sábado, 1 de julio de 2017

EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 16




Se despidieron y después de cerrar la cancela detrás de ellos, Pedro entrelazó los dedos con los de ella.


—Estupendo desayuno —se frotó el estómago con la mano libre.


—Muy bueno.


—Y compañía agradable, aunque tu estrategia de partida llegó en el momento adecuado.


—En realidad, no fue una estrategia. Necesito pasar por mi oficina y llamar a los clientes con los que tengo una cita esta tarde. Las inmobiliarias no tienen los domingos libres.


No necesitaba una lupa para leer la letra pequeña de sus palabras, y sintió una oleada de decepción.


—Imagino que eso significa que quieres que me ponga en marcha —dijo con voz perfectamente neutral.


—Me temo que sí. Pero ya sabes lo que dicen sobre las cosas buenas.


Claro. Que llegaban a un final. ¿Quién demonios había inventado esa estúpida regla?


—Además —continuó ella—, estoy segura de que tienes muchas cosas que hacer antes de marcharte de viaje mañana.


Era cierto. Lavar la ropa. Hacer la maleta. Cancelar suscripciones. Pasar por la casa de Nico para dejarle las llaves de su apartamento y de su coche. Montones de detalles pequeños. Los cuales había esperado con ganas hasta ese momento, pero que ya no tenía ningún deseo de llevar a cabo.


«Eso se debe a que en este momento no piensas, tío», se mofó su voz interior.


Lo cual también era cierto.


Pero sin duda que en cuanto se alejara de esa mujer, se sentiría distinto y recuperaría el entusiasmo por el viaje. Solo era el sexo lo que le nublaba la mente. Y hacía que experimentara renuencia a marcharse.


Llegaron a la casa y después de cerrar la puerta, ella se apoyó contra la superficie de roble y se quitó las chanclas. 


Luego le lanzó una mirada abiertamente sugerente que se detuvo unos momentos en su ingle antes de llegar hasta sus ojos.


Pedro pensó que por el momento iba a serle imposible alejarse de ella y todo el sexo que acarreaba.


Cruzó los brazos en un afán por parecer determinado, pero en realidad se debía al esfuerzo de contenerse de no encerrarla en ellos.


Sin dejar de mirarlo, Paula se desabotonó despacio la blusa sin mangas, y luego dejó que la prenda se deslizara por sus brazos y cayera al suelo.


Obligándose a permanecer quieto y a no acortar la distancia de un metro que los separaba, la observó llevar las manos a su espalda y soltarse el sujetador de encaje de color azul pálido. Con la vista siguió las tiras finas que cayeron por sus brazos antes de flotar hasta el suelo y aterrizar sobre la blusa. Luego apoyó los hombros contra la puerta y se pasó lentamente las manos por el cuerpo.


Él sintió que la visión se le tornaba borrosa. Un músculo se contrajo en su mandíbula al verla coronarse los pechos y frotarse los pezones hasta transformarlos en cumbres duras.


Ella bajó la mirada al bulto obvio que había detrás de los vaqueros de Pedro, gesto que pareció una caricia y que lo afectó como si de verdad lo hubiera tocado. Luego prácticamente olvidó respirar al verla bajar las manos por su torso para empujar lentamente los pantalones cortos y las braguitas por sus piernas. Después de apartar las prendas con un pie, se irguió tomándose su tiempo mientras subía las palmas de las manos por la extensión de su cuerpo.


Se pasó un dedo por el pezón y luego alargó la mano para enganchar el dedo índice en la cintura elástica de los calzoncillos y acercarlo hasta que la pelvis de Pedro chocó con la suya.


Él ya se hallaba en una fase en la que le resultaba imposible pensar con claridad.


Paula metió las manos en su pelo, subió una pierna por la suya y acomodó el muslo sobre su cadera; luego le bajó la cabeza para darle un beso ardiente e íntimo.


Con un gemido ronco, la rodeó con los brazos y la aplastó contra él, explorando con la lengua la boca plena y lujuriosa mientras con las manos recorría esa piel suave y fragante. 


En alguna parte de la pequeña porción de su cerebro que ella no había licuado, se le ocurrió pensar que después de hacer el amor, sería el momento en que debería marcharse. 


Lo que significaba que ésa era la última vez. La última vez.


La necesidad lo carcomió y su cuerpo gritó como si llevara meses sin tocarla; anheló abrirse los vaqueros y enterrarse por completo en ese calor húmedo. Pero necesitaban un preservativo y, por desgracia, se encontraban en el dormitorio. Dobló las rodillas, la levantó y se dirigió con presteza hacia el pasillo, jurando mentalmente que jamás volvería a acercarse a ella a menos que tuviera un condón a mano. Mejor dos. «De acuerdo», concluyó. «Tres».


«No serán necesarios, ni dos ni tres», le susurró su voz interior, «ya que se trata de la última vez».


Ese recordatorio le produjo un anhelo distinto, que no pudo nombrar y que no deseaba examinar en ese momento.


Entró en el dormitorio y la depositó en el colchón con un suave bote. Apoyándose sobre los codos, con los ojos brillantes por la excitación, ella lo miró desvestirse, un ejercicio en tortura que le llevó unos interminables veinte segundos, proeza que podría haber conseguido en un tiempo considerablemente inferior de haber tenido firmes las condenadas manos.


Una vez desnudo, con rapidez se puso un preservativo y luego se acomodó entre sus muslos abiertos. Todo en él demandaba una cabalgata desbocada, veloz y rápida, con un final incendiario. Pero las palabras «última vez» reverberaban en su mente, impulsándolo, obligándolo a ir despacio. A saborear cuando le apetecía volar. A demorarse cuando no quería más que provocar una resolución veloz a la necesidad desesperada que lo carcomía. A memorizar cada matiz, cada contacto, cada mirada, cada sonido que ella hiciera. Una última vez.


La penetró despacio, apretando los dientes ante el intenso placer de hundirse en su calor compacto y húmedo. Algo titiló en los ojos de ella y percibió el cambio de ritmo de Pedro. Éste se preguntó si también Paula estaría pensando en que era la última vez que estarían juntos.


—Dame tus manos —pidió él con voz áspera.


Deslizó las manos en las suyas. Entrelazando los dedos, él las acomodó a ambos lados de la cabeza de ella. Con su peso centrado en los antebrazos, la embistió con embates lentos y profundos, retirándose casi por completo para luego volver a enterrarse en ella. La mirada de Paula jamás dejó la suya mientras se acoplaba a cada penetración. 


Hipnotizado, observó cómo el placer de ella crecía hasta verse dominada por el orgasmo, arqueando la espalda y el cuello, el cuerpo cerrándose sobre el suyo, apretándole los dedos al tiempo que emitía un prolongado ronroneo de placer. Bajando la cabeza en la curva del cuello, la embistió una última vez y su propio clímax lo sacudió de la cabeza a los pies.


Cuando pudo moverse, levantó la cabeza. Y clavó la vista en los ojos más hermosos que jamás había visto. Y su voz interior le recordó: «Es la última vez».










No hay comentarios.:

Publicar un comentario