jueves, 18 de mayo de 2017

IRRESISTIBLE: CAPITULO 5




Pedro había colocado los platos, de modo que no habría manera de no estar sentada a su lado, y con esas piernas tan largas, sus rodillas se rozarían por debajo de la mesa…


Al pensarlo se le aceleró el pulso y arrugó el ceño, enfadada. 


Ella no solía ponerse nerviosa por ese tipo de cosas. Claro que no solían ocurrirle ese tipo de cosas. Ella llevaba una vida muy tranquila.


Mientras colocaba una fuente sobre la mesa, Pedro encendió las velas. El ambiente de intimidad no debería asustarla, pero así era. Incluso con Juana allí, una simple cena se había transformado en algo más. Y Paula, sencillamente, no tenía relaciones de ese tipo porque siempre terminaban mal.


Después de la última vez, con Tomas, había tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano para rehacer su vida, ya partir de entonces, todo lo que tenía lo había puesto en Juana y en su negocio. Además, no sabía por qué Pedro se molestaba en crear una atmósfera romántica.


—¿Señora Chaves?


Paula se dio cuenta de que estaba mirándolo fijamente.


—Sí, perdón… ¿Qué me decía?


—Le he preguntado si llevaba sola el hostal.


—Sí, lo llevo sola —contestó ella, antes de sentarse—. Juana va al colegio en Edmonton, así que no suele estar por aquí.


—Y eso la entristece.


Sí, la casa parecía muy solitaria cuando Juana no estaba.


—A pesar de lo insoportables que son los adolescentes, la echo de menos. Por cierto, ya debería estar aquí… —Paula se levantó de la silla y le hizo un gesto con la mano cuando él iba a hacer lo propio—. No, por favor. Ella sabe a qué hora es la cena. Voy a llamarla.


Sí, echaba de menos a Juana cuando estaba en el colegio, pero se alegraba de que estuviera haciendo nuevos amigos en Edmonton. Los chicos con los que salía en Mountain Haven no eran precisamente recomendables… Pero lo último que necesitaba era que el comisario supiera los problemas de su hija.


—¡Juana, la cena!


Su hija bajó corriendo la escalera, con el MP3 en la mano y los auriculares puestos.


—Nada de música durante la cena, por favor.


—Hola, Pedro—lo saludó Juana, dejando el aparato sobre la mesa.


Paula vio que él intentaba esconder una sonrisa. En serio, a veces se preguntaba si las buenas maneras que había intentado enseñarle a su hija le entraban por un oído y le salían por otro.


—Hola, Juana. Bueno, creo que las vacaciones están a punto de terminar, ¿no? ¿Te apetece volver al colegio?


—Sí, bueno. La verdad es que esto es muy aburrido. Aquí no hay nada que hacer.


—Con toda esta nieve se pueden practicar deportes de invierno. Esquí, patinaje… ¿Ya no se lleva hacer esas cosas?


Paula sonrió. El día anterior había sugerido que fueran a hacer esquí de travesía, pero Juana había vetado la idea. La misma Juana que un par de años antes se habría puesto a dar saltos de alegría.


—No sé…


—Pues a mí me apetece hacer algo de ejercicio. No hay nieve donde yo vivo, así que esto me encanta.


Paula lo imaginó envuelto en su parka, con los ojos brillando como zafiros bajo un gorro de lana. Y su corazón se puso a latir como loco.


—Seguro que estás en forma —dijo Juana.


—Es parte de mi trabajo, tengo que estar en forma. Que ahora mismo no esté trabajando no quiere decir que deje de hacer deporte. Además, si sigo comiendo las cosas que hace tu madre durante dos semanas… Voy a tener que hacer deporte a la fuerza —respondió él, sonriendo—. Esto está riquísimo.


—Gracias —sonrió Paula, nerviosa.


Acostumbrada a recibir halagos por sus habilidades culinarias, no tenía sentido que ese piropo la emocionase tanto.


—¿Cómo es tu trabajo, Pedro? —le preguntó Juana—. ¿Eres un policía de verdad?


—Me dedico a tareas especiales —contestó él; bajando la mirada.


—¿Qué tareas?


—Encontrar fugitivos, gente que ha cometido delitos y se escapa de la ley…


—¿Cómo en el programa Los Criminales Más Buscados?


Juana se inclinó hacia delante, emocionada.


—Exactamente.


—¿Y eso no es peligroso? —preguntó Paula. Que fuera policía ya era bastante preocupante, pero que tratase con los criminales más peligrosos del país lo era aún más—. ¿No le da miedo que lo maten?


—Sí, claro. Pero no tanto como no hacer bien mi trabajo.


Era alto, fuerte y guapo, sí. Pero llevaba una diana pintada en el pecho. Y Paula no podía imaginar quién elegiría ese estilo de vida.


—¿Has matado a alguien?


—¡Juana! —Maggie dejó el tenedor sobre el plato, enfadada—. Por favor, pídele disculpas al señor Alfonso.


Pero Pedro sacudió la cabeza.


—No hace falta, es una pregunta lógica. Me la hacen a menudo —dijo, sirviéndose un vaso de agua—. Yo trabajo como parte de un equipo, y nuestro objetivo es que los fugitivos vuelvan a la cárcel, o proteger a aquellos que nos asignan proteger. Por supuesto, preferimos no tener que hacerle daño a nadie, pero si nos disparan, tenemos que defendernos.


Los tres se quedaron en silencio.


Paula intentó decir algo, pero lo único que podía ver era a Pedro Alfonso con una pistola en la mano. Y la idea no le gustaba nada.


—Eso debe de ser muy estresante.


—Sí, puede serlo.


—¿Por eso estás aquí? —preguntó Juana.


Paula le dio una patada por debajo de la mesa, pero su hija no reaccionó.


—En parte, sí. Mi jefe me pidió que me tomase un tiempo libre después de… Un caso particularmente complicado. Un poco de descanso es justo lo que necesito.


Estaba sonriendo, pero la sonrisa no era tan cálida como antes.


—¿Entonces está de baja?


—Sí, algo así. Y por cierto, preferiría que mi presencia aquí no se hiciera pública. Sé que es una comunidad muy pequeña, pero ahora mismo lo que me apetece es disfrutar del campo y no preocuparme por especulaciones.


—Sí, claro, no se preocupe… —suspiró Paula—. El Mountain Haven es un sitio muy discreto.


—Estupendo.


Juana, afortunadamente, se olvidó del tema durante el resto de la cena.


—¿Postre, señor Alfonso?


Pedro la miró. Durante la cena había habido momentos incómodos, pero se alegraba de que Juana le hubiera hecho preguntas. Tenía la impresión de que Paula no se habría atrevido a hacerlas, y contestando a las preguntas, mantenía su papel. Aunque no le gustase nada tener que mentir, sabía que era necesario.


Paula estaba esperando su respuesta con una sonrisa en los labios.


—No debería… Pero podría decirme qué hay.


—Tarta de melocotón y moras con helado.


—Me parece que no voy a poder resistirme… —suspiró Pedro—. Así que sí… Por favor. Y deje de llamarme señor Alfonso. El señor Alfonso es mi padre o mi tío.


Mientras Juana escapaba con su tarta al salón para ver una película, Paula puso el postre frente a él, y a Pedro el olor de la canela le recordó a su casa. Él no solía tomar dulces, pero su madre era una repostera estupenda, y lo obligaba a probar de todo cuando iba a visitarla, y en aquel momento, el olor a fruta y canela lo llevaba de vuelta a una vida en la que todo era más sencillo.


—¿Por qué decidió abrir un hostal? Tiene que ser mucho trabajo para una sola persona.


—En esta casa hay muchas habitaciones vacías —contestó ella mientras servía el café—. Además, yo tenía dos niños y mi obligación era mantenerlos.


—¿Dos niños?


—Sí, durante un tiempo cuidé de un primo mío adolescente… Hasta que se hizo mayor. Ahora tiene treinta años.


Pedro asintió con la cabeza, pensativo, mientras probaba la tarta.


—Seguro que está calculando mi edad… —rio Paula.


—Sí, la verdad es que sí.


—Le ahorraré el esfuerzo: Tengo cuarenta y dos años. Tenía veinticuatro cuando nació Juana, y cuidaba de Miguel desde los veintiuno, cuando él tenía once.


Intentaba mostrarse relajada, pero tenía el corazón acelerado. Porque sabía cuál iba a ser la siguiente pregunta. 


Y daba igual cuántas veces contestase, siempre le resultaba difícil. Pero sabía que lo mejor era quitárselo de encima lo antes posible.


—¿De qué murió su marido?


—El padre de Juana murió en un accidente laboral cuando yo tenía veinticinco años.


—¡Ah! Lo siento.


—Fue hace mucho tiempo.


En general, la gente no se atrevía a preguntar cómo había ocurrido, o peor, por qué no había vuelto a casarse. Pero ella conocía sus razones, y eso era más que suficiente.


Pedro sabía que sólo estaba dándole datos superficiales, pero sería una grosería seguir insistiendo. ¿Y cuánto quería saber? Sólo estaría allí unas semanas, de modo que lo mejor sería no ponerse en su camino y evitar las preguntas. 


Conseguir las respuestas que necesitaba y nada más.


Además, había cosas sobre su propia vida que no le gustaría contarle a nadie. Si ella quería guardar secretos, mejor. Lo que necesitaba de Paula Chaves no tenía nada que ver con su vida privada. Sólo con lo que le había pasado a su hija el año anterior.


—Bueno, ¿qué le trae por Alberta? La mayoría de la gente elige una zona más turística para sus vacaciones. Baff o algún sitio al sur de la frontera, Montana o Colorado. Aquí no hay nada más que nieve y un montón de granjas.


—Si es así como promociona la zona, no me extraña que tenga tantas habitaciones vacías… —bromeó Pedro.


—Es que no estamos en temporada alta —contestó ella—. Como le he dicho, la mayoría de la gente elige las montañas para esquiar. El hostal sólo se llena en verano.


—Entonces, me sorprende que no se vaya de vacaciones en invierno.


—Pues la verdad es que…


—¿No me diga que suele irse de vacaciones en esta época del año? ¿Ha tenido que quedarse aquí por mi culpa?


No se le había ocurrido pensar en eso. No había pensado en nada más que en hacer su trabajo.


—No tiene importancia. Ni siquiera había reservado habitación en un hotel.


—Pero iba a hacerlo.


Paula lo miró, y de nuevo, Pedro se quedó sorprendido por lo joven que parecía. Si no le hubiera dicho que tenía cuarenta y dos años, habría pensado que eran de la misma edad.


—México no va a irse a ninguna parte —dijo ella por fin—. ¿Desde cuándo es comisario de policía?


—Desde hace cinco años. Antes estuve en los marines.


—¡Ah!


—Ahora es usted quien intenta hacer cálculos… —dijo Pedro riendo—. No se moleste, tengo treinta y tres años.


—¿Y le gusta su trabajo?


—Si no me gustase, no podría hacerlo.


Los dos habían bajado la voz, quizá porque el ambiente lo pedía, y Pedro vio que ella se mordía los labios. Tenía una boca preciosa, una boca hecha para besar…


Y era evidente que se sentían atraídos el uno por el otro.


Hacía mucho tiempo que no le gustaba nadie, pero el corazón de Pedro se aceleró cuando sus ojos se encontraron.


Paula Chaves lo hacía sentir acalorado y no sabía por qué.


Era una complicación que no necesitaba. Lo único que él quería, era hacer lo que lo habían enviado allí a hacer. Su idea de la diversión no era pasar dos semanas en un apartado pueblo canadiense, y desde luego, no había esperado sentir… Lo que fuera que sentía por la propietaria del hostal en el que se alojaba.


Además, Paula no se parecía nada a las mujeres con las que solía salir. Amable, educada, delicada… Y sin embargo, en absoluto aburrida. Había que ser una mujer de carácter, para perder a su marido tan joven y llevar un negocio, además de criar a dos niños. ¿Cómo lo habría hecho estando sola?


Debía de haberse quedado mirándola fijamente, porque Paula se levantó a toda prisa, nerviosa.


—Perdone, voy a limpiar la mesa… —al tomar las tazas se le cayó una al suelo, rompiéndose en pedazos—. ¡Ay, Dios, qué torpe!


Él la miró, divertido. Hacía mucho tiempo que no le gustaba tanto una mujer, y mucho más tiempo desde que ponía nerviosa a una.


—Deje que la ayude… —murmuró, arrodillándose a su lado.


—¡Ay!


Ella sacudió una mano haciendo un gesto de dolor. Se le había clavado un trocito de porcelana en un dedo.


—Respira profundamente, Paula —dijo Pedro, tuteándola por primera vez—. ¿Seguro que lo del café era buena idea? —preguntó, riendo—. A lo mejor la próxima vez deberíamos tomar descafeinado.


—Muy gracioso.


El trocito de porcelana se había clavado más profundamente de lo que creía, y estaba empezando a sangrar.


—¿Tienes un botiquín?


—Sí, claro. Está en el armario del baño… De mi baño. Voy a buscarlo.


Pedro se incorporó.


—Espera, iré yo. Se entra por la cocina, ¿verdad?


—Sí.


Cuando entraba en su habitación sintió como si estuviera entrando en terreno prohibido. Aquello era absurdo. Menos de cinco horas allí, y ya estaba flirteando con la propietaria del hostal y husmeando en su dormitorio. Con un suspiro, entró en el baño y buscó en el armario hasta encontrar una caja blanca de metal con una cruz roja. Luego volvió a la cocina, donde Paula estaba lavándose el dedo bajo el grifo del fregadero.


—Creo que ya me he sacado el trocito de porcelana. ¡Qué torpe soy…!


—No, en absoluto… —murmuró él, tomando su dedo para examinar la herida—. No es muy profunda, sólo habrá que poner una tirita.


—Puedo hacerlo yo sola.


—Eres diestra, ¿no?


—Sí, pero…


—Ponerte una tirita con la mano izquierda no es fácil y yo tengo las dos libres.


Sí, tenía dos manos muy capaces, pensó Paula. Unas manos grandes, de dedos largos…


—Ya está… ¿Te duele?


—No, no. Gracias.


Pedro iba a apartar la mano, pero no podía hacerlo, no podía soltarla.


Y cuando Paula levantó la mirada y lo encontró mirándola fijamente, se sintió atrapada por sus ojos, como si le faltara oxígeno…


—De nada…


Pedro se llevó el dedo a los labios para besarlo.







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