Unos momentos más tarde, la ranchera se había detenido por completo. Paula inspiró con fuerza para combatir el pánico. Se suponía que en tiempos de crisis se debía mantener la cabeza fría. Lo sabía e inspiró de nuevo.
Oxígeno para el cerebro, eso era lo que necesitaba.
Una vez, años atrás también se había dejado llevar por un arrebato emocional. Había estado sola, también en mitad de la noche, una tórrida noche estival en Washington cuando por fin, algo dentro de ella había explotado. El miedo y la ansiedad que llevaba meses sintiendo se habían transformado en furia. No había abandonado a Pedro físicamente entonces porque él no estaba en casa. Pero le había abandonado simbólicamente escribiéndole una carta. Una muy corta.
A la mañana siguiente la había enviado por correo. Durante varios días después había vivido un frenesí maníaco, cargada de miedos y súplicas. Por las noches no dejaba de soñar, siempre el mismo sueño que no entendía. Entonces le había llegado la respuesta de Pedro por telegrama:
Si eso es lo que deseas, haz lo que necesites. Stop. Pedro.
Ella había mirado aquellas palabras abotargada y lentamente, había recuperado los sentimientos y el dolor había sido mayor de lo que era capaz de soportar, demasiado grande incluso para llorar. Había luchado contra él, negándolo hasta que había aprendido a no sentir. A estar más fría por dentro que un lago ártico.
Y entonces había hecho lo que tenía que hacer.
Había sido fácil. Rellenó las solicitudes y firmó los papeles.
Todo sin verse ni hablar el uno con el otro. Tan fácil como si no hubiera sucedido nada. Excepto porque, cuando por fin terminó, ella era una mujer divorciada y Pedro ya no era su marido.
Y ya no había vuelto a repetirse el sueño.
****
Paula se abrazó y se frotó los brazos. Lo pasaba mal cuando se sentía impotente, pero no podía pensar en nada útil excepto quedarse donde estaba y esperar hasta la mañana.
Quizá pasara alguien. Quizá en cuanto se hiciera de día podría seguir el camino de vuelta a la casa. Se enroscó para intentar dormir, pero tenía frío y estaba incómoda y asustada, y los horrendos sonidos que provenían del bosque no tenían precisamente un efecto soporífero.
La oscuridad se prolongó y el tiempo se hacía eterno. Estaba empezando a sentirse abotargada. Para distraer la mente, escribió un artículo sobre su experiencia intentando con valor recurrir al humor. Pero no lo encontró. No había nada
remotamente divertido en estar allí atrapada en una jungla primitiva y asustada a muerte de pensar si lograría sobrevivir.
El aire era húmedo y frío. Escuchó el ulular de una lechuza o lo que parecía una lechuza, un sonido fantasmal y solitario.
Se estremeció. Se moría de ganas de que llegara el amanecer, de escuchar una voz humana, de tomar una taza de café. ¿Cuánto tiempo podía durar una noche?
Entonces una luz alcanzó el coche. Y el sonido de otro vehículo se hizo cada vez más cercano.
Un momento después, su puerta se abría de golpe y el fiero haz de una linterna la cegó. Instintivamente se llevó las manos a los ojos.
—¿Qué diablos estás haciendo aquí? —le llegó la dura y áspera voz de Pedro.
Fue el sonido más precioso que había escuchado en toda su vida.
—El coche se averió —consiguió decir con voz temblorosa y ronca.
—¿Y cómo diablos se te ha ocurrido hacer una locura como esta? —Tenía la voz áspera de la furia—. Salir en mitad de la noche y conducir sin poner gasolina.
—No me he quedado sin gasolina. Y no me grites. Al coche le ha pasado algo. Se ha parado. Las luces empezaron a debilitarse y el motor se paró.
—¿Y a dónde diablos pensabas que ibas?
A Paula le castañeteaban los dientes.
—A Kuala Lumpur. A un hotel. Yo… iba a pedirle a una a… amiga que se pusiera en contacto con mi padre para poder solucionar algo.
Pedro soltó un juramento entre dientes.
—¡Tu padre ya tiene suficientes preocupaciones en este momento! —cerró de un portazo y desapareció de la vista. Un momento después abrió la puerta del pasajero y se metió dentro. Le pasó un termo—. Bebe esto.
Era café con whisky. No estaba demasiado caliente y bebió una buena cantidad antes de devolvérsela.
Paula inspiró con fuerza, apretó los puños en el regazo e intentó aparentar resolución.
—¡No pienso quedarme contigo más tiempo!
—No te queda otro remedio —dijo él con rudeza—, así que deja de actuar como una mocosa mimada.
—Te odio —dijo ella con voz baja y temblorosa.
Se sentía a punto de llorar, impotente e incapaz de tolerar estar a merced de aquel hombre.
—Ya lo sé —dijo él sin entonación—. Sólo Dios sabe por qué. Toma, bebe un poco más.
Paula parpadeó al tragar un poco más. No podía dejar de temblar. No conseguía entrar en calor.
—¿Y qué diablos iba a contarle yo a tu padre? —preguntó él furioso—. ¿Que tuviste que escapar en mitad de la noche como una prisionera? ¿Que pereciste en la maldita jungla?
Ella apretó las manos.
—No exageres —dijo imitando las miles de veces que él se lo había dicho en el pasado. Ya estaba empezando a sentirse mejor—. No tenía intención de perecer en la jungla.
—¿Y quién crees que iba a encontrarte aquí? ¿Y cuándo?
—Quizá algún cazador nativo hubiera pasado por aquí. Podrían haberme adoptado y podría haber vivido con ellos y aprender su cultura. Dios bendito, ¿de dónde se me ocurren esas cosas? Imagínate la aventura. Después, cuatro o cinco años más tarde, llegaríamos accidentalmente a un pueblo malayo y encontraría la forma de volver a la civilización —ya se estaba entusiasmando con el tema ayudada por el café y el whisky—. Piensa en el libro que podría escribir entonces. Daría conferencias y aparecería en las televisiones. ¡Sería famosa! Harían una película de mi libro y me haría asquerosamente rica. Sólo piensa en lo que…
Él lanzó un sonido tortuoso, mitad carcajada, mitad gemido.
—¡Oh, Dios, ahórrame tus fantasías!
—¡Podría suceder! ¡Y ahora que me has encontrado, lo has estropeado todo! ¡Vete y déjame en paz!
—Cállate —ordenó él tomándola con brusquedad en sus brazos para besarla con fiereza.
Ella se quedó aturdida en su abrazo. El consuelo de su cuerpo tan cercano y la fuerza de sus brazos desarmaron su falso valor. Se le escapó un sollozo y después otro hasta caer de forma desconsolada en el llanto. Él la abrazó con fuerza sin decir nada. Paula no sabía que podía llorar tanto.
Las lágrimas seguían brotando. Lágrimas de alivio, de rabia, de insondable pena.
—¡Oh Dios, Paula! —Le susurró Pedro al oído cuando por fin dejó de llorar—. ¿Qué voy a hacer contigo?
A las dos de la mañana, seguía completamente despierta.
Había oído a Pedro entrar en su habitación hacía una hora y la casa estaba en silencio. No podía soportar seguir en aquella casa con él ni un minuto más.
Tenía que irse de allí. En ese mismo instante.
Estaba sentada en la cama, en vaqueros y camiseta, como llevaba varias horas, y miró el pequeño puñado de posesiones que había metido en una bolsa de plástico. Era patético. Se sentía como una refugiada.
Intentó pensar con claridad. Pedro estaba dormido. No la oiría si se iba en silencio. Las llaves estaban en la ranchera se había fijado que las había dejado puestas. Conduciría de vuelta a Kuala Lumpur, buscaría un hotel y llamaría a Nazirah. Nazirah se pondría en contacto con su padre para conseguir su pasaporte y su bolso y se lo llevaría al hotel.
Sería muy sencillo.
Salió de la habitación sin hacer ruido y bajó las escaleras de madera. Se sentó en el coche lista para arrancar cuando sintió una oleada de pánico. Todo estaba oscuro a su alrededor. Ni señales de tráfico ni luces para ayudarla.
Bueno, ¿y qué podía ir mal? Sólo tendría que seguir el camino durante veinte minutos hasta el pueblo y después la carretera.
Conteniendo el aliento, arrancó el motor. Hizo un ruido horrible en medio del silencio de la noche. ¿Y si Pedro se despertaba?
Bueno, ¿y qué? No podría detenerla.
Condujo despacio sin ver encenderse ninguna luz en la casa. Exhaló un suspiro de alivio, pero seguía sintiendo una gran tensión. Apretó el volante con fuerza mientras maniobraba por el irregular camino. Intentó relajarse. Al día siguiente por la tarde estaría metida en un avión fuera del país. Podía aferrarse a aquella imagen.
Media hora más tarde todavía no había llegado al pueblo.
¿Dónde estaba el pueblo? ¿No debería haber llegado ya?
Sus ojos se fijaron en el indicador de gasolina y el estómago le dio un vuelco. Estaba en la reserva, pero todavía quedaba algo. Bueno, probablemente le alcanzaría para llegar al complejo Paraíso y allí tendrían un surtidor. Quizá hubiera uno antes siquiera de llegar. Todavía le quedaba un poco del dinero que le había prestado Pedro para hacer sus compras.
Un poco más tarde echó un vistazo de nuevo al reloj. Habían pasado cuarenta minutos desde que se había ido de la casa.
Sintió una opresión en el pecho de aprensión. Escudriñó en la oscuridad. Nada. El camino parecía aún más estrecho de lo que recordaba. Quizá porque fuera de noche y la jungla parecía más opresiva.
¿Se lo estaba imaginando o sus focos ya no brillaban tanto como deberían? Avanzó despacio por el agreste camino y pronto comprendió con horror que las luces eran cada vez más tenues. Comprendió también que el Toyota apenas se movía cuando apretaba el acelerador. El indicador de gasolina seguía diciendo que iba baja, pero todavía no se había quedado a cero.
Algo iba mal con el coche.
Rezó en silencio por llegar pronto al pueblo. No podría habérselo pasado, ¿verdad?
Las luces eran ahora muy débiles y la jungla que la rodeaba cada vez más oscura. El camino era apenas visible y el coche casi no avanzaba.
De hecho, se estaba parando.
Paula desayunó sola a la mañana siguiente. Pedro estaba en el despacho escribiendo. Entró en la cocina un poco más tarde mientras ella estaba sirviéndose la segunda taza de café y le dio los buenos días con educación, mirándola sólo un segundo. Se sirvió también una taza de café y salió sin decir una palabra más.
Paula sintió deseos de salir corriendo de allí. Se sentía atrapada e impotente, lo que la enfurecía. ¿Cómo se atrevía el destino a hacerle eso a ella, la independiente y auto suficiente Paula Chaves?
Se fue de la cocina, buscó papel, bolígrafo y material de investigación y se fue a la terraza a escribir.
No hubo señales de Pedro durante la comida y no lo vio hasta la hora de la cena. La tensión en la mesa era tan densa como el humo. Él apenas dijo una sola palabra y ella no hizo ningún esfuerzo por mantener una conversación. Le costó hasta tragar la comida, pero hizo el esfuerzo por no ofender a Ramyah.
Después de servirles el café, Ramyah les dio las buenas noches y se retiró a su habitación.
—Hay algo que quiero preguntarte —dijo Pedro con una voz baja y contenida.
—¿Qué es?
Los ojos de Pedro estaban nublados y eran indescifrables.
—¿Qué es lo que fue mal? Nunca entendí que fue lo que salió mal.
A Paula se le desbocó el corazón. Le costaba respirar. Sabía lo que la estaba preguntando y la ansiedad la atenazó con renovada intensidad.
—Fue… sólo… que… que ya no funcionaba.
El apretó con fuerza la taza de café.
—¿Qué tipo de respuesta es esa? ¿Por qué no funcionaba?
—¡Porque ya no estábamos nunca juntos! —explotó ella con la voz temblorosa—. No se puede mantener un matrimonio si una pareja no se ve.
Él apretó la mandíbula.
—Lo habíamos planeado para poder vernos. De hecho funcionó bien el primer año o así. Hasta que ya no estabas en casa nunca.
Paula sintió que le temblaban las piernas bajo la mesa y apretó las rodillas juntas.
—¡Estuve allí muchas veces!
—Pero no cuando estaba yo —dijo Pedro con la voz fría como el hielo—. No a partir del primer año más o menos. Algo sucedió… algo cambió.
Algo había cambiado. En su mente, en su percepción. Lo que le había parecido tan bien al principio había empezado a parecer diferente. De repente la asaltó la rabia y las ganas de descargarse con él por todo el dolor que le había causado.
Lo miró apretando las manos en su regazo.
—A ti te parecía bien trabajar durante semanas y semanas —lo acusó con amargura—. Pero, ¿no me podía ir yo? ¿Se suponía que debía quedarme en casa para cuando tú tuvieras tiempo para honrar a la vieja ama de casa con tu presencia? Y eso es lo que hice yo, durante el primer año, ¿o no? ¡Qué conveniente fui para ti!
Él apretó la mandíbula como el acero. Sus ojos eran tan fríos como el hielo.
—Eso no fue un arreglo que te impusiera yo —replicó él hablando despacio y de manera punzante—. ¡Fue un plan que hicimos juntos!
La furia de Pedro y la frialdad de sus ojos casi la asustaron.
Sintió una campana de advertencia en la cabeza, pero no parecía ser capaz de detenerse.
—¡Pero cuando el plan ya no funcionó —siguió ella—, cuando yo ya no estaba en casa para servirte, te enfriaste conmigo y decidiste hacer otra cosa! ¡No te importaba si yo estaba en casa o no! ¡Te las arreglabas perfectamente sin mí! —Le tembló la voz—. Ya no necesitabas a una mujer.
Dejó de hablar, se sentía frágil, como si una mera brisa de aire pudiera romperla en mil pedazos.
Pedro arrastró la silla hacia atrás, su cara era una máscara de furia cuando la miró.
—Esta ha sido la diatriba más absurda que he escuchado nunca. ¡Puedes ahorrártela!
Se dio la vuelta de forma brusca como si ya no pudiera estar en su presencia ni un segundo más.
Y ella se quedó inmóvil en la silla con un doloroso vacío en el alma.
****
Ella nunca se había considerado como una esposa devota que sirviera a su marido; no hasta más tarde, cuando el miedo había creado una nueva imagen para suplantar a la antigua imagen de felicidad.
Había cocinado las comidas más espectaculares para los dos, decorado la casa con flores y velas, quemado incienso y perfumado el ambiente.
Muchas veces, ni siquiera habían tenido tiempo de llegar a la habitación para hacer el amor…
Lanzó un gemido. Le dolía tanto pensar en aquello, en las maravillosas, salvajes y apasionadas noches en las que todo había sido tan perfecto.
Pero hacía mucho que se había acabado y perdido para siempre y, sin embargo, todavía la acosaba. No conseguía apartar las imágenes. Bajó las manos e inspiró temblorosa.
Se levantó despacio y se fue al pasillo para ir a su habitación.
Desde el despacho escuchó el rítmico sonido de las teclas.
Él estaba trabajando otra vez, escribiendo su informe, escapando de ella. Inspiró con el estómago encogido pensando en las llamadas en mitad de la noche, en el teléfono sonando y sonando en su casa vacía de Washington.
Paula se quedó sin aliento ante la mezcla de emociones que se arremolinaron en su pecho. Pedro había estado soñando con ella. No sabía qué decir, qué preguntar…
—Estabas hablando —dijo él—, pero no me acuerdo de nada de lo que decías. Eran sólo… sonidos. No sé, como una lengua extranjera, sólo que no lo era.
Ella apenas podía respirar.
—¿Qué estábamos haciendo? ¿Dónde estábamos?
—No estoy seguro —se frotó la frente—. No me puedo acordar de verdad… sólo… que no era ahora. Era… cuando todavía estábamos casados.
Cerró los ojos y apretó los párpados como intentando rescatar el sueño.
—Tú llevabas un vestido rojo.
—¿Un vestido rojo? Nunca uso nada rojo.
Le iba mal con el color berenjena del pelo. Él no dijo nada y siguió con los ojos cerrados. Paula se acercó sin darse cuenta a la cama.
—¿Dónde estábamos? —preguntó con suavidad—. ¿En casa?
—No, era un sitio extraño. Oscuro, frío… no lo sé.
Se estiró del todo y se pasó las dos manos por el pelo con frustración.
—Tú estabas muy… disgustada… enfadada. Me gustaría saber qué crimen horrible había cometido.
Ella tragó saliva.
—No era real.
—Pues a mí me pareció muy real.
Paula forzó una sonrisa.
—Bueno, ahora no estoy disgustada, así que no te preocupes —se apartó de la cama con las piernas temblorosas—. Iba a prepararme un té caliente. ¿Quieres que te prepare algo?
—Tomaré un café.
—Yo te lo haré.
Abandonó la habitación en silencio aliviada de apartarse del ambiente de incomodidad entre ellos.
Cuando el té y el café estuvieron preparados, Paula puso las tazas en la bandeja y la llevó al salón.
Pedro estaba en la terraza apoyado contra la barandilla y contemplando la oscura jungla de detrás del jardín
Le pasó la taza.
—Gracias. Siento haberte despertado. Debí hablar en sueños.
Sonaba calmado y bastante despierto.
—No te preocupes. Es interesante estar aquí fuera de noche. Parece tan misterioso.
La jungla parecía palpitar y vibrar de sonidos.
—Está tan… vivo. Todos esos animales y plantas manteniendo el ecosistema. Es tan… maravilloso, ¿no crees?
—Sí.
Paula lo miró de soslayo. La cara de él era de diversión y tenía los labios arqueados en una media sonrisa.
—¿Qué es lo que te resulta tan divertido?
—Oh, estaba recordando lo que te maravillaba que los brotes salieran del suelo.
—Eso también es fascinante, creo yo.
—Es siempre lo que me ha encantado de ti, tu entusiasmo por las cosas pequeñas —dijo en voz muy baja—. Me haces fijarme en cosas a las que nunca hubiera prestado atención.
—Solías burlarte de mí —dijo ella con suavidad sintiendo una dolorosa sensación de pérdida.
—Conseguías que mirara a las cosas de forma diferente —siguió él—. Me abriste un nuevo mundo.
Sus palabras la hicieron sentirse ligera, casi mareada. Cerró los ojos y tragó saliva.
—No sabía que pensaras eso.
Él se quedó en silencio por un momento.
—Recuerdo la primera vez que te conocí en la fiesta de tus padres. Allí estabas tú, tan elegante y preciosa con tu traje largo diciéndome que te encantaba ponerte tus botas de montaña e ir a buscar níscalos en primavera y lo deliciosos que estaban con una receta especial tuya —esbozó una sonrisa—. Y yo no tenía ni idea de lo que estabas diciendo.
—Ya me acuerdo.
Ella también sonrió.
—Y yo seguía mirándote con aquel vestido tan elegante y la copa de champán en la mano y no podía imaginarte en vaqueros y botas de montaña.
No le había costado mucho resolver el dilema, porque al mismo día siguiente, el domingo, los dos estaban en los bosques buscando níscalos.
Sentados en el musgo, él la había besado como ella ya había imaginado. Y las horas y minutos que habían llevado a aquel beso, habían sido de deliciosa anticipación.
Recuerdos, tantos recuerdos.
Un suave arrullo llegó desde algún sitio en el jardín. A Paula le temblaban las manos y posó la taza en la mesita que tenía detrás por miedo a que se le deslizara de los dedos.
Silencio. Pedro le sonrió con la cara débilmente iluminada por la luz de la luna. Paula volvió a ver el oscuro anhelo en aquella sonrisa y el corazón le dio un vuelco. Pedro alargó la mano y ella sintió sus manos abarcar su cara y al instante la estaba besando con labios cálidos y apremiantes.
Se le inflamó todo el cuerpo de ardor y todos sus sentidos despertaron a la vida. Los brazos de él la apretaron con más fuerza, su beso se hizo más profundo y Paula se empapó de las sensaciones familiares, deseo, ansia… mientras sentía su cuerpo contra el de ella inflamado de deseo. Un suave gemido escapó de la garganta de Pedro al apartarse de ella unos momentos más tarde.
—Ven a la cama conmigo —le susurró al oído con voz ronca y baja.
Ella estaba temblando entre sus brazos, consciente sólo que de los dos finos sarong que separaban sus cuerpos. No conseguía recuperar el habla.
Pedro deslizó los dedos por su pelo.
—¿Paula? —la apremió.
Ella tragó saliva con desesperación luchando contra el deseo.
—No puedo hacer esto.
—¿Por qué no?
—No… no está bien.
No sabía qué otra cosa decir, cómo explicar su miedo. «No puedo volver atrás», pensó.
Él se rió con suavidad.
—Los dos somos adultos sin compromisos. Nos conocemos bien. Estamos solos y nos necesitamos. ¿Es eso tan terrible, Paula?
Ella no podía hablar. Estaba intentando recuperar la cordura, luchando contra el terrible deseo que tiraba de ella.
—¿Me deseas, Paula? —preguntó él en un susurro.
—Sí —susurró ella.
No tenía sentido mentir. Él la conocía demasiado bien. La antigua magia todavía existía entre ellos, el mutuo encantamiento de los sentidos, la dulce intoxicación, los fuegos de la pasión. Su cuerpo todavía recordaba y reaccionaba ante el de él con familiar delicia.
Pero hacer el amor no era suficiente. No podía sustituir otros anhelos, otras necesidades.
Las lágrimas asomaron a sus ojos.
—No —dijo temblorosa—. No es suficiente. No puedo acostarme contigo sólo porque… porque me sienta bien. Sólo porque podría ser tan… tan conveniente —apretó los puños sintiendo una oleada de rabia ahogar el deseo al recordar aquel teléfono sonando en una habitación vacía—. ¡Olvídalo! Que me ahorquen si voy a ser sólo conveniente para alguien.
Sus palabras resonaron angustiadas en el silencio. Él no dijo nada pero dio un paso atrás como si no pudiera soportar de repente su cercanía.
—¿Qué diablos quieres, Paula? ¿Qué diablos has querido siempre? Yo te lo di todo. ¡Todo! ¡Y ni siquiera fue suficiente!
Se dio la vuelta de forma brusca y entró en la casa.
Ella estaba temblando con tal violencia que tenía miedo de moverse.
—¡Oh no, Pedro! —susurró en la oscuridad—. No me lo diste todo.