domingo, 19 de febrero de 2017

FUTURO: CAPITULO 23






El matrimonio de sus padres no era su problema. Pedro se lo repitió una y otra vez esa noche, pero por más que quería creerlo, no podía. Llevaba toda la vida dando por sentado que sus padres eran inseparables. Tenía que hacer algo para que volvieran a estar juntos. Pero ellos tampoco se lo ponían fácil.


—Estoy teniendo la vida que quiero —le decía—. Me he pasado los últimos cuarenta años viviendo la de tu padre.


—¿No lo quieres?


—Claro que sí. ¡Viejo estúpido! Lo quiero, pero no quiero sus negocios. Y no me gusta que sea tan egoísta. Hace lo que le da la gana sin pensar en las consecuencias, sin pensar en cómo sus actos afectan a los demás. Le quiero, pero le voy a perder —parpadeó varias veces y se frotó los ojos.


—No vas a perderle. Vas a divorciarte de él.


—Pero no quiero quedarme de brazos cruzados, viendo cómo se destruye.


—¿Y es mejor dejarle? —Pedro no lo comprendía.


—Sí —dijo su madre con firmeza—. Lo es. Quedarme me está matando poco a poco.


Pasó un día completo. Y otro. A la noche siguiente, su padre todavía no había llamado para saber de su madre. Y su madre no mostraba signos de darse por vencida. Pero cuanto más la escuchaba, más entendía sus sentimientos. 


Por alguna extraña razón, lo que su madre le decía le hacía pensar en Pau. Las dos eran mujeres entrañables, daban amor sin esperar nada a cambio… Y eso le llevaba a pensar que él tenía mucho más en común con su padre de lo que quería creer. Ambos eran egoístas, hombres testarudos, ciegos…


—Voy a llamar a papá, mamá.


Eran poco más de las siete del jueves por la noche; más de las diez en Nueva York, si su padre estaba allí. Malena Alfonso levantó la vista hacia su hijo. Estaba pálida, desolada. 


No dijo ni una palabra.


—Si no quieres que lo haga, será mejor que me lo digas ahora —le dijo Pedro.


—No sé si servirá de algo —dijo ella con un hilo de voz, bajando la vista.


Pedro tampoco lo sabía. Se detuvo en el umbral y la observó durante unos momentos. Respiró hondo, fue hacia su taller para tener algo más de privacidad, y llamó a su padre.


—Alfonso —dijo su padre, contestando al momento. Su voz sonaba malhumorada, como siempre.


—Papá… Soy yo, Pedro.


Hubo un instante de vacilación.


—¿Sabes dónde está tu madre?


—Sí —respiró—. Está aquí conmigo.


—¿En California? —su padre sonaba a medio camino entre el enfado y el alivio—. Pero ¿qué está haciendo allí? ¿Te pasa algo?


—No. Pero a ella sí —Pedro se atrevió a hablarle así porque le conocía muy bien—. Le pasa algo contigo —se hizo un silencio—. Deja de ser tan egoísta.


—¿Egoísta? Trabajo sesenta horas a la semana. Más incluso. Lo hago por ella. ¡Por ti!


—Sí. Y por ti también —apuntó Pedro—. Eso es lo que aportas a la familia, ¿verdad? Así te sientes útil.


—Soy útil —dijo Socrates Alfonso con contundencia.


—Claro que lo eres. Pero no solo para los negocios. Mamá te quiere —le dijo Pedro con emoción—. Demasiado como para sentarse a ver cómo te destruyes. No está dispuesta a hacerlo, así que no la obligues.


—¿Se trata de mí entonces? —exclamó Socrates con prepotencia.


—Se trata de los dos, de vosotros y de la pareja que hacéis. Cuarenta años, papá. Eso es mucho tiempo. Me impresiona. No lo había pensando hasta ahora. Y aunque lo hubiera hecho, seguramente hubiera creído que era algo fácil, un paseo… —dijo, pensando que no solo estaba hablando para su padre. Estaba hablando para sí mismo también—. No lo tires por la borda, papá.


—No he sido yo el que se ha ido.


—No la dejes ir. No malgastes tus oportunidades de ser feliz. Daros otra oportunidad.


No sabía si aquellas palabras iban a servir para algo. Su padre no hacía promesas. Masculló algo y se quejó de que Lena nunca le entendía. Se quejó de sus hijos… Dijo que no valoraban lo mucho que él había trabajado por ellos. Pedro le dejó hablar. Escuchó. Podía oír el egoísmo en las palabras de su padre, y también el dolor que se negaba a reconocer como propio. No hacía más que intentar esconder sus sentimientos.


Él también había estado ahí, unos días antes. Una mujer maravillosa le había abandonado porque había sido demasiado egoísta… Una mujer a la que amaba.


Pedro se mesó el cabello. ¿Querría ella darle otra oportunidad? Era difícil saberlo…


Llamaron a la puerta poco después del mediodía. Era sábado. Pedro se había pasado la mañana intentando encontrar la manera de ir a San Francisco sin tener que dejar sola a su madre. Al final halló la solución preguntándose qué haría Pau en esa situación.


Llevársela consigo. Casi podía oírla diciendo las palabras…


La idea no le hacía mucha gracia. No quería tener que confesarle a su madre el por qué de un viaje tan repentino a San Francisco. Además, sabía que, si lo hacía, ella se empeñaría aún más en acompañarle. Querría conocer a Pau, ver a la mujer que había vuelto loco a su hijo pequeño.


Los golpes a la puerta se hicieron cada vez más fuertes. 


Molesto, Pedro la abrió de par en par.


Su padre entró directamente, mirando a un lado y a otro como si esperara ver a su mujer escondida detrás de una silla.


—¿Dónde está?


Pedro cerró la puerta y miró a su testarudo padre.


—Hola.


Su padre le saludó con un gesto serio y entonces se mesó el cabello.


—¿Dónde está tu madre?


—Fue a la panadería. Volverá en cualquier momento.


Apenas acababa de decir la frase cuando la puerta se abrió de nuevo.


—Se acabaron las rosquillas, así que… Oh —se ruborizó rápidamente al ver al hombre que estaba en mitad del salón.


Socrates también la miró fijamente. Ninguno de los dos habló. Y eso fue muy extraño. Pedro no podía recordar un momento como ese, en el que sus padres se hubieran quedado sin palabras. Siempre hablaban, demasiado… Pero en ese instante, simplemente se limitaron a mirarse.


—Muy bien —dijo Pedro. Le quitó la bolsa de la panadería a su madre de las manos y se la dio a su padre.


—Lleva esto a la cocina y prepárale una taza de té a mamá.


Su padre se le quedó mirando.


—El agua caliente está sobre el hornillo. Muy sencillo.


Pedro —dijo su madre, intentando apaciguar los ánimos.


—Que te haga una taza de té. Y después los dos os sentáis, coméis, y habláis un poco. Y os escucháis también. Y yo espero que eso sea suficiente para arreglar las cosas. Lo espero de verdad. Me tengo que ir.


Dio media vuelta, fue hacia su dormitorio, metió algo de ropa en una mochila, agarró su chaqueta y se dirigió hacia la puerta. Ni su padre ni su madre se habían movido.


—No puedo arreglar esto por vosotros. Eso lo tenéis que hacer vosotros mismos. Deseadme suerte.



—¿Suerte?


—¿Por qué, Pedro? ¿Adónde vas?


Pedro tragó en seco.


—A buscar a la mujer que amo.


FUTURO: CAPITULO 22





Un día después de volver a San Francisco, Pau le dijo a Adrian que no podía casarse con él. Él se había acercado a verla después del trabajo, encantado de tenerla de vuelta… 


Pero la alegría no le había durado mucho.


—No es por ti. Soy yo —le aseguró ella.


Y él, siempre tan seguro de sí mismo y de sus cualidades, se lo creyó sin problema. Incluso llegó a sonreír.


—Pensé que te lo estabas pensando mejor cuando empezaste a remolonear con lo del vestido. Sabías que esa vida no era para ti.


¿Había sido eso solamente? ¿Pedro no había tenido nada que ver? La idea era reconfortante. Pau solo podía esperar que Adrian la conociera mejor que ella misma.


—Pero vas a venir conmigo a la fiesta, ¿no?


Ella parpadeó.


—¿Quieres que vaya?


—Bueno, ahora tienes el vestido, y yo no tengo cita —extendió las manos y esbozó una sonrisa de esperanza.


Pau, sorprendida, decidió que no era mala idea. Así por lo menos tendría algo de qué hablar con la abuela cuando la llamara por la noche. No mencionaría lo de la ruptura, no obstante. Ya habría tiempo para eso cuando la viera en persona.


Fue hacia la ventana y se sentó en el sofá, bebiendo una taza de té y observando a la señora Wang. La anciana estaba en el porche de su casa, al otro lado de la calle, peinando a su gato… Cincuenta años más tarde esa sería ella…




FUTURO: CAPITULO 21





—¿PERO QUÉ dices? —exclamó Pedro, haciéndose a un lado para dejarla entrar—. No te puedes divorciar de papá.


Su madre se volvió hacia él y puso las manos sobre las caderas.


—No empieces con eso. Tú no. Eres la única persona que me queda.


Fue hacia la cocina, como si estuviera en su propia casa. 


Puso agua a hervir para preparar té.


—Ellos no lo entienden. Y él tampoco. Pero yo sabía que tú sí, porque no crees en el matrimonio.


Pedro sacudió la cabeza y se preguntó si aquello era una alucinación. Sus padres llevaban cuarenta años casados. 


Eran el cimiento de su vida. Existía gracias a ellos.


—¿Dónde tienes las tazas de té? —le preguntó su madre.
Las sacó para ella.


—Son tazas normales y corrientes, mamá. No tengo tazas de té.


—No importa. Nada importa. Pregúntale a tu padre —dijo con amargura, metiendo una bolsita de té en cada una de las tazas.


—Mamá, creo que tienes que calmarte un poco.


Ella se dio la vuelta de golpe. Tenía las mejillas encendidas.


—Tienes toda la razón. Ya estoy más que harta de ese hombre. No quiere ver la realidad. No quiere darse cuenta de que no es inmortal. ¿Sabes lo que me dijo cuando le recordé lo de la reunión familiar?


—Que tenía que trabajar —Pedro conocía muy bien a su padre.


—¡Que tenía que trabajar! —Malena gritó a todo pulmón—. Y no solo eso. También me dijo que tenía que irse a Grecia. Pero ¿qué le pasa?


Pedro se limitó a sacudir la cabeza.


—No sé. Yo tampoco lo sé. Pero ya estoy cansada de pelear con él. Estoy cansada de intentar hacerle entrar en razón. Estoy… cansada.


Pedro le puso un brazo alrededor de los hombros.


—Mamá, a lo mejor no necesitas tomarte un té. A lo mejor lo que necesitas es irte a la cama.


—A lo mejor —dijo ella. Su voz sonaba tan exhausta que apenas podía oírla en ese momento.


—Yo preparo la cama.


Dejó a su madre sentada en la cocina con tu taza de té y le preparó la habitación que había usado Milos. Se preguntó si debía llamar a su padre. ¿Sabía que ella le había dejado? ¿Se habría dado cuenta su padre, siempre adicto al trabajo, de que su madre ya no estaba allí?


Metió una almohada en su funda, alisó las sábanas y regresó a la cocina.


—Tienes que hablar con papá.


—No.


—Mamá…


—No.


Pedro le lanzó una mirada inflexible, pero ella siguió sacudiendo la cabeza. Sonrió con tristeza y le acarició la mejilla. Se dirigió al dormitorio.


—Tengo que dormir —le dijo por fin—. Llevo días sin hacerlo.


—Yo también —murmuró Pedro para sí.


Pero tampoco pudo dormir esa noche. Se quedó en vela toda la noche, preguntándose quién había puesto patas arriba todo su mundo. Quería tener a Pau en sus brazos en ese momento. Lo necesitaba desesperadamente. Quería que Pau volviera a su vida. Quería a Paula






FUTURO: CAPITULO 20




Pedro dudaba mucho que existiera una palabra en el idioma inglés para describir el maremágnum de emociones, todas ellas caóticas, que sintió al ver marchar a Pau. Entró en la casa, cerró dando un portazo y le dio una patada a la silla de la cocina que se interponía en su camino… 


Ella no regresó. 


Simplemente le dejó con un nuevo fardo de recuerdos que le estaban volviendo loco.


Le amaba. Estaba seguro de ello. Pero no sabía cómo abrirle los ojos. Hablar con ella no iba a funcionar…


Cada vez que sonaba el teléfono, esperaba que fuera ella, pero siempre era otra persona. Su madre le había llamado otra media docena de veces. Su hermana le había llamado dos veces también, pero él no había contestado a sus llamadas. No quería verse involucrado en otro lío familiar. Ya tenía suficientes problemas. Las únicas personas con las que había hablado habían sido clientes y distribuidores. Y también había hablado con Maggie.


Pensaba que se lo iba tomar muy mal, pero Maggie tenía muchos años y era muy sabia.


—Ya la he retenido aquí durante mucho tiempo —le dijo cuando él le preguntó por Pau un día después de su marcha—. Tiene trabajo. Los niños deben de estar deseando verla. Y creo que ella también los necesita. Echa de menos a Hernan.


Pedro sabía que era así. Le pidió la dirección de Mariana y le envió el peluche que Pau había comprado para Hernan. 


También le mandó su dirección. A lo mejor Mariana le escribía, para darle las gracias. No era mucho, pero era lo único que podía hacer sin que ella se volviera en su contra.


 Después de enviar el paquete para Hernan se fue a casa. 


Agarró la tabla de surf y se fue a la playa. Hacía un día lluvioso y frío. Estaban en pleno marzo… No había nadie más en la orilla. Pero las olas no estaban del todo mal… 


Finalmente, agotado, regresó a la casa. Comió un par de porciones de pizza fría y se fue a su taller. La noche anterior había pasado las horas allí, lijando el aparador. Se suponía que el trabajo le calmaba, pero en esa ocasión no estaba surtiendo efecto.


Eran casi las once cuando sonó el timbre de la puerta. Fue tan repentino que la pata en la que estaba trabajando se le cayó de las manos. Fue a abrir. Estaba cubierto de serrín, pegajoso por el barniz… No se había afeitado. Pero daba igual. Solo una persona podía estar llamando a su puerta a esa hora de la noche. Al final ella había escuchado a su propio corazón…


Abrió la puerta bruscamente y se quedó perplejo.


—¡Mamá!


Parpadeó. Apretó los párpados y volvió a abrir los ojos. 


Malena Alfonso estaba allí en carne y hueso. El pelo canoso se le rizaba con la lluvia. A su lado había una maleta.


—¿Mamá? —repitió, cada vez más preocupado—. ¿Qué demonios… Qué estás haciendo aquí?


Ella esbozó una sonrisa espléndida y decidida.


—Me voy a divorciar, cariño. He dejado a tu padre.



FUTURO: CAPITULO 19





Pau se despertó lentamente, sintiéndose relajada, saciada. 


Empezó a estirarse. Los músculos se le agarrotaban, pero no importaba. Tampoco podía moverse mucho. Había un cuerpo duro y caliente contra su espalda.


—¿Pedro?


Sintió cómo se curvaban sus labios sobre la nuca.


—¿Esperabas a otro?


Ella se volvió hacia él, le dio un golpecito con la nariz. Él sonreía, satisfecho, pero no saciado. De repente la agarró de la cintura y la levantó sobre él. Quedaron frente a frente, tumbados en la cama, cuerpo contra cuerpo. Pau podía sentir su miembro erecto. Aún tenía hambre de ella.


Él le sujetó las mejillas y la besó. Fue un beso largo y profundo que prometía otra noche de pasión como la que habían compartido. Y ella no dijo que no. Era lo que deseaba, tanto como él. Lo deseaba a plena luz del día. No hablaban, solo se tocaban, y observaban. Ella se sentó encima de él, a horcajadas. Le observó mientras deslizaba los dedos a capricho sobre su piel, acariciándole los pechos, pellizcándole los pezones. Y entonces le acarició el abdomen, deslizó una mano entre sus muslos, tocó su sexo desnudo, jugó con ella, tanteó el terreno.


Pau contuvo el aliento, y cuando él dejó de tocarla, sintió que le faltaba algo. Él la levantó por las caderas y volvió a colocarla encima, entrando así en su sexo.


Sus cuerpos se tensaron. Ella bajó la vista y le sonrió. 


Después deslizó los dedos sobre su pecho, trazó un círculo alrededor de su ombligo, se inclinó y besó sus pequeños pezones masculinos. Esperó…


—Pau… —dijo él, gimiendo.


Le clavó los dedos en las caderas, levantándola y bajándola de nuevo. Pero ella se echó hacia atrás. No podía moverse.


—¡Pau! —su tono de voz era de absoluta desesperación.


—Ssssssí —Pau se levantó casi del todo y entonces volvió a bajar, metiéndole dentro de ella.


Pedro jadeó, empezó a moverse, levantó las caderas para encontrarse con ella. El juego había terminado. Ya no había nada que esperar. Solo quedaba el deseo, el desenfreno… 


Más rápido, más frenético… Como una ola que los llevaba hasta lo más alto y que después rompía, precipitándolos al vacío, dejándolos exhaustos, varados en la orilla, sus cuerpos húmedos, los corazones desbocados. Pau, colapsada contra su pecho, podía oír su corazón palpitante contra la oreja. Sintió cómo él le acariciaba el cabello… 


Siempre había sido así con él. Eso era lo que más le gustaba de estar con él. No solo era la locura; también podían jugar, tentarse el uno al otro. Podían hablar, discutir, reír. La vida con Pedro era algo más que irse a la cama. Era amor.


De repente Pau supo que nunca había dejado de amarle. 


Levantó la cabeza de su pecho y le miró. Él sonreía.


—Se acabó Adrian —dijo él de pronto.


Pau se quedó de piedra.


—¿Qué?


Él encogió los hombros con pereza.


—Creo que hemos demostrado empíricamente que no quieres a Adrian.


Pau se sintió como si acabaran de darle un puñetazo en el estómago. Moviéndose rápido, se quitó de encima de él y se puso en pie. Arrastró una sábana y se tapó con ella para no sentirse tan expuesta.


—¿Se trata de Adrian?


—Claro que no. Se trata de ti —dijo Pedro, frunciendo el ceño.


—¿Qué pasa conmigo?


—Pero ¿por qué te pones así? —Pedro se recostó contra el cabecero de la cama y extendió una mano hacia ella.


Pero Pau apretó la sábana contra su cuerpo con más fuerza.


—¿Me has hecho el amor para demostrarme que no quiero a Adrian?


—¡No! Bueno, sí, pero esa no es la única razón —él bajó la mano e hizo ademán de levantarse de la cama para ir tras ella.


Pero Pau ya no necesitaba que le demostrara nada más. 


Recogió su ropa del suelo, se metió en el cuarto de baño y cerró la puerta.


El pomo de la puerta giró.


—¡Pau! ¡Pau! ¡Por Dios! Abre —el pomo se movió de nuevo—. ¡Pau!


Pero Pau no estaba escuchando. Ya había oído suficiente. 


Abrió el grifo de la ducha a tope para no oírle. Soltó la sábana y se metió debajo del reconfortante chorro de agua caliente. Puso la cara justo delante. No quería sentir las lágrimas cuando empezaran a caer.


Había vuelto a equivocarse, de nuevo. Estaba enamorada de Pedro Alfonso. Se quedó en la ducha hasta que el agua caliente se acabó. Abrió la puerta del dormitorio, quitó la maleta de la silla, y empezó a echar cosas dentro. Pedro apareció en la puerta en un abrir y cerrar de ojos.


—¿Qué estás haciendo?


Ella ni se molestó en volverse.


—Estoy haciendo las maletas.


—¿Por qué? —él entró en la habitación y trató de agarrarla por el brazo.


Ella se apartó, fue hacia el armario, sacó toda su ropa y la enrolló con brusquedad para meterla en la maleta.


—Me voy a casa —dijo, intentando mantener la calma, sin siquiera mirarle a los ojos.


—No digas tonterías. Tu abuela te necesita.


—Mi abuela va a estar bien. Tiene a muchos médicos y enfermeros que la van a cuidar muy bien. Yo puedo estar pendiente por teléfono. Y a lo mejor me la llevo a San Francisco cuando salga del hospital.


—No va a querer. Ya lo sabes.


—Pues qué pena. Yo trabajo allí. Toda mi vida está allí. ¡Adrian está allí! —en ese momento sí que se dio la vuelta y miró a Pedro a los ojos.


Le fulminó con la mirada, furiosa. Pero ella no era la única. 


Los ojos de Pedro echaban chispas.


—No estás hablando en serio. ¡No puedes volver con él después de lo que acabas de hacer conmigo!


—Bueno, no tengo pensado decírselo —dijo Pau, dolida—. En eso tienes razón.


—¡No puedes casarte con él!


—¡No me digas lo que tengo que hacer y lo que no! —gritó Pau. Cerró la maleta con violencia, la arrastró hasta el salón y empezó a bajar las escaleras.


Pedro fue detrás de ella.


—Estás exagerando. No me acosté contigo solo para demostrar algo.


—Muy bien. Entonces solo fue algo accidental, para pasar el rato —le espetó Pau en un tono corrosivo.


Metió la maleta en el coche, cerró la puerta con gran estruendo y volvió a recoger a los gatos. Él se interpuso en su camino, le impidió el paso.


—Es cierto —dijo, insistiendo—. Aunque ahora supongo que irás y te casarás con él por despecho.


—Bueno, será mejor que casarme contigo —dijo Pau, dándole un empujón y pasando por delante. Subió las escaleras. Afortunadamente, Bas y Hux estaban localizables. Los tomó en brazos a los dos, pasó por delante de Pedro y volvió a bajar.


Él fue detrás de ella. Sus pasos sonaban fuertes, decididos.


—¡Paula! Maldita sea. Para un momento.


Pero ella no se detuvo hasta haber metido a los gatos en el coche. Entonces se dio la vuelta y volvió sobre sus propios pasos. Le hizo frente.


—¡No escuchas! Nunca lo haces. Escucha esto —la agarró con fuerza y le dio un beso feroz, como si la estuviera marcando sin remedio y para siempre.


Pau podría haberle dicho que ya lo había hecho. Para toda la vida… ¿Pero de qué hubiera servido? Se quedó quieta y aguantó. Se mantuvo firme.


—Estoy escuchando —le dijo cuando él se apartó por fin—. ¿Qué quieres decirme?


—Quiero decirte que he impedido que cometas el error más grande de toda tu vida.


Y eso era exactamente lo que ella creía haberle oído decir. 


Simplemente eso. Nada más.


—Bueno, muchas gracias —Pau subió al coche, arrancó y salió a toda prisa. No había canción que pudiera animarla un poco en ese momento…