miércoles, 22 de febrero de 2017

APUESTA: CAPITULO 9





Pedro había estado en lo cierto. Aquella tarde, cuando fueron a la orilla del lago, el tiempo no podía ser mejor. La orilla en la que estaban era la más alejada del complejo turístico, por lo que solía estar más tranquila, aunque ese día había allí bastante gente, sobre todo del pueblo. Paula pensó que debían de ser imaginaciones suyas, pero le dio la impresión de que los vecinos con los que se encontraban los saludaban con más efusividad que de costumbre, dedicándoles amplias sonrisas.


Pusieron las toallas sobre el césped, y se sentaron, seguidos por varios pares de ojos. Paula se puso las gafas a modo de diadema y se giró para mirar a Pedro, pero él se había tumbado y había cerrado los ojos.


—Ese chisme sobre nosotros parece que se está extendiendo rápidamente —le dijo—. Nunca antes habíamos despertado tanto interés.


—No lo creas. Es que tú llevas fuera mucho tiempo. Desde que yo regresé he tenido esta clase de atención. Son los gajes de ser soltero en un pequeño pueblo como este. No puedes saludar a una mujer bonita sin que empiecen a murmurar. En fin, no tienen nada más que hacer, es normal —concluyó encogiéndose de hombros.


Paula se quedó pensativa, y Pedro, que intuyó algo en su silencio, le dijo:
—Sé que quieres preguntarme algo, así que hazlo.


La joven lo miró sorprendida.


—Bueno, iba a preguntarte si… ¿has salido con alguien desde que me marché?


Pedro abrió los ojos y la miró con una sonrisa maliciosa.


—¿Por qué? ¿No estarás celosa?


—Jajaja. Quiero decir que… bueno, desde que he vuelto que yo sepa no te has citado con ninguna mujer. En fin, me preguntaba si… ¿no te estaré entorpeciendo viviendo contigo?


Pedro la miró sorprendido.


—Bueno —continuó Paula—, siempre hemos sido honestos el uno con el otro, y lo cierto es que ahora mismo parece que la mitad de la gente del pueblo piense que yo soy tu vida sexual. Era solo curiosidad —dijo encogiéndose de hombros.


Pedro se puso de lado, incorporándose sobre el codo para ponerse al nivel de sus ojos. Vio que en la mirada de Paula había una sincera preocupación y, sin pensar lo que hacía, extendió la mano y apartó un mechón de su rostro.


—Aunque estuviera viendo a una mujer, cosa que los dos sabemos que no está ocurriendo, nunca la llevaría a casa mientras tú estés allí.


Paula advirtió una clara nota de afecto en su voz, y sonrió. 


Verdaderamente era una buena persona. Sin embargo, no pudo resistir la tentación de pincharlo.


—¿Por qué? ¿Tanto ruido haces?


Pedro abrió los ojos como platos, pero al instante reconoció por la mirada de sus ojos que estaba tratando de azorarlo, y le pagó con la misma moneda.


—Cariño, no sería yo precisamente el que haría ruido —le dijo, echándose vaho en las uñas y haciendo que les daba brillo con la camiseta. Paula se echó a reír.


—¡Serás arrogante! —le espetó. Pedro se rio también.


—¿Y tú?, si la situación fuera al revés…


—Ni hablar, nunca haría el amor contigo en la casa —se rió Paula, sonrojándose profusamente.


—Por que tú sí haces mucho ruido, ¿eh? —la pinchó Pedro


Sin embargo, a pesar de que no era más que una broma, el solo pensarlo hizo que su imaginación se disparase.


Paula se había echado boca abajo en la toalla para ahogar sus risas, y Pedro tuvo que inclinarse para escuchar su respuesta:
—Dudo que pudiera concentrarme sabiendo que tú podías oír algo.


Los celos, ese monstruo de ojos verdes, atenazaron de repente las entrañas de Pedro. No tenía derecho a tener celos; Paula era libre y, sin embargo, la sola idea de pensar que había estado con otros hombres o que pudiera estarlo… 


Se puso de pie y se quitó la camiseta.


—Mejor, porque, fuera quien fuera el tipo, creo que lo machacaría —le dijo sin mirarla—. Voy a nadar un poco.


Paula había alzado la cabeza anonadada, pero no pudo ver la expresión de su rostro, y observó con el ceño fruncido cómo se alejaba en dirección al agua. ¿A qué había venido aquel arranque? Siempre se había mostrado muy protector con ella, pero…


Su relación estaba cambiando, se dijo la joven con un suspiro. De hecho, nada había sido igual desde que volviera a Irlanda. Últimamente Pedro no hacía más que mirarla de un modo extraño, como si nunca antes la hubiera visto. ¿Por qué estaría actuando así?


—Una chica tan bonita como tú no debería fruncir el ceño de esa manera.


Paula se volvió sobresaltada y se encontró con Nico Scallon, de pie junto a ella. Llevaba puesta una prístina camisa blanca abierta y remangada y unos pantalones cortos de color caqui, y sonreía mostrando sus brillantes y perfectos dientes. Parecía uno de esos modelos de los catálogos de verano.


—Trataré de recordarlo —contestó ella, devolviéndole la sonrisa.


—Deberías ir siempre en traje de baño, Paula —le dijo Nico en un tono seductor, devorando con los ojos su esbelta figura.


La joven se sentó más derecha, sonrojándose ligeramente, y, sin darse cuenta, miró en dirección al lago.


—Sigue en el agua —dijo él.


—¿Quién? —inquirió ella mirándolo y pestañeando. Nico sonrió.


—Tu «amigo», el señor Guardabosques.


—Oh, te refieres a Pedro… Sí, es como un pez —respondió ella vagamente, girando la cabeza otra vez hacia el agua—. Cuando éramos niños hacíamos carreras en el lago, y él siempre ganaba.


—Parece que tenéis una larga historia en común —dijo Nico, acuclillándose a su lado.


Paula lo miró, dando un ligero respingo al encontrar su rostro tan cerca del suyo.


—Sí, bueno, como te decía el otro día nos conocemos desde hace años, y estamos muy unidos. Y, la verdad —añadió al ver la mirada desaprobadora de la señora Collins—, es que creo que el que estés aquí ahora va a hacer que la gente empiece a murmurar.


A Scallon no parecía importarle demasiado.


—No creo que pudiera competir con tu Pedro. Por lo que he oído parece que es muy querido en la comunidad.


—Pues por lo que yo he oído, parece que tú no eres de los que se intimidan ante la idea de tener que competir por una mujer —le espetó Paula. Las palabras habían salido de su boca antes de que pudiera detenerlas. Nico estaba mirándola boquiabierto, y como dolido. Paula quería que se la tragara la tierra.


—Lo… lo siento. No debería haber dicho eso. La verdad es que creo firmemente en eso de «inocente hasta que se demuestre lo contrario».


—Paula, yo… —murmuró Nico inclinándose hacia ella y mirándola a los ojos. Con el índice, le acarició el brazo, subiendo hacia el hombro, y…


—Está usted ocupando mi sitio, señor.







APUESTA: CAPITULO 8




El decimoctavo cumpleaños de Paula


Finalmente Pedro no tuvo que besar a Paula cuando cumplió los dieciocho años. Desde que le hiciera aquella promesa, los dos habían crecido, y sus mundos habían cambiado mucho. Se había unido a ellos Kieran Rafferty. un compañero de universidad de Pedro, convirtiéndose en «los tres mosqueteros», inseparables, y al poco tiempo ella y Kieran habían empezado a salir juntos.


—No puedo creer que me ocultaras durante tanto tiempo que tenías un amigo así —acusó Paula a Pedro con una sonrisa durante la fiesta—. ¿Lo hiciste para torturarme, o estabas esperando a que me quitaran el aparato de los dientes? —inquirió enarcando una ceja.


—Es que me parecía cruel exponer a mis amigos a la terrible Chaves —la picó Pedro sonriendo también.


Paula lo sorprendió, besándolo de repente en la mejilla y dándole un abrazo.


—Gracias por presentarme a Kieran, Alfonso, eres encantador.


Pedro meneó las cejas de un modo ridículo.


—Ya lo sé, es lo que piensan la mitad de las mujeres de por aquí —dijo. 


Paula se echó a reír.


—Pero yo te conocí antes que ninguna, no lo olvides —le dijo, dándole un toque en la punta de la nariz con el índice, y tambaleándose ligeramente. Pedro la sostuvo.


—Me parece, mi pelirroja amiga, que ha tomado usted alguna copa de más.


—Bueno, es mi cumpleaños —replicó ella rodeándole la cintura y echándose a reír otra vez.


Pedro la llevó hasta un asiento libre, abriéndose paso con dificultad entre la gente, y la ayudó a sentarse.


—Ahora vas a quedarte aquí, e iré a buscarte un poco de café, ¿de acuerdo?


Paula sacudió la cabeza y, frunciendo los labios, dio unas palmaditas en la silla junto a la suya.


—No, ven, siéntate. Quiero hablar contigo, Alfonso.


—Bien, pero primero iré a por ese café —dijo él dándose la vuelta.


—¡No! —exclamó ella agarrándolo de la manga—. Siéntate… ahora.


Pedro se giró, y la encontró mirándolo entre las espesas pestañas con aire de niña caprichosa. Diablos, sí que había crecido. Y desde luego no era la ausencia del aparato dental lo que había hecho que Kieran se fijara en ella. Era como si hubiera florecido de la noche a la mañana. Se sentó a su lado sin poder despegar sus ojos de los de ella.


—¿De qué querías hablar? —inquirió. Paula sonrió satisfecha, y luego se puso muy seria.


—Dime, ¿te parezco bonita?


La pregunta lo pilló con la guardia baja, sobre todo teniendo en cuenta que en ese mismo momento había estado diciéndose lo guapa que se había vuelto.


—No puedo creerlo, he logrado que Pedro Alfonso se quede sin palabras —dijo Paula prorrumpiendo en risitas.


Por primera vez Pedro se sentía incómodo con su mejor amiga.


—Em… será mejor que vaya a por ese café —hizo ademán de levantarse, pero Paula se lo impidió, poniendo una mano en su muslo y haciendo que volviera a sentarse.


—¿Estás evitando la pregunta, Alfonso? —inquirió con una sonrisa peligrosa.


Pedro estaba demasiado ocupado tratando de evitar los incómodos pensamientos que estaban acudiendo en tropel a su mente como para recordar siquiera la pregunta. Sentía como si la piel lo quemase donde ella tenía puesta la mano. 


¿No le había dicho nadie lo que le pasaba a los chicos de veintiún años cuando una chica guapa los tocaba tan cerca de…?


Apartó con cuidado la mano de Paula, colocándola sobre su regazo.


—Qué… qué tontería —balbució—. ¿Por qué iba a evitar esa pregunta? Por supuesto que eres bonita. Has ganado mucho desde que te quitaron el aparato.


—¿Solo por el aparato? —murmuró ella, haciendo un mohín quejoso e inclinándose hacia él—. ¿No me ves cambiada en… nada más?


Pedro parpadeó, y volvió a parpadear, logrando que por fin su cerebro volviera a dar muestras de actividad.


—Um… ¿a qué te refieres? —inquirió haciéndose el inocente.


—Pues… ¿no has notado nada nuevo en mí desde la última vez que me viste? —insistió ella, acercándose aún más.


Pedro tragó saliva. Se notaba la garganta terriblemente seca. Paula olía tan bien… «¿Qué diablos estás pensando? 
Alerta hormonal, Alfonso, contrólate».


—¿En… en qué sentido?


Paula se puso de pie y giró sobre sí misma, tambaleándose un poco, y quedándose frente a él con los brazos en cruz.


—Vamos, mírame bien.


Pedro no tuvo que hacerse de rogar, y la observó largo rato, embelesado. Hasta entonces ni se había dado cuenta de que Paula tenía piernas. La había visto cientos de veces con pantalones cortos, y hasta en bañador, pero jamás se había fijado en ellas. Quizá la diferencia estaba en la ridícula minifalda que llevaba puesta ese día, y en los zapatos de tacón.


—¿Y bien? —inquirió ella poniendo los brazos en jarras.


—¿Eh?


—¿Qué ves?


—Espera un momento, aún no he acabado de mirarte.


Pedro se fijó en su cintura. Era la cintura más estrecha que había visto. Sus ojos ascendieron un poco. Otra diferencia era que… bueno, tenía pecho. Eran unos senos más bien pequeños, pero tenían una forma bonita, y se marcaban de un modo indiscutiblemente sensual bajo el ajustado top que llevaba. Después de todo tal vez le gustaban aún más que las piernas, se dijo, pero al bajar la vista meneó la cabeza mentalmente. No, seguía siendo un fetichista de las piernas.


Entonces alzó la vista hacia el rostro de su amiga. Las pecas habían desaparecido, dejando en su lugar una piel tersa y de textura cremosa. Y los labios… no recordaba que hubieran sido siempre tan carnosos. Sin embargo, sus ojos verdes siempre le habían parecido muy bonitos, eso no era nada nuevo, y la naricilla respingona, eso tampoco había cambiado.


Paula agitó la mano delante de su cara para llamar su atención.


—Alfonso… ¿lo ves o no?


—Diablos, Chaves, ¿ver qué? —inquirió él exasperado, sonrojándose ligeramente. Ya había visto más que suficiente, y lo que había visto lo hacía sentirse bastante incómodo—. No sé, a mí me parece que no estás… mal.


—¿Mal? ¿Que no estoy mal? —repitió ella frunciendo el entrecejo contrariada—. Vaya, muchas gracias.


—¿Qué quieres que te diga? —gruñó Pedro revolviéndose el cabello con la mano—, ¿qué se supone que tengo que ver?


Paula suspiró, como si le diese lástima, y tomó el rostro de su amigo entre sus manos, sonriéndole.


—¿No lo ves, Alfonso? ¡Estoy enamorada! Por primera vez en mi vida estoy enamorada. Y es del hombre más maravilloso del mundo. Al fin voy a averiguar lo que se siente al estar con ese alguien que una chica se pasa esperando toda su vida.


Por alguna razón, Pedro sintió que el estómago le daba un vuelco. Se alegraba por ella y por Kieran, ¿por qué entonces…? Tal vez era porque jamás había imaginado que sus dos amigos pudieran acabar juntos. Después de todo no era tan incomprensible. Kieran era un gran tipo; le había caído bien desde el día que lo conoció en la universidad, en Dublin, y era natural que a Paula le hubiese gustado, porque era guapo, y extrovertido. Además era capitán del equipo de rugby, el primero de la clase, pertenecía a una rica familia de Galway… Lo tenía todo, era la clase de hombre que cualquiera querría para su hermana, y así era como se había sentido él siempre hacia Paula, como un hermano protector. 


Entonces, ¿por qué de pronto deseaba que no se hubieran conocido?


APUESTA: CAPITULO 7





Tras pasar toda la mañana intentando rehuir las preguntas de la curiosona de Cata, Paula se escapó a la orilla del lago a la hora del almuerzo para estar un rato a solas. Se compró en un puestecillo un par de sándwiches y un bote de zumo, y se sentó en la orilla, al calor del sol de principios de junio.


Se puso las gafas de sol, y miró en derredor, inspirando profundamente. Del embarcadero iban y venían las embarcaciones de recreo, repletas de turistas. De pronto, en medio de un grupo de veraneantes, divisó a Pedro, aparentemente dándoles indicaciones sobre un mapa, y se acordó de su conversación con Cata. «Increíblemente guapo» no era precisamente la forma en que ella lo habría descrito si alguien le hubiera preguntado cómo era. Alguien como Brad Pitt… pues sí, pero… ¿Pedro Alfonso? La sola idea casi le daba risa. Bueno, no era feo desde luego, pero… 


¿Pedro… increíblemente guapo?


Se quedó observándolo en la distancia, fijándose en sus anchos hombros y tórax. No estaba fornido, pero sí en buena forma, se dijo abriendo un sándwich y dándole un mordisco. 


¿Y el cabello? Tenía el cabello castaño oscuro, nada excepcional, pero no podía imaginárselo rubio o pelirrojo, y lo cierto era que el modo en que le caía sobre los ojos era bastante sexy.


El rostro… Tal vez no fuera perfecto, pero los rasgos en conjunto eran armoniosos, y le daban un aire honesto. 


Además era muy expresivo. Eso siempre le había gustado, el modo en que podía leer sus emociones al instante.


Los labios de Paula se curvaron en una dulce sonrisa al verlo acariciar la cabecita de una niña. Estaba hablando con ella y la chiquilla se reía. Pedro era así. siempre conseguía hacer sonreír a las personas. Y era un buenazo además, un pedazo de pan. Paula sabía que él detestaba que lo llamaran así. pero era la verdad.


Sus ojos verdes lo siguieron hasta que lo perdió de vista. 


Cata tenía razón: Pedro era un hombre maravilloso. Sí, era amable, y simpático, y cariñoso… Lástima que no fuera su tipo. Aunque, bien pensado, era más bien un alivio, porque si se hubiera sentido atraída por él, podría acabar haciéndose daño con aquella apuesta que habían iniciado.





martes, 21 de febrero de 2017

APUESTA: CAPITULO 6




Al poco de regresar a Irlanda, Paula había abierto junto con su amiga Catalina una pequeña tienda de souvenirs y regalos cerca del parque nacional. Además, había dedicado un rincón a exponer, también para su venta, muestras de la que era su pasión: la fotografía. Catalina era una de sus mejores amigas. Durante su adolescencia había estado colada por Pedro, aunque en la actualidad estaba felizmente casada y en las últimas semanas de su primer embarazo.


Aquella mañana habían terminado de despachar a un nutrido grupo de turistas, cuando Cata se apoyó en el mostrador frente a ella, y le dijo en un tono aparentemente desinteresado:
—Esta mañana, cuando fui a comprar la prensa, oí un rumor muy curioso.


Paula no la miró, y se dio la vuelta para reordenar los folletos de una estantería. Sabía muy bien a qué rumor se refería.


—¿Ah, sí? —inquirió, como distraída.


—Vamos. Paula, no te hagas la que no sabe —insistió Cata, inclinándose hacia delante.


Paula se giró para mirarla. Por un lado llevaba todo el fin de semana queriendo desahogarse con ella, pero por otro no le apetecía revivirlo.


—La verdad es que es algo de lo que preferiría no hablar —murmuró sonrojándose.


Paula la miró boquiabierta.


—Entonces… ¿es cierto? Vamos, Paula, ¿somos amigas, o no? Anda, cuéntamelo, y no te dejes ni un solo detalle.


Paula suspiró, claudicando finalmente.


—¿Qué quieres saber? —inquirió, cruzándose de brazos incómoda.


—¿Qué crees que quiero saber? —le espetó Cata—. ¿Es verdad que Pedro te besó la otra noche, en la barbacoa?


—Sí, me besó —musitó Paula sonrojándose otra vez.


—¿Y?


—¿Y qué?


—Pues qué tal fue, ¿qué va a ser? —exclamó Cata exasperada—. ¿Y cómo es que te ha besado ahora, cuando os conocéis desde hace siglos? Bueno, yo siempre he creído ver una cierta química entre vosotros, pero…


—¿Qué? Cata, por favor, estamos hablando de Pedro Alfonso —exclamó Paula, mirándola atónita—, de Pedro, mi amigo de toda la vida.


—El que tú nunca te hayas fijado en él de ese modo no significa que no tenga ningún atractivo. Jamás he podido entender que seas incapaz de ver lo maravilloso e increíblemente guapo que es.


—Pues, mira, no lo sé —contestó Paula, dejando escapar una risa exasperada—. Para mí es simplemente Pedro.


—En serio, Paula, ¿cuándo fue la última vez que miraste a Pedro?


—No me hace falta mirarlo. Ya lo tengo muy visto.


—¿Ah, sí? ¿Sabes de qué color son sus ojos?


—Por supuesto que sé de qué color son sus ojos… Son castaños.


—Castaños —repitió Catalina entre dientes, enarcando una ceja.


—Bueno, castaños oscuros —precisó Paula. Y. de pronto, sin que se diera cuenta, se formó una leve sonrisa en sus labios—. Son como… chocolate fundido.


—Caray, Chaves, no sabía que tuvieras madera de poeta.


La voz de Pedro la sobresaltó. No lo había oído entrar en la tienda, aunque por la sonrisa socarrona de Cata, parecía que ella sí, y aun así la había dejado seguir hablando sin advertirla. Paula se puso roja como una amapola.


—Continúa por favor —la instó su amigo—. De los halagos nunca se cansa uno.


—Eres un… un… —masculló Paula furiosa—, ¿Cuanto hace que estas ahí?


—El tiempo suficiente —contestó él con una sonrisa maliciosa—. Venía a invitarte a nadar esta tarde en el lago. Podríamos quedar sobre las siete, y hacer un pic—nic, y darnos un baño después —se volvió hacia Catalina— ¿No te parece; Cata, hoy va a hacer una tarde perfecta, y que Paula debería venir a nadar conmigo? —inquirió— Cata sonrió maliciosa.


—Oh, si, si, desde luego, han dicho que el cielo estaría despejado todo el día, y la temperatura es muy agradable.


—¿Lo ves?— dijo Pedro satisfecho, girándose hacia Paula y mirándola a los ojos de un modo seductor—. Cata está de acuerdo.


Paula tuvo que apartar la vista, porque estaba volviendo a sonrojarse, y finalmente claudicó, más por lograr que se fuera que porque estuviera decidida.


—Está bien, iré.


—Estupendo — contestó él con una amplia sonrisa—. Entonces nos vemos allí. Hasta luego, señoras, un placer verlas —se despidió con una graciosa reverencia y salio de la tienda.


En cuanto se hubo marchado, Cata se volvió hacia su amiga, abanicándose el rostro con la mano.


—Soy yo… o de repente hace mucho calor aquí dentro? —inquirió con picardía.


APUESTA: CAPITULO 5





Finales de verano, quince años atrás


—Los amigos no se besan —dijo Paula, como si fuera una experta a sus recién cumplidos quince años.


—¿Ah, no? ¿Y los besos de despedida?, ¿o cuando se desean un feliz cumpleaños? —inquirió Pedro divertido.


Paula, sentada en el amplio sillón cual sirenita de Copenhague, se quedó pensativa. Era la última noche de sus vacaciones y, como cada año, ella y sus padres habían ido a pasarlas en la casita que tenían sus amigos los Alfonso junto al lago. Aquella tarde habían hecho una barbacoa para despedir el verano, y después, mientras los adultos tomaban una copa de vino en el porche y charlaban, los dos adolescentes habían entrado a la casa y se habían puesto a ver una película en la televisión, Cuando Harry encontró a Sally, y aquello había sido lo que había dado pie al debate.


—Eso es distinto, idiota, eso son besos «amistosos».


—¿De veras? ¿Y cuál es la diferencia? —la provocó Pedro.


Paula rehuyó su mirada, volviendo la cabeza hacia la pantalla. Unos minutos antes su amigo la había pillado sonrojándose durante la escena de la cafetería en la que Meg Ryan demostraba su talento para fingir un orgasmo. 


Pedro estuvo a punto de desternillarse, pero se tragó sus risas. Después de todo, el haber intercambiado unos cuantos besos y caricias con alguna que otra chica en la oscuridad del cine o en el asiento trasero del coche de un amigo un sábado por la noche no lo hacía más experto que Paula en ese terreno.


—Pues… ya sabes… es distinto —contestó ella al fin, sonrojándose de nuevo.


—Ya sé que es distinto —le dijo Pedro, picándola de nuevo—. Pero, ¿sabes en qué se diferencian?


Paula frunció el entrecejo, deseando no haber empezado aquella conversación.


—Pues claro que lo sé —le respondió balbuceante.


—¿Y? —insistió Pedro con una sonrisa maliciosa.


—¡Oh, está bien! —masculló Paula frustrada, girándose hacia él y lanzando los brazos al aire—. Si lo que pretendes es arruinar nuestro último día de vacaciones. por mí de acuerdo. No tengo ni idea de en qué se diferencian, y tú lo sabes. Nunca me ha besado un chico, no de esa manera. ¿Satisfecho?


Pedro se sintió mal por haberla obligado a admitirlo.


—Perdóname, Pau, no quería molestarte —le dijo poniéndole la mano en el hombro.


—Da igual —farfulló ella, frunciendo los labios y recostándose en el asiento—. De todos modos no creo que llegue a saber nunca cuál es la diferencia, porque los chicos no besan a las chicas pecosas como yo, sino a las chicas bonitas.


Pedro esbozó una media sonrisa.


—Chaves, voy a hacer un trato contigo —le dijo.


—¿Qué clase de trato? —inquirió la chiquilla, enarcando una ceja desconfiada.


—Si para cuando cumplas los dieciocho no te ha besado nadie —le susurró inclinándose hacia ella—, lo haré yo.