jueves, 22 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 32





A la mañana siguiente a Paula la despertó el golpeteo de un pequeño puño contra la puerta.


—¿Puedo pasar?


—¡Sol! —exclamó, medio grogui, antes de incorporarse con brusquedad y empezar a buscar su camisón por toda la cama, frenética.


—¿Buscas esto, baby?


Pedro, solícito, le tendió la delicada prenda y ella pensó que estaba especialmente atractivo aquella mañana, con el pelo muy revuelto, la barba crecida y aquella irresistible sonrisa en los labios. Sin apartar los ojos de su torso imponente, cubierto tan solo por un suave vello castaño claro que parecía invitarla a hundir sus dedos en él, Paula tomó el camisón y se lo metió por la cabeza a toda prisa.


—¡Pedro, tápate un poco, por Dios! —rogó.


Su marido, muy obediente, se subió las sábanas hasta la mitad del pecho. Al verlo, Paula sacudió la cabeza, resignada, y gritó en dirección a la puerta:
—¡Pasa, Sol!


Al instante, su hija entró en el dormitorio como una exhalación, dispuesta a arrojarse en plancha sobre el colchón como era su costumbre; sin embargo, al ver que Pedro estaba allí, se detuvo en seco a los pies de la cama y se los quedó mirando, confundida.


—¿Por qué está él en tu cama? —preguntó, acusadora.


—Verás, Sol, las parejas cuando se casan duermen en la misma cama.


—¿Por qué?


Paula notó la mirada de diversión que le lanzó su flamante marido y sintió que se ponía como la grana.


—Porque… porque es una tradición —contestó al fin.


—¿Igual que la tradición de que las amigas lloren en las bodas?


—Igualita —respondió, aliviada, al ver el rumbo que tomaba la conversación; aunque su alivio se cortó en seco cuando escuchó la siguiente pregunta de su hija.


—¿Y por qué Pedro está desnudo?


Antes de que a ella se le ocurriera una explicación apta para menores de ocho años, Pedro se le adelantó y respondió muy tranquilo:
—Tu madre cuando duerme es peor que una estufa, así que no me ha quedado más remedio que quitarme el pijama; si no, hubiera tenido que echarla de la cama de un puntapié. —Sin hacer caso de la mirada de indignación que le lanzó su mujer, Pedro siguió hablando con la pequeña—. Me imagino que tú habrás dormido alguna vez con ella y lo sabrás.


A Sol aquella aclaración le pareció de lo más razonable.


—Sí, da mucho calor y muchas patadas —añadió, al tiempo que fruncía su naricilla pecosa, en una muestra de desagrado.


—Exacto, eso es lo peor. Las patadas —afirmó Pedro, muy serio.


—Bueno, ya está bien, vosotros dos. Yo no soy ninguna estufa, y la que se da al kick boxing con frenesí cuando duerme conmigo eres tú, Sol —le recordó su madre, muy digna.


—Y ya… —Paula observó el ligero temblor en el labio inferior de su hija y pensó que se le partiría el corazón cuando la oyó preguntar—: ¿Ya no puedo meterme en tu cama por las mañanas?


Una vez más, Pedro se le adelantó y, dando una fuerte palmada sobre el colchón, declaró:
—Solo si eres capaz de llegar hasta aquí en el primer intento. Te dejo coger carrerilla.


Con una enorme sonrisa en los labios, la niña retrocedió casi hasta la pared, cogió impulso y, de un salto poderoso, aterrizó en el hueco que quedaba entre ambos. Al instante, Pedro empezó a hacerle cosquillas y, al verlos juntos y escuchar las alegres carcajadas de felicidad de su hija, Paula notó de nuevo aquella familiar opresión en el pecho.


En ese momento, se oyó un nuevo repiqueteo en la puerta entreabierta.


—¿Está Sol aquí?


—Sí, Tata, pasa. Eres la única que faltaba —contestó Paula con sorna.


La mujer entró en la habitación y, al ver aquella cama repleta de gente, puso los brazos en jarras y empezó a regañar a la niña.


—¡Sol, te dije que no vinieras a molestar esta mañana!


—No pasa nada, Tata —dijo Pedro de buen humor.


—El señorito Lucas acaba de llegar. Ha dicho que va a llevársela unos días a pescar para que puedan disfrutar de su luna de miel, así que date prisa, Sol, que te está esperando abajo.


—¡A pescar con tío Lucas! —exclamó, encantada.


Feliz, se volvió hacia Pedro y le dio un sonoro beso en la mejilla que hizo que al americano le brillaran los ojos, luego abrazó a su madre con fuerza y, segundos después, desapareció por la puerta a toda velocidad, seguida a distancia por la Tata, que se movía mucho más despacio. 


Cuando llegó al umbral, la mujer se volvió para anunciar:
—Yo también voy a aprovechar para ir unos días al pueblo. He dejado un montón de comida en la nevera, Paula, espero que no la estropees al calentarla. —Paula alzó los ojos al cielo, pidiendo paciencia, pero la Tata prosiguió sin prestarle atención—. Vendrá la sobrina de Encarni unas horas por las mañanas para hacer la casa. ¿Necesitas algo más?


—Que no, Tata, puedes irte tranquila. Espero poder superar la difícil prueba de calentar un poco de comida en el microondas —replicó, sarcástica.


—Muy bien. Pues entonces, adiós. ¡Ah, una última cosa! —Paula alzó las cejas con curiosidad—. Llevas el camisón al revés.


Satisfecha al notar la repentina oleada de color que cubrió sus mejillas, la Tata soltó una risita irritante y desapareció también.


Pedro examinó el rostro femenino, que había adquirido un matiz casi púrpura, con su habitual brillo de diversión en los ojos. Extendió el brazo, rozó con uno de sus largos dedos el tirante de encaje del camisón y comentó:
—Muy cierto, baby. Lo llevas del revés, habrá que hacer algo…


Y, ni corto ni perezoso, agarró el ruedo de la prenda y, muy despacio, empezó a deslizarla hacia arriba, dejando a su paso un rastro de fuego en la suave piel femenina.


Pedro, yo… es de día… a lo mejor vuelve Sol… o… o la Tata —balbuceó Paula sin aliento, perdida en la pasión desnuda que acechaba en lo más profundo de aquellos extraordinarios iris azules.


—Ya has oído a la Tata —respondió él con voz ronca, al tiempo que contenía la respiración al ver como el sol de la mañana bañaba en su luz dorada, tamizada por los ligeros visillos, aquellos delicados pechos que ahora se erguían, desnudos, frente a él—. Estamos de luna de miel. Nadie nos molestará.


Y con un irrefrenable gruñido de deseo atrapó una rosada areola con su boca y empezó a devorarla con pequeños mordiscos que la hicieron olvidar cualquier tipo de objeción que hubiera podido tener.


Soñadora, Paula cerró los ojos y se preguntó qué clase de magia había en los labios y en los dedos de aquel hombre capaz de despertar en ella semejante lujuria, pero, pocos segundos después, era incapaz de concentrarse en otra cosa que no fueran aquellas caricias ardientes, y cualquier deseo de razonar se borró de su mente por completo.


En aquella ocasión, él no se mostró tan cuidadoso como la primera vez y le hizo el amor con ferocidad; sin embargo, en vez de sentirse amenazada, Paula se contagió de esa misma ferocidad y le devolvió las caricias con la misma urgencia desenfrenada con que él la tocaba, hasta que, de nuevo, se vio arrastrada por un placer tan intenso que resultaba casi doloroso.


Cuando regresó la calma, Pedro la mantuvo estrechamente abrazada, como si temiera que ella fuera a desaparecer si aflojaba la tensión de sus brazos. Apretó su rostro contra su pelo y aspiró la agradable fragancia de los cabellos oscuros y, con la boca pegada a su oreja, susurró:
—Paula, baby, yo…


—Yo también, Pedro—lo interrumpió ella como si adivinara lo que iba a decirle, al tiempo que con las yemas de los dedos acariciaba con suavidad aquel pecho escultural que la volvía loca—. Siempre había creído que el amor y el deseo debían ir unidos, pero esta noche me he dado cuenta de que no es así; basta con tener a tu lado un hombre con una amplia experiencia.


De pronto, notó que el cuerpo masculino se ponía rígido bajo su mano y se apresuró a aclarar lo que había querido decir.


—Uy, creo que eso no ha sonado nada bien. No me refería a cualquier hombre con una amplia experiencia, sino a uno con el que, además, tengas una buena relación de amistad como la nuestra y…


Pedro colocó su manaza sobre su boca para impedirle que siguiera hablando.


—¡Cállate, baby! —ordenó con rudeza. Paula lo miró muy sorprendida; sin embargo, él se limitó a quitar la mano de su boca, depositó un ligero beso en sus labios y dijo—: Será mejor que nos levantemos ya. Quiero que me lleves a explorar tu finca.


Pedro apartó las sábanas, se puso en pie y, sin el menor pudor, se encaminó desnudo hacia el cuarto de baño con la gracia felina de una pantera, mientras ella, incapaz de apartar la vista de aquella impresionante amalgama de piel y músculos, notaba una nueva punzada de deseo entre los muslos.


«¡Dios!».Paula exhaló de golpe el aire que había retenido durante varios segundos y se dejó caer de nuevo de espaldas sobre el colchón. «¿Qué me está pasando?».


Y con los ojos clavados en el dosel que cubría la cama se preguntó una vez más si Pedro Alfonso, antes de convertirse en el dueño de una importante compañía petrolífera, no habría ejercido como maestro de sexo tántrico en algún exótico templo hindú.



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