viernes, 8 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 21




Unos momentos más tarde, la ranchera se había detenido por completo. Paula inspiró con fuerza para combatir el pánico. Se suponía que en tiempos de crisis se debía mantener la cabeza fría. Lo sabía e inspiró de nuevo. 


Oxígeno para el cerebro, eso era lo que necesitaba.


Una vez, años atrás también se había dejado llevar por un arrebato emocional. Había estado sola, también en mitad de la noche, una tórrida noche estival en Washington cuando por fin, algo dentro de ella había explotado. El miedo y la ansiedad que llevaba meses sintiendo se habían transformado en furia. No había abandonado a Pedro físicamente entonces porque él no estaba en casa. Pero le había abandonado simbólicamente escribiéndole una carta. Una muy corta.


A la mañana siguiente la había enviado por correo. Durante varios días después había vivido un frenesí maníaco, cargada de miedos y súplicas. Por las noches no dejaba de soñar, siempre el mismo sueño que no entendía. Entonces le había llegado la respuesta de Pedro por telegrama:
Si eso es lo que deseas, haz lo que necesites. Stop. Pedro.


Ella había mirado aquellas palabras abotargada y lentamente, había recuperado los sentimientos y el dolor había sido mayor de lo que era capaz de soportar, demasiado grande incluso para llorar. Había luchado contra él, negándolo hasta que había aprendido a no sentir. A estar más fría por dentro que un lago ártico.


Y entonces había hecho lo que tenía que hacer.


Había sido fácil. Rellenó las solicitudes y firmó los papeles. 


Todo sin verse ni hablar el uno con el otro. Tan fácil como si no hubiera sucedido nada. Excepto porque, cuando por fin terminó, ella era una mujer divorciada y Pedro ya no era su marido.


Y ya no había vuelto a repetirse el sueño.



****


Paula se abrazó y se frotó los brazos. Lo pasaba mal cuando se sentía impotente, pero no podía pensar en nada útil excepto quedarse donde estaba y esperar hasta la mañana. 


Quizá pasara alguien. Quizá en cuanto se hiciera de día podría seguir el camino de vuelta a la casa. Se enroscó para intentar dormir, pero tenía frío y estaba incómoda y asustada, y los horrendos sonidos que provenían del bosque no tenían precisamente un efecto soporífero.


La oscuridad se prolongó y el tiempo se hacía eterno. Estaba empezando a sentirse abotargada. Para distraer la mente, escribió un artículo sobre su experiencia intentando con valor recurrir al humor. Pero no lo encontró. No había nada
remotamente divertido en estar allí atrapada en una jungla primitiva y asustada a muerte de pensar si lograría sobrevivir.


El aire era húmedo y frío. Escuchó el ulular de una lechuza o lo que parecía una lechuza, un sonido fantasmal y solitario. 


Se estremeció. Se moría de ganas de que llegara el amanecer, de escuchar una voz humana, de tomar una taza de café. ¿Cuánto tiempo podía durar una noche?


Entonces una luz alcanzó el coche. Y el sonido de otro vehículo se hizo cada vez más cercano.


Un momento después, su puerta se abría de golpe y el fiero haz de una linterna la cegó. Instintivamente se llevó las manos a los ojos.


—¿Qué diablos estás haciendo aquí? —le llegó la dura y áspera voz de Pedro.


Fue el sonido más precioso que había escuchado en toda su vida.


—El coche se averió —consiguió decir con voz temblorosa y ronca.


—¿Y cómo diablos se te ha ocurrido hacer una locura como esta? —Tenía la voz áspera de la furia—. Salir en mitad de la noche y conducir sin poner gasolina.


—No me he quedado sin gasolina. Y no me grites. Al coche le ha pasado algo. Se ha parado. Las luces empezaron a debilitarse y el motor se paró.



—¿Y a dónde diablos pensabas que ibas?


A Paula le castañeteaban los dientes.


—A Kuala Lumpur. A un hotel. Yo… iba a pedirle a una a… amiga que se pusiera en contacto con mi padre para poder solucionar algo.


Pedro soltó un juramento entre dientes.


—¡Tu padre ya tiene suficientes preocupaciones en este momento! —cerró de un portazo y desapareció de la vista. Un momento después abrió la puerta del pasajero y se metió dentro. Le pasó un termo—. Bebe esto.


Era café con whisky. No estaba demasiado caliente y bebió una buena cantidad antes de devolvérsela.


Paula inspiró con fuerza, apretó los puños en el regazo e intentó aparentar resolución.


—¡No pienso quedarme contigo más tiempo!


—No te queda otro remedio —dijo él con rudeza—, así que deja de actuar como una mocosa mimada.


—Te odio —dijo ella con voz baja y temblorosa.


Se sentía a punto de llorar, impotente e incapaz de tolerar estar a merced de aquel hombre.


—Ya lo sé —dijo él sin entonación—. Sólo Dios sabe por qué. Toma, bebe un poco más.


Paula parpadeó al tragar un poco más. No podía dejar de temblar. No conseguía entrar en calor.


—¿Y qué diablos iba a contarle yo a tu padre? —preguntó él furioso—. ¿Que tuviste que escapar en mitad de la noche como una prisionera? ¿Que pereciste en la maldita jungla?


Ella apretó las manos.


—No exageres —dijo imitando las miles de veces que él se lo había dicho en el pasado. Ya estaba empezando a sentirse mejor—. No tenía intención de perecer en la jungla.


—¿Y quién crees que iba a encontrarte aquí? ¿Y cuándo?


—Quizá algún cazador nativo hubiera pasado por aquí. Podrían haberme adoptado y podría haber vivido con ellos y aprender su cultura. Dios bendito, ¿de dónde se me ocurren esas cosas? Imagínate la aventura. Después, cuatro o cinco años más tarde, llegaríamos accidentalmente a un pueblo malayo y encontraría la forma de volver a la civilización —ya se estaba entusiasmando con el tema ayudada por el café y el whisky—. Piensa en el libro que podría escribir entonces. Daría conferencias y aparecería en las televisiones. ¡Sería famosa! Harían una película de mi libro y me haría asquerosamente rica. Sólo piensa en lo que…


Él lanzó un sonido tortuoso, mitad carcajada, mitad gemido.


—¡Oh, Dios, ahórrame tus fantasías!


—¡Podría suceder! ¡Y ahora que me has encontrado, lo has estropeado todo! ¡Vete y déjame en paz!


—Cállate —ordenó él tomándola con brusquedad en sus brazos para besarla con fiereza.


Ella se quedó aturdida en su abrazo. El consuelo de su cuerpo tan cercano y la fuerza de sus brazos desarmaron su falso valor. Se le escapó un sollozo y después otro hasta caer de forma desconsolada en el llanto. Él la abrazó con fuerza sin decir nada. Paula no sabía que podía llorar tanto.


Las lágrimas seguían brotando. Lágrimas de alivio, de rabia, de insondable pena.


—¡Oh Dios, Paula! —Le susurró Pedro al oído cuando por fin dejó de llorar—. ¿Qué voy a hacer contigo?








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