lunes, 23 de octubre de 2017
NOVIA A LA FUERZA: CAPITULO 20
La luz del amanecer que se coló por la ventana fue lo que despertó a Paula. Abrió los ojos despacio, se quedó mirando el techo y trató de reconocer dónde estaba.
Estaba en su casa, en su dormitorio. Pero por alguna razón todo se sentía y parecía muy diferente a como siempre había sido. Era como si no reconociera su propia habitación.
Parpadeó y se estiró. Su brazo y pierna derecha dieron contra la calidez de un fuerte cuerpo masculino que reposaba tranquilamente a su lado. Entonces recordó todo y se percató de que no era el dormitorio lo que era diferente, sino que ella misma había cambiado. Lo que había ocurrido la noche anterior y el haberse dado cuenta de sus sentimientos hacia Pedro implicaba que jamás volvería a ser la misma.
—Pedro… —dijo para saborear su nombre en la lengua.
Él dormía plácidamente junto a ella. No tuvo que darse la vuelta para mirarlo ya que su mente estaba todavía llena de imágenes de la noche anterior, imágenes que tenía que absorber antes de que la presencia de aquel hombre la agobiara.
Se quedó allí tumbada durante un rato y analizó las horas que había pasado disfrutando de aquella pasión. Había perdido la cuenta de todas las veces que Pedro se había acercado a ella y de en cuántas ocasiones habían llegado juntos al orgasmo. Sólo sabía que la noche había pasado como en una nube de placer y que estaba empezando aquel nuevo día con una sonrisa.
Pero había una cosa que la entristecía: el hecho de que él jamás le diría que la amaba. Aunque lo que sí le había dicho era que la deseaba… que la necesitaba. Y se lo había dejado claro al demostrarle la fuerza de su pasión y el hambre que sentía de su cuerpo. Por el momento tenía que conformarse con aquello, ya que era todo lo que iba a obtener.
Con la sonrisa que los recuerdos de la noche anterior habían grabado en su cara, se dio la vuelta en la cálida cama.
—¿Pedro?! —gritó, horrorizada.
Se le borró la sonrisa de los labios.
Él estaba tumbado boca abajo y tenía la cara hundida en la almohada. El edredón se le había bajado y sólo le cubría hasta la cintura, por lo que tenía expuesta toda la espalda.
Lo que había impresionado a Paula había sido ver las cicatrices que marcaban su preciosa piel aceitunada. Tenía una en el hombro derecho y otras dos un poco más abajo, cerca de la espina dorsal. Las tres eran casi idénticas, formaban unos círculos casi perfectos y estaban claramente marcadas en la piel. Parpadeó ante la fealdad de aquello. El hecho de que obviamente eran antiguas no logró reducir la angustia que le causó verlas.
—¡Pedro! —gritó de nuevo, acercando una mano para tocarlo suavemente.
Sabía que estaba despierto y que la había oído, ya que le había visto mover levemente la cabeza. Pero él no se dio la vuelta.
—¿Qué ocurrió?
Durante varios segundos pensó que no le iba a contestar. Le dio un vuelco el corazón al esperar su respuesta. Pero finalmente él suspiró profundamente, se levantó y se sentó en la cama con la espalda apoyada en el cabecero de ésta.
—Si no quieres… —comenzó a decir Paula, repentinamente temerosa de haberse metido donde él no quería que se metiera.
—No… —contestó Pedro con la mirada pérdida—. Está bien. Ocurrió hace mucho tiempo. Hace casi treinta años.
—¿Treinta… eras un niño?
Él asintió con la cabeza pero continuó sin mirarla. Paula estaba segura de que lo que estaba haciendo era recordando. Y cualesquiera que fueran aquellos recuerdos, la tensión que reflejaba la cara de Pedro y la manera en la que estaba frunciendo el ceño dejaban claro que no eran muy felices.
—¿Recuerdas que te dije que mi madre no sabía quién era mi padre?
Ella asintió con la cabeza, temerosa de hablar, temerosa de distraerlo.
—No tenía ningún modo de saber cuál de los hombres con los que había estado en el mes adecuado era mi padre. Pero quería marcharse hacia la nueva vida que estaba segura le esperaba en Argentina… junto con la pareja que tenía en aquel momento. Alguien que no quería un niño, sobre todo no uno que fuera hijo de otro. Por lo que mi madre me dejó con mi padre.
—Pero has dicho que ella no sabía…
—Y no lo sabía —respondió Pedro—. Simplemente eligió uno al azar, el que fuera, el más cercano. Me dejó en la puerta de su casa con una nota.
—Te dejó… —comenzó a decir Paula, que a pesar de la calidez de la habitación se estremeció de frío. Se le heló la sangre en las venas.
Trató de imaginarse a un niño pequeño, perdido y abandonado, sentado en la puerta de alguien a la espera de que un hombre que quizá fuera su padre le invitara a entrar.
Comenzó a comprender por qué Pedro había declarado tan firmemente que no creía en el amor.
—¿Cómo pudo tu madre hacer aquello?
—Estoy seguro de que pensó que era la mejor solución —contestó él con indiferencia.
Aquello impresionó a Paula, para quien la total carencia de sentimientos por parte de Pedro hacía que todo fuera incluso peor que si hubiera gritado o maldecido.
—Pero fue muy mala suerte que el malnacido con el que me dejó no sintiera lo mismo —continuó él, apartando las sábanas y levantándose de la cama.
Mientras Pedro andaba por la habitación, ella no pudo evitar admirar la belleza de su cuerpo, la fortaleza de sus piernas, lo musculosa que era su espalda… Pensó que la noche anterior sus manos habían acariciado aquel cuerpo, lo había agarrado por los hombros y le había clavado los dedos en la espalda en la agonía del éxtasis.
Pero la noche anterior no había sabido que aquellas cicatrices estaban allí.
—¿Qué ocurrió? —insistió.
En realidad no quería saberlo, pero sabía que tenía que enterarse de lo que había pasado. Había llegado muy lejos y ya no había vuelta atrás.
—¿Qué ocurrió? —repitió él como si estuviera reconsiderando la pregunta, como si estuviera tratando de acordarse, ya que había enterrado aquellos recuerdos.
Pero Paula pensó que la verdad era precisamente lo contrario; que lo recordaba demasiado bien.
—Pedro… no… —trató de decirle.
Pero él no estaba escuchando.
—Aquel hombre me mantuvo en su casa… durante un tiempo. Pensó que quizá sería de utilidad para ayudar en el hogar.
—¿Qué podrías haber hecho tú? ¿Tenías… cuántos… tres años?
—Poco más de tres años. Pero él no sabía mucho de niños. Pensaba que yo estaría mejor realizando los trabajos que él quería que hiciera. Odiaba cuando yo me comportaba de forma holgazana y torpe. Y odiaba mucho más cuando había estado bebiendo. Cuando estaba borracho se convertía en una persona impaciente y mezquina.
—Pedro… ¿qué te hizo?
Él se dio la vuelta para mirarla y así ella dejó de verle las cicatrices de su espalda. Pero aun así sabía que estaban ahí.
—Cuando bebía, también fumaba mucho. Si yo pasaba por su lado… o si no trabajaba duramente…
Pedro no terminó la frase, pero no había necesidad de que lo hiciera. Paula supo que su cara debió de mostrar lo mucho que comprendió, que sabía lo que él estaba tratando de decir.
¡Oh, no, no. no!
En su mente estaba volviendo a ver aquellas cicatrices, su forma circular, y al mismo tiempo su horrorizada imaginación mostró un cigarrillo.
—¡Oh, Dios santo! ¿Y la otra cicatriz… la que tienes en la mano…?
—Sí —fue todo lo que contestó Pedro, todo lo que tenía que decir.
A ella no le extrañó que aquel hombre no creyera en el amor, que no confiara ni creyera en nadie. Se dijo a sí misma que cómo iba él a creer en algo que jamás había aprendido, algo que nadie le había mostrado que existía. Tras una experiencia como aquélla, debía de creer que nadie podía amarlo.
—¿Qué hiciste?
—Me escapé en cuanto tuve la oportunidad. Terminé en un centro de menores.
—¿No le contaste a nadie lo que te había ocurrido?
—¿Qué hubiera ganado? Aquello era el pasado… me había alejado de ello —contestó Pedro, moviéndose por la habitación. Estaba agarrando su ropa y restaurando un poco el orden—. Poco después me enteré de que aquel hombre había muerto… de una sobredosis. No iba a ganar nada recordando todo lo que ocurrió. Simplemente seguí con mi vida.
Él había seguido adelante con su vida, pero no había podido dejar atrás las cicatrices que todo aquello le había dejado.
Cicatrices en el alma y en el cuerpo. Y, aunque decía que había dejado todo atrás, precisamente aquellas cicatrices eran las que le impedían amar y formar una relación sentimental. Pero había confiado en ella al contarle aquella terrible historia de su niñez y no sabía si sería una tonta al tratar de ver algún significado en ello.
—Me gustaría ducharme —comentó Pedro.
Mientras ella había estado pensando en todo lo que él había dicho, éste había retomado el control de su vida. Había colocado tanto su ropa como la de ella sobre la cama para que no molestara en el suelo y quería darse una ducha.
—Por supuesto…
Si Paula hubiera seguido sintiéndose como al despertarse, le hubiera sugerido que se ducharan juntos y que continuaran disfrutando del sensual placer que habían disfrutado la noche anterior. Pero en aquel momento no se atrevía a hacerlo. La sensualidad que había existido entre ambos se había evaporado y parecía como si nunca hubiera existido.
Pedro ni siquiera le había sonreído. De hecho, ni siquiera la miró mientras agarraba su ropa y se dirigía al cuarto de baño. Unos segundos después oyó cómo empezaba a correr el agua en la ducha y le resultó imposible no preguntarse si él estaba tratando de borrar cualquier rastro que hubiera podido dejar en su cuerpo la noche anterior.
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Wowwwwwwwwwww, qué intensos los 3 caps.
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