lunes, 1 de mayo de 2017

CENICIENTA: CAPITULO 12





¿Dónde diablos se había metido? Estaba oscureciendo, la lluvia seguía golpeando contra los cristales y Pedro no podía creer que ella no se hubiera despertado todavía. No parecía tan cansada y no comprendía cómo no se había despertado con la tormenta.


Miró el reloj y frunció el ceño. Las ocho y media pasadas. 


¿De veras estaba dormida? Quizá estuviera esperando en su habitación a que él la llamara. ¿Qué le había dicho que hiciera? No recordaba sus palabras.


Se dirigió a la zona de invitados y llamó a la puerta.


—¿Paula?


Al no obtener respuesta, abrió la puerta. Lo recibió un golpe de aire frío.


Frunció el ceño. Qué extraño. La puerta del salón que daba al jardín dio un golpe cuando él entró. Estaba abierta y entraba la lluvia. La llamó de nuevo, pero no obtuvo respuesta. En la terraza había un cojín y se estaba mojando.


Salió a recogerlo y miró hacia la otra terraza, la que quedaba a su derecha. Era la terraza donde Emilia y él habían estado hablando.


Sobre Paula.


Sintió que el temor se apoderaba de él. Si ella los había oído…


Quizá no lo hubiera hecho. Se metió en la casa y cerró la puerta. La llamó de nuevo, entró en el dormitorio y se paró de pronto.


Estaba vacía. Todo el dormitorio estaba vacío. Sólo quedaba la bandeja de excrementos de la gata y los cuencos para la comida. Paula se había marchado, y él sabía por qué.


Resopló y se apoyó contra la pared, mirando al techo. Ella los había oído.


Seguro que los había oído. Era posible que estuviera sentada en el cojín y que hubiera oído a Emilia.


Que hubiera oído toda la conversación. Se habría enterado de que era uno de los promotores, habría pensado que quería sacarla del hotel por motivos económicos, y en lugar de enfrentarse a él, había salido huyendo.


«Maldita sea». Habría ido de nuevo al hotel y se habría refugiado en aquel agujero ruinoso. Y de ninguna manera permitiría que él tratara de convencerla para que saliera de allí.


Pero tenía que intentarlo. No podía dejarla allí sin tratar de darle una explicación, y lo menos que podía hacer era pagarle un hotel.


—Voy a matarte, Emilia —masculló.


Tras cerrar la puerta lateral, regresó a la casa, agarró las llaves, programó la alarma y salió de allí. Tenía el coche fuera. Arrancó y se dirigió hacia la verja. ¿Cómo podía haber salido de allí? Ni siquiera había tenido tiempo de explicarle dónde estaba el botón para abrir, y tampoco se sabía el código. Así que, o estaba allí en el jardín, o se había marchado al mismo tiempo que Emilia. Cinco horas antes, y la tormenta no había cesado desde entonces.


No. Se había ido. Tenía que haber salido de allí, pero por si acaso recorrió el jardín.


Ni rastro.


Dejó la verja abierta por si ella decidía regresar y condujo hasta el hotel. Se detuvo junto a la puerta y se fijó en que la habían clausurado. Era probable que Nico lo hubiera hecho al enterarse de que ella ya no estaba allí. Sabía que era peligroso y estaba preocupado de que sucediera algo y los consideraran responsables.


Seguramente le había pedido que lo hiciera a alguno de los obreros.


Pedro no tenía ni idea de dónde ir a buscarla.


Miró a su alrededor a través de las ventanas del coche. 


Sintió lástima. Debía de estar helada, aunque estuvieran en junio. Helada, enfadada, sola y sintiéndose traicionada.


No, sola no. La gata vieja y famélica estaría con ella.


¡Maldita sea!


Golpeó el volante. ¿Qué podía hacer? Llamó a Emilia, invadido por un sentimiento de temor y rabia.


—Paula ha desaparecido. Ha debido de escuchar nuestra conversación. Ven ahora mismo y ayúdame a buscarla… Y no quiero excusas ridículas. Esto es culpa tuya. Viniste a mi casa acusando a una persona que ni siquiera has conocido, y si le pasase algo, te consideraré responsable.


—Oh, Pedro, ¡no! ¡Hace un tiempo terrible! ¿Dónde estás?


—En la puerta del hotel. Han clausurado la puerta de la zona contigua. Ella no tiene dónde ir, así que a lo mejor ha regresado a mi casa. Ve allí y busca bien en el jardín. Yo sólo eché un vistazo rápido. He dejado la verja abierta, pero la casa está cerrada, así que puede que esté escondida detrás de los arbustos o en algún sitio.


—No, no puede estar fuera, Pedro, no con esta tormenta. ¡Hace un día de perros!


—Ya me he dado cuenta… Y estoy seguro de que, después de cinco horas, ella también. Confío en que tenga suficiente sentido común como para regresar a la casa.


—¿De veras? —preguntó sorprendida—. ¿Tú crees?


Él se pasó la mano por el cabello.


—Probablemente no, después de lo que ha oído, pero no creo que tenga muchas más opciones. Ve, Emi, o envía a Hernan, y si no la encuentras, conduce por las calles hasta que lo hagas. Yo haré lo mismo por esta zona. ¡Y llámame!


—¡Espera! ¡No sé qué aspecto tiene!


«Es preciosa», pensó Pedro.


Se aclaró la garganta y dijo:
—Sí lo sabes. Una mujer embarazada con unas bolsas y un gato. No habrá muchas como ella. Si le pasara algo, quizá me vea obligado a matarte.


Colgó el teléfono y llamó a Nico.


—Sube al coche y empieza a buscar a Paula. Ha desaparecido —le dijo, contándole lo sucedido.


—Ahora mismo —dijo él, y colgó después de oír la descripción que Pedro le había dado.





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