sábado, 24 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 36





Tres días después estaban de nuevo en Madrid. Pedro había insistido en que se fueran todas con él al Palace mientras buscaban un piso que les gustase en Madrid, pero su mujer pensó que sería más sencillo quedarse en su casa hasta que hicieran la mudanza definitiva.


Pedro se adaptó al oscuro y minúsculo piso sin aspavientos. 


Paula se dijo que una de las cosas que más le agradaban de su nuevo marido era su sencillez; al contrario que mucha gente que ella conocía, no se daba aires por su éxito profesional y nada era demasiado poco para él. Además, a pesar de su tamaño, se había adaptado a su pequeña cama de maravilla y a Paula le encantaba dormirse todas las noches rodeada por esos fuertes brazos y despertar estrechamente abrazada a él.


Al ser agosto no tenía mucho trabajo, así que, acompañada por su hija, se dedicó a buscar piso con entusiasmo y no tardó mucho en encontrar uno amplio, luminoso y muy bien situado, que se adaptaba por completo a sus necesidades. 


Como de costumbre, Pedro dejó todas las decisiones respecto a la decoración en sus manos; sin embargo, procuraba volver pronto del trabajo y la acompañaba a ver muebles, telas y cuadros y, a pesar de las agobiantes temperaturas, disfrutaron tanto como durante aquellos días en Nueva York.


Los fines de semana les gustaba relajarse en alguna de las pintorescas casas rurales que había en los alrededores de la capital, donde Sol disfrutaba con la Tata en la piscina mientras ellos se dedicaban a recuperar el tiempo que permanecían separados durante el resto de la semana.


Una de las primeras tardes que pasaban en Madrid tras su luna de miel, Candela se dejó caer por su antiguo piso.


—Te veo radiante —fue su saludo nada más verla.


Y era cierto. Paula estaba morena como una india auténtica, sus ojos brillaban con destellos dorados y una sonrisa de felicidad se había hecho fuerte en sus labios.


—La verdad es que no pensé que casarme con Pedro fuera a ser… fuera a ser… —Notó que se ponía roja como un tomate—. Vamos, que no pensé que sería tan interesante.


—Así que interesante, ¿eh?


La mirada de la pelirroja estaba cargada de malicia y a Paula se le escapó una risita tonta.


—Pues sí. Interesantísimo.


Su amiga se alegró por ella de corazón. Aunque desde que lo conoció Pedro le había parecido un buen hombre, se había sentido muy preocupada. Sospechaba que las cicatrices que Paula arrastraba tras su matrimonio con Álvaro eran mucho más profundas de lo que nunca le había confesado. Sabía de sobra lo sensible y leal que era su amiga y le había aterrado la posibilidad de que su nuevo matrimonio fuera también un fracaso.


Paula cambió de tema con brusquedad.


—¿Y qué me dices de ti?


—¿De mí? —La miró extrañada.


Su amiga se puso en jarras y de un soplido retiró un mechón de pelo oscuro que había resbalado sobre su frente.


—Sí, no disimules. Sé que algo ha pasado entre Lucas y tú.


—Ese… ese… —Los ojos de Candela brillaron, indignados, mientras se tiraba de los cortos mechones rojizos como si quisiera arrancárselos—. Además de todo, el Mataperros es un chismoso.


—Él no me ha contado nada. Lo adiviné. Cuando vino a dejar a Sol se le veía tan feliz… Imagínate a Lucas en plan parlanchín.


La pelirroja la miró con estupor.


—¿Parlanchín? ¿Feliz? —Sacudió la cabeza—. Entonces sería por otra cosa. Tuvimos una de las mayores discusiones que recuerdo y mira que nuestra relación no ha sido una balsa de aceite, precisamente.


Ahora fue el turno de Paula de mirarla sorprendida.


—¿Una discusión?


—Épica —precisó su amiga para que no hubiera dudas.


—Qué raro… y, ¿por qué fue la discusión? —Entonces fue Candela la que se puso del color de esa fruta tan común y las delicadas pecas esparcidas por el puente de su nariz, ligeramente respingona, resaltaron aún más—. ¡Caramba, Cande, creo que es la primera vez desde que te conozco que te pones colorada!


Un nuevo chorro de sangre inundó las, en general, pálidas mejillas de su amiga.


—Nada… Una… una tontería.


Sin la menor delicadeza, Paula la empujó sobre el sillón y se sentó a su lado con los ojos cargados de curiosidad.


—¡Cuéntame ahora mismo!


—Bueno, el muy… el muy… ¡Que va el tío y me da un beso en los morros el muy… el muy morreador!—El enojo hacía que le temblara la voz—. Eso sí, espero que la torta que se llevó a cambio le haya dejado la mejilla escocida al menos una semana.


—¡¿Te besó?! ¡¿Nuestro Lucas?! —Paula no daba crédito.


—¡Será tu Lucas! Ese… ese… ese acosador no es nada mío. Espero no tener que volver a verlo en una buena temporada —afirmó, furiosa.


Paula entrecerró los párpados y le lanzó una mirada astuta.


—Y… ¿te gustó?


Una nueva riada de sangre, seguida por un leve tartamudeo.


—Pues… pues… ¡por supuesto que no!


—Umm —se limitó a decir la otra, antes de añadir—: ¿Puedes contarme los detalles, por favor? Me muero de curiosidad.


Candela se encogió de hombros y respondió:
—No hay mucho que contar. Yo estaba con Marcos quien, todo hay que decirlo, se estaba poniendo un poco pesadito…


Paula asintió con cara de enterada.


—Ya me percaté de que había bebido más de la cuenta.


—Pues sí, pero nada que no hubiera podido controlar yo sola. Ya me conoces. —India asintió de nuevo; en más de una ocasión, había visto a su amiga deshacerse de algún moscón más insistente de lo habitual de un doloroso rodillazo en la ingle.


—Pero entonces llega él, con ese aire de durito perdonavidas, ya sabes, ¿no? —Candela se iba calentando más y más según hablaba—. Va y, sin decir una palabra, engancha a Marcos por el brazo y lo arrastra hasta su habitación. Luego me agarra a mí con cero delicadeza, me obliga a meterme en la mía, cierra la puerta a sus espaldas, se me queda mirando como si yo fuera una caca de perro que acabara de pisar en la calle y me suelta: «¿Alguna vez serás capaz de dejar escapar a un tío sin tratar de tirártelo?».


—¿Eso te dijo? —Paula abrió la boca, asombrada—. Creo que eres la única persona con la que Lucas se muestra así de maleducado. Está claro que sacas lo peor de él.


—Vaya, cuánto me alegra saberlo. Todavía tendré yo la culpa —replicó la pelirroja, sarcástica.


Su interlocutora alzó las manos en un gesto conciliador.


—Venga, no te enfades y sigue contando.


—Pues imagínate el cabreo que me cogí. Empecé a decirle de todo menos bonito y de repente… de repente…


Paula alzó las cejas, apremiante, animándola a continuar.


—¿De repente?


—Pues eso, que de repente se abalanza sobre mí como un neandertal peludo de esos y me da un morreo que ni te imaginas.


—La verdad es que no —Paula sacudió la cabeza—. ¿Te hizo daño? Es lo último que me esperaba de Lucas; siempre ha sido un hombre supertierno.


—¡Ja! ¡Supertierno, y un jamón! Un bestia, eso es lo que es. Un pedazo de animal, un salvaje, un… —Al parecer Candela se quedó sin apelativos, pues, de pronto, se quedó callada como si reviviera en su mente aquellos besos frenéticos y algo en su expresión le hizo saber a Paula que su amiga no estaba tan indignada como aparentaba.


—Vamos, que no te gustó —afirmó con los ojos clavados en ella.


—Pues… ¡pues claro que no!


—No me parece que lo digas muy convencida. —Las pupilas de Paula, muy atentas, no se perdían ni una de las fugaces emociones que pasaban por el expresivo rostro de la pelirroja.


Candela la miró con indignación.


—¿A ti te gustaría que un tío mucho más fuerte que tú te estrujara entre sus brazos y te besara hasta dejarte sin aire?


—Hombre, depende… —respondió con sinceridad, recordando algunos de los besos que le había dado su marido.


—La verdad es que me cogió por sorpresa, pero en cuanto me repuse —a Candela le vinieron a la cabeza aquellos largos minutos que había tardado en recuperar el juicio, pero sacudió aquel recuerdo inoportuno con un decidido movimiento de cabeza y continuó—, le aticé una bofetada de esas que hacen temblar hasta las muelas del juicio y me soltó.


—¿Y?


—¿Y qué? —De pronto, Candela parecía estar pensando en otra cosa.


Su amiga alzó los ojos al cielo, exasperada.


—Pues, hija, qué va a ser. Que cómo acabó la historia.


—Pues nada, él se marchó por fin de mi habitación y yo me acosté y me quedé dormida en el acto. Creo que yo también había bebido más de la cuenta. Sí, debió ser eso —murmuró para sí.


Su amiga no dijo nada; pero, por primera vez en años, aquello con lo que solo se había atrevido a soñar —que Lucas y Candela se dieran cuenta de una vez de lo que, en realidad, sentían el uno por el otro—, parecía más cercano.


En ese momento entró Sol, muy interesada en conocer la opinión de su madrina respecto al dibujo que acababa de hacer, así que Paula decidió que sería mejor dejarlo estar.








viernes, 23 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 35




Lucas llegó con Sol unos días después y se quedó todo el fin de semana. A Paula le sorprendió lo feliz que parecía. Sus ojos, casi negros, relucían como magnetitas y estaba más locuaz que de costumbre. Un día que se fueron todos de pesca a una charca cercana que servía de bebedero para los animales, Paula aprovechó que Pedro estaba muy ocupado desenganchando el anzuelo de la boca del pez que Sol acababa de pescar y le preguntó, curiosa:
—Te veo muy contento, Lucas. ¿Acabas de cerrar alguna de esas expediciones al quinto pino que tanto te gustan?


Lucas echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada. Si no fuera porque sabía que su amigo no hacía esas cosas, Paula hubiera jurado que la piel de su rostro moreno se había sonrojado un poco.


—Frío, frío —respondió, misterioso.


Lo miró con el ceño fruncido.


—Venga, no me dejes con la intriga. Sé que ha ocurrido algo. Nunca te había visto charlar por los codos como estos días. —Aquello era una pequeña exageración, pero era cierto que Lucas estaba distinto.


Él enarcó una de sus cejas oscuras en un gesto que tenía algo de diabólico.


—Digamos que he decidido echar toda la carne en el asador.


—¿Qué carne? —Arrugó la nariz, perpleja.


—La carne blanca y apetitosa de tu amiga.


—¡¿Candela?!


—Sí, la misma zanahoria putrefacta que viste y calza —dijo con una expresión de ternura que Paula no le había visto jamás.


—¡Cuéntame ahora mismo qué ha pasado entre vosotros! —exigió muerta de curiosidad.


Le lanzó una mirada calculadora bajo sus gruesos párpados.


—¿Ella no te ha contado nada?


Paula sacudió la cabeza en una firme negativa.


—La verdad es que, ahora que lo pienso, no hemos hablado en toda la semana.


En los ojos oscuros centellearon, de nuevo, unos destellos malignos.


—Será mejor que te lo cuente ella. De una cosa estoy seguro… —frunció los labios, como si algo le pareciera muy divertido—. Tu amiga no debe estar muy contenta.


Y, sin más, puso fin al interrogatorio por el método expeditivo de darse media vuelta y alejarse hacia donde Pedro y Sol seguían luchando por desenganchar del anzuelo al pobre pez —que boqueaba de manera angustiosa—, dejándola profundamente intrigada.




TE QUIERO: CAPITULO 34





El resto de la semana transcurrió de forma muy parecida. En un momento dado, Pedro le preguntó si no hubiera preferido pasar su luna de miel en una de esas playas paradisíacas, con palmeras, arena blanca y agua transparente; sin embargo, Paula lo negó muy segura. Según le dijo, quedaban pocos de aquellos paraísos que ella no hubiera visitado en alguna ocasión, pero nunca, añadió, había sentido una paz y un bienestar semejantes a los que había experimentado durante esos últimos días y — aunque eso no se lo confesó— tampoco había hecho jamás el amor con semejante abandono.


Casi no quedaba un rincón de la casa ni una acogedora sombra en los alrededores bajo la que Pedro no la hubiera hecho suya. Aquel hombre tenía un apetito insaciable y, aunque ella misma estaba muy sorprendida, parecía habérselo contagiado. No recordaba haberse sentido tan desinhibida en toda su vida. Era imaginar su pecho fibroso bajo la camisa o el polo que llevara en ese momento y se le contraía el estómago; ver su atractiva sonrisa llena de dientes blancos y regulares, y apenas podía controlarse para no abalanzarse sobre aquellos labios firmes y besarlo hasta dejarlo sin aliento; observar sus grandes manos sobre el volante de la camioneta cuando recorrían los pedregosos caminos y experimentar un deseo casi irresistible de cogerlas entre las suyas y hundir su rostro en ellas; mirar la línea bien recortada de su pelo sobre la nuca y sentir unas ganas insoportables de lamer aquella piel morena…


De la noche a la mañana, se había convertido en una especie de ninfómana enloquecida que lo tocaba y lo provocaba a la menor oportunidad y, aunque a menudo se decía que debería avergonzarse de sí misma, en realidad estaba encantada con aquel estado de cosas.


Unos días llenos de risas y ternura, paseos y sexo desenfrenado no podían hacerle mal a nadie.


No, a nadie.



TE QUIERO: CAPITULO 33





Dos horas más tarde, después de un delicioso desayuno en el patio a base de cruasanes recién hechos, café y zumo de naranja natural que la sobrina de Encarni había preparado, estaban listos para explorar. Pedro llevaba unas bermudas y un polo, y ella unos shorts y una camiseta; apenas eran las once, pero el día prometía ser muy caluroso.


Paula colocó en el asiento trasero de la camioneta pick up que Pedro había encontrado en una de las naves de labor la enorme cesta llena de bocadillos, fruta fresca y bebidas que ella misma había preparado mientras tanto, y en seguida estuvieron rodando por los abruptos caminos de la finca.


La Dehesa del Molino tenía una considerable extensión, mezcla de interminables dehesas y alcornocales, y escarpados riscos que formaban parte de una sierra cercana. En otros tiempos había sido una explotación dedicada a la caza mayor. Paula aún recordaba las legendarias monterías que organizaba su padre, en las que se daban cita los personajes más destacados de la alta sociedad y las finanzas españolas. Ahora apenas avistaron dos corzos y un jabalí durante todo el paseo.


Paula disfrutó mostrándole a Pedro el lugar en el que había pasado los mejores veranos de su vida y notó, sorprendida, que él parecía entender bastante de los asuntos relacionados con el campo.


—Pensaba que habías sido un urbanita convencido toda tu vida.


Pedro le lanzó una sonrisa perezosa y se encogió de hombros sin soltar el volante.


—Hace tiempo que soñaba con tener un lugar como este y, cuando me interesa algo, suelo informarme a fondo sobre el asunto.


Ella aspiró con deleite el intenso aroma de las jaras y comentó:
—Creo que ya lo has visto casi todo. Ahora te llevaré a mi lugar favorito. Lucas, Cande y yo pasábamos allí la mayor parte del verano.


Con seguridad, le guio por un laberinto de intrincados caminos casi borrados por la maleza y, por fin, le ordenó detener la camioneta junto a una enorme mole de piedra.


—A partir de aquí tendremos que caminar un rato. —Paula abrió la puerta y, una vez fuera del vehículo, alzó el rostro hacia el cielo azul con una intensa sensación de felicidad.


Pedro observó su expresión de deleite y sonrió con ternura. 


Cogió la pesada cesta de la parte trasera y le dijo:
—Guíame, esposa mía.


Ella le dirigió una cálida sonrisa que le cortó el aliento y echó a andar con viveza por un sendero estrecho que discurría a través de una zona de tupida vegetación en la que los enebros, los madroños, los brezos y los mirtos formaban una selva casi impenetrable.


Al cabo de poco más de un kilómetro, Paula se detuvo, se apartó un poco para que su marido pudiera contemplar el escenario y preguntó:
—¿Qué te parece?


—¡Wow! —fue lo único que pudo contestar el americano.


La belleza de aquella profunda poza de aguas límpidas y la pequeña cascada que fluía por la pared rocosa en medio de un fragor envolvente le había robado el aliento. Después del calor que habían pasado durante su recorrido, aquel lugar, umbrío y fresco, era el paraíso. Sin decir nada más, Pedro se apresuró a dejar la cesta sobre una piedra plana de buen tamaño, se volvió hacia ella y, con un rápido movimiento, le sacó la camiseta por la cabeza.


—¡Pedro! —fue lo único que le dio tiempo a decir antes de que aquellos dedos habilidosos desabrocharan también el botón de sus shorts.


—Vamos a bañarnos, Paula, baby. Hace mucho calor.


Pocos segundos después, los dos estaban riendo y salpicándose dentro del agua, completamente desnudos. A Paula le sorprendía su propia actitud; siempre había sido una persona muy pudorosa, incluso cuando estaba casada con Álvaro. Jamás se había bañado desnuda al aire libre, pero con Pedro, no sabía por qué, era muy diferente y, a su lado, palabras como vergüenza o timidez perdían su significado. Quizá era el modo en que la acariciaba con sus atrevidos ojos azules, haciéndole sentirse la mujer más deseable y bella del planeta Tierra, lo que hacía que olvidara todas sus inseguridades.


Siguieron jugando un buen rato, hasta que, de pronto, él la tomó entre sus brazos y su mirada risueña se transformó en una expresión de deseo animal que la dejó jadeante. Sin salir del agua, Pedro apoyó su espalda contra una roca y, con las pupilas clavadas en las suyas, la alzó un poco sobre él y, de un solo movimiento, se introdujo en su interior con destreza. Paula, incapaz de apartar la mirada de aquellos iris magnéticos, vio reflejadas, una por una, las mismas emociones que ella experimentaba: tensión, hambre, delirio, pasión y, por fin, un éxtasis final tan intenso que se desplomó sin fuerzas contra aquel pecho poderoso y hundió la cara en su cuello moreno con un suspiro de agotamiento.


Permanecieron un buen rato abrazados en silencio, sin salir de la charca, hasta que los labios de Paula se movieron contra la áspera piel de su garganta:
—Gracias, Pedro. Por todo.


El americano enmarcó su rostro con sus grandes manos y la obligó a mirarlo, sin que se le escaparan las lágrimas que se confundían con gotas de agua en sus mejillas empapadas.


—Paula, baby, si vuelves a darme las gracias te daré una paliza, y te recuerdo que soy mucho más fuerte que tú. —Puso su mejor cara de matón de barrio y alzó una de sus cejas con fingida amenaza, lo que provocó que Paula lanzara una carcajada temblorosa.


Salieron de la poza y se tendieron sobre la piedra sobre la que Pedro había dejado la cesta. Después devoraron toda la comida que tenían, bien acompañada por una botella de vino tinto que habían puesto a enfriar dentro del agua sin dejar de charlar y de reír. Cuando no quedó ni siquiera una miserable cereza en el interior de la cesta, se tendieron sobre la inmensa toalla de algodón que Paula había llevado, previsora, y a pesar del escándalo que armaban las chicharras a su alrededor se quedaron dormidos al instante, estrechamente abrazados.


Mucho más tarde, la boca ansiosa de Pedro la sacó de un sueño profundo y, una vez más, hicieron el amor. Después se dieron otro baño y, felices y llenos de un agradable cansancio, recogieron todo y caminaron en dirección a la camioneta mientras el sol comenzaba a ponerse.






jueves, 22 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 32





A la mañana siguiente a Paula la despertó el golpeteo de un pequeño puño contra la puerta.


—¿Puedo pasar?


—¡Sol! —exclamó, medio grogui, antes de incorporarse con brusquedad y empezar a buscar su camisón por toda la cama, frenética.


—¿Buscas esto, baby?


Pedro, solícito, le tendió la delicada prenda y ella pensó que estaba especialmente atractivo aquella mañana, con el pelo muy revuelto, la barba crecida y aquella irresistible sonrisa en los labios. Sin apartar los ojos de su torso imponente, cubierto tan solo por un suave vello castaño claro que parecía invitarla a hundir sus dedos en él, Paula tomó el camisón y se lo metió por la cabeza a toda prisa.


—¡Pedro, tápate un poco, por Dios! —rogó.


Su marido, muy obediente, se subió las sábanas hasta la mitad del pecho. Al verlo, Paula sacudió la cabeza, resignada, y gritó en dirección a la puerta:
—¡Pasa, Sol!


Al instante, su hija entró en el dormitorio como una exhalación, dispuesta a arrojarse en plancha sobre el colchón como era su costumbre; sin embargo, al ver que Pedro estaba allí, se detuvo en seco a los pies de la cama y se los quedó mirando, confundida.


—¿Por qué está él en tu cama? —preguntó, acusadora.


—Verás, Sol, las parejas cuando se casan duermen en la misma cama.


—¿Por qué?


Paula notó la mirada de diversión que le lanzó su flamante marido y sintió que se ponía como la grana.


—Porque… porque es una tradición —contestó al fin.


—¿Igual que la tradición de que las amigas lloren en las bodas?


—Igualita —respondió, aliviada, al ver el rumbo que tomaba la conversación; aunque su alivio se cortó en seco cuando escuchó la siguiente pregunta de su hija.


—¿Y por qué Pedro está desnudo?


Antes de que a ella se le ocurriera una explicación apta para menores de ocho años, Pedro se le adelantó y respondió muy tranquilo:
—Tu madre cuando duerme es peor que una estufa, así que no me ha quedado más remedio que quitarme el pijama; si no, hubiera tenido que echarla de la cama de un puntapié. —Sin hacer caso de la mirada de indignación que le lanzó su mujer, Pedro siguió hablando con la pequeña—. Me imagino que tú habrás dormido alguna vez con ella y lo sabrás.


A Sol aquella aclaración le pareció de lo más razonable.


—Sí, da mucho calor y muchas patadas —añadió, al tiempo que fruncía su naricilla pecosa, en una muestra de desagrado.


—Exacto, eso es lo peor. Las patadas —afirmó Pedro, muy serio.


—Bueno, ya está bien, vosotros dos. Yo no soy ninguna estufa, y la que se da al kick boxing con frenesí cuando duerme conmigo eres tú, Sol —le recordó su madre, muy digna.


—Y ya… —Paula observó el ligero temblor en el labio inferior de su hija y pensó que se le partiría el corazón cuando la oyó preguntar—: ¿Ya no puedo meterme en tu cama por las mañanas?


Una vez más, Pedro se le adelantó y, dando una fuerte palmada sobre el colchón, declaró:
—Solo si eres capaz de llegar hasta aquí en el primer intento. Te dejo coger carrerilla.


Con una enorme sonrisa en los labios, la niña retrocedió casi hasta la pared, cogió impulso y, de un salto poderoso, aterrizó en el hueco que quedaba entre ambos. Al instante, Pedro empezó a hacerle cosquillas y, al verlos juntos y escuchar las alegres carcajadas de felicidad de su hija, Paula notó de nuevo aquella familiar opresión en el pecho.


En ese momento, se oyó un nuevo repiqueteo en la puerta entreabierta.


—¿Está Sol aquí?


—Sí, Tata, pasa. Eres la única que faltaba —contestó Paula con sorna.


La mujer entró en la habitación y, al ver aquella cama repleta de gente, puso los brazos en jarras y empezó a regañar a la niña.


—¡Sol, te dije que no vinieras a molestar esta mañana!


—No pasa nada, Tata —dijo Pedro de buen humor.


—El señorito Lucas acaba de llegar. Ha dicho que va a llevársela unos días a pescar para que puedan disfrutar de su luna de miel, así que date prisa, Sol, que te está esperando abajo.


—¡A pescar con tío Lucas! —exclamó, encantada.


Feliz, se volvió hacia Pedro y le dio un sonoro beso en la mejilla que hizo que al americano le brillaran los ojos, luego abrazó a su madre con fuerza y, segundos después, desapareció por la puerta a toda velocidad, seguida a distancia por la Tata, que se movía mucho más despacio. 


Cuando llegó al umbral, la mujer se volvió para anunciar:
—Yo también voy a aprovechar para ir unos días al pueblo. He dejado un montón de comida en la nevera, Paula, espero que no la estropees al calentarla. —Paula alzó los ojos al cielo, pidiendo paciencia, pero la Tata prosiguió sin prestarle atención—. Vendrá la sobrina de Encarni unas horas por las mañanas para hacer la casa. ¿Necesitas algo más?


—Que no, Tata, puedes irte tranquila. Espero poder superar la difícil prueba de calentar un poco de comida en el microondas —replicó, sarcástica.


—Muy bien. Pues entonces, adiós. ¡Ah, una última cosa! —Paula alzó las cejas con curiosidad—. Llevas el camisón al revés.


Satisfecha al notar la repentina oleada de color que cubrió sus mejillas, la Tata soltó una risita irritante y desapareció también.


Pedro examinó el rostro femenino, que había adquirido un matiz casi púrpura, con su habitual brillo de diversión en los ojos. Extendió el brazo, rozó con uno de sus largos dedos el tirante de encaje del camisón y comentó:
—Muy cierto, baby. Lo llevas del revés, habrá que hacer algo…


Y, ni corto ni perezoso, agarró el ruedo de la prenda y, muy despacio, empezó a deslizarla hacia arriba, dejando a su paso un rastro de fuego en la suave piel femenina.


Pedro, yo… es de día… a lo mejor vuelve Sol… o… o la Tata —balbuceó Paula sin aliento, perdida en la pasión desnuda que acechaba en lo más profundo de aquellos extraordinarios iris azules.


—Ya has oído a la Tata —respondió él con voz ronca, al tiempo que contenía la respiración al ver como el sol de la mañana bañaba en su luz dorada, tamizada por los ligeros visillos, aquellos delicados pechos que ahora se erguían, desnudos, frente a él—. Estamos de luna de miel. Nadie nos molestará.


Y con un irrefrenable gruñido de deseo atrapó una rosada areola con su boca y empezó a devorarla con pequeños mordiscos que la hicieron olvidar cualquier tipo de objeción que hubiera podido tener.


Soñadora, Paula cerró los ojos y se preguntó qué clase de magia había en los labios y en los dedos de aquel hombre capaz de despertar en ella semejante lujuria, pero, pocos segundos después, era incapaz de concentrarse en otra cosa que no fueran aquellas caricias ardientes, y cualquier deseo de razonar se borró de su mente por completo.


En aquella ocasión, él no se mostró tan cuidadoso como la primera vez y le hizo el amor con ferocidad; sin embargo, en vez de sentirse amenazada, Paula se contagió de esa misma ferocidad y le devolvió las caricias con la misma urgencia desenfrenada con que él la tocaba, hasta que, de nuevo, se vio arrastrada por un placer tan intenso que resultaba casi doloroso.


Cuando regresó la calma, Pedro la mantuvo estrechamente abrazada, como si temiera que ella fuera a desaparecer si aflojaba la tensión de sus brazos. Apretó su rostro contra su pelo y aspiró la agradable fragancia de los cabellos oscuros y, con la boca pegada a su oreja, susurró:
—Paula, baby, yo…


—Yo también, Pedro—lo interrumpió ella como si adivinara lo que iba a decirle, al tiempo que con las yemas de los dedos acariciaba con suavidad aquel pecho escultural que la volvía loca—. Siempre había creído que el amor y el deseo debían ir unidos, pero esta noche me he dado cuenta de que no es así; basta con tener a tu lado un hombre con una amplia experiencia.


De pronto, notó que el cuerpo masculino se ponía rígido bajo su mano y se apresuró a aclarar lo que había querido decir.


—Uy, creo que eso no ha sonado nada bien. No me refería a cualquier hombre con una amplia experiencia, sino a uno con el que, además, tengas una buena relación de amistad como la nuestra y…


Pedro colocó su manaza sobre su boca para impedirle que siguiera hablando.


—¡Cállate, baby! —ordenó con rudeza. Paula lo miró muy sorprendida; sin embargo, él se limitó a quitar la mano de su boca, depositó un ligero beso en sus labios y dijo—: Será mejor que nos levantemos ya. Quiero que me lleves a explorar tu finca.


Pedro apartó las sábanas, se puso en pie y, sin el menor pudor, se encaminó desnudo hacia el cuarto de baño con la gracia felina de una pantera, mientras ella, incapaz de apartar la vista de aquella impresionante amalgama de piel y músculos, notaba una nueva punzada de deseo entre los muslos.


«¡Dios!».Paula exhaló de golpe el aire que había retenido durante varios segundos y se dejó caer de nuevo de espaldas sobre el colchón. «¿Qué me está pasando?».


Y con los ojos clavados en el dosel que cubría la cama se preguntó una vez más si Pedro Alfonso, antes de convertirse en el dueño de una importante compañía petrolífera, no habría ejercido como maestro de sexo tántrico en algún exótico templo hindú.