jueves, 3 de agosto de 2017

BUENOS VECINOS: CAPITULO 19




Pau sintió cada kilo de su bolsa a medida que la correa se clavaba en su hombro. No iba a mirar atrás. No podía. En esa ocasión debía enfrentarse a la realidad, no al sueño. Y ésa era que Pedro no la amaba, no del modo en que ella necesitaba que la amara. No como ella lo amaba.


Al entrar en el camino que conducía a la parte frontal de la casa de los Cameron, no pudo evitar girar la cabeza hacia el rancho. Una mujer de cabello oscuro, alta como Pedro, se bajó del coche y Pau se detuvo. Él bajó los escalones con Daniela envuelta en la manta. A través de los dos jardines, oyó la exclamación de Barbara y la vio tomar al bebé que Pedro le ofrecía. La meció en sus brazos y la vio besar la frente perfecta.


No pudo mirar más.


Abrió la puerta y entró. Si en el pasado la habían asombrado la opulencia y la perfección del recibidor, en ese momento le pareció frío y vacío. Fue hasta el salón, miró por los enormes ventanales hacia las praderas que se extendían ante ella, tan vastas e implacables. Llevó la bolsa a la habitación de invitados, la soltó y esperó. Un sonido. Cualquier cosa.


En el rancho, Pedro volvía a conectar con su hermana y se reconciliaba con su pasado. Daniela se iría a casa, pero él la vería a menudo. No había tenido que despedirse del bebé. 


Pero ella los había perdido a los dos. Se hallaba sola.


Desolada, enterró la cara en la almohada y dejó correr las lágrimas que había estado conteniendo toda la mañana.




BUENOS VECINOS: CAPITULO 18





Pedro vio cómo Pau palidecía. Era una pregunta justa. ¿Qué quería y por qué, simplemente, no lo decía? Con Daniela marchándose, ya nada se interponía en el camino de ambos. ¿Por qué no iba a él?


Sabía que tenía miedo. Esa mañana había intentado presionarla para ver si lograba hacerla reaccionar con sinceridad, pero lo único que había conseguido era que se retrajera más. Y sabiendo lo frágil que era, no podía repetirlo. Quizá necesitara más tiempo. Jamás presionaría donde no era bien recibido; el amor no se podía forzar. Y estaba convencido de que empezaba a enamorarse de Pau.


Se preguntó qué haría ella si se lo dijera. Mientras se miraban, el rostro pálido de Pau lleno de tensión, supo exactamente lo que haría. Huir.


—He de irme.


—Paula—avanzó un paso, la sujetó por los brazos a pesar de su determinación de no presionarla y la obligó a mirarlo—. No huyas.


El color volvió a sus mejillas y lo miró con ojos centelleantes.


—¿Qué ofreces, Pedro? ¿Qué quieres tú de la vida? Porque saberlo me ayudaría mucho. No te entiendo, de verdad que no. Y durante la última semana y media, te has desvivido por apartarte de mi camino.


Le soltó los brazos. ¿Era eso lo que pensaba? ¿Que no soportaba estar cerca de ella?


—¿Yo?


—¡Fuiste tú quien estableció límites! —exclamó.


—¡Para proteger a Daniela! —de pronto la frustración se sumó al cóctel de sentimientos que bullía en su interior.


—¿Sólo a Daniela?


Sintió un hormigueo de culpabilidad. Tuvo que reconocerse que tal vez había sido cauto. Y quizá había usado a Daniela como un escudo para no admitir lo que sentía de verdad. 


Pero en ese momento guardó silencio porque no estaba seguro de ella. La había visto retraerse y sabía que no se hallaba preparada. Sabía que tenía miedo. ¿Y qué mujer no lo tendría después de lo que Pau había pasado? No podía obligarla a abrirse.


—De acuerdo. ¿Quieres saber lo que yo quiero, Paula? Te lo diré. Quiero que este rancho prospere, que esta casa sea un hogar, una esposa a quien amar y un par de hijos. Quiero la clase de matrimonio que mis padres jamás tuvieron y darles a mis hijos la infancia que yo nunca tuve. Quiero que el pasado deje de definirme y demostrar que un patrón no tiene por qué continuar —lo soltó de golpe y fue una sensación magnífica—. Y ahora, adelante —bajó la voz y la miró, sabiendo que ella no había esperado semejante exabrupto—. Huye. Sé que es lo que quieres hacer.


Ella no había movido un músculo, pero dio la impresión de que entre ambos se alzaba un muro invisible. Su retraimiento era completo.


—He de irme —susurró.


No lo sorprendió, pero experimentó el dolor sordo de la desilusión. No podía suplicarle a alguien que lo amara. Hacía tiempo que había dejado a aquel niño pequeño y tenía demasiado orgullo. Fue al extremo de la cama y recogió la bolsa que ella había dejado caer cuando la aferró de los brazos.


—Te acompañaré hasta la puerta.


Fueron en silencio y Pedro abrió. El aire estaba fresco: en algunas partes del patio la hierba se veía plateada por la escarcha. El sol rebotaba en las pocas hojas doradas que aún quedaban. Era un perfecto día otoñal. Pero eso no le inspiró júbilo alguno. Esa noche volvería a estar solo en su casa, salvo que en esa ocasión sentiría la soledad de forma más aguda.


Titubearon un momento en el porche. Pedro extendió la bolsa y Pau la aceptó sin mirarlo.


—Gracias por todo —dijo con formalidad, pero el orgullo le impedía hablar con más intimidad—. Si alguna vez necesitas algo…


—No —pidió con suavidad—. Por favor, no emplees esta cortesía fría. No después de todo lo sucedido.


Bajó los escalones y se volvió a medias, y a él le pareció captar un destello de humedad en sus ojos antes de que parpadeara y desapareciera.


—Adiós, Pedro.


Esperó en el porche y la observó marchar por el sendero de tierra, sintiendo que su corazón se iba con ella. Deseó que se detuviera. Que regresara con él. Que lo dejara arreglarlo todo.


Pero no lo hizo. Su andar no vaciló.


Y al llegar hasta el buzón, un coche aminoró y giró para entrar en su propiedad.


Barbara había llegado.



miércoles, 2 de agosto de 2017

BUENOS VECINOS: CAPITULO 17




Exactamente dos semanas después de que hubieran dejado a Daniela en el porche del rancho, la pequeña regresó con su madre.


Ni Paula ni Pedro estaban preparados para la noticia; a pesar de la visita de Angela Beck, habían esperado que la tenencia temporal durara un poco más mientras Barbara se recobraba. Pau ya adoraba a Daniela y sentía un vínculo entre ambas. No había ninguna duda de que el bebé era de la hermana de Pedro, pero también era cierto que se había vinculado al angelito de ojos azules al que sin miramientos habían arrojado en su vida y que en ese momento la abandonaba en circunstancias muy diferentes.


Tuvo su momento de despedida de Daniela al acostarla para el sueño de la mañana. Besó la sien cálida y se impregnó con la loción para bebé y la dulzura propia de Daniela. Estaba decidida a no llorar, pero igualmente tuvo que secarse los ojos al no poder controlar cierta humedad. La tristeza por Guillermo ya no era tan penetrante como antes. 


De algún modo, entre la inocencia de Daniela y la gentileza de Pedro había sido capaz de desprenderse del dolor que le había impedido vivir.


Pero cualquier despedida dolía y sabía que debía hacerlo en ese momento y dejarlo atrás, para que luego sólo tuviera que recoger sus cosas y marcharse.


Estaba doblando una mantita nueva y depositándola en el fondo de la bolsa de los pañales cuando entró Pedro.


No dijo nada, fue a la mesa, recogió un conejito de peluche y le dio vueltas en las manos. Pau siguió doblando y guardando cosas hasta que no quedó nada.


Entonces lo miró y vio que él la observaba con ojos preocupados.


—¿Estás bien con esta situación? —ella formuló la pregunta que él no había querido hacer.


—¿Te refieres a que Daniela vuelva con Barbara? —Paula asintió—. No tengo elección.


Pero ella supo que evitaba la respuesta real.


—No era eso lo que quería saber. Te pregunté cómo te sentías.


Él dejó de darle vueltas al peluche y lo depositó sobre la cama.


—Se nos informó de que no sería por mucho tiempo —respondió—. Pero, desde luego, estoy preocupado. Me alegro de que a Barbara le vaya tan bien y de que los médicos consideren que está preparada. Pero le espera un largo camino por delante, en particular como madre soltera. 
Es demasiado para que lo sobrelleve sola.


—Los servicios familiares seguirán involucrados en su caso.


—Sí, por supuesto. Y también la doctora. Hablé con ella esta mañana y los sistemas de apoyo están preparados. Todo suena bien.


—Pero no se te oye convencido.


—Me preocupo, eso es todo. Algo sé con seguridad. Barbara me tendrá a su lado. Estaré allí. Como su hermano y como tío de Daniela. Es afortunada de que ahora tenga práctica como niñera.


—Serás más que eso —terminó de cerrar la bolsa—. Estas dos últimas semanas has sido un padre para Daniela.


Su expresión fue difícil de descifrar. Vio placer, pero también dolor y quizá rechazo. Pero ya no se abría a ella. Desde aquella mañana en que había aparecido Angela Beck, se había cerrado. Tal vez entre ellos hubiera habido una atracción mutua y algo más que amistad. Pero no existía la confianza que Paula había creído. No por parte de Pedro. Se había retraído y no había tenido ningún problema en mantenerse de esa manera.


Por lo que intentó hacer que el final fuera lo más amigable posible.


—Hiciste que todo fuera bien para Barbara y Daniela —indicó.


—Fuiste tú quien logró que esto funcionara —replicó él, negándose a aceptar sus palabras—. Tú estuviste con ella noche y día, cuidándola, convirtiendo este lugar en un hogar. Y no aceptaste nada a cambio. Ni siquiera ingresaste el cheque que te rellené. ¿Por qué?


«Porque te necesitaba».


Oyó la respuesta en el interior de su cabeza, pero jamás llegó a sus labios.


Y sintió dudas. La respuesta no había sido «Te amo». Había sido de necesidad, y dolor, y seguir adelante. No quería pensar que lo había utilizado, algo que no había sido su intención, pero no podía negar la posibilidad de que sus sentimientos se hubieran visto influidos por sus necesidades. 


Y eso plantaba la semilla de la duda.


—Lo hice porque quería.


Pedro se adelantó y la tomó por el brazo.


—No es suficiente.


La miró a los ojos.


Ella se soltó.


—Lamento que no te satisfaga.


Recogió la bolsa que ya había preparado con sus cosas. No podía esperar que llegara Barbara para ver cómo se marchaba con Daniela y se llevaba una parte de su corazón. 


Debía irse en ese momento.


—Paula… —la voz de él proyectó una tensión inexistente momentos atrás—. Te vas. ¿No podemos ser sinceros antes de que te marches?


La cuestión del decoro durante la permanencia de Daniela quedaba cancelada a partir de ese día; sin embargo, ni una sola vez él había dicho: «No te vayas». Sólo había comentado: «Te vas».


—¿Qué quieres que diga, Pedro? —giró para mirarlo—. Nuestro trato fue que me quedaría y te ayudaría con Daniela mientras ella estuviera aquí. Pero ya no va a estar y yo ya no soy necesaria como tu niñera. Porque es lo que he sido, ¿no? La niñera de Daniela.


—No fuiste una niñera aquella mañana en mi cama aquí —afirmó con voz crispada.


—Te enfriaste bastante rápidamente —«estupendo, Pau», se dijo al ver la expresión conmocionada de él. Pudo ver que no había esperado una réplica tan veloz.


—La llegada de Angela Beck situó todo en perspectiva con rapidez —respondió. Parecía descontento—. Que nos descubriera habría significado un desastre. Como tú misma dijiste… nuestra relación tenía que ser platónica.


—No quiero discutir antes de irme, Pedro. Por favor, ¿no podemos terminar en buenos términos? Has conseguido lo que en todo momento buscabas. Pudiste quedarte con Daniela y satisfacer la responsabilidad que tenías con tu familia. Hiciste lo correcto. Dejémoslo ahí.


—¿Y tú conseguiste lo que querías?


Las palabras dolieron, porque él no sabía lo que ella quería y le daba mucho miedo transmitírselo. Le daba pavor preguntarle qué sentía por ella y que volviera a apartarla. 


Dos veces habían sido más que suficientes.


—¿Qué buscas de la vida, Pau? —tenía la cara tensa y se pasó una mano por el pelo.


Anheló desprenderse del manto de sus aprensiones y, simplemente, contarle cómo se sentía. Pero no podía. Aún oía las palabras de Eduardo, las mismas que ella había atribuido a la amargura y el dolor, pero que en ese momento veía con un núcleo de verdad y que la habían afectado aunque no había querido que lo hicieran. Palabras que la habían atravesado hasta la médula. «Adelante. Abandona nuestro matrimonio. Le fallaste a nuestro bebé y yo soy otra baja».


En ese instante las recordó con perturbadora claridad porque sabía que eran ciertas.


Se culpaba por la muerte de Guillermo y había abandonado su matrimonio





BUENOS VECINOS: CAPITULO 16





Pau despertó con una sensación incómoda. La luz de la luna entraba por la ventana del dormitorio y reinaba un silencio absoluto. Demasiado. Parpadeando para desterrar el sueño, se levantó de la cama y fue al corralito para mirar a Daniela.


No estaba.


Pero la puerta del dormitorio se hallaba entreabierta y salió descalza, avanzando de puntillas por el pasillo. La manta del sofá se veía apartada y la almohada mostraba el hueco producido por la cabeza de Pedro. A la luz de la luna, los vio.


Daniela se hallaba envuelta en su mantita y cobijada en los brazos de Pedro, quien sólo llevaba puestos una camiseta y unos calzoncillos cortos de color azul marino. Los vaqueros estaban cuidadosamente doblados en el reposabrazos del sofá. Sintió calor en las mejillas al verle los pies descalzos y las piernas largas.


Se dijo que sería un padre maravilloso. En todo momento había antepuesto Daniela a todo lo demás. Tenía tanto que dar. Se preguntó si él lo sabía o si lo que le había contado acerca de su pasado lo mutilaba del mismo modo en que el dolor la había mutilado a ella.


El pie de él dejó de mover la mecedora, abrió los ojos y la miró desde el otro extremo del salón.


Paula se afanó en respirar. En un segundo se vio arrastrada al día anterior por la mañana y a la sensación de verse abrazada y protegida por los brazos de él. Desde entonces se habían mostrado corteses, pero en ese momento, descalza y con sólo un camisón puesto, sintió que la percepción regresaba, más penetrante y poderosa.


—Se despertó —susurró Pedro en la oscuridad, volviendo a mover de forma pausada la mecedora.


Pau avanzó y se sentó en el borde del sofá, apenas a unos centímetros de la rodilla desnuda de él cada vez que la mecedora se proyectaba adelante.


—No la oí —susurró en respuesta.


—Estabas profundamente dormida —respondió Pedro con una leve sonrisa—. No te moviste cuando fui a recogerla.


Pau bajó la vista a sus dedos apoyados en las rodillas. 


¿Pedro había estado en el dormitorio, observándola dormir? 


Era algo intensamente personal y se preguntó qué había pensado al verla en la cama de él.


—¿Qué hora es?


—Casi las cinco.


Santo cielo, se había ido a la cama a las nueve. Por primera vez en semanas había logrado dormir ocho horas.


—Lamento no haberme levantado con ella —vio el biberón vacío en la mesilla de centro. Había permanecido completamente dormida incluso mientras Pedro calentaba el biberón.


—Lo disfruté —repuso él con una sonrisa.


—Deja que la lleve de vuelta a la cama —sugirió ella—. Necesitas descansar. Puedes dormir un par de horas más antes del desayuno.


Los dos se levantaron al mismo tiempo y Pau alargó los brazos para recibir a Daniela. Pero cambiarla de uno a otro resultó raro, en particular porque no querían despertarla. Los brazos de Pedro le rozaron los suyos, firmes y cálidos. Al depositar al bebé en el hueco del brazo de Pau, con los dedos le rozó el pecho.


Los dos se quedaron paralizados.


Pau se mordió el labio al comprender que no llevaba sujetador y una vez más consciente de que lucía un escueto camisón de algodón que finalizaba arriba de las rodillas. Y Pedro… se erguía con mucha rigidez, con cuidado de no tocarla en ninguna parte. Lo tenía tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo, la tela suave de su camiseta.


¿Qué sucedería si se acercaba unos centímetros? ¿Si echaba atrás la cabeza en petición de un beso? ¿Aceptaría él la invitación?


Quería contarle lo que sentía, pero primero necesitaba alguna señal, algo que la animara a ver que no se hallaba sola. Y desde el roce fortuito, él no se había acercado más.


De modo que retrocedió y adaptó el peso de Daniela a su brazo.


—Buenas noches —murmuró, dándose cuenta demasiado tarde de lo tonto que sonaba, ya que casi había amanecido. 


Dio la vuelta y se llevó al bebé al dormitorio, sin mirar atrás.


No importaba, ya que tenía grabada en el cerebro la imagen de Pedro allí de pie.



BUENOS VECINOS: CAPITULO 15




Cuando Pau entró en la cocina, Angela Beck estaba sentada a la mesa con una taza de café mientras Pedro cortaba unas rebanadas de pan de plátano. Suspiró, agradecida de que hubiera podido recobrarse con tanta celeridad y, así, darle tiempo a ella de hacerlo.


—¡Paula! —Angela giró en su silla cuando la otra mujer avanzó—. Me alegro de que esté aquí. Pasé para comprobar cómo se encontraba Daniela, desde luego, y ofrecerle a Pedro información de cómo marchaba la situación.


Pau miró a Pedro y esperó no contradecir ninguna explicación que hubiera podido dar.


—Daniela está muy bien. Realmente es un bebé muy bueno.


—Sí, la vi durmiendo en su corralito.


—La pusimos allí para jugar y se quedó dormida —al menos ése era un tema seguro.


La conversación transcurrió sin problemas unos minutos mientras bebían café, comían unos dulces y hablaban de la pequeña. Sin embargo, la expresión de Angela se tornó seria cuando comenzó a hablarles de Barbara.


—La buena noticia es que realiza excelentes progresos. Sus médicos se sienten muy complacidos, como no me cabe duda de que ya sabe.


Pedro asintió. Pau sabía que hacía unos días había hablado con el médico de su hermana y eso lo había animado.


—Queremos devolver a Daniela con su madre en cuanto sea posible. Necesita pasar tiempo con su bebé para desarrollar ese importante vínculo. Desde nuestro punto de vista, debemos asegurarnos de que el bebé se encuentra a salvo, seguro y en un entorno de amor.


—¿Y qué significa todo esto? —preguntó Paula, sintiendo de pronto seco el pan de plátano que estaba masticando. 


Existía la posibilidad de que Barbara saliera pronto del hospital y ella ya no tuviera motivo alguno para quedarse.


—Significa que la situación de usted aquí con un poco de suerte va a resolverse muy pronto. También que Barbara va a requerir mucho apoyo. Debido al hecho de ir al hospital por voluntad propia, recibirá toda la ayuda que necesita. Su médico supervisará el estado de su salud, al igual que los servicios infantiles y de familia. La verdad es que buscar ayuda fue lo mejor que pudo hacer. Dispondrá de acceso a muchos recursos que la ayudarán a pasar por todo esto, incluidos grupos de apoyo.


—Y la familia —repuso Pedro, juntando las manos sobre la mesa—. Soy su hermano. Yo también estaré allí para ella.
Angela sonrió.


—Aunque no hace mucho que sabe que tiene una hermana.


La sonrisa de él fue lóbrega.


—Desde luego, no lo he reconocido. Pero soy su hermano y pretendo ayudar —relajó un poco los labios—. Además, me he unido mucho a mi sobrina. Espero ver bastante a Barbara y Daniela.


—Ésas son buenas noticias, Pedro —Angela retiró su silla y se puso de pie—. He de irme. Gracias por el café y el bollo.


—¿Sabe cuánto tiempo estará Barbara en el hospital? —Pedro recogió el abrigo de ella y la siguió hasta la puerta mientras Pau se rezagaba en el umbral de la cocina.


—Tengo entendido que los médicos la evalúan a diario. No dispongo de una fecha específica, pero creo que será pronto —sonrió mientras se abotonaba el abrigo—. Su vida volverá a la normalidad antes de que se dé cuenta, Pedro —miró por encima del hombro a Pau—. Y también la suya, Paula.


Pedro la acompañó al coche mientras Pau regresaba a la cocina a ordenar lo que acababan de ensuciar. ¿Vuelta a la normalidad? La idea no le resultó tan maravillosa como podría haber sido una semana atrás. Se preguntó si quería dicha normalidad. Estar de regreso en la casa de los Cameron, buscar un trabajo y un lugar para vivir, de vuelta en un mundo sin Pedro.


Ya conocía la respuesta. Un mundo sin Pedro era gris en vez de lleno de vibrantes colores. ¿Era tan erróneo esperar que lo sucedido ese día significara algo más? A pesar de que echaría de menos a Daniela, ¿que dejaran de tener que cuidar a la niña no significaría que también podrían dejar de fingir?


Pedro regresó y cerró la puerta.


—Ha estado cerca.


Ella dejó el azucarero y fue al arco que separaba el salón de la cocina.


—Lo siento —sintió que necesitaba ofrecer una disculpa. 


Debería haber pensado más y sentido menos.


—No lo sientas. Yo no debería haberme aprovechado.


La cabeza le dio vueltas.


—¿Aprovechado?


Él apretó la mandíbula.


—Estabas vulnerable esta mañana. No fue justo por mi parte… —tragó saliva—. Besarte.


Ella quiso decirle: «Tal vez deseaba que lo hicieras». Pero las palabras no pudieron salir de su boca. Porque no se lo veía consternado. Si la hubiera mirado con cierta añoranza, con algún indicio de que le costaba contenerse, tal vez habría insistido. Pero tenía la espalda recta y la expresión velada, cuando antes había sido transparente.


—No le des más vueltas a lo de esta mañana —pidió.


—Sólo si tú estás segura, Pau.


—Lo estoy.


—De acuerdo, entonces.


Luchó contra la conmoción que la recorrió cuando él puso fin a la conversación. ¿Ni siquiera iban a hablar de lo sucedido? ¿De lo que había estado a punto de suceder? ¿Tanto lo lamentaba? Ese pensamiento la derrumbó por dentro.


Él se acercó al sofá y recogió el sombrero que había dejado allí antes.


—Iré a trasladar el ganado a un pastizal nuevo —dijo, y sin más, se marchó.