jueves, 22 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 30





Paula entró en la pequeña y acogedora capilla apoyada en el brazo de Lucas. Estaba tan nerviosa que, si no hubiera sido por aquel brazo vigoroso estaba segura de que hubiera tropezado y se habría caído al suelo. Como en un sueño, escuchó el Lohengrin de Wagner interpretado por violines mientras recorría los pocos metros que la separaban del altar.


Apenas había pensado en qué consistiría la ceremonia. Al principio creyó que se limitarían a cumplir las formalidades legales en la fría sala de algún ayuntamiento y después, a pesar de que al llegar a la finca Pedro había mencionado la capilla, no le había dado más vueltas. Sin embargo, lo último que esperaba era ver el oratorio de la finca como lo había imaginado mil veces en sus sueños de niña.


Siempre había fantaseado con que se casaría en ese mismo lugar; que la capilla estaría adornada exactamente así, con una casi agobiante profusión de margaritas, sus flores preferidas; que la música de los violines lo inundaría todo; que el sacerdote esperaría su llegada subido sobre el único escalón del altar y, por un instante, se preguntó si no estaría soñando realmente. Pero, entonces, cayó en la cuenta de que el brazo en el que se apoyaba no era el de su adorado padre y de que el gigantesco hombre que la aguardaba, muy serio, frente al altar, con su elegante chaqué oscuro y el chaleco color arena clara, era muy real y no el impreciso príncipe azul de sus sueños.


Y al avanzar hacia él por el estrecho pasillo, ya solo fue consciente de aquellos impresionantes ojos azules clavados en ella con una intensidad hipnótica, y de la enorme mano que salía al encuentro de la suya, helada y temblorosa, y la envolvía en un cálido apretón.


Paula casi no se enteró de nada durante el resto de la ceremonia. Contestó a las preguntas del sacerdote como si estuviera en trance, apenas consciente de lo que hacía. El recuerdo de otra ceremonia con otro protagonista se abrió paso con la intensidad de un fogonazo en su cerebro; en aquella ocasión no había dejado de sonreír, feliz de saber que se casaba con el que pensaba que era el hombre de su vida. Esta vez, en cambio, sus labios temblaban, su voz surgía apenas audible de su garganta, y era presa de una agitación evidente.


Cuando terminó la ceremonia y empezaron las primeras notas de La llegada de la Reina de Saba de Haendel, Pedro puso las manos sobre sus hombros y, en un tono cargado de emoción, susurró:
—Sé que no es una costumbre española, pero en mi país, en este preciso momento, el sacerdote dice: «Puede besar a la novia».


Sin más explicaciones, inclinó la cabeza y depositó en sus labios un beso rebosante de ternura.


Paula cerró los ojos, desfallecida, pero no respondió a la caricia. Por fin, Pedro alzó la cabeza, fijó sus ojos penetrantes en su pálido rostro y, en silencio, rodeó su cintura con un brazo y la acompañó hacia la salida.


En el jardín, en el que apenas se había fijado cuando se dirigía hacia la capilla, había una sola mesa para los invitados vestida con un elegante mantel bordado que Paula reconoció en el acto como uno de los que su padre utilizaba en las grandes ocasiones, y la vajilla y la cristalería que habían pertenecido a una de sus bisabuelas. Paula se acercó a la mesa y recorrió con el pulgar el borde de uno de los platos de delicada porcelana de Meissen antes de volverse hacia su flamante esposo y preguntar, maravillada:


—¿Cómo has podido recuperar estas cosas? Hace años que las vendí.


Pedro se encogió de hombros y se rascó la nariz con una mano, perfecto en su papel de grandullón inocente.


—Creo que le cogí el gustillo a la caza de tesoros cuando estuvimos en Nueva York.


El grito de deleite de su hija Sol que corría, excitada, hacia la pérgola de hierro que cubría la mesa la hizo desviar su atención del americano y, estupefacta, reparó en las guirnaldas fabricadas con gominolas y nubes de fresa que decoraban toda la estructura.


Muda de asombro, miró a su amiga Candela —la única a la que, a la tierna edad de diez años, le había contado que el día de su boda decoraría el jardín con golosinas de todo tipo—, que le devolvió la mirada sonriente; sin embargo, hizo un gesto con la barbilla en dirección a su marido, así que Paula se volvió una vez más hacia él.


—¡Oh, Pedro! —fue lo único que logró pronunciar con la voz tomada.


—Tranquila, baby, que aún no han acabado las sorpresas. —Muy sonriente, le tendió una sencilla carpeta de cartón decorada con un enorme lazo rojo—. Es mi regalo de boda, ábrela.


Obediente, ella soltó el lazo y retiró las gomas que la mantenían cerrada. En el interior había un grueso fajo de documentos amarilleados por los años. Paula cogió la primera hoja y tuvo que leer varias veces antes de captar el significado de aquella anticuada caligrafía.


—Es… —La voz le salió como un graznido y se vio obligada a carraspear un par de veces—. Es el título de propiedad de la finca Dehesa del Molino. No entiendo…


Paula miró la carpeta y luego lo miró a él, confundida.


—Es tuya, baby.


Los labios de Paula temblaron y, sin poder contenerse un segundo más, dio un paso hacia adelante y rodeó la cintura de su marido con los brazos, apretó la mejilla contra su pecho y empezó a llorar con violentos sollozos.


Pedro la apretó a su vez contra sí, afligido, y le dijo:
—No llores, Paula, baby. Ni siquiera he empezado con los malos tratos todavía.


Una carcajada ahogada seguida de varios hipidos le indicó que, a pesar de su llanto desconsolado, Paula no había perdido del todo el sentido del humor.


—Es inútil, Pedro, nada de lo que digas podrá detenerla hasta que libere todo el líquido que lleva dentro. Paula siempre ha sido una llorona empedernida. Y dame las gracias, porque si no hubiera sido por mí tendrías que tirar tu elegante chaleco a la basura.


—Por una vez, tengo que darle la razón a la Mantis —intervino Lucas, impasible ante la mirada furiosa que le dirigió la pelirroja—. El llanto de Paula podría reverdecer el desierto de Tabernas.


La voz de Sol se sumó al coro.


—No puedes dejarle ver películas tristes, Pedro. La última vez que vimos Buscando a Nemo gastó un paquete entero de pañuelos.


—Muy bien, Sol, tomo nota —respondió, muy serio.


Por fin, Paula alzó la cabeza, miró a Pedro con los ojos brillantes y las mejillas empapadas y comentó con voz poco firme:
—Eres el hombre más bueno del mundo, Pedro, no sé cómo podré pagarte todo lo que estás haciendo por mí…


El americano colocó el dedo índice sobre su boca para silenciarla y declaró con firmeza:
—No hay nada que pagar ni que agradecer, Paula. Tú, Sol y la Tata sois el mejor regalo que nadie pudiera desear.


Al escuchar la convicción que latía en aquella voz profunda, por primera vez en su vida, Candela sintió envidia de su amiga que, en ese instante, dirigía una sonrisa cargada de dulzura a su ya marido.


En ese momento, alguien posó las manos sobre sus hombros como si hubiera adivinado aquel repentino malestar y, sin pensar, se recostó durante unos segundos contra aquel pecho que se le ofrecía, consolador. Inspiró el ligero aroma masculino —una mezcla de aftershave, desodorante y hombre muy agradable— y, de pronto, notó que se le subía a la cabeza. Alarmada, volvió la cabeza y sus ojos chocaron con las pupilas ardientes y oscuras de Lucas a pocos centímetros de las suyas. Se apartó de él en el acto, con la respiración agitada, y observó la forma en que aquellos labios delgados se fruncían en una mueca burlona. Por una vez, no se le ocurrió una frase ingeniosa o sarcástica para sacudirse aquella extraña inquietud que se había apoderado de ella, así que, cuando al fin logró apartar la mirada de aquellos ojos abrasadores, se dio media vuelta, se acercó hacia donde estaba Marcos, que en ese momento le pedía otra copa al camarero, y se puso a coquetear con él descaradamente.


Lucas permaneció donde estaba sin dejar de observarla con aquella misma mueca, ahora teñida de una ligera amargura, en sus labios, hasta que la voz de Paula le arrancó de sus pensamientos.


—Hoy Cande está guapísima —afirmó siguiendo la dirección de su mirada.


A Paula no se le había escapado la forma en que el amigo de Pedro apretaba a la pelirroja contra su cuerpo mientras bailaban. A su lado, Pedro y Sol estaban inmersos en una enrevesada coreografía y su hija reía a carcajadas mientras él la hacía girar sobre sí misma una y otra vez. Ver a su recién estrenado marido bailando con su hija le provocó una sensación rara en el estómago. Saltaba a la vista que ambos estaban pasando un buen rato; con sus rubios cabellos revueltos y las mejillas encendidas, la niña era el vivo retrato de la felicidad y Pedro, con la corbata un poco torcida y muy
despeinado también, resultaba de lo más seductor.


Su amigo se encogió de hombros y respondió lacónico:
—Reconozco que la Mantis siempre está guapa.


Las palabras de Lucas, pronunciadas con ese tono rasposo que le era característico, hicieron que se volviera a mirarlo, sorprendida:
—Creo que es la primera vez que admites que Cande te parece guapa.


—¿Tú crees? —se limitó a preguntar, displicente.


—Hasta ahora, siempre que hablas de Cande solo te he escuchado calificativos del tipo: araña patas largas, ojos de canica, puercoespín y zanahoria putrefacta.


—Zanahoria putrefacta… —Lucas sacudió la cabeza con añoranza—. Ya no me acordaba de ese mote.


Paula se sintió mal por habérselo recordado; todavía le parecía ver las lágrimas de rabia deslizándose por las mejillas de su amiga cada vez que él la llamaba así.


—Bueno, espero que no te dé por revivir viejos tiempos. A la pobre la tenías martirizada.


—¿Tú crees? —repitió.


A pesar de su aparente indiferencia, Paula notó la curiosidad latente en aquella pregunta y decidió que ya era hora de pegarle un empujoncito a su amigo en la buena dirección.


—Sabes bien que le hiciste la vida imposible. Creo que has sido el hombre que más la ha hecho llorar. Si te soy sincera, no recuerdo que jamás haya vertido una sola lágrima por ninguno de los novios que se echa, y eso que algunos de ellos han sido auténticos idiotas. Ha gritado de rabia, ha
estrellado cosas contra el suelo… pero nunca la he visto llorar por ellos.


—Ya veo.


Exasperada, Paula supo que no conseguiría sacarle nada a aquel moreno inexpresivo que permanecía con los ojos clavados en la atractiva pareja que se dedicaba a poner en práctica complicados pasos de baile con entusiasmo; Lucas siempre había sido reservado hasta un punto casi enfermizo. 


Hizo una seña al camarero que en ese momento pasaba cerca de allí y cogió otra copa de la bandeja.


—He notado que no has parado de beber en toda la noche. ¿Estás intentando emborracharte?


Ahora fue Paula quien se encogió de hombros. Su amigo siempre había sido demasiado observador, lo cual resultaba una característica de lo más irritante.


—Solo trato de ponerme a la altura de mi querido esposo. He contado las copas que se ha bebido y, si no me equivoco, va por la quinta.


Lucas le lanzó una mirada calculadora por debajo de sus pesados párpados —siempre ligeramente entornados—, como si estuviera considerando si sería mejor hablar o permanecer callado, pero al fin comentó:
Pedro no bebe.


En el acto, Paula descartó aquel comentario con un gesto de la mano.


—¡No, ni nada! No puedes imaginarte la cogorza que llevaba la última noche que pasamos en Nueva York. A la mañana siguiente no se acordaba de nada.


—Tu marido solo bebe alguna cerveza o una copa de vino de vez en cuando.


Lucas hablaba con tanta seguridad que, de pronto, a Paula le empezaron a entrar unas dudas espantosas.


—¿Y eso? —preguntó, al tiempo que señalaba el vaso, lleno de líquido transparente, hielos y una rodaja de limón, que su marido, que ahora charlaba animadamente con Candela y Marcos, se acababa de llevar a los labios.


—No sé qué será, pero te aseguro que no es vodka ni ginebra. Durante el safari que hicimos en África, Pedro me contó que se había emborrachado una vez cuando era adolescente y que, desde entonces, no había vuelto a probar el alcohol de alta graduación.


Paula recordó una conversación que había mantenido con él sobre aquel mismo tema y, de pronto, empezó a sudar.


—Tengo que comprobar una cosa —anunció y, sin más, se alejó a toda velocidad en dirección al animado grupo.


En cuanto Pedro la vio, le pasó un brazo sobre los hombros y la estrechó contra su costado.


—Caramba, Paula, baby, acabamos de casarnos y no te he visto en toda la noche —protestó de buen humor.


Ella le dirigió su sonrisa más inocente.


—Hace calor, ¿verdad? Estoy seca, ¿te importa que beba de tu vaso?


—Está muy fuerte, Paula, no te gustará la mezcla. ¡Camarero! —detuvo al hombre que en ese momento pasaba por ahí con una bandeja—. ¿Qué quieres, baby?


—Tomaré agua —dijo con sequedad y, al notar las chispas revoltosas que centellearon en aquellos llamativos ojos azules, tuvo muy claro que el incorregible Pedro Alfonso tenía algo que ocultar.


Justo entonces la Tata hizo su aparición y dijo que ya era hora de que Sol se fuera a la cama. La niña, que en ese momento corría alrededor del cenador con varias guirnaldas de chuches colgando de su cuello, protestó indignada; sin embargo, no pudo resistirse a las fuerzas combinadas de la Tata y su madre, así que, después de despedirse de los amigos de esta y de Marcos, y de darle a Pedro un fuerte abrazo que este le devolvió con entusiasmo, se alejó en dirección a su cuarto de la mano de la mujer, sin dejar de parlotear.


El resto de los invitados no tardaron en anunciar que se marchaban también y, al oírlos, la inquietud se apoderó de Paula.


—¿Cómo que os vais? ¿A dónde?


—No queremos molestar a los tortolitos. —Su amiga le guiñó un ojo, maliciosa—. Tenemos reservadas habitaciones en una casa rural que no queda lejos del pueblo.


—Pero ¡qué tontería! —protestó Paula—. Aquí hay un montón de habitaciones libres y no molestaréis a nadie, ¿a que no, Pedro?


De pronto, la idea de que sus amigos se marcharan y la dejaran a solas con su nuevo marido le resultaba insoportable.


—Por supuesto que no —respondió él, con semblante impasible.


—No insistas, Paula. Ya está todo organizado. —Candela se abalanzó sobre ella y le dio un fuerte abrazo, al tiempo que susurraba en su oído—: Tranquila. Sé que Pedro te hará feliz.


—¿Y cómo lo sabes? ¿De pronto tienes el don de la presciencia? —replicó Paula en voz baja y atropellada.


—¿De qué? —Candela frunció la nariz, perpleja.


—Que si adivinas el futuro —aclaró, con enojo.


—Calma, Pau, no te enfades conmigo. Y no, no es que, de repente, haya recibido unos superpoderes de las hadas buenas, pero no hay más que ver cómo te mira Pedro y lo bueno que está. Esa combinación no hay quien la resista, te lo digo yo.


En ese momento, Lucas apartó a Candela a un lado sin mucha delicadeza.


—Será mejor que corte la despedida. Sabiendo lo que le gusta hablar a la Mantis, podemos estar aquí hasta el amanecer.


Sin hacer caso del bufido furibundo de la pelirroja, Lucas estrechó a su vez a Paula entre sus brazos y le dijo en un tono que solo ella pudo escuchar:
—No tengas miedo. Pedro es un buen hombre.


«¡Otro igual!», se dijo, fastidiada.


De pronto, no entendía por qué a todo el mundo —en vez de acusarla a voz en grito de ser una mercenaria sin escrúpulos— le parecía fenomenal aquel matrimonio. Sin decir nada, le devolvió el abrazo con fuerza y cuando su amigo se apartó se sintió tremendamente sola. Después de decirle adiós a un sonriente —y un poco bebido— Marcos, los tres se subieron al coche. Paula quiso gritarles que no se fueran y la dejaran sola; sin embargo, apretó los labios con fuerza hasta que los
faros traseros del vehículo se perdieron por fin en la noche.




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