martes, 2 de mayo de 2017

CENICIENTA: CAPITULO 15





—¿Por dónde quieres que empiece?


Ella lo miró extrañada, sin estar segura de que pudiera creer una sola palabra de su boca, pero había dejado la verja abierta, le había mostrado dónde estaba el botón para abrir y le había dicho la contraseña por si en algún momento se encontraba la verja cerrada.


También le había dado la llave de la puerta principal y de la lateral, el código de la alarma, doscientas libras en efectivo y una tarjeta de banco con la contraseña.


¿Tanto confiaba en ella?


Paula se dio una ducha en la habitación de invitados y, cuando salió, Pedro ya había secado a la gata, le había dado de comer y había deshecho la bolsa de Paula.


—Tu ropa está empapada —dijo él, frunciendo el ceño. Se marchó un instante y regresó con un par de pantalones de chándal, una camiseta y un albornoz. Todo le quedaba grande, pero no le importaba. Estaba calentita y la gata estaba dormida en su regazo, su ropa estaba en la lavadora y ella estaba esperando a que él empezara a hablar.


Pedro también se había duchado. Se había puesto unos vaqueros viejos y una sudadera de algodón. Con los pies encima de la mesa, volvió la cabeza y la miró a los ojos.


—Empieza por el principio —dijo ella—. Desde que te diste cuenta de que yo estaba viviendo en el hotel y decidiste poner en marcha este plan.


—No es un plan.


—Entonces, ¿cómo lo llamarías? Ah, sí, ya lo recuerdo… Solucionar un problema —dijo ella—. Creo que ésas fueron tus palabras.


Él blasfemó en voz baja y se pasó las manos por el cabello.


—Fue como quince días después de que formalizáramos el contrato de compraventa…


—¿Formalizarlo? —preguntó ella, mirándolo con pavor.


—Sí… ¿Creías que tratábamos de arruinarte la vida por que sí? Por supuesto que hemos formalizado el contrato. Lo hicimos el día antes de que Bernardo muriera.
Acordamos que él podía quedarse allí durante un mes después de la formalización para que buscara un lugar donde vivir, pero si te soy sincero, creo que él sabía que se
estaba muriendo y que quería tener el dinero en el banco antes de que falleciera, así que permitió que siguiéramos adelante con la compra.


—Y murió antes de que pudiera hacer nada con el dinero —dijo ella—. Pero si le habéis pagado el dinero… ¿Dónde está? ¿Lo tiene Ian?


—No, supongo que no. El banco no lo entregará hasta que no se haya nombrado un albacea. Hicimos una pequeña retención, que pagaríamos cuando nos entregaran la propiedad vacía, y todavía la tenemos porque, por supuesto, hasta hoy, no hemos tenido la propiedad vacía.


—Hasta que se te ocurrió la manera de sacarme de allí.


—No fue así —suspiró él—. Bueno, supongo que sí, pero no por ese motivo.


—Entonces, ¿por qué?


—¡Por qué era muy peligroso! Anoche no dormí pensando en que se te podía caer el techo, y estaba en lo cierto, porque cuando regresé esta mañana, la plancha del techo de la escalera se había caído. El tejado está hecho añicos, Paula. Ya viste cómo se caía una plancha el otro día. La madera está podrida y, seguramente, las viguetas también. Sólo es cuestión de tiempo hasta que se caiga todo el edificio. Y había que pensar en el bebé que llevas en el vientre.


Ella bajó la mirada y se acarició el vientre. Pedro tenía razón, había sido peligroso estar en el hotel. La noche anterior se había asustado al oír que se caía el techo del pasillo pero, una semana antes, ella estaba en el baño cuando se cayó el
techo de la habitación y esa vez se asustó de verdad. Toda su ropa se había estropeado y el colchón había quedado empapado y lleno de escayola.


Si hubiera estado en la cama en ese momento…


Se estremeció y frunció el ceño.


—¿Estás bien? ¿Has entrado en calor?


—Sí —contestó, aunque no era cierto que se encontrara bien.


—Paula, sé que no te lo vas a creer, pero yo quería que salieras de allí por tu bien, y si de paso eso significaba que el edificio quedaba vacío, mejor. Si hubiese sido un lugar seguro, habría permitido que te quedaras si eso era lo que querías, y mañana te habría llevado a ver a los asesores legales para hablar del tema.


—¿Para poder solucionarlo todo y deshaceros de mí cuanto antes?


—Porque no quiero que te engañe un hombre que ni siquiera se molestó en visitar a su padre enfermo hasta que estaba muriéndose —dijo él.


¿Podía creer lo que le decía? Parecía bastante enfadado.


Ella suspiró. No tenía otra opción. No tenía dónde vivir, ni dinero. Y, además, pronto nacería su hija. No tenía posibilidad de elegir, y estaba cansada de luchar.


—Sabes, si hubiera sabido que habíais formalizado el contrato de compraventa y que hiciera lo que hiciera no podría evitar que el dinero cambiara de manos, no habría pasado tanto tiempo en ese lugar tan horrible —dijo ella—. Pensé que estaba retenido en espera de la autenticación del testamento… ¿Y por qué no me echasteis sin más?


Él se rió.


—Lo íbamos a intentar —dijo Pedro—. Por eso mañana vamos a ver a los asesores. Teníamos dificultades para desahuciarte, y además estaba el tema de tu seguridad y de nuestra responsabilidad hacia ti —dijo él—. Íbamos a demoler esa zona, y tú estabas retrasando nuestros plazos. Mañana teníamos una reunión con los asesores legales para hablar de ello.


—¿Y por qué me ofreciste el trabajo? Quiero decir, si tu equipo de asesores estaba a punto de sacar las pistolas, ¿por qué no permitiste que lo hicieran?


Él miró a otro lado.


—Porque descubrimos que estabas embarazada.


—¿Y?


—Pues que hay cierta diferencia. Una gran diferencia. Mi hermana estuvo en una situación parecida a la tuya cuando se quedó embarazada, y regresó a vivir con nuestros padres. Era un poco mayor que tú, con una hija pequeña y otro bebé en camino, pero al menos tenía familia donde acudir. Tú no tienes dónde ir, y por mucho que creas que soy un cretino, no podía dejarte en la calle. Y no pensé que aceptaras un gesto caritativo, y has de admitir que no me vendría mal tener a alguien que me ayude a mantener mi casa en orden. Además, tengo mucho sitio.


Ella no podía discutírselo, pero había algo en la manera en que él evitaba mirarla que hacía que dudara acerca de sus motivos. O bien trataba de ocultarle algo o había algo que no quería compartir con ella. ¿Algo relacionado con Kate? Fuera lo que fuera, trataría de averiguarlo más tarde.


—¿Y cómo descubristeis que yo estaba allí? —preguntó ella.


—Nos dijeron que había un inquilino que no quería marcharse, alguien que había trabajado en el hotel y que reclamaba su derecho a la propiedad. Dijeron que no había problema y que te marcharías cuando terminara el mes. Y después, pasó el mes y tú seguías allí.


—¿E Ian te dijo que yo no tenía derecho a la propiedad?


—Así es. O sus abogados, aunque no sé cómo pudieron decir tal cosa sin el testamento.


—Incluso sin el testamento, hay una posibilidad de que yo pueda reclamar la propiedad para mi hija. Hay una ley antigua que habla sobre los bebés que todavía están en el vientre de su madre.


Él asintió y ella lo miró a los ojos.


—Pero antes de hacer nada, tengo que demostrar que es hija de Jaime.


—¿Hay alguna duda?


Ella lo miró fijamente y él levantó las manos.


—Sólo pregunto,Paula. Podría ser importante. Si no estás segura, tenemos que saberlo antes de pagar.


—¿La desconfianza es algo característico en vuestra familia? —preguntó ella—. Es hija de Jaime. Por supuesto que lo es. No soy yo quien necesita la prueba, Pedro
añadió—. Es el juez. Y si Ian consigue el dinero antes de que nazca…


—Pero no lo conseguirá. Todavía no lo tiene, y si tú reclamas ese dinero, no declararán a un albacea hasta que todo quede demostrado. Nuestros abogados te lo explicarán mañana y empezarán a mover el tema… Suponiendo que quieras hablar con ellos.


Paula tenía que tomar una decisión. Podía regresar a la calle, ponerse en manos de los servicios sociales e intentar librar la batalla legal sin recursos, o podía quedarse en aquella casa preciosa con un hombre que, a pesar de que no tenía motivos para confiar en ella, había sido amable y le había ofrecido ayuda para librar la batalla legal desde una posición segura.


Y eso era lo que necesitaba.


Seguridad.


Para ella y para el gato, y sobre todo para su hija.


—¿Paula?


Ella lo miró a los ojos y trató de sonreír.


—Lo siento. Creo que quizá te haya juzgado mal. Al menos, te debo el beneficio de la duda.


—Creo que es razonable que me hayas juzgado mal, en vista de lo que has oído —dijo él con una media sonrisa. Después, frunció el ceño—. ¿Puedes perdonarme? ¿Perdonarnos? ¿Y te quedarás aquí?


Paula pensó en ello. Quizá tuviera que pasar un tiempo antes de que pudiera perdonarlo, y tendría que pensárselo mucho antes de perdonar a Emilia, pero ¿quedarse en aquella casa? Quizá.


—Dijiste algo de un contrato de trabajo. Creo que sería una buena idea dejarlo todo aclarado. No quiero que nadie haga insinuaciones.


Él asintió.


—Por supuesto. Podemos hacerlo mañana.


—Y mencionaste algo sobre la cena —añadió.


—Así es —dijo él con una sonrisa—. Hay un guiso de pollo… Ya está en el fuego.


Ella sonrió despacio.


—Entonces, empecemos por ahí y mañana nos ocuparemos del resto.






lunes, 1 de mayo de 2017

CENICIENTA: CAPITULO 14





Pedro tuvo que mover el coche porque estaba obstruyendo el tráfico. Dobló la esquina y entró en el aparcamiento del hotel, deteniéndose junto al contenedor donde estaba el colchón viejo. Apagó el motor, le entregó las llaves a Paula y se volvió para estar frente a ella.


—No sé por dónde empezar a disculparme —dijo él, consciente de que podía estropear aquello con mucha facilidad.


—Déjate de disculpas. Quiero la verdad… Toda. ¿Y puedes encender la calefacción?


—Sin las llaves, no.


Ella se las entregó de nuevo y el arrancó el motor para encender la calefacción.


Estaban tan mojados que las ventanas comenzaron a empañarse, y enseguida el coche empezó a oler a humedad.


La gata estaba temblando e Paula no paraba de acariciarla. 


Ella tenía los dedos helados, y necesitaba quitarse la ropa mojada.


—Esto es una locura. Por favor, deja que te lleve a casa para que te pongas algo seco y comas un poco. Debes de estar muerta de hambre, estás helada, y la gata está temblando.


Ella miró a la gata y algo goteó sobre ella. Podría haber sido una gota de agua del cabello, pero también podría haber sido una lágrima y, al pensarlo, Pedro sintió que se le encogía el corazón.


Estiró la mano y le acarició la mejilla, moviéndole el rostro para que lo mirara.


Entonces, vio otra lágrima deslizándose por su rostro enfadado.


Se la secó con el dedo pulgar y miró fijamente a sus bonitos ojos grises.


—Por favor, deja que te lleve a casa. No tienes que quedarte. Dejaré la verja abierta, podrás marcharte cuando quieras. No te sentará mal, Paula.


—No. Me mentirás, igual que lo hará tu hermana y tus amigos. Pensé que me enfrentaba a Ian, pero vosotros erais los verdaderos enemigos. Ya me habéis echado, y habéis ganado. Enhorabuena. ¿Qué se siente robándole a un bebé?


Le retiró la mano con brusquedad y se secó con furia las lágrimas que no podía contener.


—No hemos…


—¡Sí! ¡Es de ella, Pedro! Ella debería haber recibido esa herencia, y ahora que estoy fuera del hotel será mucho más difícil. Sabía que no debía permitir que me convencieras para que me marchara, pero fuiste muy convincente, tú y tus amigos, y todo era mentira, una manera de libraros de mí. Me parecía demasiado bueno para ser cierto. Incluso te lo dije, y aun así me lo creí. ¡No puedo creer que fuera tan estúpida! Pero no debiste clausurar la puerta. Podría haber entrado otra vez. Y todavía puedo destornillar la madera…


—No —negó con la cabeza—. Es muy peligroso —dijo él, y en ese momento un trozo de tejado salió volando y cayó contra el contenedor.


Paula se mordió el labio inferior y volvió la cabeza para que él no viera que estaba temblando. En ese momento, sonó el teléfono. Pedro contestó y puso el altavoz para que ella pudiera oír lo que Emilia decía.


—¿Alguna noticia?


—La he encontrado —le dijo a su hermana, y oyó como ella suspiraba aliviada.


—Menos mal —dijo Emilia—. ¿Está bien?


—No gracias a ti.


—Oh, Pedro, no. Ya me siento bastante mal. Lo siento de veras. Es sólo que lo de Carmen… Te imaginaba implicado de lleno y ya sé cómo sois los chicos cuando os sentís protectores. Me toca muy de cerca, y siento haber mezclado a Kate con todo esto, no venía a cuento. Mira, iré a hablar con ella para darle una explicación…


—Creo que ya has hablado suficiente por hoy —le dijo él—. No te preocupes, yo cuidaré de ella.


Después de una pequeña pausa, Emilia dijo:
—Bien. Hmm… Dile que lo siento, ¿quieres? Mañana te llamaré.


—De acuerdo.


Colgó el teléfono y se volvió hacia Iona.


—Tengo que llamar a Nico. También te está buscando.


—¿Está preocupado por si recibe una demanda?


Él suspiró y se pasó los dedos por el cabello.


—No. Está preocupado por una mujer que estaba en la calle bajo la tormenta, sin un sitio donde ir por culpa de sus actos —respiró hondo y se aclaró la voz—. No hemos salido para atraparte Paula, sino para apoyarte.


—Pues perdona si no me lo creo —dijo ella y, de pronto, volvió a sentir rabia hacia Emilia—. ¿Cómo se atreve, Pedro? ¿Cómo se atreve a hacer esas acusaciones
sobre mí? ¡Ni siquiera me conoce! No me importa que sea tu hermana, es imperdonable. Yo nunca juzgaría a alguien así como así. ¿Quién se ha creído que es?


Paula se calló y comenzó a mirar por la ventana. No dejaba de llover, pero era mejor que mirar a Pedro y preguntarse si realmente era un buen hombre o si era un ingenuo, tal y como había dicho su hermana. O peor aún, tal y como había dicho él, Georgia no sabía la realidad sobre su vida privada. 


Quizá fuera un abusador sexual y ella no lo sabía.


Estaba a punto de salir del coche cuando cayó un trueno 
cerca de donde estaban. La gata se asustó y maulló. No podía hacerlo. Pebbles moriría y ella no podría soportar ese cargo de conciencia.


Pedro estaba llamando a Nico para decirle que Paula estaba bien y que hablaría con él por la mañana. Nico le encomendó que le pidiera disculpas a Paula de su parte y quizá por eso, o quizá por el hecho de que Pebbles maullaba cada vez más, Paula se volvió y dijo:
—Está bien. Pero sólo lo hago por el gato. Permitiré que me lleves a casa para poder secarla y darle algo de comer. Yo me cambiaré de ropa, y después me contarás exactamente lo que está pasando. Entonces, hablaremos sobre si me quedo o no.


Él suspiró aliviado y asintió:
—Muy bien.





CENICIENTA: CAPITULO 13





Estaba helada.


Le castañeaban los dientes, estaba empapada y Pebbles temblaba sobre su regazo. La gata estaba asustada por la tormenta. Se habían refugiado en el umbral de una puerta, junto a una tienda, en el mismo sitio donde Pedro la había metido el día anterior. Estaba al otro lado del hotel donde ella había estado viviendo. Al menos estaba un poco protegida de la lluvia, pero era una calle transitada y la gente no dejaba de mirarla.


Nadie se detenía y ella lo agradecía. No le apetecía dar explicaciones. No sabía dónde ir. No tenía dinero ni amigos en la zona, y probablemente tuviera varios enemigos.


Emilia, por ejemplo, quien parecía odiarla sin siquiera haberla conocido. El motivo era algo relacionado con Hernan, su marido, y alguien llamada Carmen, pero no había podido oírlo todo. Y Kate, fuera quien fuera. No le importaba. Lo único que le importaba era encontrar un lugar seco donde tumbarse.


Levantó la vista, preguntándose si habría algún lugar donde pudiera sentarse un rato y entrar en calor, y vio el coche de Pedro bajando por la calle, despacio.


Santo cielo, ¡estaba buscándola! Lo que le faltaba. Y menos en aquellos momentos, muerta de frío y lo bastante enfadada como para decir algo que hiciera que terminara en los tribunales. Trató de echarse hacia atrás para ocultarse, pero no sirvió de nada. Él la había visto. Había detenido el coche junto a la acera y se había bajado, dejando el motor encendido y la puerta abierta.


Otros conductores tocaron el claxon, pero él los ignoró y corrió hacia ella, agachándose de forma que ella no podía verle la cara. La agarró del brazo y le preguntó:
—¿Dónde diablos te habías metido? ¡Estaba muy preocupado!


—Suéltame —dijo ella, y él obedeció.


—Lo siento…Paula, por favor, entra en el coche y habla conmigo. Deja que te dé una explicación.


—No. No voy a irme contigo.


—Te daré las llaves. Así no podré llevarte a ningún sitio que no quieras ir.


Se pasó la mano por el cabello y ella se percató de que estaba empapado. Había estado buscándola, no sólo en coche, sino caminando bajo la lluvia.


Pero ¿por qué?


—¿Una explicación de qué? —preguntó ella—. ¿De por qué me has mentido?


Él suspiró.


—No te he mentido. Únicamente no te he dicho toda la verdad.


Ella se rió.


—¿Toda? ¿Y qué tal si decimos que no me has dicho la mayor parte? O al menos, la parte importante.


—Te dije la parte importante —dijo él con tono sincero.


Se oyó un claxon y el chirriar de unos frenos.


—Te has dejado la puerta abierta —le recordó ella.


—Por favor. Ven conmigo. Vamos a algún sitio donde puedas entrar en calor y comer algo caliente. Iremos a un lugar público, a un café o algo así. Tú eliges.


—Tengo a la gata —señaló al animal y suspiró.


—Paula, por favor —dijo él.


Al ver que no se movía, y que empezaba a tiritar, ella cedió.


—Está bien, pero hablaremos en el coche. No vamos a ir a ningún sitio. Y te doy cinco minutos.





CENICIENTA: CAPITULO 12





¿Dónde diablos se había metido? Estaba oscureciendo, la lluvia seguía golpeando contra los cristales y Pedro no podía creer que ella no se hubiera despertado todavía. No parecía tan cansada y no comprendía cómo no se había despertado con la tormenta.


Miró el reloj y frunció el ceño. Las ocho y media pasadas. 


¿De veras estaba dormida? Quizá estuviera esperando en su habitación a que él la llamara. ¿Qué le había dicho que hiciera? No recordaba sus palabras.


Se dirigió a la zona de invitados y llamó a la puerta.


—¿Paula?


Al no obtener respuesta, abrió la puerta. Lo recibió un golpe de aire frío.


Frunció el ceño. Qué extraño. La puerta del salón que daba al jardín dio un golpe cuando él entró. Estaba abierta y entraba la lluvia. La llamó de nuevo, pero no obtuvo respuesta. En la terraza había un cojín y se estaba mojando.


Salió a recogerlo y miró hacia la otra terraza, la que quedaba a su derecha. Era la terraza donde Emilia y él habían estado hablando.


Sobre Paula.


Sintió que el temor se apoderaba de él. Si ella los había oído…


Quizá no lo hubiera hecho. Se metió en la casa y cerró la puerta. La llamó de nuevo, entró en el dormitorio y se paró de pronto.


Estaba vacía. Todo el dormitorio estaba vacío. Sólo quedaba la bandeja de excrementos de la gata y los cuencos para la comida. Paula se había marchado, y él sabía por qué.


Resopló y se apoyó contra la pared, mirando al techo. Ella los había oído.


Seguro que los había oído. Era posible que estuviera sentada en el cojín y que hubiera oído a Emilia.


Que hubiera oído toda la conversación. Se habría enterado de que era uno de los promotores, habría pensado que quería sacarla del hotel por motivos económicos, y en lugar de enfrentarse a él, había salido huyendo.


«Maldita sea». Habría ido de nuevo al hotel y se habría refugiado en aquel agujero ruinoso. Y de ninguna manera permitiría que él tratara de convencerla para que saliera de allí.


Pero tenía que intentarlo. No podía dejarla allí sin tratar de darle una explicación, y lo menos que podía hacer era pagarle un hotel.


—Voy a matarte, Emilia —masculló.


Tras cerrar la puerta lateral, regresó a la casa, agarró las llaves, programó la alarma y salió de allí. Tenía el coche fuera. Arrancó y se dirigió hacia la verja. ¿Cómo podía haber salido de allí? Ni siquiera había tenido tiempo de explicarle dónde estaba el botón para abrir, y tampoco se sabía el código. Así que, o estaba allí en el jardín, o se había marchado al mismo tiempo que Emilia. Cinco horas antes, y la tormenta no había cesado desde entonces.


No. Se había ido. Tenía que haber salido de allí, pero por si acaso recorrió el jardín.


Ni rastro.


Dejó la verja abierta por si ella decidía regresar y condujo hasta el hotel. Se detuvo junto a la puerta y se fijó en que la habían clausurado. Era probable que Nico lo hubiera hecho al enterarse de que ella ya no estaba allí. Sabía que era peligroso y estaba preocupado de que sucediera algo y los consideraran responsables.


Seguramente le había pedido que lo hiciera a alguno de los obreros.


Pedro no tenía ni idea de dónde ir a buscarla.


Miró a su alrededor a través de las ventanas del coche. 


Sintió lástima. Debía de estar helada, aunque estuvieran en junio. Helada, enfadada, sola y sintiéndose traicionada.


No, sola no. La gata vieja y famélica estaría con ella.


¡Maldita sea!


Golpeó el volante. ¿Qué podía hacer? Llamó a Emilia, invadido por un sentimiento de temor y rabia.


—Paula ha desaparecido. Ha debido de escuchar nuestra conversación. Ven ahora mismo y ayúdame a buscarla… Y no quiero excusas ridículas. Esto es culpa tuya. Viniste a mi casa acusando a una persona que ni siquiera has conocido, y si le pasase algo, te consideraré responsable.


—Oh, Pedro, ¡no! ¡Hace un tiempo terrible! ¿Dónde estás?


—En la puerta del hotel. Han clausurado la puerta de la zona contigua. Ella no tiene dónde ir, así que a lo mejor ha regresado a mi casa. Ve allí y busca bien en el jardín. Yo sólo eché un vistazo rápido. He dejado la verja abierta, pero la casa está cerrada, así que puede que esté escondida detrás de los arbustos o en algún sitio.


—No, no puede estar fuera, Pedro, no con esta tormenta. ¡Hace un día de perros!


—Ya me he dado cuenta… Y estoy seguro de que, después de cinco horas, ella también. Confío en que tenga suficiente sentido común como para regresar a la casa.


—¿De veras? —preguntó sorprendida—. ¿Tú crees?


Él se pasó la mano por el cabello.


—Probablemente no, después de lo que ha oído, pero no creo que tenga muchas más opciones. Ve, Emi, o envía a Hernan, y si no la encuentras, conduce por las calles hasta que lo hagas. Yo haré lo mismo por esta zona. ¡Y llámame!


—¡Espera! ¡No sé qué aspecto tiene!


«Es preciosa», pensó Pedro.


Se aclaró la garganta y dijo:
—Sí lo sabes. Una mujer embarazada con unas bolsas y un gato. No habrá muchas como ella. Si le pasara algo, quizá me vea obligado a matarte.


Colgó el teléfono y llamó a Nico.


—Sube al coche y empieza a buscar a Paula. Ha desaparecido —le dijo, contándole lo sucedido.


—Ahora mismo —dijo él, y colgó después de oír la descripción que Pedro le había dado.





domingo, 30 de abril de 2017

CENICIENTA: CAPITULO 11




¡Él había mentido!


No era cierto que necesitara un ama de llaves. ¡Era uno de ellos! Uno de los promotores que querían echarla.


Él la había engañado, y su hermana había tenido la desfachatez de sugerirle que no confiara en ella. ¡Cómo se atrevía!


Iba a ponerse enferma.


Tenía el corazón acelerado, sentía nauseas y le temblaban las piernas. Paula agarró sus pocas pertenencias y las metió en las bolsas.


¡Sabía que aquello era algo demasiado bueno como para ser cierto! Sabía que todo se estropearía, tarde o temprano. Pero había sucedido antes de lo esperado. Al menos se había duchado y se había lavado el cabello, y se alegraba de no haber tenido tiempo para acostumbrarse a ello.


—Vamos, Pebbles —susurró tomándola en brazos.


Abrió la puerta que daba al recibidor de la zona de invitados, y después la que daba al jardín.


Al oír que se abría una puerta, se quedó paralizada, pero después oyó que se cerraba de nuevo y el sonido de unas pisadas.


Miró por la rendija de la puerta entreabierta. Una mujer estaba metiéndose en un coche. Debía de ser Emilia. Parecía una mujer inofensiva, pero había oído su voz y sus palabras no dejaban de resonar en su cabeza.


¿Dónde estaba Pedro? Había oído cerrarse la puerta principal, y Emilia no había mirado atrás ni se había despedido con la mano, así que decidió que estaba a salvo. Y si no se apresuraba, se cerraría la verja automática del jardín.


«Maldita sea». No había pensado en ello. Se colgó las bolsas y agarró un par de cajas de comida para gatos. Salió al jardín, miró a su alrededor y corrió detrás del coche. Las puertas empezaban a cerrarse, así que apresuró el paso y las atravesó. Se detuvo en la calle y miró a ambos lados.


Nada. Emilia se había alejado.


Bien.


Se percató de que estaba llorando, pero como tenía las manos llenas de cosas, se secó las lágrimas con el hombro y emprendió rumbo al hotel. No estaba demasiado lejos. Podría llegar caminando a pesar de que le temblaban las piernas. Y después, podría llorar en privado.


Al cabo de quince minutos dobló la esquina de la calle del hotel y se detuvo al ver que un hombre estaba colocando una tabla sobre la puerta de lo que había sido su casa.


Ella sintió un nudo en la garganta.


Ni siquiera tenía donde refugiarse. Hasta eso le habían quitado.


Lo había perdido todo… Su casa, el derecho a estar allí, el único argumento que habría tenido a la hora de reclamar los derechos de su hija. Todo había desaparecido de pronto, y el trabajo que ella confiaba que la ayudaría a salir de aquella situación valía menos que el papel en el que estaba escrito el contrato.


Se rió. ¿En qué estaba pensando? ¡Ni siquiera tenía un contrato!


No tenía nada.


Y entonces, de pronto, por si su situación no era lo bastante mala, llegó una fuerte racha de viento y un aguacero helado la empapó de arriba abajo.