sábado, 1 de julio de 2017

EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 19




Pedro caminaba por la cocina de Nico, sintiéndose como un animal grande en una jaula pequeña.


—Tío, llevas aquí diez minutos y no has hecho otra cosa que caminar —comentó Nico—. Mirarte me está dando dolor de cuello. Es evidente que algo te molesta, así que ¿por qué no lo sueltas antes de que necesite ver a un fisioterapeuta?


Pedro se detuvo y esbozó una sonrisa arrepentida.


—Lo siento.


Nico descartó la disculpa con un gesto de la botella de cerveza.


—No pasa nada. Pero mi falta de sueño ha reducido mi umbral de atención a unos tres minutos, así que si quieres hablar, será mejor que empieces.


Pedro respiró hondo y soltó el aire despacio.


—Realmente, no sé qué decirte, porque no sé muy bien qué no funciona.


—Es sencillo. Si sabes que algo va mal, pero no terminas de averiguar de qué se trata…


—Exacto.


—Entonces, es por una mujer —lo estudió y enarcó las cejas al llegar a las manchas de césped en las rodillas de sus vaqueros—. No parece que hayas dormido mucho anoche.


—Pasé la noche con Paula.


—Ah. No puedo decir que me sorprenda. Por tu aspecto, o fue asombrosamente bien o asombrosamente mal.


—No hubo nada malo —exceptuando el hecho de que había terminado.


—Para un tipo que ha pasado una noche tan asombrosamente buena, no se te ve muy feliz, ¿sabes?


—Imagino que el problema es que me gustaría pasar otra noche asombrosamente buena.


—Estoy seguro de que encontrarás a unas europeas preciosas que estarán encantadas de complacerte.


—Me refería a Paula.


—Oh —se encogió de hombros y bebió otro trago de cerveza—. Entonces, llámala. No te vas hasta mañana.


—Lo he pensado, pero… —se pasó las manos por el pelo. 


No había pensado en nada más.


—Pero necesitas un poco de espacio.


—Sí. Necesito pensar…


—Y puedes pensar más allá de ella.


Miró a su amigo de ojos cansados.


—¿Desde cuándo eres adivino?


—No lo soy. Pero conozco los síntomas. Tengo algo de experiencia con mujeres… De hecho, me casé con una. Además, eres transparente.


—¿De verdad? Bueno. Dime lo que estoy pensando, porque yo no tengo ni idea y me está volviendo loco.


—De acuerdo. Esa chica te tiene encendido y te gusta, pero el momento no es el apropiado porque te vas mañana.


—Todo ello cierto. Pero es algo más complicado.


—Escucha, sitúalo en perspectiva, amigo. Te vas a Europa… Así que disfrútalo y llama a Paula cuando vuelvas.


—Puede que no esté disponible dentro de tres meses.


—¿Se va a caer de la faz de la Tierra?


—Puede conocer a otro en mi ausencia.


—Y tú puedes conocer a otra en tu viaje. En cuanto a Paula, mantente en contacto con ella mientras estés fuera, para que el fuego no se apague. Llámala desde Italia. Mándale un correo electrónico desde Francia. Escucha, lo más probable es que cuando hayas pasado por esos dos países, ya no la recuerdes.


Pedro negó con la cabeza.


—No creo que eso sea muy factible.


—Oh. Entonces, estás perdido.


—¿Qué significa eso?


Nico se llevó la mano a la oreja.


—¿Qué es ese sonido que oigo? Oh, sí. Las campanadas mortuorias de tus días de soltería. Créeme, lo sé. Yo oí el mismo sonido. Ana y yo nos casamos seis meses después.


Pedro frunció el ceño.


—Hablo en serio.


—Y yo. ¿Y sabes una cosa? Ese sonido fue lo mejor que me ocurrió jamás.


—Pero no estoy preparado para eso. Se supone que debo descansar. Relajarme. Disfrutar de mi soltería. Salir con un montón de mujeres preciosas. Descubrir qué quiero hacer con mi vida y dónde.


—Me alegro por ti. Nadie te detiene.


Pedro asintió.


—Eso es cierto.


—En tu cabeza reina el caos por la mezcla de poco sueño y mucho sexo.


—Es cierto —suspiró—. Paula jamás se irá de Long Island.


—¿De modo que tienes que descartar el bar en Hawái?


—Me temo que sí.


—Quizá Long Island necesite un bar hawaiano.


—Quizá —estudió a su amigo durante varios segundos.


—Esta mujer te asusta.


—Sí. También me asustó hace nueve años.


—Y la dejaste escapar. Quizá quieras reflexionar si deseas repetir lo mismo. Aunque tienes los próximos tres meses para pensarlo.


—Cierto. ¿Algún consejo?


—¿Sobre las mujeres? Sí. Después de dos años de matrimonio, puedo decir con cierta autoridad que quieren a un hombre que proporcione chocolate y que se calle cuando están hablando. Aparte de eso, no tengo ni idea.


Pedro enarcó las cejas.


—¿Es lo que has descubierto después de dos años de casado?


—Créeme, hay tipos que llevan casados veinte años y aún no han descubierto las perlas que acabo de darte.


—Creo que podría haber deducido esas dos joyas por mi propia cuenta.


—No lo sé. Las mujeres… es complicado entenderlas —con la cabeza indicó una foto de Ana con Carolina en brazos—. Pero cuando encuentras a la adecuada, vale la pena el esfuerzo. Todo se reduce a decidir qué es lo que de verdad quieres. Lo que va a hacerte feliz —le dio una palmada en la espalda y lo guio hacia la puerta—. Ahora vete a casa a hacer la maleta para que yo pueda echar una cabezadita con mi mujer antes de que nuestra hija despierte. Que tengas un viaje estupendo y que metas algún gol de vez en cuando, ¿de acuerdo?


Pedro se fue y dedicó todo el trayecto de regreso a Manhattan y la noche entera a reflexionar en las palabras de Nico. «Todo se reduce a decidir qué es lo que de verdad quieres. Lo que va a hacerte feliz».


Lo único que tenía que hacer era decidir.


Y después de horas de bucear en su alma, finalmente lo supo.


Cuando el amanecer se asomó sobre la ciudad, tornando el cielo en malva y oro, se hallaba ante la puerta de su apartamento, con el asa de su maleta de ruedas en la mano. 


Echó un último vistazo alrededor y luego fue hasta el coche para conducir al aeropuerto.







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