sábado, 1 de julio de 2017

EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 19




Pedro caminaba por la cocina de Nico, sintiéndose como un animal grande en una jaula pequeña.


—Tío, llevas aquí diez minutos y no has hecho otra cosa que caminar —comentó Nico—. Mirarte me está dando dolor de cuello. Es evidente que algo te molesta, así que ¿por qué no lo sueltas antes de que necesite ver a un fisioterapeuta?


Pedro se detuvo y esbozó una sonrisa arrepentida.


—Lo siento.


Nico descartó la disculpa con un gesto de la botella de cerveza.


—No pasa nada. Pero mi falta de sueño ha reducido mi umbral de atención a unos tres minutos, así que si quieres hablar, será mejor que empieces.


Pedro respiró hondo y soltó el aire despacio.


—Realmente, no sé qué decirte, porque no sé muy bien qué no funciona.


—Es sencillo. Si sabes que algo va mal, pero no terminas de averiguar de qué se trata…


—Exacto.


—Entonces, es por una mujer —lo estudió y enarcó las cejas al llegar a las manchas de césped en las rodillas de sus vaqueros—. No parece que hayas dormido mucho anoche.


—Pasé la noche con Paula.


—Ah. No puedo decir que me sorprenda. Por tu aspecto, o fue asombrosamente bien o asombrosamente mal.


—No hubo nada malo —exceptuando el hecho de que había terminado.


—Para un tipo que ha pasado una noche tan asombrosamente buena, no se te ve muy feliz, ¿sabes?


—Imagino que el problema es que me gustaría pasar otra noche asombrosamente buena.


—Estoy seguro de que encontrarás a unas europeas preciosas que estarán encantadas de complacerte.


—Me refería a Paula.


—Oh —se encogió de hombros y bebió otro trago de cerveza—. Entonces, llámala. No te vas hasta mañana.


—Lo he pensado, pero… —se pasó las manos por el pelo. 


No había pensado en nada más.


—Pero necesitas un poco de espacio.


—Sí. Necesito pensar…


—Y puedes pensar más allá de ella.


Miró a su amigo de ojos cansados.


—¿Desde cuándo eres adivino?


—No lo soy. Pero conozco los síntomas. Tengo algo de experiencia con mujeres… De hecho, me casé con una. Además, eres transparente.


—¿De verdad? Bueno. Dime lo que estoy pensando, porque yo no tengo ni idea y me está volviendo loco.


—De acuerdo. Esa chica te tiene encendido y te gusta, pero el momento no es el apropiado porque te vas mañana.


—Todo ello cierto. Pero es algo más complicado.


—Escucha, sitúalo en perspectiva, amigo. Te vas a Europa… Así que disfrútalo y llama a Paula cuando vuelvas.


—Puede que no esté disponible dentro de tres meses.


—¿Se va a caer de la faz de la Tierra?


—Puede conocer a otro en mi ausencia.


—Y tú puedes conocer a otra en tu viaje. En cuanto a Paula, mantente en contacto con ella mientras estés fuera, para que el fuego no se apague. Llámala desde Italia. Mándale un correo electrónico desde Francia. Escucha, lo más probable es que cuando hayas pasado por esos dos países, ya no la recuerdes.


Pedro negó con la cabeza.


—No creo que eso sea muy factible.


—Oh. Entonces, estás perdido.


—¿Qué significa eso?


Nico se llevó la mano a la oreja.


—¿Qué es ese sonido que oigo? Oh, sí. Las campanadas mortuorias de tus días de soltería. Créeme, lo sé. Yo oí el mismo sonido. Ana y yo nos casamos seis meses después.


Pedro frunció el ceño.


—Hablo en serio.


—Y yo. ¿Y sabes una cosa? Ese sonido fue lo mejor que me ocurrió jamás.


—Pero no estoy preparado para eso. Se supone que debo descansar. Relajarme. Disfrutar de mi soltería. Salir con un montón de mujeres preciosas. Descubrir qué quiero hacer con mi vida y dónde.


—Me alegro por ti. Nadie te detiene.


Pedro asintió.


—Eso es cierto.


—En tu cabeza reina el caos por la mezcla de poco sueño y mucho sexo.


—Es cierto —suspiró—. Paula jamás se irá de Long Island.


—¿De modo que tienes que descartar el bar en Hawái?


—Me temo que sí.


—Quizá Long Island necesite un bar hawaiano.


—Quizá —estudió a su amigo durante varios segundos.


—Esta mujer te asusta.


—Sí. También me asustó hace nueve años.


—Y la dejaste escapar. Quizá quieras reflexionar si deseas repetir lo mismo. Aunque tienes los próximos tres meses para pensarlo.


—Cierto. ¿Algún consejo?


—¿Sobre las mujeres? Sí. Después de dos años de matrimonio, puedo decir con cierta autoridad que quieren a un hombre que proporcione chocolate y que se calle cuando están hablando. Aparte de eso, no tengo ni idea.


Pedro enarcó las cejas.


—¿Es lo que has descubierto después de dos años de casado?


—Créeme, hay tipos que llevan casados veinte años y aún no han descubierto las perlas que acabo de darte.


—Creo que podría haber deducido esas dos joyas por mi propia cuenta.


—No lo sé. Las mujeres… es complicado entenderlas —con la cabeza indicó una foto de Ana con Carolina en brazos—. Pero cuando encuentras a la adecuada, vale la pena el esfuerzo. Todo se reduce a decidir qué es lo que de verdad quieres. Lo que va a hacerte feliz —le dio una palmada en la espalda y lo guio hacia la puerta—. Ahora vete a casa a hacer la maleta para que yo pueda echar una cabezadita con mi mujer antes de que nuestra hija despierte. Que tengas un viaje estupendo y que metas algún gol de vez en cuando, ¿de acuerdo?


Pedro se fue y dedicó todo el trayecto de regreso a Manhattan y la noche entera a reflexionar en las palabras de Nico. «Todo se reduce a decidir qué es lo que de verdad quieres. Lo que va a hacerte feliz».


Lo único que tenía que hacer era decidir.


Y después de horas de bucear en su alma, finalmente lo supo.


Cuando el amanecer se asomó sobre la ciudad, tornando el cielo en malva y oro, se hallaba ante la puerta de su apartamento, con el asa de su maleta de ruedas en la mano. 


Echó un último vistazo alrededor y luego fue hasta el coche para conducir al aeropuerto.







EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 18




La llegada de Nadia al mediodía coincidió con el regreso de la energía.


—¿Qué te parece la sincronización? —preguntó su amiga con una sonrisa, metiendo el envase de helado medio derretido en el congelador de Paula.


Cerraron las ventanas para aislar el calor del exterior y Paula encendió el aire acondicionado.


—Ahhhhh —exclamó al sentir la primera bocanada de aire frío—. Qué agradable.


—Deja de monopolizar el frescor, sienta tu trasero ahí y cuéntamelo todo —demandó Nadia, ocupando el taburete más próximo al aire acondicionado.


—Tú primero. Háblame de ese chico que conociste en la playa.


—¿Por qué he de ser yo la primera?


Paula movió las cejas arriba y abajo.


—¡Guardo lo mejor para el final!


Nadia abrió mucho los ojos, y luego, sin dilación, relató la historia de su encuentro con Martin Grainger en la fila de un puesto de comida.


—Estaba delante de mí y retrasándolo todo, ya que había pedido media docena de perritos calientes y no había llevado suficiente dinero. Solo le faltaban setenta y cinco centavos, así que le di un billete de dólar.


—Con la intención de acelerar la fila.


—Exacto. Además, tenía un gran trasero. Al volverse, la vista frontal era igual de buena. Un metro ochenta y cinco, pelo rubio, ojos verdes profundos, sonrisa devastadora y hoyuelos. Se mostró muy agradecido y descubrí que tenía un acento asombroso. Resulta que es australiano y lleva seis meses en Nueva York trabajando para algún banco internacional. Me invitó a unirme a su fiesta, así que lo ayudé a llevar las bebidas. La fiesta la componían sus dos hermanas, su hermano y su cuñada, que estaban de visita, además de un compañero de trabajo.


Paula sonrió.


—Veo que te lo pasaste en grande.


—Eso es un eufemismo. No recuerdo la última vez que me reí tanto. Todos eran tan agradables… ¡y creían que mi acento era estupendo! —movió la cabeza y rio entre dientes—. En cuanto a Martin… qué decir. ¿Puedes creer que insistió en devolverme el dólar? Dijo que no podía permitir que una dama le pagara la comida —se llevó una mano al corazón—. Es divertido, inteligente y guapo, aparte de caballeroso y educado. Y tiene trabajo. Y es heterosexual. Y está interesado en mí.


—Suena increíble.


—Exacto. Lo que significa que debe de tener algún secreto horrible.


Paula rio.


—Quizá sea un chico estupendo. Sé que se trata de una especie en peligro de extinción, pero aún quedan algunos por ahí. ¿Dónde estabais cuando se fue la luz?


—Todavía en la playa. Cuando la radio aconsejó que la gente no condujera, nos quedamos allí.


—¿Toda la noche?


—Sí. Tenían una nevera portátil llena de bebidas, bolsas de patatas y bollos, así que no pasamos hambre ni sed. Todo el mundo terminó por quedarse dormido, pero Martin y yo nos quedamos despiertos toda la noche charlando. Te juro que parecía que nos conociéramos de toda la vida. Conectamos en el acto. Y por Dios que sabe besar —suspiró con expresión soñadora—. Te lo digo, Paula, ese chico me ha dejado tontita. Nunca antes había experimentado algo así. Cada vez que me miraba, me sentía mareada.


—Créeme, sé cómo te sientes.


Nadia la miró fijamente.


—Bueno, como no has conocido a Martin, debes de estar hablando de Pedro. Es tu turno. Cuéntamelo todo.


No tenía sentido endulzarlo… Nadia lo vería en un abrir y cerrar de ojos.


—La noche fue… asombrosa. Él fue asombroso. Tal como lo recordaba, solo que mejor. Encantador, dulce, considerado. Charlamos y reímos, recordamos el pasado…


—¿Y el sexo fue…?


—Asombroso.


—¿Cuándo vas a volver a verlo?


La pregunta le atenazó el estómago.


—No sé si lo veré otra vez.


—Ja, ja. ¿Cuándo?


—En serio, no sé si volveremos a vernos —le contó rápidamente cómo habían dejado las cosas.


Al terminar, Nadia movió la cabeza.


—Paula, entiendo que no quieras esperar, pero parece que Pedro y tú tenéis algo especial.


—Cuesta descubrir si se trata de algo especial con un océano de por medio. Y no pienso esperar sentada tres meses mientras él se dedica a descubrir a las mujeres europeas.


—Volverá.


—Y luego se marchará de nuevo. O se trasladará a Hawái o a alguna otra parte.


—Seguro que después de tres meses en Europa, habrá agotado el deseo de viajar. Quizá puedas persuadirlo de no volver a marcharse.


Eso la frenó. El corazón le dio un vuelco.


—Yo… no sé. No he tenido tiempo de reflexionar sobre ello.


—Pues necesitas hacerlo. Si es el hombre de tu vida, no querrás que vuelva a irse. Lo más probable es que a él la noche pasada contigo le resultara tan asombrosa como a ti. Lo que significa que estarás en su mente. Lo que significa que cuando regrese a casa y te vea otra vez, quizá no esté ansioso de largarse a miles de kilómetros de distancia. Has dicho que quiere salir de Manhattan… no que quisiera dejar Nueva York. Dale un motivo para quedarse. En cuanto a su viaje, no olvides que la ausencia hace que el corazón quiera más.


—No olvides que… ojos que no ven, corazón que no siente. Y tres meses es mucho tiempo.


—Pero no para siempre.


Soltó una risa.


—Tienes respuesta para todo.


—Sí. Lo cierto es que es parte de mi encanto —sonrió—. A Martin le gustó. Dijo que era inteligente y hábil.


—Lo eres.


—Y tú también.


Logró esbozar una sonrisa débil.


—Gracias.


Pero no se sentía ni inteligente ni hábil. De hecho, se sentía como un globo desinflado. Y todo por culpa de Pedro… Por entrar de nuevo en su vida con esa sonrisa tan sexy y esos ojos tan azules y todo lo que lo volvía irresistible, reencendiéndole los sentimientos que había considerado enterrados, para marcharse otra vez, dejándola tambaleante como si sus emociones se hubieran visto sacudidas por una tormenta.


Bueno, se había ido y no había nada que pudiera hacer al respecto.


«¿O sí?», se preguntó.




EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 17




Domingo, 11:00 horas



Acompañó a Pedro a la puerta, soslayando su voz interior que clamaba para que cerrara la condenada puerta, tirara la llave y lo arrastrara de vuelta al dormitorio.


Requirió todo su poder de voluntad para no ceder a ese deseo. En especial, después del modo exquisito en que le había hecho el amor. Exquisito, pero melancólico, porque en cada embestida, en cada mirada, solo sentía una palabra.


Adiós.


Se lo había dicho con su cuerpo. En ese momento solo faltaban las palabras. Y entonces desaparecería. Y ambos continuarían con sus respectivas vidas.


Alargó la mano, pero antes de poder girar el pestillo, él se la capturó.


—Ha sido una noche asombrosa —musitó.


Observó su rostro atractivo y el corazón le dio un vuelco.


—Sí, lo ha sido. Entre anoche y la fiesta de graduación del instituto, ya has sido dos veces mi caballero de reluciente armadura. Será mejor que vayas con cuidado, o tendré la impresión de que te gusto.


—Me gustas. Desde siempre.


Sin querer darle más significado a lo que acababa de oír, sonrió.


—Lo mismo digo. Gracias por rescatar mi ego herido.


—El placer fue mío.


—No todo tuyo, te lo aseguro —una vez llegado el momento de la despedida, necesitaba acabar cuanto antes. Por motivos que no le apetecía analizar, sentía como si tuviera el corazón atado a un yunque—. Espero que lo pases muy bien en Europa.


Él exhibió un ligero ceño.


—Gracias. Yo, eh, ya tengo ganas de ir.


—¿Tres meses en Europa? ¿Y quién no las tendría? ¿A qué hora sale mañana tu avión?


—A las ocho de la mañana. En British Airways —titubeó, y luego añadió—:Te llamaré cuando vuelva.


Paula se quedó quieta, negándose a reconocer las palpitaciones desbocadas. Antes de que pudiera responder, él le alzó la mano y depositó un beso cálido en su palma.


—Quiero volver a verte, Paula.


—Eso me gustaría, Pedro


—Mmm. Percibo que a continuación vendrá un «pero».


—Es que tres meses es mucho tiempo. En ese período, podrían cambiar muchas cosas.


—¿Como cuáles?


—Como que tú conozcas al amor de tu vida en una plaza de Roma. Como que yo pierda la cabeza por algún magnate de la construcción. No sé. Podría suceder cualquier cosa. La cuestión es que no puedo ni quiero poner mi vida en espera durante tres meses. Y aunque lo hiciera, ¿qué sentido tendría? En cuanto vuelvas de Europa, planearás otro viaje a algún lugar remoto. Vas a trasladarte a quién sabe dónde, y yo voy a quedarme aquí. Básicamente, nos encontramos en la misma mala sincronización de hace nueve años… avanzando en direcciones diferentes.


Durante varios segundos él no dijo nada, solo la miró con expresión atribulada. Luego carraspeó.


—Entiendo lo que dices, pero no quiero irme pensando que nunca más nos veremos. Que no volveremos a hablar. Que no seguiremos siendo… amigos.


Esperó que su sonrisa no pareciera tan forzada como la sentía.


—Yo tampoco quiero eso. ¿Por qué no lo dejamos sabiendo que eres bienvenido para llamarme dentro de tres meses, cuando vuelvas? Lo peor que nos puede pasar será que mantengamos una charla telefónica agradable y nos pongamos al corriente de la vida del otro. Lo mejor es que tal vez terminemos pasando otra noche juntos antes de que partas a tu siguiente destino o hagas las maletas para irte a Hawái.


Una vez más, él guardó silencio durante unos momentos y el silencio se estiró entre ellos. Finalmente, asintió.


—Me parece justo.


Luego se inclinó y le dio un beso… un beso suave y tierno que terminó demasiado pronto y supo irrevocablemente a despedida. Con una última y leve sonrisa, se marchó, cerrando la puerta a su espalda.


Ella alargó la mano y la posó en el pomo que Pedro acababa de tocar, quedándose allí de pie hasta que oyó su coche alejarse. Cuando el sonido se desvaneció, respiró hondo, se irguió y giró para ir a la cocina. Bajo ningún concepto iba a permitirse estar abatida. Tenía cosas que hacer, personas con las que hablar, una carrera y una vida en las que pensar.


Y cuanto antes se dedicara a ello, antes desterraría a Pedro de sus pensamientos.


«Sí, que tengas suerte», se burló su voz interior.


La desterró al rincón más perdido de su mente y encendió el teléfono móvil. Tenía dos llamadas perdidas, las dos de aquella mañana, una de su madre y la otra de Nadia.


Acercó un taburete, se sentó ante la encimera y marcó el número de su madre.


—Me alegro tanto de que llamaras, cariño. ¿Estás bien?


«No».


—Sí. ¿Y tú sobreviviste bien al apagón?


—Oh, sí. Después de hablar contigo anoche, una docena de vecinos reunimos comida y bebida y tumbonas en el jardín del complejo de apartamentos y celebramos una fiesta improvisada de apagón. Nos divertimos mucho. ¿Tú qué terminaste haciendo?


Desvió la vista a la mesa del desayuno y revivió la imagen de Pedro y ella con el helado.


—Mmmm, vino un amigo.


—¿Quién?


—¿Te acuerdas de Pedro Alfonso?


—Por supuesto. Pero hacía años que no lo veías. ¿Dónde te lo encontraste?


Le contó la versión censurada de la historia junto con la noticia de que Gaston y ella habían roto… pero como la simpatía de una madre siempre era bienvenida, decidió que de esa historia no se reservaría ningún detalle.


—El muy imbécil —soltó su madre—. Lo siento mucho, Paula.


—Estoy bien, mamá. No tengo el corazón roto, lo prometo.


—Pues me alegro, aunque sé que ha debido escocerte —titubeó antes de preguntar—: Bueno, ¿cómo estaba Pedro? ¿Igual de atractivo y encantador?


—Sí —«y sexy y dulce y divertido y sexy»—. Fue muy… agradable —la vista se le fue hacia la mesa. «Realmente agradable».


—Bueno, ten cuidado en lanzarte a otra relación demasiado pronto, cariño.


—No pienso hacerlo. Pero si aparece el hombre adecuado, créeme, no tendrá nada que ver con un rebote por una relación rota. Gaston ya es un recuerdo lejano.


—Me alegro. ¿Estás libre mañana? ¿Comemos juntas?


—Lo estoy. ¿Al mediodía en mi oficina?


—Allí estaré.


Después de despedirse, marcó el número de Nadia. Su amiga respondió a la primera.


—¿Se ha ido? —preguntó Nadia—. ¿Estás sola?


—Sí. ¿Dónde estás tú?


—En mi casa. Puedo ponerme en marcha hacia la tuya en tres minutos. Tengo una botella de vino.


Paula rio.


—No te des prisa. He de hacer unas llamadas de trabajo. Puede que luego tenga que mostrar algunas casas.


—Me tienes al borde de un síncope, ¿lo sabías? Me llamas anoche y me dices que no puedes hablar porque Pedro, tu macizo y antiguo amante, está en tu casa, ¿y ahora me dices que tienes que trabajar? Hay una frase para eso, Paula. Se llama «castigo cruel e inusual». Quizá por eso, yo no te cuente los detalles del hombre maravilloso que ayer conocí en la playa… y a quien volveré a ver esta noche. Lo que significa que solo estaré disponible para mantener una charla de chicas hasta las seis de la tarde.


—Lo quiero oír todo. Deja que me ocupe de mis llamadas y te volveré a llamar.


Después de colgar, llamó a los compradores y vendedores a los que se suponía que debía ver esa tarde. Reprogramó las citas para última hora de la tarde, con la esperanza de que por ese entonces hubiera vuelto la luz. Si no, acordaron trasladarlas para el día siguiente. Terminado eso, volvió a llamar a Nadia.


—Estoy libre las próximas horas, así que ven para aquí —le dijo a su amiga—. Pero olvida el vino. Puede que tenga que mostrar casas a última hora de la tarde. ¿Tienes refrescos bajos en calorías?


—No. Pero tengo helado Rocky Road en el congelador. Probablemente ya esté medio derretido, pero lo llevaré de todos modos.


Paula cerró los ojos.


—Hurra.










EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 16




Se despidieron y después de cerrar la cancela detrás de ellos, Pedro entrelazó los dedos con los de ella.


—Estupendo desayuno —se frotó el estómago con la mano libre.


—Muy bueno.


—Y compañía agradable, aunque tu estrategia de partida llegó en el momento adecuado.


—En realidad, no fue una estrategia. Necesito pasar por mi oficina y llamar a los clientes con los que tengo una cita esta tarde. Las inmobiliarias no tienen los domingos libres.


No necesitaba una lupa para leer la letra pequeña de sus palabras, y sintió una oleada de decepción.


—Imagino que eso significa que quieres que me ponga en marcha —dijo con voz perfectamente neutral.


—Me temo que sí. Pero ya sabes lo que dicen sobre las cosas buenas.


Claro. Que llegaban a un final. ¿Quién demonios había inventado esa estúpida regla?


—Además —continuó ella—, estoy segura de que tienes muchas cosas que hacer antes de marcharte de viaje mañana.


Era cierto. Lavar la ropa. Hacer la maleta. Cancelar suscripciones. Pasar por la casa de Nico para dejarle las llaves de su apartamento y de su coche. Montones de detalles pequeños. Los cuales había esperado con ganas hasta ese momento, pero que ya no tenía ningún deseo de llevar a cabo.


«Eso se debe a que en este momento no piensas, tío», se mofó su voz interior.


Lo cual también era cierto.


Pero sin duda que en cuanto se alejara de esa mujer, se sentiría distinto y recuperaría el entusiasmo por el viaje. Solo era el sexo lo que le nublaba la mente. Y hacía que experimentara renuencia a marcharse.


Llegaron a la casa y después de cerrar la puerta, ella se apoyó contra la superficie de roble y se quitó las chanclas. 


Luego le lanzó una mirada abiertamente sugerente que se detuvo unos momentos en su ingle antes de llegar hasta sus ojos.


Pedro pensó que por el momento iba a serle imposible alejarse de ella y todo el sexo que acarreaba.


Cruzó los brazos en un afán por parecer determinado, pero en realidad se debía al esfuerzo de contenerse de no encerrarla en ellos.


Sin dejar de mirarlo, Paula se desabotonó despacio la blusa sin mangas, y luego dejó que la prenda se deslizara por sus brazos y cayera al suelo.


Obligándose a permanecer quieto y a no acortar la distancia de un metro que los separaba, la observó llevar las manos a su espalda y soltarse el sujetador de encaje de color azul pálido. Con la vista siguió las tiras finas que cayeron por sus brazos antes de flotar hasta el suelo y aterrizar sobre la blusa. Luego apoyó los hombros contra la puerta y se pasó lentamente las manos por el cuerpo.


Él sintió que la visión se le tornaba borrosa. Un músculo se contrajo en su mandíbula al verla coronarse los pechos y frotarse los pezones hasta transformarlos en cumbres duras.


Ella bajó la mirada al bulto obvio que había detrás de los vaqueros de Pedro, gesto que pareció una caricia y que lo afectó como si de verdad lo hubiera tocado. Luego prácticamente olvidó respirar al verla bajar las manos por su torso para empujar lentamente los pantalones cortos y las braguitas por sus piernas. Después de apartar las prendas con un pie, se irguió tomándose su tiempo mientras subía las palmas de las manos por la extensión de su cuerpo.


Se pasó un dedo por el pezón y luego alargó la mano para enganchar el dedo índice en la cintura elástica de los calzoncillos y acercarlo hasta que la pelvis de Pedro chocó con la suya.


Él ya se hallaba en una fase en la que le resultaba imposible pensar con claridad.


Paula metió las manos en su pelo, subió una pierna por la suya y acomodó el muslo sobre su cadera; luego le bajó la cabeza para darle un beso ardiente e íntimo.


Con un gemido ronco, la rodeó con los brazos y la aplastó contra él, explorando con la lengua la boca plena y lujuriosa mientras con las manos recorría esa piel suave y fragante. 


En alguna parte de la pequeña porción de su cerebro que ella no había licuado, se le ocurrió pensar que después de hacer el amor, sería el momento en que debería marcharse. 


Lo que significaba que ésa era la última vez. La última vez.


La necesidad lo carcomió y su cuerpo gritó como si llevara meses sin tocarla; anheló abrirse los vaqueros y enterrarse por completo en ese calor húmedo. Pero necesitaban un preservativo y, por desgracia, se encontraban en el dormitorio. Dobló las rodillas, la levantó y se dirigió con presteza hacia el pasillo, jurando mentalmente que jamás volvería a acercarse a ella a menos que tuviera un condón a mano. Mejor dos. «De acuerdo», concluyó. «Tres».


«No serán necesarios, ni dos ni tres», le susurró su voz interior, «ya que se trata de la última vez».


Ese recordatorio le produjo un anhelo distinto, que no pudo nombrar y que no deseaba examinar en ese momento.


Entró en el dormitorio y la depositó en el colchón con un suave bote. Apoyándose sobre los codos, con los ojos brillantes por la excitación, ella lo miró desvestirse, un ejercicio en tortura que le llevó unos interminables veinte segundos, proeza que podría haber conseguido en un tiempo considerablemente inferior de haber tenido firmes las condenadas manos.


Una vez desnudo, con rapidez se puso un preservativo y luego se acomodó entre sus muslos abiertos. Todo en él demandaba una cabalgata desbocada, veloz y rápida, con un final incendiario. Pero las palabras «última vez» reverberaban en su mente, impulsándolo, obligándolo a ir despacio. A saborear cuando le apetecía volar. A demorarse cuando no quería más que provocar una resolución veloz a la necesidad desesperada que lo carcomía. A memorizar cada matiz, cada contacto, cada mirada, cada sonido que ella hiciera. Una última vez.


La penetró despacio, apretando los dientes ante el intenso placer de hundirse en su calor compacto y húmedo. Algo titiló en los ojos de ella y percibió el cambio de ritmo de Pedro. Éste se preguntó si también Paula estaría pensando en que era la última vez que estarían juntos.


—Dame tus manos —pidió él con voz áspera.


Deslizó las manos en las suyas. Entrelazando los dedos, él las acomodó a ambos lados de la cabeza de ella. Con su peso centrado en los antebrazos, la embistió con embates lentos y profundos, retirándose casi por completo para luego volver a enterrarse en ella. La mirada de Paula jamás dejó la suya mientras se acoplaba a cada penetración. 


Hipnotizado, observó cómo el placer de ella crecía hasta verse dominada por el orgasmo, arqueando la espalda y el cuello, el cuerpo cerrándose sobre el suyo, apretándole los dedos al tiempo que emitía un prolongado ronroneo de placer. Bajando la cabeza en la curva del cuello, la embistió una última vez y su propio clímax lo sacudió de la cabeza a los pies.


Cuando pudo moverse, levantó la cabeza. Y clavó la vista en los ojos más hermosos que jamás había visto. Y su voz interior le recordó: «Es la última vez».