jueves, 22 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 30





Paula entró en la pequeña y acogedora capilla apoyada en el brazo de Lucas. Estaba tan nerviosa que, si no hubiera sido por aquel brazo vigoroso estaba segura de que hubiera tropezado y se habría caído al suelo. Como en un sueño, escuchó el Lohengrin de Wagner interpretado por violines mientras recorría los pocos metros que la separaban del altar.


Apenas había pensado en qué consistiría la ceremonia. Al principio creyó que se limitarían a cumplir las formalidades legales en la fría sala de algún ayuntamiento y después, a pesar de que al llegar a la finca Pedro había mencionado la capilla, no le había dado más vueltas. Sin embargo, lo último que esperaba era ver el oratorio de la finca como lo había imaginado mil veces en sus sueños de niña.


Siempre había fantaseado con que se casaría en ese mismo lugar; que la capilla estaría adornada exactamente así, con una casi agobiante profusión de margaritas, sus flores preferidas; que la música de los violines lo inundaría todo; que el sacerdote esperaría su llegada subido sobre el único escalón del altar y, por un instante, se preguntó si no estaría soñando realmente. Pero, entonces, cayó en la cuenta de que el brazo en el que se apoyaba no era el de su adorado padre y de que el gigantesco hombre que la aguardaba, muy serio, frente al altar, con su elegante chaqué oscuro y el chaleco color arena clara, era muy real y no el impreciso príncipe azul de sus sueños.


Y al avanzar hacia él por el estrecho pasillo, ya solo fue consciente de aquellos impresionantes ojos azules clavados en ella con una intensidad hipnótica, y de la enorme mano que salía al encuentro de la suya, helada y temblorosa, y la envolvía en un cálido apretón.


Paula casi no se enteró de nada durante el resto de la ceremonia. Contestó a las preguntas del sacerdote como si estuviera en trance, apenas consciente de lo que hacía. El recuerdo de otra ceremonia con otro protagonista se abrió paso con la intensidad de un fogonazo en su cerebro; en aquella ocasión no había dejado de sonreír, feliz de saber que se casaba con el que pensaba que era el hombre de su vida. Esta vez, en cambio, sus labios temblaban, su voz surgía apenas audible de su garganta, y era presa de una agitación evidente.


Cuando terminó la ceremonia y empezaron las primeras notas de La llegada de la Reina de Saba de Haendel, Pedro puso las manos sobre sus hombros y, en un tono cargado de emoción, susurró:
—Sé que no es una costumbre española, pero en mi país, en este preciso momento, el sacerdote dice: «Puede besar a la novia».


Sin más explicaciones, inclinó la cabeza y depositó en sus labios un beso rebosante de ternura.


Paula cerró los ojos, desfallecida, pero no respondió a la caricia. Por fin, Pedro alzó la cabeza, fijó sus ojos penetrantes en su pálido rostro y, en silencio, rodeó su cintura con un brazo y la acompañó hacia la salida.


En el jardín, en el que apenas se había fijado cuando se dirigía hacia la capilla, había una sola mesa para los invitados vestida con un elegante mantel bordado que Paula reconoció en el acto como uno de los que su padre utilizaba en las grandes ocasiones, y la vajilla y la cristalería que habían pertenecido a una de sus bisabuelas. Paula se acercó a la mesa y recorrió con el pulgar el borde de uno de los platos de delicada porcelana de Meissen antes de volverse hacia su flamante esposo y preguntar, maravillada:


—¿Cómo has podido recuperar estas cosas? Hace años que las vendí.


Pedro se encogió de hombros y se rascó la nariz con una mano, perfecto en su papel de grandullón inocente.


—Creo que le cogí el gustillo a la caza de tesoros cuando estuvimos en Nueva York.


El grito de deleite de su hija Sol que corría, excitada, hacia la pérgola de hierro que cubría la mesa la hizo desviar su atención del americano y, estupefacta, reparó en las guirnaldas fabricadas con gominolas y nubes de fresa que decoraban toda la estructura.


Muda de asombro, miró a su amiga Candela —la única a la que, a la tierna edad de diez años, le había contado que el día de su boda decoraría el jardín con golosinas de todo tipo—, que le devolvió la mirada sonriente; sin embargo, hizo un gesto con la barbilla en dirección a su marido, así que Paula se volvió una vez más hacia él.


—¡Oh, Pedro! —fue lo único que logró pronunciar con la voz tomada.


—Tranquila, baby, que aún no han acabado las sorpresas. —Muy sonriente, le tendió una sencilla carpeta de cartón decorada con un enorme lazo rojo—. Es mi regalo de boda, ábrela.


Obediente, ella soltó el lazo y retiró las gomas que la mantenían cerrada. En el interior había un grueso fajo de documentos amarilleados por los años. Paula cogió la primera hoja y tuvo que leer varias veces antes de captar el significado de aquella anticuada caligrafía.


—Es… —La voz le salió como un graznido y se vio obligada a carraspear un par de veces—. Es el título de propiedad de la finca Dehesa del Molino. No entiendo…


Paula miró la carpeta y luego lo miró a él, confundida.


—Es tuya, baby.


Los labios de Paula temblaron y, sin poder contenerse un segundo más, dio un paso hacia adelante y rodeó la cintura de su marido con los brazos, apretó la mejilla contra su pecho y empezó a llorar con violentos sollozos.


Pedro la apretó a su vez contra sí, afligido, y le dijo:
—No llores, Paula, baby. Ni siquiera he empezado con los malos tratos todavía.


Una carcajada ahogada seguida de varios hipidos le indicó que, a pesar de su llanto desconsolado, Paula no había perdido del todo el sentido del humor.


—Es inútil, Pedro, nada de lo que digas podrá detenerla hasta que libere todo el líquido que lleva dentro. Paula siempre ha sido una llorona empedernida. Y dame las gracias, porque si no hubiera sido por mí tendrías que tirar tu elegante chaleco a la basura.


—Por una vez, tengo que darle la razón a la Mantis —intervino Lucas, impasible ante la mirada furiosa que le dirigió la pelirroja—. El llanto de Paula podría reverdecer el desierto de Tabernas.


La voz de Sol se sumó al coro.


—No puedes dejarle ver películas tristes, Pedro. La última vez que vimos Buscando a Nemo gastó un paquete entero de pañuelos.


—Muy bien, Sol, tomo nota —respondió, muy serio.


Por fin, Paula alzó la cabeza, miró a Pedro con los ojos brillantes y las mejillas empapadas y comentó con voz poco firme:
—Eres el hombre más bueno del mundo, Pedro, no sé cómo podré pagarte todo lo que estás haciendo por mí…


El americano colocó el dedo índice sobre su boca para silenciarla y declaró con firmeza:
—No hay nada que pagar ni que agradecer, Paula. Tú, Sol y la Tata sois el mejor regalo que nadie pudiera desear.


Al escuchar la convicción que latía en aquella voz profunda, por primera vez en su vida, Candela sintió envidia de su amiga que, en ese instante, dirigía una sonrisa cargada de dulzura a su ya marido.


En ese momento, alguien posó las manos sobre sus hombros como si hubiera adivinado aquel repentino malestar y, sin pensar, se recostó durante unos segundos contra aquel pecho que se le ofrecía, consolador. Inspiró el ligero aroma masculino —una mezcla de aftershave, desodorante y hombre muy agradable— y, de pronto, notó que se le subía a la cabeza. Alarmada, volvió la cabeza y sus ojos chocaron con las pupilas ardientes y oscuras de Lucas a pocos centímetros de las suyas. Se apartó de él en el acto, con la respiración agitada, y observó la forma en que aquellos labios delgados se fruncían en una mueca burlona. Por una vez, no se le ocurrió una frase ingeniosa o sarcástica para sacudirse aquella extraña inquietud que se había apoderado de ella, así que, cuando al fin logró apartar la mirada de aquellos ojos abrasadores, se dio media vuelta, se acercó hacia donde estaba Marcos, que en ese momento le pedía otra copa al camarero, y se puso a coquetear con él descaradamente.


Lucas permaneció donde estaba sin dejar de observarla con aquella misma mueca, ahora teñida de una ligera amargura, en sus labios, hasta que la voz de Paula le arrancó de sus pensamientos.


—Hoy Cande está guapísima —afirmó siguiendo la dirección de su mirada.


A Paula no se le había escapado la forma en que el amigo de Pedro apretaba a la pelirroja contra su cuerpo mientras bailaban. A su lado, Pedro y Sol estaban inmersos en una enrevesada coreografía y su hija reía a carcajadas mientras él la hacía girar sobre sí misma una y otra vez. Ver a su recién estrenado marido bailando con su hija le provocó una sensación rara en el estómago. Saltaba a la vista que ambos estaban pasando un buen rato; con sus rubios cabellos revueltos y las mejillas encendidas, la niña era el vivo retrato de la felicidad y Pedro, con la corbata un poco torcida y muy
despeinado también, resultaba de lo más seductor.


Su amigo se encogió de hombros y respondió lacónico:
—Reconozco que la Mantis siempre está guapa.


Las palabras de Lucas, pronunciadas con ese tono rasposo que le era característico, hicieron que se volviera a mirarlo, sorprendida:
—Creo que es la primera vez que admites que Cande te parece guapa.


—¿Tú crees? —se limitó a preguntar, displicente.


—Hasta ahora, siempre que hablas de Cande solo te he escuchado calificativos del tipo: araña patas largas, ojos de canica, puercoespín y zanahoria putrefacta.


—Zanahoria putrefacta… —Lucas sacudió la cabeza con añoranza—. Ya no me acordaba de ese mote.


Paula se sintió mal por habérselo recordado; todavía le parecía ver las lágrimas de rabia deslizándose por las mejillas de su amiga cada vez que él la llamaba así.


—Bueno, espero que no te dé por revivir viejos tiempos. A la pobre la tenías martirizada.


—¿Tú crees? —repitió.


A pesar de su aparente indiferencia, Paula notó la curiosidad latente en aquella pregunta y decidió que ya era hora de pegarle un empujoncito a su amigo en la buena dirección.


—Sabes bien que le hiciste la vida imposible. Creo que has sido el hombre que más la ha hecho llorar. Si te soy sincera, no recuerdo que jamás haya vertido una sola lágrima por ninguno de los novios que se echa, y eso que algunos de ellos han sido auténticos idiotas. Ha gritado de rabia, ha
estrellado cosas contra el suelo… pero nunca la he visto llorar por ellos.


—Ya veo.


Exasperada, Paula supo que no conseguiría sacarle nada a aquel moreno inexpresivo que permanecía con los ojos clavados en la atractiva pareja que se dedicaba a poner en práctica complicados pasos de baile con entusiasmo; Lucas siempre había sido reservado hasta un punto casi enfermizo. 


Hizo una seña al camarero que en ese momento pasaba cerca de allí y cogió otra copa de la bandeja.


—He notado que no has parado de beber en toda la noche. ¿Estás intentando emborracharte?


Ahora fue Paula quien se encogió de hombros. Su amigo siempre había sido demasiado observador, lo cual resultaba una característica de lo más irritante.


—Solo trato de ponerme a la altura de mi querido esposo. He contado las copas que se ha bebido y, si no me equivoco, va por la quinta.


Lucas le lanzó una mirada calculadora por debajo de sus pesados párpados —siempre ligeramente entornados—, como si estuviera considerando si sería mejor hablar o permanecer callado, pero al fin comentó:
Pedro no bebe.


En el acto, Paula descartó aquel comentario con un gesto de la mano.


—¡No, ni nada! No puedes imaginarte la cogorza que llevaba la última noche que pasamos en Nueva York. A la mañana siguiente no se acordaba de nada.


—Tu marido solo bebe alguna cerveza o una copa de vino de vez en cuando.


Lucas hablaba con tanta seguridad que, de pronto, a Paula le empezaron a entrar unas dudas espantosas.


—¿Y eso? —preguntó, al tiempo que señalaba el vaso, lleno de líquido transparente, hielos y una rodaja de limón, que su marido, que ahora charlaba animadamente con Candela y Marcos, se acababa de llevar a los labios.


—No sé qué será, pero te aseguro que no es vodka ni ginebra. Durante el safari que hicimos en África, Pedro me contó que se había emborrachado una vez cuando era adolescente y que, desde entonces, no había vuelto a probar el alcohol de alta graduación.


Paula recordó una conversación que había mantenido con él sobre aquel mismo tema y, de pronto, empezó a sudar.


—Tengo que comprobar una cosa —anunció y, sin más, se alejó a toda velocidad en dirección al animado grupo.


En cuanto Pedro la vio, le pasó un brazo sobre los hombros y la estrechó contra su costado.


—Caramba, Paula, baby, acabamos de casarnos y no te he visto en toda la noche —protestó de buen humor.


Ella le dirigió su sonrisa más inocente.


—Hace calor, ¿verdad? Estoy seca, ¿te importa que beba de tu vaso?


—Está muy fuerte, Paula, no te gustará la mezcla. ¡Camarero! —detuvo al hombre que en ese momento pasaba por ahí con una bandeja—. ¿Qué quieres, baby?


—Tomaré agua —dijo con sequedad y, al notar las chispas revoltosas que centellearon en aquellos llamativos ojos azules, tuvo muy claro que el incorregible Pedro Alfonso tenía algo que ocultar.


Justo entonces la Tata hizo su aparición y dijo que ya era hora de que Sol se fuera a la cama. La niña, que en ese momento corría alrededor del cenador con varias guirnaldas de chuches colgando de su cuello, protestó indignada; sin embargo, no pudo resistirse a las fuerzas combinadas de la Tata y su madre, así que, después de despedirse de los amigos de esta y de Marcos, y de darle a Pedro un fuerte abrazo que este le devolvió con entusiasmo, se alejó en dirección a su cuarto de la mano de la mujer, sin dejar de parlotear.


El resto de los invitados no tardaron en anunciar que se marchaban también y, al oírlos, la inquietud se apoderó de Paula.


—¿Cómo que os vais? ¿A dónde?


—No queremos molestar a los tortolitos. —Su amiga le guiñó un ojo, maliciosa—. Tenemos reservadas habitaciones en una casa rural que no queda lejos del pueblo.


—Pero ¡qué tontería! —protestó Paula—. Aquí hay un montón de habitaciones libres y no molestaréis a nadie, ¿a que no, Pedro?


De pronto, la idea de que sus amigos se marcharan y la dejaran a solas con su nuevo marido le resultaba insoportable.


—Por supuesto que no —respondió él, con semblante impasible.


—No insistas, Paula. Ya está todo organizado. —Candela se abalanzó sobre ella y le dio un fuerte abrazo, al tiempo que susurraba en su oído—: Tranquila. Sé que Pedro te hará feliz.


—¿Y cómo lo sabes? ¿De pronto tienes el don de la presciencia? —replicó Paula en voz baja y atropellada.


—¿De qué? —Candela frunció la nariz, perpleja.


—Que si adivinas el futuro —aclaró, con enojo.


—Calma, Pau, no te enfades conmigo. Y no, no es que, de repente, haya recibido unos superpoderes de las hadas buenas, pero no hay más que ver cómo te mira Pedro y lo bueno que está. Esa combinación no hay quien la resista, te lo digo yo.


En ese momento, Lucas apartó a Candela a un lado sin mucha delicadeza.


—Será mejor que corte la despedida. Sabiendo lo que le gusta hablar a la Mantis, podemos estar aquí hasta el amanecer.


Sin hacer caso del bufido furibundo de la pelirroja, Lucas estrechó a su vez a Paula entre sus brazos y le dijo en un tono que solo ella pudo escuchar:
—No tengas miedo. Pedro es un buen hombre.


«¡Otro igual!», se dijo, fastidiada.


De pronto, no entendía por qué a todo el mundo —en vez de acusarla a voz en grito de ser una mercenaria sin escrúpulos— le parecía fenomenal aquel matrimonio. Sin decir nada, le devolvió el abrazo con fuerza y cuando su amigo se apartó se sintió tremendamente sola. Después de decirle adiós a un sonriente —y un poco bebido— Marcos, los tres se subieron al coche. Paula quiso gritarles que no se fueran y la dejaran sola; sin embargo, apretó los labios con fuerza hasta que los
faros traseros del vehículo se perdieron por fin en la noche.




miércoles, 21 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 29





Algunas horas más tarde, alguien llamó a la puerta de su dormitorio.


—¿Puedo pasar?


La voz de la Tata sonó dubitativa al otro lado, así que Paula se apresuró a abrir. La mujer volvió a cerrar la puerta a sus espaldas y permaneció contemplándola, con sus pequeños ojos oscuros húmedos y brillantes de emoción.


—Estás preciosa. Eres el vivo retrato de tu madre —comentó con voz temblorosa.


Al oír aquellas palabras, Paula se vio obligada a parpadear un par de veces para contener las lágrimas.


—Gracias, Tata —respondió con voz empañada.


—Si tus padres nos están mirando en este momento, sé que se sentirán muy orgullosos de ti…


Incapaz de resistirlo más, Paula se abalanzó sobre la generosa mujer que la había cuidado igual que una madre desde el día en que nació, y las dos se fundieron en un estrecho abrazo.


—No llores, niña, no llores o se te estropeará el maquillaje.
 —Pero en realidad era la Tata la que más lloraba.


En ese momento, unos nudillos repiquetearon de nuevo contra la madera de la puerta; al oírlo, la Tata se apartó de Paula en el acto y se secó las mejillas con un enorme pañuelo blanco mientras trataba de recobrar la compostura.


—Pasa, Cande —Paula se dirigió hacia el antiguo tocador de caoba para retocar la máscara de pestañas que se le había corrido con las lágrimas, sin dejar de hipar.


Al ver aquello, su amiga ordenó:
—¡Quieta! ¡Arriba las manos! Sabía que esto iba a pasar y creo que he llegado justo a tiempo. — Rebosante de satisfacción ante su previsión, le tendió un tubo de rímel y aclaró—: Es waterproof, algo fundamental conociéndote como te conozco.


Con una lacrimosa carcajada, Paula tomó el envase y aplicó una generosa capa de la nueva máscara a sus pestañas. 


Cuando terminó se enderezó y se volvió hacia Candela, que contemplaba su reflejo en el espejo de pie a su lado y llena de emoción le dijo:
—Gracias, Cande, por estar siempre ahí cuando te he necesitado; en los buenos y en los malos tiempos; por brindarme tu alegría, por animarme, por regañarme cuando era necesario… Gracias por ser mi amiga.


—¡Menos mal… que yo… también… la he usado! —balbuceó Candela antes de abrazarse a su amiga con todas sus fuerzas y empezar a llorar a su vez.


Estuvieron unos minutos así, la una en brazos de la otra, sacudidas por sollozos desgarradores, hasta que Paula notó unos tirones impacientes en la tela de su vestido y escuchó una vocecilla aguda:
—Pero ¿por qué lloráis? ¿Estáis tristes porque mamá se ca… casa con Pedro? No quiero… que… que lloréis.


Al ver el desconcierto y la tristeza más absoluta reflejados en el empapado rostro de su hija, Paula fue incapaz de reprimir una nueva y trémula carcajada y, sin importarle lo más mínimo que se le pudiera arrugar el vestido, se agachó junto a ella para incluirla en el abrazo.


—Por supuesto que no, mi vida. Lo que pasa es que las amigas siempre se abrazan y lloran en las bodas, es una tradición milenaria.


Al oír aquella explicación, Sol recuperó la alegría en el acto y nadie hubiera dicho que, apenas unos segundos antes, había estado llorando con desconsuelo.


—Qué suerte tienen las niñas pequeñas de tener una piel perfecta sin necesidad de cosméticos — suspiró Candela mientras retocaba su maquillaje. Cuando estuvo satisfecha con el resultado, se volvió hacia las demás con expresión severa y las amenazó con el dedo índice—. Llorar queda terminantemente prohibido hasta nueva orden, ¿entendido?


Y todas las presentes asintieron con solemnidad.



TE QUIERO: CAPITULO 28





El mismo día de la boda, Pedro fue a recogerlas temprano en el todoterreno que había alquilado y, en un periquete, cargó el equipaje en el maletero y las hizo subir al coche. 


Paula, sentada a su lado en el asiento del copiloto, miraba ensimismada la carretera, sin dejar de retorcer entre sus dedos el largo collar de cuentas que se había puesto esa mañana.


—Te veo nerviosa, Paula, baby.


Ella regresó de donde quisiera que la hubieran llevado sus alborotados pensamientos dando un respingo.


—¿Nerviosa? Qué va, al fin y al cabo, no es la primera vez que me caso… —Se detuvo abruptamente, abochornada por la forma en que sus no-nervios la habían traicionado.


—También se casó con mi padre —aclaró Sol con amabilidad desde la parte trasera del vehículo


—. Yo también me casaré muchas veces cuando sea mayor. Los vestidos son muy chulos.


Muerta de vergüenza, su madre se cubrió con las palmas de sus manos las mejillas encendidas.


—¿Dónde está Herodes cuando se le necesita? —masculló entre dientes.


Pedro desvió un segundo la vista de la carretera y la miró, divertido, antes de dirigir sus ojos hacia el retrovisor para responder a Sol.


—Me temo que no dejaré que tu madre se case con nadie más. Soy un hombre muy celoso.


Los grandes ojos azules de la niña le devolvieron la mirada a través del espejo.


—¿Como el sultán del cuento que me contaste el otro día?


—Justo como él.


—¿Y también la encerrarás en una torre para que no escape? —Pedro siempre abría ante ella un fascinante mundo de posibilidades.


—Creo que más bien lo haré en mi dormitorio…


Solo Paula oyó aquellas palabras, pronunciadas en voz muy baja, y volvió la cabeza hacia él en el acto, alarmada. Al ver su expresión, el americano soltó una estruendosa carcajada.


—Solo era una broma, baby. —Y le guiñó un ojo con picardía.


Sin embargo, su disculpa no logró tranquilizarla en absoluto y, cada vez más inquieta, decidió que había llegado el momento de cambiar de tema.


—Me gustaría saber a dónde vamos, Pedro.


—Vamos a… —El americano nombró un pueblecito en la provincia de Badajoz.


A ella se le iluminaron los ojos al oírlo y, de pronto, se olvidó de sus preocupaciones.


—¡Qué casualidad! La finca de mi padre, en la que pasé las mejores vacaciones de mi vida, está justo al lado.


Durante el resto del camino, Paula les contó anécdotas de aquellos veranos que había pasado en la finca en compañía de Lucas y Candela y, entre estas y los comentarios socarrones que de vez en cuando hacía la Tata a mayor abundamiento, las risas resonaron sin cesar dentro del coche.


Sin embargo, a medida que se acercaban a su destino, las ganas de hablar de Paula fueron decayendo, así que se concentró en admirar aquel paisaje amado que la transportaba a una época llena de felicidad. Solo rompió su silencio cuando Pedro se desvió por un estrecho camino sin asfaltar bordeado de jaras.


—¡Pedro, por aquí se va a mi finca! Bueno, a la finca que fue nuestra.


—Lo sé, Paula, baby. Candela me comentó que siempre habías soñado con casarte en la capilla de esta casa y quería darte una sorpresa.


Paula abrió la boca para decir algo, pero fue incapaz. De pronto, se sentía desbordada por una intensa emoción y los ojos se le llenaron de lágrimas que luchó por reprimir. A él no se le escapó el brillo húmedo de sus iris castaños ni los esfuerzos que hacía para contenerse y, con una mirada cargada de ternura, añadió:
—No irás a llorar, ¿verdad, baby?


Ella sorbió ruidosamente y sus labios temblaron al contestar.


—No, no voy a llorar. —Se soltó el cinturón y, sin más, se abalanzó sobre él, se abrazó a su cuello, sin que le importara lo más mínimo que estuviera conduciendo, y depositó un beso ligero en aquella boca firme y decidida—. ¡Muchas gracias, Pedro! Es una sorpresa fantástica.


Al sentir aquel beso —que era el primero que ella le daba de forma espontánea—, Pedro se emocionó también y cambió de asunto, para disimular.


—Por cierto, Paula, baby, me temo que debo recordarte una de las reglas de tu manual de urbanidad. —Todavía aturdida por la impresión de aquel inesperado regalo, Paula lo miró sin comprender—. ¡No se sorbe!


Su dedo índice la apuntó, amenazador, y ella lanzó una carcajada.


—Tienes razón, Pedro. Es de muy mala educación. —Agradecida, acarició su muslo arriba y abajo sin notar la repentina tensión que se apoderó de él.


—¡Ya hemos llegado!


Con suavidad, el americano apartó aquella mano indiscreta y soltó un suspiro de alivio, sin que Paula, demasiado ocupada admirando la preciosa casa de piedra a la que no había vuelto desde hacía años, se percatara de nada. Sin esperar a que el coche se hubiera detenido del todo abrió la puerta, impaciente y excitada.


—¡Todo parece estar como siempre! No sabía que la alquilaban para bodas. —Aspiró con deleite el aroma de los jazmines que trepaban por la fachada de piedra.


Pedro bajó del coche y rodeó su estrecha cintura con su brazo.


—En realidad hace años que está deshabitada. El propietario me ha hecho un favor al prestármela durante unos días. He contratado un equipo de limpieza para hacerle un lavado de cara, pero ya te darás cuenta de que hay muchas cosas que necesitan reparación. Tu antigua habitación está lista, la Tata me dijo cuál de ellas era. Allí dormirá Sol y tú puedes vestirte en ella, ya sabes que da mala suerte que el novio te vea antes de la ceremonia.


Pedro se detuvo ahí y, sofocada, Paula se dijo que, seguramente, aquella noche ambos compartirían el inmenso dormitorio que siempre había ocupado su padre. Para disimular su turbación se dirigió a su hija con fingido entusiasmo:
—¡Vamos a explorar, Sol! Tú solo eras un bebé la última vez que estuviste en esta casa.


Por el rabillo del ojo, Paula vio que la Tata ya se había hecho su composición de lugar y empezaba a dar órdenes a diestro y siniestro a las dos mujeres, contratadas para la ocasión, que habían salido a recibirlos.


Paula, sin soltar la mano de su hija, recorrió todas las estancias de la hermosa vivienda mientras le contaba algunos de los episodios que tuvieron lugar entre aquellas paredes cuando era niña. Como había dicho Pedro, se notaba que hacía tiempo que nadie vivía en ella; había huellas de goteras en los techos y muchas habitaciones necesitaban una buena mano de pintura. Sin embargo, todo estaba escrupulosamente limpio y allí seguían la mayor parte de los muebles que Paula se había visto obligada a malvender junto con todo lo demás.


Lo único que le había pedido Pedro era que no se asomara al jardín situado frente a la fachada posterior, pues era allí donde se celebraría el banquete de bodas y quería mantener el misterio; así que decidieron comer en el patio empedrado, lleno de plantas y flores, cuya rumorosa fuente de mármol añadía un toque de frescor muy necesario a aquellas alturas del verano.


Casi habían terminado cuando se oyeron voces, y Candela, Lucas y Marcos aparecieron en el patio. Al verlos, Sol se levantó en el acto de la mesa y corrió a recibirlos con un abrazo. Paula la imitó, muy contenta de que hubieran llegado por fin; de pronto, se dio cuenta de que el apoyo de sus dos mejores amigos era justo lo que necesitaba en esos momentos. Pedro se apresuró también a dar la bienvenida a su amigo Marcos, un tipo casi tan grande como él, pero de pelo muy rubio, con una de esas estremecedoras palmadas en la espalda que solían intercambiar.


—¿Queréis comer algo?


—No te preocupes, ya hemos comido. Aunque sí que me tomaría un café con hielo —respondió Candela.


—Idem —dijo Lucas, al que no le gustaba gastar más saliva de la necesaria. La pelirroja puso los ojos en blanco.


—Qué viajecito me ha dado, menos mal que venía Marcos con nosotros…


—¿Ya te has peleado otra vez con tío Lucas? —Para Sol, las peleas de aquellos dos eran una fuente continua de diversión.


—No sabes lo que es hacer un viaje con él, cualquiera diría que cada palabra le cuesta dinero — se quejó Candela, al tiempo que se comía un bombón que había sobre la mesa—. Busca un sinónimo de la palabra «seta» en el diccionario y seguro que aparece su nombre.


—¿Me estás llamando aburrido?


La pelirroja alzó su pequeña nariz salpicada de pecas, retadora.


—Pues sí.


—Ya me parecía a mí. —Lucas tomó asiento en una de las sillas sin inmutarse, lo cual, como de costumbre, le fastidió aún más.


—¿Veis lo que os digo? —Candela se volvió hacia el resto con cara de mártir.


—Para qué voy a hablar si ya lo dices tú todo. Seguro que al pobre Marcos le duele la cabeza… —Le dirigió una mirada perezosa por entre sus párpados entrecerrados.


El gigante rubio se apresuró a negar aquella afirmación con unas palabras galantes, pero Candela lo ignoró por completo y se encaró con Lucas, una vez más, con sus grandes ojos grises despidiendo chispas de indignación.


—¿Me estás acusando de ser una charlatana insoportable?


Lucas se encogió de hombros.


—Si tú lo dices…


—Niños, hoy está prohibido pelearse. —Paula alzó las palmas de las manos como si se dispusiera a repartir bendiciones y cambió de tema—. Dime, Cande, ¿has sido tú la que te has encargado de todo esto?


—Frío, frío —su amiga le lanzó al americano una mirada cómplice—. Yo solo le he dado alguna que otra idea a Pedro de cómo te gustaría que fuera tu boda, pero ha sido él el que lo ha organizado todo. Estoy segura de que te va a encantar.


Paula se volvió hacia su exjefe, que seguía la conversación con una sonrisa de complacencia.


—Estoy tan sorprendida… —La expresión de sus rasgados ojos castaños era tierna y agradecida.


Él agarró su mano y le dio un apretón afectuoso.


—Y eso que aún no lo has visto todo, baby.


Después de la sobremesa cada uno se retiró a su habitación, a fin de evitar las horas de más bochorno y dormir una pequeña siesta.






TE QUIERO: CAPITULO 27






Paula apenas vio a Pedro durante las siguientes dos semanas. A su exjefe se le había acumulado el trabajo después de sus tres meses sabáticos y casi no paraba en Madrid. Sin embargo, la llamaba todos los días, aunque esos pocos minutos que pasaban charlando amigablemente no bastaban para acallar sus crecientes temores.


A pesar de lo ocupado que estaba, Pedro había insistido en que él se ocuparía de todos los preparativos de la boda y no había querido darle ningún detalle —aunque, para su alivio, le aclaró que sería una ceremonia íntima en una finca lejos de Madrid—, tan solo le había pedido que le dijera a quién deseaba invitar. Paulaa lo tenía muy claro. Cuando se casó con Álvaro los invitados abarrotaban el interior de la iglesia de los Jerónimos, pero en esta ocasión los únicos presentes
serían su hija, la Tata, Lucas, Candela y Marcos, el mejor amigo de Pedro, que volaría desde Idaho.


Había elegido para la ocasión un vestido sencillo de color marfil, fresco y apropiado para una boda en el campo, y su hija llevaría otro confeccionado con la misma tela vaporosa y un discreto adorno floral en el pelo. También había acompañado a la Tata de tiendas para que eligiera el elegante traje de chaqueta azul marino que se empeñó en comprar, a pesar de que Paula le aseguró que iba a asarse
de calor.


Una de las cosas que más había sorprendido a Paula era la forma en que la Tata se había tomado la noticia; desde luego, lo último que había esperado era que su entusiasmo casi sobrepasara el de Sol.


Sobre todo porque nunca había sentido mucha devoción por su anterior marido, algo que ella había achacado siempre a los celos. Sin embargo, ahora no paraba de hablar de los sabrosos platos que iba a preparar para el querido mister Alfonso. Era tal su entusiasmo, que en un momento dado Paula ya no pudo contenerse y le espetó:


—No te entiendo, Tata. A Álvaro no lo aguantabas y, sin embargo, solo te falta ponerte a hacer reverencias cuando hablas de «el querido mister Alfonso», aunque casi no lo conoces de nada.


Ella le dirigió una mirada condescendiente:
—Más sabe el diablo por viejo que por diablo, y no hay que ser muy listo para darse cuenta de que mister Alfonso es un hombre de verdad.


Su respuesta, sin saber por qué, la molestó.


—¿Quieres decir con eso que Álvaro no lo era?


La Tata resopló con desdén.


—Tu marido era como un cachorrito simpático, muy mo-no si quieres jugar un rato, pero inútil para guardar la casa.


Aquella descripción, que en el fondo sabía que era de lo más acertada, la irritó aún más.


—Así que consideras que Pedro tiene pinta de ser un buen perro guardián. Está claro que su tamaño te ha deslumbrado, Tata —replicó, sarcástica.


Los ojos pequeños y oscuros de aquella mujer que la había cuidado desde que nació y que conocía hasta el último pliegue de su alma se entrecerraron al mirarla.


—Como de costumbre, eres incapaz de ver lo que tienes justo delante de tus narices.


Y con esa respuesta tan críptica, se dio media vuelta y se alejó en dirección a la cocina, mientras Paula, mosqueada, permanecía de pie en el mismo lugar tratando en vano de descifrar qué habría querido decir con eso.