martes, 21 de febrero de 2017

APUESTA: CAPITULO 6




Al poco de regresar a Irlanda, Paula había abierto junto con su amiga Catalina una pequeña tienda de souvenirs y regalos cerca del parque nacional. Además, había dedicado un rincón a exponer, también para su venta, muestras de la que era su pasión: la fotografía. Catalina era una de sus mejores amigas. Durante su adolescencia había estado colada por Pedro, aunque en la actualidad estaba felizmente casada y en las últimas semanas de su primer embarazo.


Aquella mañana habían terminado de despachar a un nutrido grupo de turistas, cuando Cata se apoyó en el mostrador frente a ella, y le dijo en un tono aparentemente desinteresado:
—Esta mañana, cuando fui a comprar la prensa, oí un rumor muy curioso.


Paula no la miró, y se dio la vuelta para reordenar los folletos de una estantería. Sabía muy bien a qué rumor se refería.


—¿Ah, sí? —inquirió, como distraída.


—Vamos. Paula, no te hagas la que no sabe —insistió Cata, inclinándose hacia delante.


Paula se giró para mirarla. Por un lado llevaba todo el fin de semana queriendo desahogarse con ella, pero por otro no le apetecía revivirlo.


—La verdad es que es algo de lo que preferiría no hablar —murmuró sonrojándose.


Paula la miró boquiabierta.


—Entonces… ¿es cierto? Vamos, Paula, ¿somos amigas, o no? Anda, cuéntamelo, y no te dejes ni un solo detalle.


Paula suspiró, claudicando finalmente.


—¿Qué quieres saber? —inquirió, cruzándose de brazos incómoda.


—¿Qué crees que quiero saber? —le espetó Cata—. ¿Es verdad que Pedro te besó la otra noche, en la barbacoa?


—Sí, me besó —musitó Paula sonrojándose otra vez.


—¿Y?


—¿Y qué?


—Pues qué tal fue, ¿qué va a ser? —exclamó Cata exasperada—. ¿Y cómo es que te ha besado ahora, cuando os conocéis desde hace siglos? Bueno, yo siempre he creído ver una cierta química entre vosotros, pero…


—¿Qué? Cata, por favor, estamos hablando de Pedro Alfonso —exclamó Paula, mirándola atónita—, de Pedro, mi amigo de toda la vida.


—El que tú nunca te hayas fijado en él de ese modo no significa que no tenga ningún atractivo. Jamás he podido entender que seas incapaz de ver lo maravilloso e increíblemente guapo que es.


—Pues, mira, no lo sé —contestó Paula, dejando escapar una risa exasperada—. Para mí es simplemente Pedro.


—En serio, Paula, ¿cuándo fue la última vez que miraste a Pedro?


—No me hace falta mirarlo. Ya lo tengo muy visto.


—¿Ah, sí? ¿Sabes de qué color son sus ojos?


—Por supuesto que sé de qué color son sus ojos… Son castaños.


—Castaños —repitió Catalina entre dientes, enarcando una ceja.


—Bueno, castaños oscuros —precisó Paula. Y. de pronto, sin que se diera cuenta, se formó una leve sonrisa en sus labios—. Son como… chocolate fundido.


—Caray, Chaves, no sabía que tuvieras madera de poeta.


La voz de Pedro la sobresaltó. No lo había oído entrar en la tienda, aunque por la sonrisa socarrona de Cata, parecía que ella sí, y aun así la había dejado seguir hablando sin advertirla. Paula se puso roja como una amapola.


—Continúa por favor —la instó su amigo—. De los halagos nunca se cansa uno.


—Eres un… un… —masculló Paula furiosa—, ¿Cuanto hace que estas ahí?


—El tiempo suficiente —contestó él con una sonrisa maliciosa—. Venía a invitarte a nadar esta tarde en el lago. Podríamos quedar sobre las siete, y hacer un pic—nic, y darnos un baño después —se volvió hacia Catalina— ¿No te parece; Cata, hoy va a hacer una tarde perfecta, y que Paula debería venir a nadar conmigo? —inquirió— Cata sonrió maliciosa.


—Oh, si, si, desde luego, han dicho que el cielo estaría despejado todo el día, y la temperatura es muy agradable.


—¿Lo ves?— dijo Pedro satisfecho, girándose hacia Paula y mirándola a los ojos de un modo seductor—. Cata está de acuerdo.


Paula tuvo que apartar la vista, porque estaba volviendo a sonrojarse, y finalmente claudicó, más por lograr que se fuera que porque estuviera decidida.


—Está bien, iré.


—Estupendo — contestó él con una amplia sonrisa—. Entonces nos vemos allí. Hasta luego, señoras, un placer verlas —se despidió con una graciosa reverencia y salio de la tienda.


En cuanto se hubo marchado, Cata se volvió hacia su amiga, abanicándose el rostro con la mano.


—Soy yo… o de repente hace mucho calor aquí dentro? —inquirió con picardía.


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