viernes, 6 de enero de 2017

PELIGRO: CAPITULO 2




Paula se apoyó contra la puerta del baño y sintió un escalofrío. Hacía frío y se preguntó si el agua estaría congelada. Al menos no estaba a la intemperie.


¿Qué iba a hacer?


Llevaba tres días huyendo, pagando en metálico la gasolina, los moteles y la comida para no dejar rastro, pero no se sentía segura. Quería llegar a la casa de su primo, convencida de que allí estaría a salvo. Necesitaba un sitio donde quedarse mientras decidía qué hacer.


Su primo Lorenzo era dueño de una cabaña de dos plantas que usaba en vacaciones. Estaba en algún sitio de aquella carretera, junto a uno de los lagos. Años atrás, su madre y ella solían pasar dos semanas con ellos en verano, pero ahora, el lugar parecía diferente, especialmente con toda aquella nieve. No tenía ni idea de lo cerca que estaba de la casa de su primo. Antes de salirse de la carretera, estaba pendiente de encontrar el camino de entrada a la cabaña.


Aquella mañana, al abandonar el motel, el cielo estaba gris y soplaba un fuerte viento. Aquel hombre tenía razón: no había reparado en aquellas condiciones, si no, no habría salido del motel. En cualquier caso, cuando la nieve empezó a caer estaba tan sólo a sesenta kilómetros de la cabaña de Lorenzo, así que decidió continuar. Cuando vio que los copos eran cada vez más grandes, se asustó. Apenas podía ver la carretera y los limpiaparabrisas no daban abasto. Por supuesto que no se hubiera lanzado a conducir bajo la tormenta si lo hubiera sabido. A pesar de lo que su anfitrión pensara, no era ninguna estúpida.


Aunque todo eso no importaba ahora. No había manera de dar marcha atrás en el tiempo y cambiar la decisión que la había llevado a aquella situación. Se enfrentaba a la posibilidad real de morir congelada si regresaba a su coche.


Si se quedaba, tendría que enfrentarse a aquel malhumorado extraño, lo que le ponía entre la espada y la pared.


Su suerte la estaba abandonando en el momento en que más la necesitaba. De todos los sitios donde podía haber caído, había ido a parar junto a un ermitaño que odiaba a la gente. O quizá sólo odiara a las mujeres. Fuera lo que fuese, era evidente que no deseaba tenerla allí.


Era alto, de constitución fuerte y unos treinta y tantos años. 


No sabía lo que le pasaba en la pierna, pero se había dado cuenta de que no apoyaba el peso en ella. Un afeitado y un buen corte de pelo mejorarían su aspecto.


Lo que más le desconcertaban eran sus ojos. Eran de un azul intenso y su mirada era penetrante.


De pronto, Paula reparó en su reflejo en el espejo. Tenía ojeras y estaba pálida como la nieve. Sacó un peine de su bolso y se lo pasó por el pelo. Se lo había cortado la primera noche en que huyó, en un intento de cambiar su aspecto. 


Nunca había sido el tipo de mujer en el que la gente reparaba y confiaba en poder hacerse pasar por otra persona, si su situación se volvía preocupante.


Paula se estremeció. Si permanecía en el baño más tiempo, iba a congelarse. Bajó los hombros y abrió la puerta, decidida a ser amable a pesar del mal humor de su anfitrión.


Él no se había movido de su silla y parecía absorto en el libro que estaba leyendo. Ella se sentó y se tomó el café, a la espera de que levantara el rostro, hablara, o hiciera cualquier otra cosa aparte de ignorar su presencia.


—Creo que sería una buena idea que me dijera su nombre.


Pedro —contestó sin mirarla.


Estupendo, Pedro sin apellido. La pistola estaba sobre la mesa. ¿Acaso era un delincuente? ¿O un paranoico?


—Si tiene hambre, hay una cazuela con estofado en la cocina. Sírvase usted misma.


Volvió su atención al libro, dando por cumplidas sus obligaciones como anfitrión.


Lo cierto era que estaba muerta de hambre. No había parado más que a echar gasolina desde que saliera del motel. Sólo había tomado comida basura, lo que probablemente era uno de los motivos por los que estaba temblando.


Fue a la cocina y levantó la tapa de una gran cacerola. 


Después de abrir dos armarios, encontró un plato y se sirvió el sabroso estofado.


—¿Quiere un poco? —le preguntó.


—Sí, gracias —contestó él después de unos segundos.


Se sorprendió al ver que mostraba cierta educación. Llenó otro plato y los puso sobre la mesa.


Él cerró el libro y tomó una de las cucharas que ella le ofrecía. Enseguida empezó a comer.


—¿Cuándo cree que pasará la tormenta?


El se tomó su tiempo antes de contestar. Sacudió la cabeza y se encogió de hombros.


—Lo siento, no tengo una bola de cristal —dijo y siguió comiendo.


—Una vez deja de nevar, ¿se derrite la nieve?


El suspiró.


—Sí, con el tiempo. Probablemente para marzo.


—¡Marzo! Pero si quedan dos meses.


El la miró inexpresivo.


—Alguien debería haberle dicho que Michigan en invierno no es el mejor sitio para pasar las vacaciones, a menos que le gusten los deportes de invierno.


De repente, se había quedado sin apetito. A aquel paso, la nieve le impediría encontrar el camino a la casa de Lorenzo.


Se sentó y escuchó los sonidos a su alrededor. Oyó el crujido de la leña en la estufa, la rama de un árbol rozando el lateral de la cabaña y el viento soplando como si de un fantasma se tratara. El olor del estofado y del café daban un delicioso aroma a la cabaña y la lámpara que había sobre la mesa emitía un reflejo dorado.


Estudió las paredes y la cubierta inclinada, soportada por gruesos maderos. Era una pena que aquel sitio no tuviera un techo que resguardara el calor.


Cuando Pedro habló, ella se sobresaltó.


—¿Cómo dio con este sitio? No vi ninguna huella.


—Vi el humo de la chimenea de casualidad, mientras trataba de encontrar la manera de sacar mi coche de la cuneta. Comencé a caminar en línea recta entre los árboles, por donde no había demasiada nieve. Tengo que admitir que me estaba comenzando a poner nerviosa justo antes de encontrar la cabaña.


Paula recogió los platos después de que acabaron de comer y los lavó. Aunque su reloj marcaba poco más de las tres, la luz estaba desapareciendo rápidamente. El viento parecía haber incrementado su intensidad desde que estaba allí. No tenía ni idea de los lejos que estaba su coche. Había tenido mucha suerte de encontrar la cabaña. Se estremeció y se rodeó con los brazos.


Finalmente, Paula se apartó de la ventana. Miró a Pedro y descubrió que la estaba observando.


—Tendré que quedarme a pasar la noche —afirmó.


—Eso parece.


—No tengo ropa.


—No me sorprende. Usted sólo quería usar el teléfono, no mudarse a vivir aquí.


Estuvo a punto de sonreír. Tenía una curiosa manera de resaltar lo evidente. Quizá la tensión de los últimos tres días había afectado a su cabeza, pero ya no encontraba a aquel hombre tan intimidatorio como le había parecido en un primer momento, tan sólo grosero.


Claro que también podía dispararla en cualquier momento, aunque no creía que fuera a hacerlo. Le daba la impresión de que usaba la pistola para protegerse y no para agredir.


Observó la ropa que llevaba puesta y suspiró.


El se puso de pie y caminó hasta el otro lado de la cabaña.


—Veré qué le puedo dejar para dormir.


Ella lo siguió y lo observó mientras abría un cajón y sacaba un chándal, además de sábanas y mantas.


—Hay almohadas en la cama —dijo señalando las literas.


—Gracias —dijo ella tomando lo que le ofrecía y se acercó a la cama de abajo.


Aunque era alta, aquellos pantalones y camisetas le quedarían enormes.


Se giró y lo miró.


—Espero que no le importe, pero me estaba preguntando si podríamos colocar algo que nos diera cierta intimidad.


La miró como si hubiera perdido la cabeza. Le daba igual lo que él pensara y se cruzó de brazos sosteniéndole la mirada.


—No creo que una manta le dé intimidad a menos que quiera colocarla desde la cama de arriba. Si es eso lo que quiere, hágalo.


Él se dio media vuelta y caminó sobre sus pasos hasta el otro extremo. Se metió en el baño, cerró la puerta y abrió la ducha. Normalmente usaba una manta eléctrica para relajar los músculos de su muslo, pero al no haber electricidad, su única opción era el agua caliente. Al menos era un alivio que tanto el agua caliente como la cocina funcionaran con gas. 


Le gustaba usar aquel lugar. Tenía todas las comodidades de un hogar, excepto por la electricidad, que se iba a cada rato. Incluso había un pequeño lavaplatos y un horno, además de una despensa que había llenado para no tener que salir de allí.


Tenía espacio suficiente para hacer su terapia y recuperar así la movilidad de su pierna.


Después de ducharse y vestirse, Pedro se sintió mejor. Abrió la puerta y regresó a la cálida estancia, dando gracias por tener suficiente leña apilada para mantener aquel sitio caliente hasta la primavera, hubiera o no electricidad. Para entonces, confiaba en estar de regreso con su unidad.


Aquella idea no le agradaba. Todavía tenía pesadillas por el ataque y se sentía tremendamente culpable de haber dirigido a su escuadrón hacia una emboscada, deseando haber sido uno de los dos muertos.


Paula había colocado dos mantas, una hacia el lado que daba a su cama y la otra, a los pies. Puesto que la cama estaba en un rincón de la cabaña, los otros dos lados estaban protegidos de su mirada.


—¿Se siente más segura ahora?


Ella se giró y lo miró.


—Sí, gracias —contestó educadamente, levantando ligeramente la barbilla.


Aquel gesto era una clara señal de que no se dejaba amilanar por él.


A pesar de todo, estaba impresionado. En una situación como aquélla, muchas de las mujeres que conocía, estarían llorando. Pensó en su madre y en Carolina, la esposa de su hermano mayor, Facundo, y sonrió. Aquellas dos mujeres eran de armas tomar.


Se acercó a su silla y se sentó. Estaba leyendo la biografía del general Patton. Su vida era fascinante. Aquella biografía le había hecho olvidarse de su actual situación.


Tenía que pensar qué hacer con su carrera militar. Podía pedir una excedencia, pero si lo hacía, ¿qué haría después?


Siempre le había gustado su carrera militar hasta aquella última misión de reconocimiento. A pesar de que sus superiores le habían dicho varias veces en el hospital que no había nada que hubiera podido hacer por salvar la vida de los dos hombres y que el resto del escuadrón, a pesar de sus heridas, había sobrevivido gracias a su agilidad mental, estaba teniendo problemas para recuperar la confianza en sí mismo.


—Si me disculpa, creo que me voy a acostar. Me he levantado muy temprano esta mañana —dijo ella.


Él levantó la mirada y comprobó que Paula se había puesto el chándal que le había dado. Llevaba el pantalón doblado en la cintura y aun así le arrastraba. La camiseta le quedaba mejor y al menos la mantendría caliente.


Su determinación lo sorprendía por alguna razón.


—Trataré de no hacer ruido para no molestarla —replicó él.


Ella asintió y regresó junto a la litera. Pedro la observó meterse en la cama, antes de que la manta cayera y la ocultara.


No sabía si sentirse halagado o insultado.



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