viernes, 6 de enero de 2017

PELIGRO: CAPITULO 1




Un ruido fuera de la cabaña lo despertó, poniéndolo en alerta. Se había quedado dormido mientras leía. A pesar de la nevada que estaba cayendo, había alguien fuera.


¿Habría alguien buscándolo? Nadie excepto su comandante sabía que estaba en la cabaña de un amigo en Michigan, recuperándose de sus heridas.


Pedro se levantó de la silla y tomó su bastón. Buscó su arma reglamentaria y se acercó sigilosamente a la ventana. Desde donde estaba, no podía ver el pequeño porche, pero sí el camino de acceso y no había huellas en el suelo.


Sus años en la fuerza aérea lo habían vuelto cauteloso y precavido y sabía que, a pesar de la furia de la tormenta, había oído pasos sobre el suelo de madera del porche. 


¿Quién sería y cómo habría llegado hasta allí? No le gustaban las sorpresas y, mucho menos, los invitados inesperados.


Alguien llamó a la puerta.


—¿Quién está ahí?


—Siento molestarlo —respondió una temblorosa voz de mujer—. Mi coche se salió de la carretera y me quedé atrapada en la cuneta. ¿Podría usar su teléfono para pedir ayuda?


Aquello no le gustaba. La carretera que pasaba por allí era secundaria y terminaba en el lago, a unos treinta kilómetros. 


¿Qué estaría haciendo allí?


Al ver que no contestaba, ella volvió a hablar.


—¿Hola? Sé que molesto, pero sólo quería...


El abrió la puerta y la vio frente a él. Llevaba un abrigo ligero, con capucha, que apenas le llegaba a los muslos, dejando ver sus vaqueros y sus botas. Sus ojos eran del color del whisky y su rostro estaba pálido.


Abrió la puerta y dejó la pistola a un lado.


—Pase.


Ella se dio prisa en entrar. Después de cerrar la puerta, él se giró y vio que la mujer tenía la vista puesta en la pistola. 


¿Qué pensaría que iba a hacer, disparar a cualquiera que llamara a su puerta? Sin decir nada, se acercó a la mesa y dejó la pistola. Se giró y la vio allí junto a la puerta. Parecía haberse quedado de piedra y estaba temblando. La nieve que llevaba en la ropa, se estaba derritiendo y cayendo al suelo.


—Mire, señorita. No tengo ninguna intención de dispararle, así que quítese el abrigo antes de que tenga que secar todo el suelo.


—¡Oh! —dijo mirando el charco que se había formado a sus pies.


Se quitó rápidamente el abrigo y miró a su alrededor en busca de un sitio donde dejarlo.


La electricidad se había ido hacía un par de horas y la habitación estaba iluminada por una lámpara de queroseno que había en la mesa, donde había estado leyendo.


—Hay un perchero junto a la puerta —dijo él secamente.


La miró quitarse los guantes y colgar el abrigo antes de secarse las manos en los vaqueros. Al mirar a su alrededor, su expresión denotó nerviosismo.


La cabaña tenía una sola estancia, con una cocina en un extremo. Junto a la mesa y las sillas, había un sofá que había conocido épocas mejores, una butaca desfondada y, en el otro extremo, un par de literas. En el centro de la habitación había una estufa, única fuente de calor. También había un pequeño baño junto a la cocina.


Al quitarse el gorro, descubrió que tenía el pelo corto, con rizos rubios que rodeaban su rostro. Era alta, delgada y tenía el aspecto de una adolescente. Sus ojos transmitían inocencia, al contrario que sus gruesos labios.


Ella tomó una vieja toalla que colgaba cerca de la puerta y secó el charco. Al agacharse, los vaqueros marcaron la forma de su trasero y de sus largas y torneadas piernas y Pedro retiró la mirada, molesto por el modo en que se sentía impresionado. No había visto a una mujer desde que abandonara el hospital, meses atrás. Sabía que no era una agradable compañía para nadie y menos aún, para una inocente adolescente.


Dejó el bastón a un lado y se sentó en la misma silla que ocupaba antes de que ella llegara. El dolor en el hombro, costado y muslo, de donde le habían sacado las balas, lo devolvió al presente, recordándole por qué había querido estar solo mientras se recuperaba. Ni siquiera había querido decirle a su familia dónde estaba. Al ver que se incorporaba, volvió a mirarla. No la quería allí, pero tampoco podía negarle refugio.


—Quisiera hacer una llamada para pedir ayuda.


El se quedó mirándola en silencio. Tenía un ligero acento del sur, lo que podía explicar por qué llevaba una ropa tan inadecuada para el invierno y su imprudencia al viajar bajo aquella tormenta.


—Quizá no se haya dado cuenta de que estamos en mitad de una tormenta de nieve. No encontrará a nadie dispuesto a arriesgar la vida para sacar su coche de la nieve.


Ella trató de ocultar su pánico, pero él supo adivinarlo en sus ojos. Se dio media vuelta y tomó su abrigo.


—¿Qué está haciendo?



—Me iré a mi coche hasta que amaine la tormenta.


Él sacudió la cabeza, incrédulo.


—No me parece una buena idea, señorita Alabama. Si vuelve al coche puede morir por congelación mientras espera a que pase la tormenta. Podría durar días.


Ella se giró lentamente hacia él, levantando la barbilla.


—Mi nombre es Paula Chaves y soy de Tennessee, no de Alabama. Y respecto a lo de morir congelada, haré lo que pueda por mantenerme abrigada, puesto que ésa parece la única opción que tengo en este momento.


«Deja que se marche. No la quieres aquí contigo, así que deja que se congele», pensó él.


—No haga tonterías. Se quedará aquí hasta que alguien venga a ayudarla —dijo y señaló su bastón—. Siento no poder ayudarla. Todavía no puedo caminar sin caerme.


Paula se cruzó de brazos y le lanzó una mirada gélida.


—¿A qué tonterías se refiere? —preguntó ella ignorando su último comentario.


—En primer lugar, a conducir con este tiempo. ¿Ha conducido bajo la nieve alguna vez?


Sus labios se tensaron.


—Lo cierto es que no. Cuando salí del motel al amanecer, no esperaba encontrarme con una nevada. Los copos comenzaron a caer cuando estaba a tan sólo sesenta kilómetros de mi destino. No pensé que se formaría una tormenta tan rápido.


Él sacudió la cabeza.


—Se quedará aquí hasta que pase la tormenta. Como verá, no hay electricidad, cosa habitual durante las tormentas —dijo y señaló la cafetera que había sobre la estufa—. Hay café si quiere.


Ella asintió y se acercó a la estufa para calentarse las manos. Él tomó su bastón y fue a la cocina para llevarle una taza. Ella se sirvió café y se acercó a la mesa para dejar su taza en el extremo opuesto a él. En lugar de sentarse, miró alrededor de la habitación.


—¿Puedo usar el baño?


El señaló con la barbilla hacia una puerta.


—Está ahí.


Ella atravesó la cocina, abrió la puerta del cuarto de baño y entró.


¿Qué demonios iba a hacer con aquella mujer? No podía dejar que saliera a la tormenta y se helara. Pero tampoco la quería allí. En aquella cabaña, que se utilizaba como refugio de cazadores, no había intimidad.


Había ido hasta allí por propia decisión. Quería estar completamente recuperado antes de enfrentarse al mundo exterior y necesitaba estar solo para luchar contra sus propios demonios.



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