jueves, 3 de agosto de 2017
BUENOS VECINOS: CAPITULO 18
Pedro vio cómo Pau palidecía. Era una pregunta justa. ¿Qué quería y por qué, simplemente, no lo decía? Con Daniela marchándose, ya nada se interponía en el camino de ambos. ¿Por qué no iba a él?
Sabía que tenía miedo. Esa mañana había intentado presionarla para ver si lograba hacerla reaccionar con sinceridad, pero lo único que había conseguido era que se retrajera más. Y sabiendo lo frágil que era, no podía repetirlo. Quizá necesitara más tiempo. Jamás presionaría donde no era bien recibido; el amor no se podía forzar. Y estaba convencido de que empezaba a enamorarse de Pau.
Se preguntó qué haría ella si se lo dijera. Mientras se miraban, el rostro pálido de Pau lleno de tensión, supo exactamente lo que haría. Huir.
—He de irme.
—Paula—avanzó un paso, la sujetó por los brazos a pesar de su determinación de no presionarla y la obligó a mirarlo—. No huyas.
El color volvió a sus mejillas y lo miró con ojos centelleantes.
—¿Qué ofreces, Pedro? ¿Qué quieres tú de la vida? Porque saberlo me ayudaría mucho. No te entiendo, de verdad que no. Y durante la última semana y media, te has desvivido por apartarte de mi camino.
Le soltó los brazos. ¿Era eso lo que pensaba? ¿Que no soportaba estar cerca de ella?
—¿Yo?
—¡Fuiste tú quien estableció límites! —exclamó.
—¡Para proteger a Daniela! —de pronto la frustración se sumó al cóctel de sentimientos que bullía en su interior.
—¿Sólo a Daniela?
Sintió un hormigueo de culpabilidad. Tuvo que reconocerse que tal vez había sido cauto. Y quizá había usado a Daniela como un escudo para no admitir lo que sentía de verdad.
Pero en ese momento guardó silencio porque no estaba seguro de ella. La había visto retraerse y sabía que no se hallaba preparada. Sabía que tenía miedo. ¿Y qué mujer no lo tendría después de lo que Pau había pasado? No podía obligarla a abrirse.
—De acuerdo. ¿Quieres saber lo que yo quiero, Paula? Te lo diré. Quiero que este rancho prospere, que esta casa sea un hogar, una esposa a quien amar y un par de hijos. Quiero la clase de matrimonio que mis padres jamás tuvieron y darles a mis hijos la infancia que yo nunca tuve. Quiero que el pasado deje de definirme y demostrar que un patrón no tiene por qué continuar —lo soltó de golpe y fue una sensación magnífica—. Y ahora, adelante —bajó la voz y la miró, sabiendo que ella no había esperado semejante exabrupto—. Huye. Sé que es lo que quieres hacer.
Ella no había movido un músculo, pero dio la impresión de que entre ambos se alzaba un muro invisible. Su retraimiento era completo.
—He de irme —susurró.
No lo sorprendió, pero experimentó el dolor sordo de la desilusión. No podía suplicarle a alguien que lo amara. Hacía tiempo que había dejado a aquel niño pequeño y tenía demasiado orgullo. Fue al extremo de la cama y recogió la bolsa que ella había dejado caer cuando la aferró de los brazos.
—Te acompañaré hasta la puerta.
Fueron en silencio y Pedro abrió. El aire estaba fresco: en algunas partes del patio la hierba se veía plateada por la escarcha. El sol rebotaba en las pocas hojas doradas que aún quedaban. Era un perfecto día otoñal. Pero eso no le inspiró júbilo alguno. Esa noche volvería a estar solo en su casa, salvo que en esa ocasión sentiría la soledad de forma más aguda.
Titubearon un momento en el porche. Pedro extendió la bolsa y Pau la aceptó sin mirarlo.
—Gracias por todo —dijo con formalidad, pero el orgullo le impedía hablar con más intimidad—. Si alguna vez necesitas algo…
—No —pidió con suavidad—. Por favor, no emplees esta cortesía fría. No después de todo lo sucedido.
Bajó los escalones y se volvió a medias, y a él le pareció captar un destello de humedad en sus ojos antes de que parpadeara y desapareciera.
—Adiós, Pedro.
Esperó en el porche y la observó marchar por el sendero de tierra, sintiendo que su corazón se iba con ella. Deseó que se detuviera. Que regresara con él. Que lo dejara arreglarlo todo.
Pero no lo hizo. Su andar no vaciló.
Y al llegar hasta el buzón, un coche aminoró y giró para entrar en su propiedad.
Barbara había llegado.
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