viernes, 6 de enero de 2017

PELIGRO: CAPITULO 2




Paula se apoyó contra la puerta del baño y sintió un escalofrío. Hacía frío y se preguntó si el agua estaría congelada. Al menos no estaba a la intemperie.


¿Qué iba a hacer?


Llevaba tres días huyendo, pagando en metálico la gasolina, los moteles y la comida para no dejar rastro, pero no se sentía segura. Quería llegar a la casa de su primo, convencida de que allí estaría a salvo. Necesitaba un sitio donde quedarse mientras decidía qué hacer.


Su primo Lorenzo era dueño de una cabaña de dos plantas que usaba en vacaciones. Estaba en algún sitio de aquella carretera, junto a uno de los lagos. Años atrás, su madre y ella solían pasar dos semanas con ellos en verano, pero ahora, el lugar parecía diferente, especialmente con toda aquella nieve. No tenía ni idea de lo cerca que estaba de la casa de su primo. Antes de salirse de la carretera, estaba pendiente de encontrar el camino de entrada a la cabaña.


Aquella mañana, al abandonar el motel, el cielo estaba gris y soplaba un fuerte viento. Aquel hombre tenía razón: no había reparado en aquellas condiciones, si no, no habría salido del motel. En cualquier caso, cuando la nieve empezó a caer estaba tan sólo a sesenta kilómetros de la cabaña de Lorenzo, así que decidió continuar. Cuando vio que los copos eran cada vez más grandes, se asustó. Apenas podía ver la carretera y los limpiaparabrisas no daban abasto. Por supuesto que no se hubiera lanzado a conducir bajo la tormenta si lo hubiera sabido. A pesar de lo que su anfitrión pensara, no era ninguna estúpida.


Aunque todo eso no importaba ahora. No había manera de dar marcha atrás en el tiempo y cambiar la decisión que la había llevado a aquella situación. Se enfrentaba a la posibilidad real de morir congelada si regresaba a su coche.


Si se quedaba, tendría que enfrentarse a aquel malhumorado extraño, lo que le ponía entre la espada y la pared.


Su suerte la estaba abandonando en el momento en que más la necesitaba. De todos los sitios donde podía haber caído, había ido a parar junto a un ermitaño que odiaba a la gente. O quizá sólo odiara a las mujeres. Fuera lo que fuese, era evidente que no deseaba tenerla allí.


Era alto, de constitución fuerte y unos treinta y tantos años. 


No sabía lo que le pasaba en la pierna, pero se había dado cuenta de que no apoyaba el peso en ella. Un afeitado y un buen corte de pelo mejorarían su aspecto.


Lo que más le desconcertaban eran sus ojos. Eran de un azul intenso y su mirada era penetrante.


De pronto, Paula reparó en su reflejo en el espejo. Tenía ojeras y estaba pálida como la nieve. Sacó un peine de su bolso y se lo pasó por el pelo. Se lo había cortado la primera noche en que huyó, en un intento de cambiar su aspecto. 


Nunca había sido el tipo de mujer en el que la gente reparaba y confiaba en poder hacerse pasar por otra persona, si su situación se volvía preocupante.


Paula se estremeció. Si permanecía en el baño más tiempo, iba a congelarse. Bajó los hombros y abrió la puerta, decidida a ser amable a pesar del mal humor de su anfitrión.


Él no se había movido de su silla y parecía absorto en el libro que estaba leyendo. Ella se sentó y se tomó el café, a la espera de que levantara el rostro, hablara, o hiciera cualquier otra cosa aparte de ignorar su presencia.


—Creo que sería una buena idea que me dijera su nombre.


Pedro —contestó sin mirarla.


Estupendo, Pedro sin apellido. La pistola estaba sobre la mesa. ¿Acaso era un delincuente? ¿O un paranoico?


—Si tiene hambre, hay una cazuela con estofado en la cocina. Sírvase usted misma.


Volvió su atención al libro, dando por cumplidas sus obligaciones como anfitrión.


Lo cierto era que estaba muerta de hambre. No había parado más que a echar gasolina desde que saliera del motel. Sólo había tomado comida basura, lo que probablemente era uno de los motivos por los que estaba temblando.


Fue a la cocina y levantó la tapa de una gran cacerola. 


Después de abrir dos armarios, encontró un plato y se sirvió el sabroso estofado.


—¿Quiere un poco? —le preguntó.


—Sí, gracias —contestó él después de unos segundos.


Se sorprendió al ver que mostraba cierta educación. Llenó otro plato y los puso sobre la mesa.


Él cerró el libro y tomó una de las cucharas que ella le ofrecía. Enseguida empezó a comer.


—¿Cuándo cree que pasará la tormenta?


El se tomó su tiempo antes de contestar. Sacudió la cabeza y se encogió de hombros.


—Lo siento, no tengo una bola de cristal —dijo y siguió comiendo.


—Una vez deja de nevar, ¿se derrite la nieve?


El suspiró.


—Sí, con el tiempo. Probablemente para marzo.


—¡Marzo! Pero si quedan dos meses.


El la miró inexpresivo.


—Alguien debería haberle dicho que Michigan en invierno no es el mejor sitio para pasar las vacaciones, a menos que le gusten los deportes de invierno.


De repente, se había quedado sin apetito. A aquel paso, la nieve le impediría encontrar el camino a la casa de Lorenzo.


Se sentó y escuchó los sonidos a su alrededor. Oyó el crujido de la leña en la estufa, la rama de un árbol rozando el lateral de la cabaña y el viento soplando como si de un fantasma se tratara. El olor del estofado y del café daban un delicioso aroma a la cabaña y la lámpara que había sobre la mesa emitía un reflejo dorado.


Estudió las paredes y la cubierta inclinada, soportada por gruesos maderos. Era una pena que aquel sitio no tuviera un techo que resguardara el calor.


Cuando Pedro habló, ella se sobresaltó.


—¿Cómo dio con este sitio? No vi ninguna huella.


—Vi el humo de la chimenea de casualidad, mientras trataba de encontrar la manera de sacar mi coche de la cuneta. Comencé a caminar en línea recta entre los árboles, por donde no había demasiada nieve. Tengo que admitir que me estaba comenzando a poner nerviosa justo antes de encontrar la cabaña.


Paula recogió los platos después de que acabaron de comer y los lavó. Aunque su reloj marcaba poco más de las tres, la luz estaba desapareciendo rápidamente. El viento parecía haber incrementado su intensidad desde que estaba allí. No tenía ni idea de los lejos que estaba su coche. Había tenido mucha suerte de encontrar la cabaña. Se estremeció y se rodeó con los brazos.


Finalmente, Paula se apartó de la ventana. Miró a Pedro y descubrió que la estaba observando.


—Tendré que quedarme a pasar la noche —afirmó.


—Eso parece.


—No tengo ropa.


—No me sorprende. Usted sólo quería usar el teléfono, no mudarse a vivir aquí.


Estuvo a punto de sonreír. Tenía una curiosa manera de resaltar lo evidente. Quizá la tensión de los últimos tres días había afectado a su cabeza, pero ya no encontraba a aquel hombre tan intimidatorio como le había parecido en un primer momento, tan sólo grosero.


Claro que también podía dispararla en cualquier momento, aunque no creía que fuera a hacerlo. Le daba la impresión de que usaba la pistola para protegerse y no para agredir.


Observó la ropa que llevaba puesta y suspiró.


El se puso de pie y caminó hasta el otro lado de la cabaña.


—Veré qué le puedo dejar para dormir.


Ella lo siguió y lo observó mientras abría un cajón y sacaba un chándal, además de sábanas y mantas.


—Hay almohadas en la cama —dijo señalando las literas.


—Gracias —dijo ella tomando lo que le ofrecía y se acercó a la cama de abajo.


Aunque era alta, aquellos pantalones y camisetas le quedarían enormes.


Se giró y lo miró.


—Espero que no le importe, pero me estaba preguntando si podríamos colocar algo que nos diera cierta intimidad.


La miró como si hubiera perdido la cabeza. Le daba igual lo que él pensara y se cruzó de brazos sosteniéndole la mirada.


—No creo que una manta le dé intimidad a menos que quiera colocarla desde la cama de arriba. Si es eso lo que quiere, hágalo.


Él se dio media vuelta y caminó sobre sus pasos hasta el otro extremo. Se metió en el baño, cerró la puerta y abrió la ducha. Normalmente usaba una manta eléctrica para relajar los músculos de su muslo, pero al no haber electricidad, su única opción era el agua caliente. Al menos era un alivio que tanto el agua caliente como la cocina funcionaran con gas. 


Le gustaba usar aquel lugar. Tenía todas las comodidades de un hogar, excepto por la electricidad, que se iba a cada rato. Incluso había un pequeño lavaplatos y un horno, además de una despensa que había llenado para no tener que salir de allí.


Tenía espacio suficiente para hacer su terapia y recuperar así la movilidad de su pierna.


Después de ducharse y vestirse, Pedro se sintió mejor. Abrió la puerta y regresó a la cálida estancia, dando gracias por tener suficiente leña apilada para mantener aquel sitio caliente hasta la primavera, hubiera o no electricidad. Para entonces, confiaba en estar de regreso con su unidad.


Aquella idea no le agradaba. Todavía tenía pesadillas por el ataque y se sentía tremendamente culpable de haber dirigido a su escuadrón hacia una emboscada, deseando haber sido uno de los dos muertos.


Paula había colocado dos mantas, una hacia el lado que daba a su cama y la otra, a los pies. Puesto que la cama estaba en un rincón de la cabaña, los otros dos lados estaban protegidos de su mirada.


—¿Se siente más segura ahora?


Ella se giró y lo miró.


—Sí, gracias —contestó educadamente, levantando ligeramente la barbilla.


Aquel gesto era una clara señal de que no se dejaba amilanar por él.


A pesar de todo, estaba impresionado. En una situación como aquélla, muchas de las mujeres que conocía, estarían llorando. Pensó en su madre y en Carolina, la esposa de su hermano mayor, Facundo, y sonrió. Aquellas dos mujeres eran de armas tomar.


Se acercó a su silla y se sentó. Estaba leyendo la biografía del general Patton. Su vida era fascinante. Aquella biografía le había hecho olvidarse de su actual situación.


Tenía que pensar qué hacer con su carrera militar. Podía pedir una excedencia, pero si lo hacía, ¿qué haría después?


Siempre le había gustado su carrera militar hasta aquella última misión de reconocimiento. A pesar de que sus superiores le habían dicho varias veces en el hospital que no había nada que hubiera podido hacer por salvar la vida de los dos hombres y que el resto del escuadrón, a pesar de sus heridas, había sobrevivido gracias a su agilidad mental, estaba teniendo problemas para recuperar la confianza en sí mismo.


—Si me disculpa, creo que me voy a acostar. Me he levantado muy temprano esta mañana —dijo ella.


Él levantó la mirada y comprobó que Paula se había puesto el chándal que le había dado. Llevaba el pantalón doblado en la cintura y aun así le arrastraba. La camiseta le quedaba mejor y al menos la mantendría caliente.


Su determinación lo sorprendía por alguna razón.


—Trataré de no hacer ruido para no molestarla —replicó él.


Ella asintió y regresó junto a la litera. Pedro la observó meterse en la cama, antes de que la manta cayera y la ocultara.


No sabía si sentirse halagado o insultado.



PELIGRO: CAPITULO 1




Un ruido fuera de la cabaña lo despertó, poniéndolo en alerta. Se había quedado dormido mientras leía. A pesar de la nevada que estaba cayendo, había alguien fuera.


¿Habría alguien buscándolo? Nadie excepto su comandante sabía que estaba en la cabaña de un amigo en Michigan, recuperándose de sus heridas.


Pedro se levantó de la silla y tomó su bastón. Buscó su arma reglamentaria y se acercó sigilosamente a la ventana. Desde donde estaba, no podía ver el pequeño porche, pero sí el camino de acceso y no había huellas en el suelo.


Sus años en la fuerza aérea lo habían vuelto cauteloso y precavido y sabía que, a pesar de la furia de la tormenta, había oído pasos sobre el suelo de madera del porche. 


¿Quién sería y cómo habría llegado hasta allí? No le gustaban las sorpresas y, mucho menos, los invitados inesperados.


Alguien llamó a la puerta.


—¿Quién está ahí?


—Siento molestarlo —respondió una temblorosa voz de mujer—. Mi coche se salió de la carretera y me quedé atrapada en la cuneta. ¿Podría usar su teléfono para pedir ayuda?


Aquello no le gustaba. La carretera que pasaba por allí era secundaria y terminaba en el lago, a unos treinta kilómetros. 


¿Qué estaría haciendo allí?


Al ver que no contestaba, ella volvió a hablar.


—¿Hola? Sé que molesto, pero sólo quería...


El abrió la puerta y la vio frente a él. Llevaba un abrigo ligero, con capucha, que apenas le llegaba a los muslos, dejando ver sus vaqueros y sus botas. Sus ojos eran del color del whisky y su rostro estaba pálido.


Abrió la puerta y dejó la pistola a un lado.


—Pase.


Ella se dio prisa en entrar. Después de cerrar la puerta, él se giró y vio que la mujer tenía la vista puesta en la pistola. 


¿Qué pensaría que iba a hacer, disparar a cualquiera que llamara a su puerta? Sin decir nada, se acercó a la mesa y dejó la pistola. Se giró y la vio allí junto a la puerta. Parecía haberse quedado de piedra y estaba temblando. La nieve que llevaba en la ropa, se estaba derritiendo y cayendo al suelo.


—Mire, señorita. No tengo ninguna intención de dispararle, así que quítese el abrigo antes de que tenga que secar todo el suelo.


—¡Oh! —dijo mirando el charco que se había formado a sus pies.


Se quitó rápidamente el abrigo y miró a su alrededor en busca de un sitio donde dejarlo.


La electricidad se había ido hacía un par de horas y la habitación estaba iluminada por una lámpara de queroseno que había en la mesa, donde había estado leyendo.


—Hay un perchero junto a la puerta —dijo él secamente.


La miró quitarse los guantes y colgar el abrigo antes de secarse las manos en los vaqueros. Al mirar a su alrededor, su expresión denotó nerviosismo.


La cabaña tenía una sola estancia, con una cocina en un extremo. Junto a la mesa y las sillas, había un sofá que había conocido épocas mejores, una butaca desfondada y, en el otro extremo, un par de literas. En el centro de la habitación había una estufa, única fuente de calor. También había un pequeño baño junto a la cocina.


Al quitarse el gorro, descubrió que tenía el pelo corto, con rizos rubios que rodeaban su rostro. Era alta, delgada y tenía el aspecto de una adolescente. Sus ojos transmitían inocencia, al contrario que sus gruesos labios.


Ella tomó una vieja toalla que colgaba cerca de la puerta y secó el charco. Al agacharse, los vaqueros marcaron la forma de su trasero y de sus largas y torneadas piernas y Pedro retiró la mirada, molesto por el modo en que se sentía impresionado. No había visto a una mujer desde que abandonara el hospital, meses atrás. Sabía que no era una agradable compañía para nadie y menos aún, para una inocente adolescente.


Dejó el bastón a un lado y se sentó en la misma silla que ocupaba antes de que ella llegara. El dolor en el hombro, costado y muslo, de donde le habían sacado las balas, lo devolvió al presente, recordándole por qué había querido estar solo mientras se recuperaba. Ni siquiera había querido decirle a su familia dónde estaba. Al ver que se incorporaba, volvió a mirarla. No la quería allí, pero tampoco podía negarle refugio.


—Quisiera hacer una llamada para pedir ayuda.


El se quedó mirándola en silencio. Tenía un ligero acento del sur, lo que podía explicar por qué llevaba una ropa tan inadecuada para el invierno y su imprudencia al viajar bajo aquella tormenta.


—Quizá no se haya dado cuenta de que estamos en mitad de una tormenta de nieve. No encontrará a nadie dispuesto a arriesgar la vida para sacar su coche de la nieve.


Ella trató de ocultar su pánico, pero él supo adivinarlo en sus ojos. Se dio media vuelta y tomó su abrigo.


—¿Qué está haciendo?



—Me iré a mi coche hasta que amaine la tormenta.


Él sacudió la cabeza, incrédulo.


—No me parece una buena idea, señorita Alabama. Si vuelve al coche puede morir por congelación mientras espera a que pase la tormenta. Podría durar días.


Ella se giró lentamente hacia él, levantando la barbilla.


—Mi nombre es Paula Chaves y soy de Tennessee, no de Alabama. Y respecto a lo de morir congelada, haré lo que pueda por mantenerme abrigada, puesto que ésa parece la única opción que tengo en este momento.


«Deja que se marche. No la quieres aquí contigo, así que deja que se congele», pensó él.


—No haga tonterías. Se quedará aquí hasta que alguien venga a ayudarla —dijo y señaló su bastón—. Siento no poder ayudarla. Todavía no puedo caminar sin caerme.


Paula se cruzó de brazos y le lanzó una mirada gélida.


—¿A qué tonterías se refiere? —preguntó ella ignorando su último comentario.


—En primer lugar, a conducir con este tiempo. ¿Ha conducido bajo la nieve alguna vez?


Sus labios se tensaron.


—Lo cierto es que no. Cuando salí del motel al amanecer, no esperaba encontrarme con una nevada. Los copos comenzaron a caer cuando estaba a tan sólo sesenta kilómetros de mi destino. No pensé que se formaría una tormenta tan rápido.


Él sacudió la cabeza.


—Se quedará aquí hasta que pase la tormenta. Como verá, no hay electricidad, cosa habitual durante las tormentas —dijo y señaló la cafetera que había sobre la estufa—. Hay café si quiere.


Ella asintió y se acercó a la estufa para calentarse las manos. Él tomó su bastón y fue a la cocina para llevarle una taza. Ella se sirvió café y se acercó a la mesa para dejar su taza en el extremo opuesto a él. En lugar de sentarse, miró alrededor de la habitación.


—¿Puedo usar el baño?


El señaló con la barbilla hacia una puerta.


—Está ahí.


Ella atravesó la cocina, abrió la puerta del cuarto de baño y entró.


¿Qué demonios iba a hacer con aquella mujer? No podía dejar que saliera a la tormenta y se helara. Pero tampoco la quería allí. En aquella cabaña, que se utilizaba como refugio de cazadores, no había intimidad.


Había ido hasta allí por propia decisión. Quería estar completamente recuperado antes de enfrentarse al mundo exterior y necesitaba estar solo para luchar contra sus propios demonios.



PELIGRO: SINOPSIS




Él huía de su pasado; ella, de su vida...


El agente Pedro Alfonso sabía que nadie lo buscaría en aquella aislada cabaña. Necesitaba soledad; ni familia, ni amigos preocupados… nadie que lo culpara de nada. Las heridas de su cuerpo no tardarían en curarse, pero las de su alma eran otra historia.


Aunque era evidente que la mujer que apareció de pronto en su puerta necesitaba ayuda, Pedro prometió que sólo la dejaría refugiarse de la tormenta. La inocencia y la ternura de Paula Chaves eran mucho más de lo que él merecía. 


Pero aquel inesperado encuentro podría salvarlos a ambos…




jueves, 5 de enero de 2017

CHANTAJE: CAPITULO FINAL





Exactamente un año después, Tomas fue invitado a la inauguración de la casa de Paula y Pedro.


-Veo que te trata bien -le comentó su amigo.


-Me trata de maravilla -contestó Paula sinceramente.


-Por fin, se está comportando. Lo reconozco. Parece que has domado a la fiera. Ahora, al menos, me deja hablar contigo a solas.


-Si antes lo dices... -sonrió Paula-. Aquí viene.


Tomas se tensó, pero Pedro sonrió y le estrechó la mano.


Los dos hombres hablaron durante un rato y, luego, Tomas se mezcló con los demás invitados y los dejó a solas.


-Gracias por invitarlo -le dijo Paula a su marido-. Cada día te controlas más.


-Siempre y cuando no te toque, no hay ningún problema -contestó Pedro besándola.


-¿Cuántos dormitorios tenemos al final? -preguntó de repente Paula.


Pedro la miró sorprendido, recordando las innumerables conversaciones que habían tenido con el equipo de arquitectos que había construido la mansión.


-¿Lo preguntas en serio?


-Lo pregunto porque vamos a necesitar otra -contestó Paula con inocencia.


-¿Para qué?


Paula sonrió.


-Eres un hombre muy inteligente para los negocios, pero, a veces, para otras cosas eres un poco lento -le dijo tomándole la mano y colocándosela en su tripa-. Vamos a tener un hijo.


-¿Un hijo?


-Sí, y va a nacer en la isla, exactamente igual que tu abuela -sonrió Paula mirándolo con adoración-. ¿Estás contento?


-¿Contento? -sonrió Pedro-. Estoy feliz -añadió tomándola en brazos y dirigiéndose a la playa.


-Pedro, los invitados -le recordó Paula.


-Estarán perfectamente bien atendidos -le aseguró su marido llevándosela en la oscuridad.


-Desde luego, qué bien se te da hacer siempre lo que te viene en gana, ¿eh? Aunque, ahora que lo pienso, se me ocurre algo que se te da todavía mejor.


-¿Ah, sí? -sonrió Pedro mirándola con deseo-. ¿Y te importaría decirme qué es?


-Será un placer -contestó Paula besándolo-. Un auténtico placer.



CHANTAJE: CAPITULO 28




TRAS hacer las maletas, Paula decidió que no quería reunirse con los demás en casa de Kouropoulos, así que tomó el sendero de la playa y fue hacia la cala azul donde vivía la abuela de Pedro.


No tenía ni idea de dónde estaba Pedro. Estaba enfadada con él por haberse ido sin decir nada.


Paula supuso que Pedro había dado por hecho que entre Tomas y ella había algo. ¿Cómo podía estar tan ciego?


Le entraron unas terribles ganas de llorar, pero no lo hizo porque se dijo que no merecía la pena llorar por Pedro Alfonso.


Era un hombre egoísta, patológicamente celoso y... ¡lo quería tanto!


Todo había salido mal por culpa de Marina.


Otra vez.


Al ver una silueta conocida, se quedó helada.


-Si vuelves a abrazar a Farrer estando medio desnuda, no respondo de mis actos.


Paula se giró hacia él con lágrimas en los ojos.


-Te has ido y me has dejado allí sola.


-Me he ido porque estaba enfadado y no me fiaba de mí mismo.


-¿Por qué cuando estás conmigo no utilizas el cerebro? ¡Todo ha sido urdido por Marina! Desde el mismo momento en el que dijiste que no nos íbamos a divorciar, ha estado tramando algo y tú lo sabías.


-Sí, lo sabía.


-Entonces, ¿por qué estás enfadado?


-Porque te he vuelto a encontrar en brazos de Tomas.


-Dios mío, Pedro, es mi amigo.


-No me lo recuerdes -dijo Pedro pasándose los dedos por el pelo-. ¿Cómo te crees que me siento sabiendo que fue él quien te consoló después de que yo te hubiera destrozado?


-Pedro...


-¿Y cómo te crees que me siento ahora sabiendo que ha venido a recoger de nuevo los pedacitos?


- Tomas ha venido porque Marina lo ha llamado. Ella sabía que su presencia aquí causaría problemas y así ha sido -le explicó Paula-. Siento mucho lo de la isla -añadió con tristeza.


-La isla me importa un bledo -le aseguró Pedro mirándola a los ojos.


-Pero querías comprarla con toda tu alma...


-Eso creía yo, pero he descubierto que hay algo que deseo mucho más.


Paula se quedó mirándolo fijamente, incapaz de hablar.


-Cuando vi a Farrer, sentí miedo de que te fueras con él -le explicó Pedro yendo hacia ella.


-¿Tuviste miedo?


-Probablemente, ha sido la primera vez en mi vida, pero, sí -confesó Pedro-. Él siempre ha estado a tu lado mientras que yo ... yo no he hecho más que hacerte la vida imposible. Te he tratado muy mal. agape mou, y te pido perdón por ello.


¿Pedro le estaba pidiendo perdón? Paula no se lo podía creer.


-Todo eso que dijo Farrer de que me quieres tanto que estarías dispuesta a hacer cualquier cosa por mÍ... ¿es verdad?


Paula asintió.


-Me alegro porque lo que más deseo en el mundo es que me perdones -dijo Pedro tomándola entre sus brazos-. Quiero que me perdones por haberte hecho daño, por no confiar en ti y por aparecer en tu vida y chantajearte.


-Me alegro de que me chantajearas -sonrió Paula-. Si no lo hubieras hecho, ahora mismo no estaríamos aquí sino divorciándonos.


-Jamás te hubiera concedido el divorcio -dijo Pedro.


Por fin, Paula reunió valor para preguntarle lo que más deseaba saber.


-¿Por qué?


-Porque te quiero -contestó Pedro-. Porque te quiero -repitió con una gran sonrisa-. Es la primera vez que le digo estas palabras a alguien.


-¿Estás seguro?


-Completamente seguro. Creo que siempre te he querido, pero no me había dado cuenta. Tal vez, no quería verlo. Hace cinco años, me daba miedo lo que sentía por ti. Supongo que por eso te aparté de mi vida con tanta rapidez.


De repente, a Paula le entraron ganas de reír.


-¿Por qué me has traído aquí contigo?


-Porque quería tenerte vigilada y no quería dejarte con Farrer -contestó Pedro-. Mi instinto me decía que era arriesgado desde el punto de vista empresarial. pero decidí hacerlo de todas maneras.


-¿Por qué era arriesgado?


-Porque estabas furiosa conmigo y podrías entorpecer la venta. Mi abogado se quedó verde cuando le dije que te venías conmigo.


-Desde que me contaste que querías comprar la isla porque se lo habías prometido a tu abuela, sólo he querido ayudarte a conseguirla. Te aseguro que jamás habría sido un obstáculo.


-Lo sé. Eres una persona buena y generosa y yo te he tratado muy mal.


-Confieso que yo no tendría que haber intentando ponerte celoso.


-Conseguirlo te tendría que haber hecho comprender que estaba enamorado de ti -sonrió Pedro-. En cualquier caso, Farrer tiene razón. Soy un canalla egoísta y probablemente lo mejor que podrías hacer es alejarte de mí. Sin embargo, yo no soy tan generoso como tú. Lo siento, pero no te voy a conceder el divorcio. Eres mía y quiero pasar el resto de mi vida recompensándote por haberme portado tan mal contigo.


Paula sintió que el corazón le daba un vuelco, pero no pudo evitar desafiarlo.


-¿Y si yo quiero divorciarme?


-No quieres -contestó Pedro abrazándola.


-¿Cómo está usted tan seguro, señor Alfonso?


-Porque sé por qué te casaste conmigo en realidad hace cinco años. De haber sido por dinero, te habrías gastado algo, pero no gastaste absolutamente nada.


-Lo único que yo quería de ti no estaba en venta. Quería que me quisieras.


-Y te quería, pero, entonces, me cegaron los celos. Ahora lo veo claro. Tendríamos que haber hablado y haber aclarado la situación. Lo cierto es que fuiste la primera mujer en mi vida que me hizo pensar en el amor y estaba aterrorizado.


Paula alargó la mano y le acarició la cara.


-Tu padre tuvo mala suerte, Pedro.


-Sí, no como yo, que soy un hombre muy afortunado -contestó Pedro mirándola a los ojos.


-¿Y qué hacemos ahora? -preguntó Paula pasándole los brazos por el cuello.


-¿Qué te parece si te quedas a mi lado para toda la vida?


Emocionada, Paula lo besó.


-Me parece la mejor idea del mundo -contestó-. ¿Cuándo te diste cuenta de que estabas enamorado de mí?


-Cuando me sorprendí a mí mismo contándote cosas de mi vida personal que no le había contado a nadie nunca.


Paula sonrió encantada.


-Eres una gran distracción, ¿sabes? -sonrió Pedro-. No puedo estar cinco minutos sin ti. No sé qué va a ser de mis empresas. A lo mejor, me arruino -rió-. Cuando le he contado a Kouropoulos que quería seguir casado contigo, no lo tenía premeditado, me ha salido así. Supongo que te lo he dicho delante de los demás porque me daba miedo decírtelo a solas por si me decías que no.


-Lo que es una pena es que te hayas ido así porque, tal vez, si te hubieras quedado, Kouropoulos se habría dado cuenta de que me quieres de verdad y te habría vendido la isla.


-Efectivamente -comentó Kouropoulos a sus espaldas-. Entonces, ¿este matrimonio es de verdad o no? -añadió divertido.


Pedro miró a Paula a los ojos.


-Es de verdad -contestó-. Completamente de verdad -añadió besándola.


-En ese caso, la isla es tuya -dijo Kouropoulos.


-¿De verdad? -sonrió Paula encantada.


-De verdad -contestó Kouropoulos mirando Pedro-. Sabía lo de la promesa que le habías hecho a tu abuela y sabía que no podrías cumplirla durante los primeros años porque estabas montando tu empresa, así que esperé porque yo también había hecho una promesa. Le prometí a tu padre que solamente te la vendería a ti.


Pedro lo miró sorprendido.


-¿Hablaste con mi padre de este tema?


Kouropoulos se encogió de hombros.


-Tu padre quería que la isla volviera a la familia y tenía fe en ti, sabía que tú te harías cargo de la empresa y que la convertirías en un imperio del que él habría estado orgulloso.


-¿Pero por qué me pusiste como requisito para vendérmela que cambiara de imagen?


-Porque tu padre se sentía muy culpable, creía que por su culpa no confiabas en las mujeres. Él lo único que quería era verte enamorado -sonrió Kouropoulos-. Si te viera ahora, estaría feliz. La isla es tuya, Alfonso. Bienvenido a casa, Pedro -concluyó girándose y alejándose por la playa.


-¿Qué vas a hacer con la isla? -quiso saber Paula.


-Exactamente lo que le he dicho a Kouropoulos --sonrió Pedro-. La quiero para mi esposa y para los numerosos hijos que vamos a tener, agape mou.