pero aquélla había sido la primera vez en la que realmente se había sentido desnudo. Y la sensación no le gustaba.


En realidad, llevaba sintiéndose de la misma manera desde el momento en el que había conocido a Paula durante la cena que se había ofrecido antes de la boda. Ella no había sido lo que él había esperado y con sólo mirarla se había quedado impresionado.


Había deseado que ella hubiera sido la hija de los Chaves con la que iba a haberse casado. Lo había deseado incluso cuando se la presentaron y le tomó la mano. Si ella hubiera sido la persona con la que se iba a haber casado, todo el asunto del matrimonio hubiera tomado otra perspectiva completamente distinta. Pero él había estado comprometido y la boda planeada, por lo que se había forzado a sí mismo en no mostrar nada.


Y en aquel momento era la mano de Paula la que se le ofrecía en matrimonio como parte del acuerdo. El malnacido padre de ésta había accedido gustosamente a que su hija mayor fuera el reemplazo de Natalie. Lo que fuera para salvar su cobarde piel. Y si Paula realmente era tan inocente como sospechaba, enterarse de aquello hubiera sido casi tan devastador para ella como había sido para él la manera en la que sus propios padres lo habían abandonado.


Echó la cabeza para atrás bajo la ducha para que el agua le diera de lleno en la cara. Sólo había una cosa de la que estaba seguro; no iba a permitir que aquella hija de los Chaves huyera de él.


Se iba a asegurar de ello. La deseaba. Y tras la noche anterior sabía que ella también lo iba a desear a él.


Al terminar de ducharse y abrir la puerta del cuarto de baño, oyó cómo el teléfono sonó en la planta de abajo de la casa. 


Oyó cómo Paula bajaba las escaleras corriendo al ir a contestar. Abrochándose la camisa la siguió.


—¿Quieres café? —le preguntó al pasar por el vestíbulo justo en el momento en el que ella iba a contestar al teléfono.


—Mmm… —contestó, distraída. Se había puesto una bata azul—. ¡Papá!


Desde luego. Él mismo le había pedido que hablara con su padre, pero había pensado que lo había hecho la noche anterior. Parecía que se había equivocado.


Paula había sabido que sería su padre el que telefoneaba en cuanto había oído el teléfono sonar.


Pedro le había pedido que hablara con su progenitor. Y ella había decidido hacerlo antes de volver a ver al hombre que le tenía alterados los sentidos. Pero la noche anterior el destino había intervenido… no había logrado contactar con su padre y Pedro había regresado inesperadamente a su casa…


Se preguntó si habría cambiado algo si hubiera hablado con su padre primero. Se planteó si quizá iba a arrepentirse de haber sido tan impulsiva la noche anterior y si había cometido un terrible error.


—Papá, tengo que hablar contigo… —comenzó a decir.


Pero su padre no estaba escuchando.


—¿Lo has visto? ¿Has visto a Pedro Alfonso? Dijo que se dirigía a tu casa.


—Él… —contestó, viéndose interrumpida por su padre.


El señor Chaves estaba decidido a hacerle escuchar.


Paula escuchó. Y sintió que con cada palabra que salía de la boca de su padre se quedaba más y más pálida. Se le quedaron sin fuerza las piernas y tuvo que apoyarse en la pared.


Aquello era incluso peor que sus más horribles sospechas.





lunes, 23 de octubre de 2017

NOVIA A LA FUERZA: CAPITULO 20





La luz del amanecer que se coló por la ventana fue lo que despertó a Paula. Abrió los ojos despacio, se quedó mirando el techo y trató de reconocer dónde estaba.


Estaba en su casa, en su dormitorio. Pero por alguna razón todo se sentía y parecía muy diferente a como siempre había sido. Era como si no reconociera su propia habitación.


Parpadeó y se estiró. Su brazo y pierna derecha dieron contra la calidez de un fuerte cuerpo masculino que reposaba tranquilamente a su lado. Entonces recordó todo y se percató de que no era el dormitorio lo que era diferente, sino que ella misma había cambiado. Lo que había ocurrido la noche anterior y el haberse dado cuenta de sus sentimientos hacia Pedro implicaba que jamás volvería a ser la misma.


Pedro… —dijo para saborear su nombre en la lengua.


Él dormía plácidamente junto a ella. No tuvo que darse la vuelta para mirarlo ya que su mente estaba todavía llena de imágenes de la noche anterior, imágenes que tenía que absorber antes de que la presencia de aquel hombre la agobiara.


Se quedó allí tumbada durante un rato y analizó las horas que había pasado disfrutando de aquella pasión. Había perdido la cuenta de todas las veces que Pedro se había acercado a ella y de en cuántas ocasiones habían llegado juntos al orgasmo. Sólo sabía que la noche había pasado como en una nube de placer y que estaba empezando aquel nuevo día con una sonrisa.


Pero había una cosa que la entristecía: el hecho de que él jamás le diría que la amaba. Aunque lo que sí le había dicho era que la deseaba… que la necesitaba. Y se lo había dejado claro al demostrarle la fuerza de su pasión y el hambre que sentía de su cuerpo. Por el momento tenía que conformarse con aquello, ya que era todo lo que iba a obtener.


Con la sonrisa que los recuerdos de la noche anterior habían grabado en su cara, se dio la vuelta en la cálida cama.


—¿Pedro?! —gritó, horrorizada. 


Se le borró la sonrisa de los labios.


Él estaba tumbado boca abajo y tenía la cara hundida en la almohada. El edredón se le había bajado y sólo le cubría hasta la cintura, por lo que tenía expuesta toda la espalda. 


Lo que había impresionado a Paula había sido ver las cicatrices que marcaban su preciosa piel aceitunada. Tenía una en el hombro derecho y otras dos un poco más abajo, cerca de la espina dorsal. Las tres eran casi idénticas, formaban unos círculos casi perfectos y estaban claramente marcadas en la piel. Parpadeó ante la fealdad de aquello. El hecho de que obviamente eran antiguas no logró reducir la angustia que le causó verlas.


—¡Pedro! —gritó de nuevo, acercando una mano para tocarlo suavemente.


Sabía que estaba despierto y que la había oído, ya que le había visto mover levemente la cabeza. Pero él no se dio la vuelta.


—¿Qué ocurrió?


Durante varios segundos pensó que no le iba a contestar. Le dio un vuelco el corazón al esperar su respuesta. Pero finalmente él suspiró profundamente, se levantó y se sentó en la cama con la espalda apoyada en el cabecero de ésta.


—Si no quieres… —comenzó a decir Paula, repentinamente temerosa de haberse metido donde él no quería que se metiera.


—No… —contestó Pedro con la mirada pérdida—. Está bien. Ocurrió hace mucho tiempo. Hace casi treinta años.


—¿Treinta… eras un niño?


Él asintió con la cabeza pero continuó sin mirarla. Paula estaba segura de que lo que estaba haciendo era recordando. Y cualesquiera que fueran aquellos recuerdos, la tensión que reflejaba la cara de Pedro y la manera en la que estaba frunciendo el ceño dejaban claro que no eran muy felices.


—¿Recuerdas que te dije que mi madre no sabía quién era mi padre?


Ella asintió con la cabeza, temerosa de hablar, temerosa de distraerlo.


—No tenía ningún modo de saber cuál de los hombres con los que había estado en el mes adecuado era mi padre. Pero quería marcharse hacia la nueva vida que estaba segura le esperaba en Argentina… junto con la pareja que tenía en aquel momento. Alguien que no quería un niño, sobre todo no uno que fuera hijo de otro. Por lo que mi madre me dejó con mi padre.


—Pero has dicho que ella no sabía…


—Y no lo sabía —respondió Pedro—. Simplemente eligió uno al azar, el que fuera, el más cercano. Me dejó en la puerta de su casa con una nota.


—Te dejó… —comenzó a decir Paula, que a pesar de la calidez de la habitación se estremeció de frío. Se le heló la sangre en las venas.


Trató de imaginarse a un niño pequeño, perdido y abandonado, sentado en la puerta de alguien a la espera de que un hombre que quizá fuera su padre le invitara a entrar. 


Comenzó a comprender por qué Pedro había declarado tan firmemente que no creía en el amor.


—¿Cómo pudo tu madre hacer aquello?


—Estoy seguro de que pensó que era la mejor solución —contestó él con indiferencia.


Aquello impresionó a Paula, para quien la total carencia de sentimientos por parte de Pedro hacía que todo fuera incluso peor que si hubiera gritado o maldecido.


—Pero fue muy mala suerte que el malnacido con el que me dejó no sintiera lo mismo —continuó él, apartando las sábanas y levantándose de la cama.


Mientras Pedro andaba por la habitación, ella no pudo evitar admirar la belleza de su cuerpo, la fortaleza de sus piernas, lo musculosa que era su espalda… Pensó que la noche anterior sus manos habían acariciado aquel cuerpo, lo había agarrado por los hombros y le había clavado los dedos en la espalda en la agonía del éxtasis.


Pero la noche anterior no había sabido que aquellas cicatrices estaban allí.


—¿Qué ocurrió? —insistió.


En realidad no quería saberlo, pero sabía que tenía que enterarse de lo que había pasado. Había llegado muy lejos y ya no había vuelta atrás.


—¿Qué ocurrió? —repitió él como si estuviera reconsiderando la pregunta, como si estuviera tratando de acordarse, ya que había enterrado aquellos recuerdos.


Pero Paula pensó que la verdad era precisamente lo contrario; que lo recordaba demasiado bien.


Pedro… no… —trató de decirle.


Pero él no estaba escuchando.


—Aquel hombre me mantuvo en su casa… durante un tiempo. Pensó que quizá sería de utilidad para ayudar en el hogar.


—¿Qué podrías haber hecho tú? ¿Tenías… cuántos… tres años?


—Poco más de tres años. Pero él no sabía mucho de niños. Pensaba que yo estaría mejor realizando los trabajos que él quería que hiciera. Odiaba cuando yo me comportaba de forma holgazana y torpe. Y odiaba mucho más cuando había estado bebiendo. Cuando estaba borracho se convertía en una persona impaciente y mezquina.


Pedro… ¿qué te hizo?


Él se dio la vuelta para mirarla y así ella dejó de verle las cicatrices de su espalda. Pero aun así sabía que estaban ahí.


—Cuando bebía, también fumaba mucho. Si yo pasaba por su lado… o si no trabajaba duramente…


Pedro no terminó la frase, pero no había necesidad de que lo hiciera. Paula supo que su cara debió de mostrar lo mucho que comprendió, que sabía lo que él estaba tratando de decir.


¡Oh, no, no. no!


En su mente estaba volviendo a ver aquellas cicatrices, su forma circular, y al mismo tiempo su horrorizada imaginación mostró un cigarrillo.


—¡Oh, Dios santo! ¿Y la otra cicatriz… la que tienes en la mano…?


—Sí —fue todo lo que contestó Pedro, todo lo que tenía que decir.


A ella no le extrañó que aquel hombre no creyera en el amor, que no confiara ni creyera en nadie. Se dijo a sí misma que cómo iba él a creer en algo que jamás había aprendido, algo que nadie le había mostrado que existía. Tras una experiencia como aquélla, debía de creer que nadie podía amarlo.


—¿Qué hiciste?


—Me escapé en cuanto tuve la oportunidad. Terminé en un centro de menores.


—¿No le contaste a nadie lo que te había ocurrido?


—¿Qué hubiera ganado? Aquello era el pasado… me había alejado de ello —contestó Pedro, moviéndose por la habitación. Estaba agarrando su ropa y restaurando un poco el orden—. Poco después me enteré de que aquel hombre había muerto… de una sobredosis. No iba a ganar nada recordando todo lo que ocurrió. Simplemente seguí con mi vida.


Él había seguido adelante con su vida, pero no había podido dejar atrás las cicatrices que todo aquello le había dejado. 


Cicatrices en el alma y en el cuerpo. Y, aunque decía que había dejado todo atrás, precisamente aquellas cicatrices eran las que le impedían amar y formar una relación sentimental. Pero había confiado en ella al contarle aquella terrible historia de su niñez y no sabía si sería una tonta al tratar de ver algún significado en ello.


—Me gustaría ducharme —comentó Pedro.


Mientras ella había estado pensando en todo lo que él había dicho, éste había retomado el control de su vida. Había colocado tanto su ropa como la de ella sobre la cama para que no molestara en el suelo y quería darse una ducha.


—Por supuesto…


Si Paula hubiera seguido sintiéndose como al despertarse, le hubiera sugerido que se ducharan juntos y que continuaran disfrutando del sensual placer que habían disfrutado la noche anterior. Pero en aquel momento no se atrevía a hacerlo. La sensualidad que había existido entre ambos se había evaporado y parecía como si nunca hubiera existido. 


Pedro ni siquiera le había sonreído. De hecho, ni siquiera la miró mientras agarraba su ropa y se dirigía al cuarto de baño. Unos segundos después oyó cómo empezaba a correr el agua en la ducha y le resultó imposible no preguntarse si él estaba tratando de borrar cualquier rastro que hubiera podido dejar en su cuerpo la noche anterior.






NOVIA A LA FUERZA: CAPITULO 19





Todo lo que deseaba en aquel momento era regresar a su casa y encerrarse dentro con Pedro.


Mientras se dirigían hacia su hogar, él la abrazó muy estrechamente y, cuando finalmente entraron en la vivienda, comenzó a besarla. Entonces la tomó en brazos y se dirigió hacia las escaleras.


—La primera a la izquierda… —logró decir Paula, chupándole el cuello.


—Está bien…


La habitación de ella estaba a oscuras, pero las cortinas estaban todavía abiertas, por lo que la luz de la luna le ofreció a Pedro suficiente iluminación como para acercarse a la cama y dejar a Paula sobre el colchón. Pero cuando ella se acercó para agarrarlo y tumbarlo a su lado, él se apartó.


—¡Pedro! —gritó a modo de protesta. Estaba muy angustiada. La pérdida del calor y de la fuerza del cuerpo de él era demasiado que perder—. ¿Qué…?


—Estaba buscando una toalla… —contestó Pedro de forma brusca, dejando claro que también estaba luchando para mantener su autocontrol—. Tienes que secarte…


—¡No necesito secarme nada! ¡Todo lo que necesito es tenerte a ti! ¡Tú me puedes calentar mejor! 


Durante un momento pensó que iba a tener que levantarse y arrastrarlo a la cama, pero antes de que pudiera siquiera moverse, él se había quitado el abrigo y lo había tirado al suelo. Entonces se acercó a ella y la tomó de nuevo en brazos.


Si alguna vez había sentido frío, no podía recordarlo. Todo su cuerpo estaba alterado, la sangre le quemaba en las venas debido a la necesidad y excitación que se había apoderado de ella. Y esa sensación de calor no se disipó al quitarle él el jersey y el sujetador. La verdad era que con sólo sentir los dedos de Pedro sobre su piel se le aceleraba el pulso. Sintió una intensa humedad y necesidad en su entrepierna.


Besándolo, le desabrochó la camisa y suspiró de satisfacción al ver que él se la quitó. Por fin podía acariciarle su aterciopelada piel…


—Te deseo… —murmuró en su pecho, permitiéndose a sí misma sacar la lengua y saborearlo. Tomó uno de sus pezones y lo besó—. Oh. cielos, Pedro, cómo…


Tuvo que dejar de hablar al sentirse embriagada de placer debido a que él tomó sus pechos en las manos y comenzó a acariciarlos. Se llevó primero uno y después el otro a la boca. Chupó sus sensibles pezones y sopló después sobre ellos… alterándola por completo.


Paula sintió sus pantalones vaqueros muy apretados.


Entonces comenzó a restregar su entrepierna contra la evidencia de la excitación de él, que no pudo evitar gemir de placer.


—¡Bruja! —masculló—. Tentadora… torturadora… —añadió, comenzando a liberarla de la opresión que suponían sus pantalones y sus braguitas. Le acarició los suaves rizos que cubrían su intimidad y a continuación bajó la mano hacia el centro de su feminidad…


Pedro… —dijo ella, suspirando y rindiéndose ante él. Abrió las piernas y arqueó la espalda.


Pero aquello no era suficiente. Necesitaba más. Necesitaba todo de él, necesitaba que la poseyera por completo. Pero la hebilla del cinturón de aquel hombre parecía agonizantemente dura y se resistió a sus intentos de desabrocharlo. Desesperada, estaba a punto de llorar cuando él le puso una mano sobre la suya.


—Déjame a mí… —dijo entre dientes. Su voz reflejó una gran necesidad.


En aquel momento ella se dio cuenta de que aquélla era la primera vez que hacían el amor. Habían estado juntos en la cama con anterioridad, pero aquello había sido sólo lujuria. 


Se percató de que, cuando había visto el accidentado coche de Pedro en la carretera, se había alterado muchísimo y había sido incapaz de imaginarse que a él le hubiera ocurrido algo. Y todo aquello era debido a una sola razón; se había enamorado del Forajido. Lo amaba tanto que prefería imaginarse que le ocurría algo malo a ella antes que a él.


Estaba enamorada del hombre que había tenido un impacto tan grande en ella, del hombre a quien le había entregado su corazón… aunque él no lo supiera. Y precisamente fue aquélla la razón, el hecho de que él no lo supiera, que quizá jamás fuera a saberlo, lo que le hizo vacilar.


Pedro jamás querría saber sus sentimientos. Ni él mismo creía en el amor.


Pero incluso mientras lo estaba pensando, supo que no le importaba.


El no podía entregarle amor, pero sí podía entregarle aquello… la pasión de su cuerpo. Y aquello era todo lo que le daría, por lo que quería tomarse su tiempo, saborearlo, disfrutar de cada momento y grabarlo en su memoria para que un día, cuando todo lo que tuviera fueran recuerdos…


—¿Paula?


Pedro se había percatado de que había estado ausente, de que había desaparecido en sus propios pensamientos. 


Levantó la cabeza y la miró a los ojos.


—¿Qué ocurre? ¿Lo estás pensando mejor?


—Oh, no…


¡No, no. no! Eso jamás. Pero al ver que él estaba frunciendo el ceño supo que debía decir algo para explicarse.


—Es sólo que… ¿tienes… algún tipo de protección? —preguntó, logrando distraerlo.


—Desde luego… —contestó Pedro, acercándose a tomar su chaqueta. Sacó una cartera del bolsillo y de ésta un preservativo—. Eres tan sensata, belleza… —añadió, besándole la frente.


Pero en realidad ella no quería ser sensata, sino que deseaba entregarse a él sin la necesidad de ninguna protección.


Cerró los ojos y volvió a pensar que para Pedro aquello no era hacer el amor, sino que era simplemente sexo. Nada más. Por lo que siempre debía tener cuidado, ya que no quería ninguna consecuencia de lo que para él era simplemente placer. El simple hecho de que llevara preservativos consigo era evidencia de ello.


Al oír cómo él abría el envoltorio del preservativo y ser consciente de que se había quitado los pantalones y los calzoncillos para ponérselo, agradeció el hecho de haber cerrado los ojos, ya que se podía esconder durante un momento en la oscuridad que ello le otorgaba. Sabía que la decepción que sentía no se mostraría en su cara cuando él la mirara. Tras sus párpados podía esconder las lágrimas que amenazaban a sus ojos y tratar de tranquilizarse, de aceptar que las cosas eran de aquella manera.


Pero no podía tranquilizarse. Deseaba que aquel hombre la poseyera tanto física como mentalmente. No había nada que pudiera hacer para paliar el dolor mental que estaba sintiendo, pero sí que podía apaciguar el hambre que su cuerpo tenía, podía entregarse a Pedro y disfrutar de su posesión física… aunque no de nada más. Si aquélla era la única forma de amor en la que él creía, tendría que ser suficiente. Podía hacerlo por él.


Abrió los ojos, agarró a Pedro de los brazos y lo atrajo hacia ella. Entonces lo besó con una gran pasión. Abrió la boca y permitió que sus lenguas juguetearan la una con la otra. 


Cuando él se colocó sobre ella y le separó las piernas con uno de sus muslos, se abrió ante aquel hombre con una nueva clase de alegría que provocó que todo su cuerpo se alterara.


Al sentir que por fin él la penetró con una controlada fuerza, sintió cómo la necesidad y el hambre se apoderaban de nuevo de sus sentidos. Acarició la suave piel de Pedro y apretó los dedos en su musculosa espalda.


—Necesitaba esto —dijo él entre dientes—. Te necesitaba a ti…


No había duda de que aquellas palabras eran sinceras… la expresión de los ojos de Pedro lo demostraba.


—Ahora ya me tienes —contestó Paula, besándole los labios—. Me tienes toda… cada poro de mi cuerpo es tuyo…


Tuvo que dejar de hablar al sentir un certero movimiento que realizó Pedro dentro de ella, movimiento que la llevó al límite del placer y la mantuvo allí. Todo su cuerpo estaba concentrado en las intensas sensaciones que estaba experimentando.


Entonces él volvió a moverse dentro de ella, pero lo hizo con tanta pasión que la hizo caer por el abismo del placer, provocó que se sintiera embargada por un océano de sensaciones. Un momento después él mismo no pudo contenerse más y se perdió en el cálido abrazo del cuerpo de ella.