viernes, 23 de diciembre de 2016
TE QUIERO: CAPITULO 33
Dos horas más tarde, después de un delicioso desayuno en el patio a base de cruasanes recién hechos, café y zumo de naranja natural que la sobrina de Encarni había preparado, estaban listos para explorar. Pedro llevaba unas bermudas y un polo, y ella unos shorts y una camiseta; apenas eran las once, pero el día prometía ser muy caluroso.
Paula colocó en el asiento trasero de la camioneta pick up que Pedro había encontrado en una de las naves de labor la enorme cesta llena de bocadillos, fruta fresca y bebidas que ella misma había preparado mientras tanto, y en seguida estuvieron rodando por los abruptos caminos de la finca.
La Dehesa del Molino tenía una considerable extensión, mezcla de interminables dehesas y alcornocales, y escarpados riscos que formaban parte de una sierra cercana. En otros tiempos había sido una explotación dedicada a la caza mayor. Paula aún recordaba las legendarias monterías que organizaba su padre, en las que se daban cita los personajes más destacados de la alta sociedad y las finanzas españolas. Ahora apenas avistaron dos corzos y un jabalí durante todo el paseo.
Paula disfrutó mostrándole a Pedro el lugar en el que había pasado los mejores veranos de su vida y notó, sorprendida, que él parecía entender bastante de los asuntos relacionados con el campo.
—Pensaba que habías sido un urbanita convencido toda tu vida.
Pedro le lanzó una sonrisa perezosa y se encogió de hombros sin soltar el volante.
—Hace tiempo que soñaba con tener un lugar como este y, cuando me interesa algo, suelo informarme a fondo sobre el asunto.
Ella aspiró con deleite el intenso aroma de las jaras y comentó:
—Creo que ya lo has visto casi todo. Ahora te llevaré a mi lugar favorito. Lucas, Cande y yo pasábamos allí la mayor parte del verano.
Con seguridad, le guio por un laberinto de intrincados caminos casi borrados por la maleza y, por fin, le ordenó detener la camioneta junto a una enorme mole de piedra.
—A partir de aquí tendremos que caminar un rato. —Paula abrió la puerta y, una vez fuera del vehículo, alzó el rostro hacia el cielo azul con una intensa sensación de felicidad.
Pedro observó su expresión de deleite y sonrió con ternura.
Cogió la pesada cesta de la parte trasera y le dijo:
—Guíame, esposa mía.
Ella le dirigió una cálida sonrisa que le cortó el aliento y echó a andar con viveza por un sendero estrecho que discurría a través de una zona de tupida vegetación en la que los enebros, los madroños, los brezos y los mirtos formaban una selva casi impenetrable.
Al cabo de poco más de un kilómetro, Paula se detuvo, se apartó un poco para que su marido pudiera contemplar el escenario y preguntó:
—¿Qué te parece?
—¡Wow! —fue lo único que pudo contestar el americano.
La belleza de aquella profunda poza de aguas límpidas y la pequeña cascada que fluía por la pared rocosa en medio de un fragor envolvente le había robado el aliento. Después del calor que habían pasado durante su recorrido, aquel lugar, umbrío y fresco, era el paraíso. Sin decir nada más, Pedro se apresuró a dejar la cesta sobre una piedra plana de buen tamaño, se volvió hacia ella y, con un rápido movimiento, le sacó la camiseta por la cabeza.
—¡Pedro! —fue lo único que le dio tiempo a decir antes de que aquellos dedos habilidosos desabrocharan también el botón de sus shorts.
—Vamos a bañarnos, Paula, baby. Hace mucho calor.
Pocos segundos después, los dos estaban riendo y salpicándose dentro del agua, completamente desnudos. A Paula le sorprendía su propia actitud; siempre había sido una persona muy pudorosa, incluso cuando estaba casada con Álvaro. Jamás se había bañado desnuda al aire libre, pero con Pedro, no sabía por qué, era muy diferente y, a su lado, palabras como vergüenza o timidez perdían su significado. Quizá era el modo en que la acariciaba con sus atrevidos ojos azules, haciéndole sentirse la mujer más deseable y bella del planeta Tierra, lo que hacía que olvidara todas sus inseguridades.
Siguieron jugando un buen rato, hasta que, de pronto, él la tomó entre sus brazos y su mirada risueña se transformó en una expresión de deseo animal que la dejó jadeante. Sin salir del agua, Pedro apoyó su espalda contra una roca y, con las pupilas clavadas en las suyas, la alzó un poco sobre él y, de un solo movimiento, se introdujo en su interior con destreza. Paula, incapaz de apartar la mirada de aquellos iris magnéticos, vio reflejadas, una por una, las mismas emociones que ella experimentaba: tensión, hambre, delirio, pasión y, por fin, un éxtasis final tan intenso que se desplomó sin fuerzas contra aquel pecho poderoso y hundió la cara en su cuello moreno con un suspiro de agotamiento.
Permanecieron un buen rato abrazados en silencio, sin salir de la charca, hasta que los labios de Paula se movieron contra la áspera piel de su garganta:
—Gracias, Pedro. Por todo.
El americano enmarcó su rostro con sus grandes manos y la obligó a mirarlo, sin que se le escaparan las lágrimas que se confundían con gotas de agua en sus mejillas empapadas.
—Paula, baby, si vuelves a darme las gracias te daré una paliza, y te recuerdo que soy mucho más fuerte que tú. —Puso su mejor cara de matón de barrio y alzó una de sus cejas con fingida amenaza, lo que provocó que Paula lanzara una carcajada temblorosa.
Salieron de la poza y se tendieron sobre la piedra sobre la que Pedro había dejado la cesta. Después devoraron toda la comida que tenían, bien acompañada por una botella de vino tinto que habían puesto a enfriar dentro del agua sin dejar de charlar y de reír. Cuando no quedó ni siquiera una miserable cereza en el interior de la cesta, se tendieron sobre la inmensa toalla de algodón que Paula había llevado, previsora, y a pesar del escándalo que armaban las chicharras a su alrededor se quedaron dormidos al instante, estrechamente abrazados.
Mucho más tarde, la boca ansiosa de Pedro la sacó de un sueño profundo y, una vez más, hicieron el amor. Después se dieron otro baño y, felices y llenos de un agradable cansancio, recogieron todo y caminaron en dirección a la camioneta mientras el sol comenzaba a ponerse.
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