jueves, 18 de mayo de 2017

IRRESISTIBLE: CAPITULO 5




Pedro había colocado los platos, de modo que no habría manera de no estar sentada a su lado, y con esas piernas tan largas, sus rodillas se rozarían por debajo de la mesa…


Al pensarlo se le aceleró el pulso y arrugó el ceño, enfadada. 


Ella no solía ponerse nerviosa por ese tipo de cosas. Claro que no solían ocurrirle ese tipo de cosas. Ella llevaba una vida muy tranquila.


Mientras colocaba una fuente sobre la mesa, Pedro encendió las velas. El ambiente de intimidad no debería asustarla, pero así era. Incluso con Juana allí, una simple cena se había transformado en algo más. Y Paula, sencillamente, no tenía relaciones de ese tipo porque siempre terminaban mal.


Después de la última vez, con Tomas, había tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano para rehacer su vida, ya partir de entonces, todo lo que tenía lo había puesto en Juana y en su negocio. Además, no sabía por qué Pedro se molestaba en crear una atmósfera romántica.


—¿Señora Chaves?


Paula se dio cuenta de que estaba mirándolo fijamente.


—Sí, perdón… ¿Qué me decía?


—Le he preguntado si llevaba sola el hostal.


—Sí, lo llevo sola —contestó ella, antes de sentarse—. Juana va al colegio en Edmonton, así que no suele estar por aquí.


—Y eso la entristece.


Sí, la casa parecía muy solitaria cuando Juana no estaba.


—A pesar de lo insoportables que son los adolescentes, la echo de menos. Por cierto, ya debería estar aquí… —Paula se levantó de la silla y le hizo un gesto con la mano cuando él iba a hacer lo propio—. No, por favor. Ella sabe a qué hora es la cena. Voy a llamarla.


Sí, echaba de menos a Juana cuando estaba en el colegio, pero se alegraba de que estuviera haciendo nuevos amigos en Edmonton. Los chicos con los que salía en Mountain Haven no eran precisamente recomendables… Pero lo último que necesitaba era que el comisario supiera los problemas de su hija.


—¡Juana, la cena!


Su hija bajó corriendo la escalera, con el MP3 en la mano y los auriculares puestos.


—Nada de música durante la cena, por favor.


—Hola, Pedro—lo saludó Juana, dejando el aparato sobre la mesa.


Paula vio que él intentaba esconder una sonrisa. En serio, a veces se preguntaba si las buenas maneras que había intentado enseñarle a su hija le entraban por un oído y le salían por otro.


—Hola, Juana. Bueno, creo que las vacaciones están a punto de terminar, ¿no? ¿Te apetece volver al colegio?


—Sí, bueno. La verdad es que esto es muy aburrido. Aquí no hay nada que hacer.


—Con toda esta nieve se pueden practicar deportes de invierno. Esquí, patinaje… ¿Ya no se lleva hacer esas cosas?


Paula sonrió. El día anterior había sugerido que fueran a hacer esquí de travesía, pero Juana había vetado la idea. La misma Juana que un par de años antes se habría puesto a dar saltos de alegría.


—No sé…


—Pues a mí me apetece hacer algo de ejercicio. No hay nieve donde yo vivo, así que esto me encanta.


Paula lo imaginó envuelto en su parka, con los ojos brillando como zafiros bajo un gorro de lana. Y su corazón se puso a latir como loco.


—Seguro que estás en forma —dijo Juana.


—Es parte de mi trabajo, tengo que estar en forma. Que ahora mismo no esté trabajando no quiere decir que deje de hacer deporte. Además, si sigo comiendo las cosas que hace tu madre durante dos semanas… Voy a tener que hacer deporte a la fuerza —respondió él, sonriendo—. Esto está riquísimo.


—Gracias —sonrió Paula, nerviosa.


Acostumbrada a recibir halagos por sus habilidades culinarias, no tenía sentido que ese piropo la emocionase tanto.


—¿Cómo es tu trabajo, Pedro? —le preguntó Juana—. ¿Eres un policía de verdad?


—Me dedico a tareas especiales —contestó él; bajando la mirada.


—¿Qué tareas?


—Encontrar fugitivos, gente que ha cometido delitos y se escapa de la ley…


—¿Cómo en el programa Los Criminales Más Buscados?


Juana se inclinó hacia delante, emocionada.


—Exactamente.


—¿Y eso no es peligroso? —preguntó Paula. Que fuera policía ya era bastante preocupante, pero que tratase con los criminales más peligrosos del país lo era aún más—. ¿No le da miedo que lo maten?


—Sí, claro. Pero no tanto como no hacer bien mi trabajo.


Era alto, fuerte y guapo, sí. Pero llevaba una diana pintada en el pecho. Y Paula no podía imaginar quién elegiría ese estilo de vida.


—¿Has matado a alguien?


—¡Juana! —Maggie dejó el tenedor sobre el plato, enfadada—. Por favor, pídele disculpas al señor Alfonso.


Pero Pedro sacudió la cabeza.


—No hace falta, es una pregunta lógica. Me la hacen a menudo —dijo, sirviéndose un vaso de agua—. Yo trabajo como parte de un equipo, y nuestro objetivo es que los fugitivos vuelvan a la cárcel, o proteger a aquellos que nos asignan proteger. Por supuesto, preferimos no tener que hacerle daño a nadie, pero si nos disparan, tenemos que defendernos.


Los tres se quedaron en silencio.


Paula intentó decir algo, pero lo único que podía ver era a Pedro Alfonso con una pistola en la mano. Y la idea no le gustaba nada.


—Eso debe de ser muy estresante.


—Sí, puede serlo.


—¿Por eso estás aquí? —preguntó Juana.


Paula le dio una patada por debajo de la mesa, pero su hija no reaccionó.


—En parte, sí. Mi jefe me pidió que me tomase un tiempo libre después de… Un caso particularmente complicado. Un poco de descanso es justo lo que necesito.


Estaba sonriendo, pero la sonrisa no era tan cálida como antes.


—¿Entonces está de baja?


—Sí, algo así. Y por cierto, preferiría que mi presencia aquí no se hiciera pública. Sé que es una comunidad muy pequeña, pero ahora mismo lo que me apetece es disfrutar del campo y no preocuparme por especulaciones.


—Sí, claro, no se preocupe… —suspiró Paula—. El Mountain Haven es un sitio muy discreto.


—Estupendo.


Juana, afortunadamente, se olvidó del tema durante el resto de la cena.


—¿Postre, señor Alfonso?


Pedro la miró. Durante la cena había habido momentos incómodos, pero se alegraba de que Juana le hubiera hecho preguntas. Tenía la impresión de que Paula no se habría atrevido a hacerlas, y contestando a las preguntas, mantenía su papel. Aunque no le gustase nada tener que mentir, sabía que era necesario.


Paula estaba esperando su respuesta con una sonrisa en los labios.


—No debería… Pero podría decirme qué hay.


—Tarta de melocotón y moras con helado.


—Me parece que no voy a poder resistirme… —suspiró Pedro—. Así que sí… Por favor. Y deje de llamarme señor Alfonso. El señor Alfonso es mi padre o mi tío.


Mientras Juana escapaba con su tarta al salón para ver una película, Paula puso el postre frente a él, y a Pedro el olor de la canela le recordó a su casa. Él no solía tomar dulces, pero su madre era una repostera estupenda, y lo obligaba a probar de todo cuando iba a visitarla, y en aquel momento, el olor a fruta y canela lo llevaba de vuelta a una vida en la que todo era más sencillo.


—¿Por qué decidió abrir un hostal? Tiene que ser mucho trabajo para una sola persona.


—En esta casa hay muchas habitaciones vacías —contestó ella mientras servía el café—. Además, yo tenía dos niños y mi obligación era mantenerlos.


—¿Dos niños?


—Sí, durante un tiempo cuidé de un primo mío adolescente… Hasta que se hizo mayor. Ahora tiene treinta años.


Pedro asintió con la cabeza, pensativo, mientras probaba la tarta.


—Seguro que está calculando mi edad… —rio Paula.


—Sí, la verdad es que sí.


—Le ahorraré el esfuerzo: Tengo cuarenta y dos años. Tenía veinticuatro cuando nació Juana, y cuidaba de Miguel desde los veintiuno, cuando él tenía once.


Intentaba mostrarse relajada, pero tenía el corazón acelerado. Porque sabía cuál iba a ser la siguiente pregunta. 


Y daba igual cuántas veces contestase, siempre le resultaba difícil. Pero sabía que lo mejor era quitárselo de encima lo antes posible.


—¿De qué murió su marido?


—El padre de Juana murió en un accidente laboral cuando yo tenía veinticinco años.


—¡Ah! Lo siento.


—Fue hace mucho tiempo.


En general, la gente no se atrevía a preguntar cómo había ocurrido, o peor, por qué no había vuelto a casarse. Pero ella conocía sus razones, y eso era más que suficiente.


Pedro sabía que sólo estaba dándole datos superficiales, pero sería una grosería seguir insistiendo. ¿Y cuánto quería saber? Sólo estaría allí unas semanas, de modo que lo mejor sería no ponerse en su camino y evitar las preguntas. 


Conseguir las respuestas que necesitaba y nada más.


Además, había cosas sobre su propia vida que no le gustaría contarle a nadie. Si ella quería guardar secretos, mejor. Lo que necesitaba de Paula Chaves no tenía nada que ver con su vida privada. Sólo con lo que le había pasado a su hija el año anterior.


—Bueno, ¿qué le trae por Alberta? La mayoría de la gente elige una zona más turística para sus vacaciones. Baff o algún sitio al sur de la frontera, Montana o Colorado. Aquí no hay nada más que nieve y un montón de granjas.


—Si es así como promociona la zona, no me extraña que tenga tantas habitaciones vacías… —bromeó Pedro.


—Es que no estamos en temporada alta —contestó ella—. Como le he dicho, la mayoría de la gente elige las montañas para esquiar. El hostal sólo se llena en verano.


—Entonces, me sorprende que no se vaya de vacaciones en invierno.


—Pues la verdad es que…


—¿No me diga que suele irse de vacaciones en esta época del año? ¿Ha tenido que quedarse aquí por mi culpa?


No se le había ocurrido pensar en eso. No había pensado en nada más que en hacer su trabajo.


—No tiene importancia. Ni siquiera había reservado habitación en un hotel.


—Pero iba a hacerlo.


Paula lo miró, y de nuevo, Pedro se quedó sorprendido por lo joven que parecía. Si no le hubiera dicho que tenía cuarenta y dos años, habría pensado que eran de la misma edad.


—México no va a irse a ninguna parte —dijo ella por fin—. ¿Desde cuándo es comisario de policía?


—Desde hace cinco años. Antes estuve en los marines.


—¡Ah!


—Ahora es usted quien intenta hacer cálculos… —dijo Pedro riendo—. No se moleste, tengo treinta y tres años.


—¿Y le gusta su trabajo?


—Si no me gustase, no podría hacerlo.


Los dos habían bajado la voz, quizá porque el ambiente lo pedía, y Pedro vio que ella se mordía los labios. Tenía una boca preciosa, una boca hecha para besar…


Y era evidente que se sentían atraídos el uno por el otro.


Hacía mucho tiempo que no le gustaba nadie, pero el corazón de Pedro se aceleró cuando sus ojos se encontraron.


Paula Chaves lo hacía sentir acalorado y no sabía por qué.


Era una complicación que no necesitaba. Lo único que él quería, era hacer lo que lo habían enviado allí a hacer. Su idea de la diversión no era pasar dos semanas en un apartado pueblo canadiense, y desde luego, no había esperado sentir… Lo que fuera que sentía por la propietaria del hostal en el que se alojaba.


Además, Paula no se parecía nada a las mujeres con las que solía salir. Amable, educada, delicada… Y sin embargo, en absoluto aburrida. Había que ser una mujer de carácter, para perder a su marido tan joven y llevar un negocio, además de criar a dos niños. ¿Cómo lo habría hecho estando sola?


Debía de haberse quedado mirándola fijamente, porque Paula se levantó a toda prisa, nerviosa.


—Perdone, voy a limpiar la mesa… —al tomar las tazas se le cayó una al suelo, rompiéndose en pedazos—. ¡Ay, Dios, qué torpe!


Él la miró, divertido. Hacía mucho tiempo que no le gustaba tanto una mujer, y mucho más tiempo desde que ponía nerviosa a una.


—Deje que la ayude… —murmuró, arrodillándose a su lado.


—¡Ay!


Ella sacudió una mano haciendo un gesto de dolor. Se le había clavado un trocito de porcelana en un dedo.


—Respira profundamente, Paula —dijo Pedro, tuteándola por primera vez—. ¿Seguro que lo del café era buena idea? —preguntó, riendo—. A lo mejor la próxima vez deberíamos tomar descafeinado.


—Muy gracioso.


El trocito de porcelana se había clavado más profundamente de lo que creía, y estaba empezando a sangrar.


—¿Tienes un botiquín?


—Sí, claro. Está en el armario del baño… De mi baño. Voy a buscarlo.


Pedro se incorporó.


—Espera, iré yo. Se entra por la cocina, ¿verdad?


—Sí.


Cuando entraba en su habitación sintió como si estuviera entrando en terreno prohibido. Aquello era absurdo. Menos de cinco horas allí, y ya estaba flirteando con la propietaria del hostal y husmeando en su dormitorio. Con un suspiro, entró en el baño y buscó en el armario hasta encontrar una caja blanca de metal con una cruz roja. Luego volvió a la cocina, donde Paula estaba lavándose el dedo bajo el grifo del fregadero.


—Creo que ya me he sacado el trocito de porcelana. ¡Qué torpe soy…!


—No, en absoluto… —murmuró él, tomando su dedo para examinar la herida—. No es muy profunda, sólo habrá que poner una tirita.


—Puedo hacerlo yo sola.


—Eres diestra, ¿no?


—Sí, pero…


—Ponerte una tirita con la mano izquierda no es fácil y yo tengo las dos libres.


Sí, tenía dos manos muy capaces, pensó Paula. Unas manos grandes, de dedos largos…


—Ya está… ¿Te duele?


—No, no. Gracias.


Pedro iba a apartar la mano, pero no podía hacerlo, no podía soltarla.


Y cuando Paula levantó la mirada y lo encontró mirándola fijamente, se sintió atrapada por sus ojos, como si le faltara oxígeno…


—De nada…


Pedro se llevó el dedo a los labios para besarlo.







IRRESISTIBLE: CAPITULO 4





A las ocho y media Pedro apareció en la puerta de la cocina, y de nuevo, experimentó una extraña sensación al verlo. 


¿Por qué reaccionaba así ante un completo extraño? En realidad, no sabía nada sobre él. Parecía un hombre normal, agradable, pero ¿cómo iba a saber si lo era de verdad? Ni siquiera sabía por qué estaba allí de vacaciones, en un pueblo tan apartado. En general, era más que capaz de cuidar de sí misma, pero había algo en Pedro Alfonso que la tenía preocupada.


Y pronto se quedarían solos en la casa…


—¿Ocurre algo?


—No, no. Es que no le había visto entrar. La cena aún no está lista, pero acabaré enseguida.


—¿Puedo ayudarla? —preguntó él, dando un paso adelante.


Paula negó con la cabeza, nerviosa. Su trabajo consistía en hacer que los clientes se sintieran cómodos y felices en el hostal. Entonces, ¿por qué demonios le costaba tanto hacer su trabajo con aquel hombre?


—Juana bajará enseguida. Además, es mi obligación cuidar de usted, no al revés.


—Sí, claro —Pedro se apoyó en la nevera—. Pero pensé que no íbamos a ser tan formales…


Sólo iba a estar allí un par de semanas, pensó ella. ¿Qué daño podía hacer mostrarse simpática? Aquellas dudas eran una bobada. Al fin y al cabo, se marcharía en poco tiempo.


—Podemos cenar en la cocina o en el comedor, como prefiera…


—No sé… ¿En el comedor?


—Muy bien. Si no le importa poner la mesa…


Paula le ofreció un mantel y unos cubiertos.


—Claro que no.


Al tomar los cubiertos sus dedos se rozaron y ella contuvo el aliento, pero Pedro se dio la vuelta como si no hubiera pasado nada.


Sólo ella sabía que sí había pasado. Y ésa era muy mala noticia.




miércoles, 17 de mayo de 2017

IRRESISTIBLE: CAPITULO 3




Paula estuvo oyendo sus pasos en el piso de arriba durante largo rato mientras hacía la cena.


Pedro Alfonso, comisario de policía. Cuando Juana le dijo que había reservado una habitación en el hostal, el nombre había conjurado la imagen de un rudo y seco detective. Pero no era nada de eso; al contrario. No podía tener más de treinta o treinta y dos años. Y era muy educado.


—¿Qué estás haciendo?


La voz de Juana interrumpió sus pensamientos, y por una vez, Paula se alegró. Llevaba demasiado tiempo pensando en su nuevo cliente.


—Pasta con salsa de tomate y pan foccacia.


—Genial.


Juana tomó una galleta del bote y se apoyó en la encimera.


Paula la miró, suspirando. Echaba de menos a la niña que había sido. Ser madre era mucho más fácil entonces. Sin embargo, por difícil que fuese ahora, le dolía en el alma tener que mandarla a Edmonton.


—¿Ya has comprado el billete de autobús?


—Lo compré antes de venir.


Juana metió la mano en el bote de las galletas, pero su madre le dio un golpecito en la mano.


—No comas más galletas, estamos a punto de cenar.


Juana levantó una ceja como diciendo: «No tengo doce años, madre».


—Deberías alegrarte de que me vaya. Así te quedarás a solas con el detective macizo.


Paula abrió los ojos como platos.


—¡Juana!


—Mamá, por favor… Es un poco mayor para mí… Por guapo que sea. Pero a ti te iría muy bien.


Paula dejó el cucharón de madera sobre la encimera con más fuerza de la que pretendía.


—Para empezar, baja la voz. Es un cliente. Y no estaría aquí si preguntases primero e hicieras las reservas después.


Juana dejó de mordisquear la galleta.


—Sigues enfadada por eso, ¿eh?


Paula suspiró. En realidad, no era sólo culpa de su hija. 


También ella empezaba muchas peleas. Pero debería intentar llevarse bien con Juana, no alejarse de ella.


—Ojalá pensaras las cosas antes de hacerlas en lugar de lanzarte de cabeza. Hiciste la reserva sin consultarme.


—Sólo estaba intentando ayudar. Pero ya te dije que lo sentía. No sé cuál es el problema.


¿Cómo podía explicarle que el problema era que se preocupaba por ella día y noche? Y no porque fuese una madre exageradamente protectora, sino porque el verano anterior, Juana había tenido un problema muy serio. Aunque esperaba que hubiese aprendido la lección.


—No vamos a discutir más, ¿de acuerdo?


Se había enfadado con ella por no pedirle un número de tarjeta de crédito al hacer la reserva, pero la factura ya estaba pagada, de modo que no tenía sentido discutir. Un día después de haber hecho la reserva recibieron una llamada del Departamento de Policía de Florida, para decir que ellos se harían cargo de todos los gastos del señor Alfonso, y ella, enfadada por haber tenido que posponer su viaje a México, les había cargado precios de temporada alta.


Suspirando, Paula metió una bandeja de pan en el horno. 


Por muy enfadada que estuviera por no haber ido a Cancún, la verdad era que le gustaba lo que hacía. Además, cocinar para una sola persona era muy aburrido. Juana llevaba una semana en casa, pero no era lo mismo ahora que era casi una adulta. Tener clientes significaba tener alguien más para quien hacer las cosas. Y era por eso por lo que había decidido abrir un hostal.


Entonces dejó de oír pasos sobre su cabeza, y la casa quedó en completo silencio.


—No quería enfadarme contigo, Juana.


—Yo tampoco… —murmuró su hija, saliendo de la cocina.


—¡La cena estará lista en media hora!


Juana no contestó, por supuesto.


Paula encendió la radio, y empezó a canturrear mientras cocinaba y lavaba después, cacerolas y platos; el proceso de cocinar y limpiar era casi terapéutico para ella.








IRRESISTIBLE: CAPITULO 2





Pedro dejó escapar un suspiro cuando la puerta se cerró. 


Menos mal que se había ido… No sabía por qué, pero Paula Chaves le ponía nervioso.


Luego miró alrededor. Bonita habitación. Gabriel le había asegurado que aunque fuese un alojamiento rural, no era un hostal de segunda clase, y estaba en lo cierto. Por lo poco que había visto, la casa era limpia, acogedora, y muy agradable. Y su habitación no era diferente.


Los muebles eran de pino, y además de un edredón hecho a mano, había una manta roja a los pies de la cama. Pedro pasó la mano por el cabecero de madera… Seguramente fuera demasiado pequeña para un hombre de su estatura, pero lo que importaba era que estaba allí y que tenía todo lo que necesitaba. Para la gente del pueblo sería un cliente de vacaciones, pero estaría constantemente conectado con sus superiores a través de Internet y en relación con las autoridades locales. Claro que se alegraba de alojarse en un hostal tan agradable. Había estado en sitios muchísimo peores mientras trabajaba.


Pedro abrió la bolsa de viaje y colocó su ropa ordenadamente en los cajones de la cómoda. Cuando Gabriel le dijo que la propietaria del hostal era una señora llamada Paula Chaves, imaginó que sería una mujer de sesenta años que hacía jerséis de punto e intercambiaba recetas con las vecinas. Pero Paula Chaves no se parecía nada a esa imagen. Y Juana tampoco parecía la clase de chica que se metería en líos con la policía.


No sabía qué edad podría tener Paula. Inicialmente pensó que un año o dos más que él, pero la aparición de su hija había cambiado esa impresión. No podía estar seguro, pero con una hija tan mayor, debía de tener por lo menos treinta y siete o treinta y ocho años. Sin embargo, su piel era perfecta, sin una sola arruga. Y sus manos eran mucho más pequeñas que las suyas.


Pero eran sus ojos azules lo que más le había impresionado.


Unos ojos alegres, pero con un brillo de precaución. Unos ojos que le decían que su vida no había sido fácil.


Pedro cerró la bolsa de viaje abruptamente. No estaba allí para mirar los ojos de la dueña del hostal. Eso era lo último en lo que debía pensar. Tenía un trabajo que hacer: Reunir información. ¿Y quién mejor que la dueña del hostal para dársela? Paula Chaves tomaría sus preguntas por mera curiosidad de turista, pensó. Invitándose a sí mismo a cenar la había puesto en un aprieto, pero con el resultado deseado.


Se estaba haciendo de noche cuando sacó el ordenador portátil de la mochila y lo colocó sobre la mesa para comprobar su correo. Pero era una conexión muy lenta, y tuvo que esperar lo que le pareció una eternidad.


—Echo de menos el ADSL… —murmuró.


No, esperar no era lo suyo, y durante mucho tiempo había sido de los que actuaban primero y pensaban después. Una de las razones por las que su jefe le había exigido que pidiese la baja. Pero no llevaba ni dos semanas en casa cuando lo habían llamado para encargarle aquella misión. Y se alegraba. A él no le gustaba estar sin hacer nada.


Gabriel Simms, su contacto en Mountain Haven, le había pedido que fuera personalmente. Como un favor. Y aquél no era un trabajo que pudiera hacerse a toda prisa, sino vigilando, esperando.


Pedro arrugó el ceño cuando por fin se abrió su cuenta de correo. Por el momento, el ordenador sería su conexión con el mundo exterior. Aquélla era una comunidad muy pequeña, y cuanto menos llamase la atención, mejor para todos.


Se dio cuenta entonces de que la habitación había quedado a oscuras, y miró su reloj. Ya eran las ocho, y Paula le había dicho que servía la cena a las ocho y media.


Como no quería empezar con mal pie, Pedro apagó el ordenador y puso la mochila bajo la bolsa de viaje en el armario.



IRRESISTIBLE: CAPITULO 1





Un traqueteo de ruedas sobre la nieve, hizo saber a Paula Chaves que él estaba allí. El comisario. El hombre que lo había estropeado todo antes incluso de llegar a Mountain Haven, un pueblecito perdido en la región de Alberta, en Canadá.


Suspirando, apartó las cortinas y miró el jardín, cubierto por una espesa capa blanca. Aunque estaba a punto de empezar la primavera, una inesperada tormenta de nieve le había dado al paisaje un aspecto navideño.


Y en ese paisaje navideño, acababa de aparecer una furgoneta negra. Paula suspiró de nuevo. Siempre encontraba una excusa para no irse de vacaciones, pero ahora que Juana volvía al colegio en Edmonton, había decidido darse un capricho e ir a algún sitio soleado.


Estaba echando un vistazo en la agencia de viajes de Red Deer, cuando él había llamado al hostal pidiendo una habitación para una estancia larga.


Como ella no estaba en casa en ese momento, fue Juana quien reservó una habitación sin consultar con nadie. Y eso no sólo había estropeado sus planes, sino que había provocado una enorme discusión entre su hija y ella. Claro que si no hubiera sido sobre eso, habrían discutido sobre cualquier otra cosa. Nunca estaban de acuerdo en nada.


Como si la hubiera invocado, Juana eligió ese momento para bajar corriendo la escalera, con un pantalón de pijama y una camiseta gris que habían visto tiempos mejores. La verdad, sería un alivio que volviese al colegio después de la Semana Blanca. Últimamente se llevaban mucho mejor cuando estaban a muchos kilómetros de distancia.


—Sigues en pijama y nuestro cliente acaba de llegar —la regañó.


—Es que no me ha dado tiempo de hacer la colada…


Juana pasó corriendo a su lado.


Paula suspiró. Aunque Juana se quejaba de que no había nada que hacer allí, siempre le dejaba las tareas a ella. Y ella las hacía por no discutir. Su relación ya era suficientemente complicada.


Por eso, cuando le informó sobre la llegada de aquel inesperado cliente, perdió la paciencia en lugar de darle las gracias por tomar la iniciativa en el negocio. Debería olvidarse de las supuestas vacaciones, pensó. México no iba a moverse de donde estaba. Iría en otro momento, y con ese dinero extra podría hacer reformas en la casa durante el verano.


En fin, el comisario era un cliente y su obligación era hacer que se sintiera cómodo en su casa. Aunque tenía serias dudas. Un policía estadounidense nada más y nada menos… Con la fama de violentos que tenían.


Obligándose a sí misma a sonreír, Paula abrió la puerta sin darle tiempo de llamar al timbre.


—Bienvenido al hostal Mountain Haven… —consiguió decir.
Pero al ver aquellos ojos de color azul verdoso, se le olvidó el resto de la frase que había ensayado.


—Gracias. Sé que estamos fuera de temporada, y le agradezco que me haya dado alojamiento —contestó él, con una parka gris abrochada hasta el cuello—. Espero que no sea un inconveniente para usted…


Paula tuvo que hacer un esfuerzo para cerrar la boca. ¿Iba a pasar las siguientes tres semanas con aquel hombre? ¿En un hostal vacío? Juana sólo estaría allí unos días antes de volver al colegio. Y entonces se quedaría sola con el hombre más guapo que había visto en toda su vida.


Tenía la voz suave, masculina, los labios bien definidos, el gesto serio. Y unos ojos matadores… Unos ojos que brillaban en contraste con su ropa oscura.


—Estoy en el hostal Mountain Haven, ¿verdad? —le preguntó, mientras ella permanecía en silencio.


«Contrólate», se dijo Paula a sí misma.


—Si es usted Pedro Alfonso, está en el sitio adecuado —consiguió decir, dando un paso atrás para abrirle la puerta.


—¡Qué alivio! Temía haberme perdido… Y por favor, llámeme Pepe —sonrió él, mientras se quitaba un guante para ofrecerle su mano—. Sólo mi jefe o mi madre me llaman Pedro… Cuando he metido la pata en algo.


Paula sonrió, esa vez de verdad, mientras estrechaba su mano. Tenía un apretón firme y envolvía sus dedos completamente. Y no podía imaginarlo metiendo la pata en nada.


—Soy Paula Chaves, la propietaria del hostal. Entre, por favor.


—Sí, un momento. Tengo que ir a buscar mis cosas…


En dos zancadas había bajado hasta la camioneta, y cuando se inclinó para sacar la bolsa de viaje, la parka se levantó un poco, revelando un estupendo trasero bajo unos pantalones vaqueros muy gastados.


—Está más bueno que el chocolate, ¿verdad? —oyó la voz de Juana tras ella.


Paula dio un paso atrás, colorada hasta la raíz del pelo.


—¡Juana! Por favor, baja la voz… Es un cliente.


Juana, totalmente despreocupada, le dio un mordisco a la tostada que tenía en la mano.


—El policía, ¿no?


—Sí, supongo.


—Pues si la parte delantera es como la trasera, esto es mejor que irse de vacaciones a México.


Pedro se dio la vuelta entonces, y Paula se llevó una mano al corazón. Aquello era absurdo. Era una reacción visceral, nada más. Era un hombre muy guapo, altísimo… ¿Y qué?


Ella nunca se había sentido atraída por un cliente.


En realidad, no era su estilo sentirse atraída por ningún hombre a primera vista. Pero tampoco era ciega.


—Hola, soy Juana —se presentó su hija.


Pedro Alfonso.


Pedro estrechó su mano, y al apartarla vio que lo había manchado de mermelada.


—Mi hija… —suspiró Paula.


—Ya me imagino —sonrió él, lamiendo la mermelada de su dedo. Juana sonreía también, encantada—. Tú hiciste mi reserva, ¿no?


—Sí, es que estoy de vacaciones.


—Deme su parka —intervino Paula, nerviosa.


El teléfono empezó a sonar, y Juana corrió a contestar, como siempre… Pedro la siguió con la mirada antes de volverse hacia Paula.


—Los adolescentes y el teléfono… —dijo ella, levantando una ceja—. ¿Qué se puede hacer?


—Sí, me acuerdo. Pero da unas indicaciones estupendas. He encontrado el hostal enseguida.


—¿Ha venido conduciendo desde Florida?


—No, vine en avión. La camioneta es de un amigo que fue a buscarme a Coutts.


Paula guardó la parka en el armario del pasillo y se dio la vuelta, sintiéndose un poco menos inquieta. Aquello era lo que hacía para ganarse la vida. No tenía por qué sentirse incómoda con un cliente.


—¿Dónde vive su amigo?


Iba a ayudarlo con la bolsa de viaje, pero él se la quitó de la mano con cierta brusquedad.


—Yo la llevaré.


A Paula no le pasó desapercibido que no había contestado a la primera pregunta. Y tampoco que le había quitado la bolsa con más rudeza de la necesaria. Quizá estuviera en lo cierto desde el principio, y tener un policía en casa no fuera buena idea.


Ella se enorgullecía de ofrecer un ambiente acogedor y agradable en el hostal, pero hacían falta dos personas para que las cosas fueran bien. Y por su expresión, eso no iba a ser fácil.


—Lo siento, no quería ser antipático. Es que estoy acostumbrado a cuidar de mí mismo —se disculpó él con una sonrisa—. Mi madre me mataría si dejara que una mujer cargase con mis cosas.


Paula se preguntó qué diría su madre si supiera que ella llevaba el hostal sola y se encargaba de todas las reparaciones, desde arreglar un tejado a desatascar las cañerías.


—Veo que la caballerosidad no ha muerto… —murmuró, mientras lo llevaba hacia la escalera.


—No —contestó él.


Quizá su profesión lo hiciera ser receloso, pero debería hacerle saber que lo que llevara en la bolsa no era asunto suyo. 


Ella no tenía por costumbre husmear en el equipaje de los clientes.


—El hostal Mountain Haven es un refugio —empezó a decir, mientras abría la puerta de una habitación—. Un sitio para olvidarse de los problemas y no dar explicaciones a nadie. Espero que disfrute de su estancia aquí.


Pedro Alfonso la miró a los ojos, pero en ellos no pudo leer sus pensamientos. Era como si deliberadamente, los estuviera escondiendo.


—Le agradezco la discreción.


—No tiene que agradecerme nada. Las llamadas locales son gratuitas, las conferencias no. No hay televisión en su cuarto, pero hay una en el salón y puede usarla cuando quiera.


—Muy bien.


Era tan raro saber que él sería el único cliente durante las siguientes semanas… Le parecía extraño hablarle de la casa, de las normas…


—Normalmente hay un horario para todo, pero usted es el único cliente, así que podemos ser un poco más flexibles. Suelo servir el desayuno entre las ocho y las nueve, pero si se levanta más tarde podemos llegar a un acuerdo. La cena se sirve a las ocho y media. Para la comida el horario es más flexible. Puede tomar el almuerzo aquí o no, como le parezca. Hay una conexión de Internet en la habitación, y si lo desea, puedo informarle sobre los sitios de interés en la zona.


Pedro dejó la bolsa de viaje y la mochila sobre la cama.


—¿Soy el único cliente?


—Sí. En esta época del año no suelo tener mucha gente.


—Entonces… Me sentiría incómodo comiendo solo. Podríamos comer juntos.


Paula se puso colorada. La tonta de Juana y sus comentarios…


Pero la verdad era que la parte delantera era tan atractiva como la trasera. Normalmente los clientes comían en el comedor y ella en el office, o si estaba Juana, en la cocina.


Pero sería un poco raro servirle a él solo en el comedor.


—Su estancia aquí debe ser agradable para usted, eso es lo más importante. Si prefiere comer con nosotras, no hay ningún problema. Y si necesita algo, no dude en decírmelo.


—Por ahora, tengo todo lo que necesito.


—Entonces le dejo para que deshaga el equipaje. El cuarto de baño está al final del pasillo, y como es el único cliente, lo usará usted solo. Juana y yo tenemos nuestro propio cuarto de baño —sonrió Paula—. Me voy abajo. Si necesita algo, sólo tiene que llamarme. Si no, nos vemos a la hora de la cena.


Luego cerró la puerta y se apoyó en ella, cerrando los ojos. 


Pedro Alfonso no era un cliente normal y no podía quitarse de encima la impresión de que escondía algo. No había hecho ni dicho nada raro, pero había algo en él que la hacía sentirse incómoda. Dada su profesión, debería ser al contrario. ¿Con quién iba a estar más segura que con un comisario de policía? ¿Por qué iba a esconder nada?


Que fuese tan guapo era algo en lo que no debería pensar, y como iban a vivir en la misma casa durante dos semanas, tenía que calmarse un poco. Juana no estaría allí para ponerla nerviosa, y ella volvería a ser la propietaria de un hostal. Pan comido.


Sólo era un hombre, después de todo. Un hombre con un trabajo estresante que había decidido tomarse unos días de descanso. Un hombre con una cuenta de gastos que compensaría sus vacaciones perdidas, ayudándola a pagar su viaje a México el próximo año.