viernes, 23 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 34





El resto de la semana transcurrió de forma muy parecida. En un momento dado, Pedro le preguntó si no hubiera preferido pasar su luna de miel en una de esas playas paradisíacas, con palmeras, arena blanca y agua transparente; sin embargo, Paula lo negó muy segura. Según le dijo, quedaban pocos de aquellos paraísos que ella no hubiera visitado en alguna ocasión, pero nunca, añadió, había sentido una paz y un bienestar semejantes a los que había experimentado durante esos últimos días y — aunque eso no se lo confesó— tampoco había hecho jamás el amor con semejante abandono.


Casi no quedaba un rincón de la casa ni una acogedora sombra en los alrededores bajo la que Pedro no la hubiera hecho suya. Aquel hombre tenía un apetito insaciable y, aunque ella misma estaba muy sorprendida, parecía habérselo contagiado. No recordaba haberse sentido tan desinhibida en toda su vida. Era imaginar su pecho fibroso bajo la camisa o el polo que llevara en ese momento y se le contraía el estómago; ver su atractiva sonrisa llena de dientes blancos y regulares, y apenas podía controlarse para no abalanzarse sobre aquellos labios firmes y besarlo hasta dejarlo sin aliento; observar sus grandes manos sobre el volante de la camioneta cuando recorrían los pedregosos caminos y experimentar un deseo casi irresistible de cogerlas entre las suyas y hundir su rostro en ellas; mirar la línea bien recortada de su pelo sobre la nuca y sentir unas ganas insoportables de lamer aquella piel morena…


De la noche a la mañana, se había convertido en una especie de ninfómana enloquecida que lo tocaba y lo provocaba a la menor oportunidad y, aunque a menudo se decía que debería avergonzarse de sí misma, en realidad estaba encantada con aquel estado de cosas.


Unos días llenos de risas y ternura, paseos y sexo desenfrenado no podían hacerle mal a nadie.


No, a nadie.



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