—¿Y bien?
—Más bien «y mal». —La voz masculina sonó compungida al otro lado del teléfono.
—Vaya, Natalia era una de mis mejores opciones —se lamentó Paula, al tiempo que la tachaba de su lista.
—Lo siento, Paula, baby.
—No me llames baby —lo regañó, distraída—. En fin, esta noche te toca salir con Blanca. Te he mandado la ropa que debes ponerte por WhatsApp. Acuérdate de no masticar con la boca abierta.
—Lo recordaré, baby —asintió con docilidad
***
—¿Qué tal anoche? Blanca es encantadora, ¿a que sí? —afirmó Paula llena de entusiasmo.
—Psse…
Aquello la hizo ponerse alerta y sujetó con más fuerza el teléfono contra su oreja.
—¿Qué significa «psse»?
—Pues que, en realidad, no es tan encantadora. Me miró raro cuando pinché un trozo de carne de su plato.
—¡Pedro Alfonso, no puedo creerlo! —exclamó, exasperada—. ¿Acaso no te advertí que Blanca es muy tiquismiquis con el tema de la comida?
—Lo siento, baby, se me olvidó por completo. Aquel trozo de solomillo tenía una pinta estupenda.
—Bueno, bueno, no te preocupes, Pedro—contestó al detectar la nota de desolación en sus palabras —. Es verdad que Blanca es encantadora, pero reconozco que esa forma suya de ser, tan escrupulosa, raya un poco en la paranoia. Al fin y al cabo, lo más seguro es que no hubierais hecho buena pareja.
****
—¿Se puede saber qué le hiciste a Daniela para que saliera corriendo en mitad de la cena? —le espetó, furiosa, al día siguiente.
—¡Te juro que yo no hice nada, Paula, baby!
A pesar de que hablaban por el móvil, Paula casi podía ver la expresión dolida en aquellos impactantes ojos azules; ese hombre era un peligro público.
—Me ha dicho que eras el tío más plomo con el que había tenido la desgracia de cruzarse en su vida.
—No me gusta tu amiga —declaró, muy digno.
—¡Está claro que tú tampoco le gustas a ella! ¿A qué estás jugando, Pedro? Si ya no te interesa buscar novia me lo dices y cancelo las próximas citas. ¡No entiendo por qué me haces perder el tiempo!
—¡Calma, no te pongas así, Paula, baby!
—¡Que no me llames, baby! —gritó, furibunda—. ¡Cuéntame ahora mismo qué fue lo que ocurrió!
—Pues… verás… tu amiga es un poco… cómo lo diría yo…
—¿Inteligente? ¿Triunfadora? ¿Culta? —ofreció Paula, exasperada por completo con sus rodeos.
—Pedante. Tu amiga Daniela es una pedante.
Aunque le hubiera gustado negarlo, se vio obligada a reconocer que algo de razón tenía.
—Bueno, es verdad que a veces puede parecer que lo sabe todo de todo, pero es porque es una persona muy brillante y llena de inquietudes.
—Es una pedante —repitió, obstinado—. Trataba de presumir de su nuevo papel en el equipo económico del gobierno y empezó a hablarme de amortizaciones negativas, acuerdos de compromiso contingente, arrendamientos shogun… cuando iba por las acciones diferidas, empecé a plantearme cómo sería pasar el resto de mi vida al lado de una persona que no paraba de hablar de temas que no me interesaban lo más mínimo y me entraron escalofríos, así que decidí administrarle un poco de su propia medicina. Empecé a hablar de parafinas, naftenos, alquenos y olefinas y, justo cuando empezaba a contarle, en los términos más científicos posibles, el proceso de refinado del petróleo
(en mi modesta opinión la parte más interesante de todo el asunto), se levantó de la mesa de repente, dijo que tenía una jaqueca espantosa y me dejó ahí tirado.
Al escuchar su tono ofendido, Paula no pudo reprimir una carcajada. Reconocía que también a ella Daniela la sacaba de quicio a menudo; era demasiado «guay». En fin, estaba claro que la perfección no existía. Suspiró. Se le estaban acabando las candidatas y tenía la sensación de que Pedro no estaba poniendo nada de su parte. Sin embargo, aún le quedaba una bala de oro en la recámara.
****
Esa vez, Pedro Alfonso no iba a poder resistirse.
—¡No lo entiendo, de verdad que no lo entiendo!
—Lo siento mucho, Paula, baby. —El auricular reproducía sin distorsiones su tono contrito.
—¡Alexia es una belleza!
—Tienes toda la razón, baby, una belleza espectacular. Esa melena rubia como el trigo, esos ojos azules como el mar…
—Esa vez, el matiz de su voz era más bien soñador.
—Sí, sí, y esos labios rojos como el coral —lo interrumpió Paula sin contemplaciones—. Pero, además de ser una de las modelos internacionales más cotizadas del mundo, es una chica inteligente y con sentido común.
—Muy cierto. Hasta el momento en que salimos del restaurante lo estábamos pasando muy bien — reconoció en el acto su desesperante interlocutor.
—¡Entonces, ¿por qué?! —chilló, fuera de sí.
—¿Me estás preguntando por qué me soltó un guantazo sin venir a cuento y se alejó hecha una hiena?
Paula inspiró con fuerza y soltó el aire despacio un par de veces antes de contestar en un tono más suave:
—Sí, Pedro, eso mismo te estoy preguntando.
—No tengo ni idea, aunque quizá…
—¿Quizá?
—Quizá fuera porque no le gustó que le diera un azote en el trasero. Un trasero espectacular, en mi humilde opinión.
—¡¿Que hiciste qué?! —Paula caminaba sin parar arriba y abajo de su habitación, como si pensara que el movimiento la ayudaría a entender mejor lo que le estaba contando aquel descerebrado.
—Sé que no debería haberlo hecho después de lo que me dijiste la última vez, pero la tentación fue tan grande… Si fueras tío me entenderías a la perfección.
—¿Me estás diciendo que te has atrevido a darle un azote en el culo a la misma mujer que no solo es la imagen, sino también la directora de Stop Machismo, la organización feminista más importante de España? —El rostro de Paula era la viva imagen de la incredulidad más absoluta.
—Un impulso irresistible, ¡lo juro!
—¡Se acabó, ¿me oyes?! ¡Se acabó! En dos días es la fiesta, así que ya puedes tratar de conocer a alguien en ella, porque te aseguro que yo me lavo las manos. Alexia era mi arma secreta, mi mejor baza, y tú la has desperdiciado miserablemente.
—¿Entonces se acabaron las citas a ciegas? —preguntó, esperanzado.
—Puedes estar seguro de ello —afirmó, terminante.
Si Paula hubiera podido ver la enorme sonrisa que se dibujó en los labios masculinos, habría gritado.
A la mañana siguiente, cuando llamó a Candela para que la pusiera al día de las últimas novedades, esta le contó que Pedro Alfonso se había comportado como todo un caballero y que se había limitado a besarla en la mejilla al despedirse. Una vez más, a Paula le pareció muy extraño,
pero, sin desanimarse, empezó a organizar una serie de citas con todas aquellas conocidas suyas que pensó que podrían atraer al americano.
Cuando le pasó el impecable esquema que había elaborado en su ordenador con las anotaciones de horarios, lugares y mujeres correspondientes, acompañado por una lista detallada sobre sus gustos y características personales, Pedro protestó con firmeza:
—Según esto tengo casi todas las noches ocupadas de aquí a la fiesta.
—Me dijiste que querías encontrar a la mujer de tu vida en tres meses —comentó ella sin perder la paciencia—, y te recuerdo que apenas queda un mes para que se cumpla el plazo, así que hay que darse prisa.
—¡Quiero que tú también vengas! —exigió con un mohín de niño enfurruñado.
Paula hizo un gesto con la mano, descartando aquella idea de plano.
—No seas ridículo, Pedro. No puedes pretender encontrar a tu media naranja si te presentas a cada cita con una carabina.
—¿Y si no me gusta? ¿Y si me estoy aburriendo? ¿Y si es un desastre? ¿No sería mejor quedar a tomar un aperitivo, por si las moscas?
Al ver su expresión abatida, Paula se sentó a su lado en el desvencijado sillón de su pequeño salón —de un tiempo a esa parte, el piso, pequeño y oscuro, se había convertido en su cuartel general y, aunque en un principio ella se había sentido algo incómoda al recibirlo allí, Pedro era un tipo tan
sencillo que enseguida dejó de importarle— y cogió una de sus manazas entre las suyas para darle ánimos.
—Lo pensé, pero creo que es mejor una cena. Así no hay peligro de que te precipites por una primera impresión equivocada; os dará más tiempo para conoceros mejor. Además, he escogido con mucho cuidado entre mis conocidas. Te aseguro que solo he llamado a las que pienso que de verdad te van a gustar.
Al escucharla, Pedro levantó la cabeza, completamente alerta. De pronto, parecía muy interesado por el tema y preguntó:
—¿Qué tipo de mujer crees que me gusta?
Paula trató de retirar su mano —pues ahora era la suya la que estaba atrapada en el interior de las cálidas manos masculinas—, pero él no se lo permitió, así que con un suspiro se acomodó un poco mejor en el sofá mientras pensaba en la respuesta.
—Para empezar, he elegido a las mujeres más altas que conozco…
—Vamos mal —masculló entre dientes.
—¿Eh? —Paula perdió el hilo durante un segundo—. ¿Qué has dicho?
—Nada, nada, continúa. Me doy cuenta de que eres una gran psicóloga.
Ella frunció el ceño, pero no fue capaz de detectar el menor rastro de ironía en su comentario.
—La mayoría tiene un buen trabajo y fortuna propia, y tienen buenos contactos que pueden serte útiles en el futuro. Hay alguna divorciada, pero he escogido a las que no tienen hijos para que no haya problemas. Son de ese tipo de mujeres, equilibradas y sofisticadas, que tienen muy claro lo que quieren en la vida lo cual, y te lo dice por experiencia una persona a la que los embates de la existencia han arrastrado de un lugar a otro sin control, una y otra vez, es un rasgo de lo más útil. — Al ver que los iris de Pedro se tornaban de un azul tormentoso, se apresuró a añadir—: ¡Ah! ¡Y, por supuesto, todas son muy atractivas!
—Menos mal, porque tu descripción me ha dado ganas de salir corriendo —rezongó el americano que, como quien no quiere la cosa, acariciaba sin cesar la delicada piel de su muñeca, lo que estaba empezando a producir unas sensaciones de lo más extrañas en el estómago femenino.
En ese instante, Sol entró como un torbellino en el salón y, no sin esfuerzo, Paula consiguió liberar su mano.
—Dice la Tata que si te quedas a cenar, Pedro —luego bajó la voz y, con los ojos brillantes, prosiguió casi sin detenerse a respirar—: Dí que sí. Ha dicho que si te quedas preparará su tarta especial. Si no, melón como todas las noches.
Paula entrecerró los párpados y sus ojos castaños brillaron, maliciosos.
—Me preocupa la Tata. Si no la conociera tan bien, pensaría que está haciendo lo posible por pescarte. ¿Qué opinas, Sol? ¿Crees que la Tata se ha enamorado de Pedro?
Sol asintió con la cabeza, muerta de risa. Paula la miró con ternura y, como siempre le ocurría, pensó que su hija era adorable. Al hombre que las contemplaba, embobado, también le parecieron adorables las dos.
—Me quedaré a cenar con una condición —dijo, al fin, el americano.
—La tarta especial de la Tata no debería necesitar ninguna condición; está de llorar.
—¡Quiero la revancha al Monopoly! —exigió, inflexible.
—¡Síiii! —Entusiasmada, Sol aceptó en el acto aquella cláusula.
—Luego no quiero lloros cuando caigas por enésima vez en mis calles repletas de hoteles… —le advirtió Paula, muy seria.
—¡Prometo que me portaré como un hombre! —Pedro se golpeó el corazón con el puño en un gesto dramático que las hizo reír de nuevo.
Dos semanas más tarde, instalada de nuevo en su rutina, aquel viaje a Nueva York —y algunas de las cosas que ocurrieron en él— semejaban parte de un sueño. Paula llevaba varios días sin ver a Pedro quien, aun habiendo hecho propósitos de disfrutar de tres meses sabáticos, se había visto obligado a volar de nuevo a Estados Unidos para atender una emergencia.
Ella había aprovechado el tiempo para organizar el evento para el que el americano la había contratado en realidad: una fiesta inolvidable para celebrar sus diez años al frente de Alfonsoil. Ya estaba decidida la fecha —tendría lugar en tres semanas—, y las invitaciones habían sido enviadas, aunque solo para clientes, amigos y conocidos de renombre; por desgracia, según se enteró al hacer la lista, al americano no le quedaba ningún pariente cercano.
Paula se sentía muy satisfecha de cómo estaban saliendo las cosas; sabía que se había superado a sí misma, aunque no cantaría victoria hasta que todo hubiera pasado. Ni siquiera Pedro conocía al detalle en qué iba a consistir aquella velada, pero ella estaba decidida a que resultara mágica. Esperaba que, dentro de algunos años, la gente hablara aún de la espléndida fiesta de Pedro Alfonso, presidente de Alfonsoil.
Cada tarde, casi a la misma hora, Pedro la llamaba para ponerse y ponerla al día de las novedades y, entre unas cosas y otras, podían pasar más de media hora charlando por los codos hasta que alguien irrumpía en el despacho del americano o este recibía alguna llamada inaplazable y, muy a su pesar, se veía obligado a colgar. Paula esperaba aquel momento del día con impaciencia y se dijo que cuando ya no trabajara para él iba a echar de menos aquellas divertidas conversaciones.
Echó una nueva ojeada a su humilde Swatch —al mes de morir Álvaro se había visto obligada a vender el fabuloso Bvlgari con incrustaciones de brillantes que su marido le había regalado por su primer aniversario de boda—; eran las seis en punto. El avión de su jefe debía de estar a punto de
aterrizar en Barajas. En su última conversación habían quedado en que Pedro descansaría un rato en el hotel antes de salir a cenar con Candela, Lucas y ella misma.
Al principio, Paula había protestado por el cambio de planes.
Según ella, era mucho más lógico que su amiga y Pedro cenaran a solas, pero el americano logró convencerla de que resultaría todo mucho más natural y agradable si iban los cuatro juntos, así que, a regañadientes, había reservado mesa en uno de los restaurantes de moda en Madrid que tenía una lista de espera de más de dos meses, gracias a que el chef era el hijo de un buen amigo de su padre. Cuando Pedro volviera a conectar el teléfono, le estaría esperando un WhatsApp con la dirección del restaurante y la lista de las prendas que debía ponerse para la ocasión.
Paula repasó su agenda una vez más y asintió, satisfecha; estaba segura de que no se olvidaba de nada. En ese momento, entró Sol para que la ayudara con sus deberes, así que hizo el portátil a un lado y se concentró en la apasionante tarea de ayudar a su hija a aprenderse una poesía de memoria.
—No sé por qué te extrañas, Paula. A estas alturas deberías conocerla de sobra. —El tono desdeñoso de Lucas le valió una silenciosa mirada de reproche a la que él no prestó la menor atención.
Pedro se repanchingó contra el respaldo de la silla y, entonces, la mirada reprobadora se centró sobre él, quien, al advertirla, se puso en el acto más derecho que un poste de teléfono. Luego alargó la mano en dirección a los aperitivos que acababan de servirles, pero antes de decidirse a coger uno titubeó y preguntó con expresión asustada:
—¿Puedo?
Paula alzó los ojos al cielo, exasperada. Esperaba que a Pedro no le diera por sacar a pasear su retorcido sentido del humor; quería que causara una buena impresión en Candela. La misma Candela que llegaba ya con más de media hora de retraso.
—Debería haberla citado una hora antes —reconoció, fastidiada; pero, justo en ese instante, un torbellino en forma de mujer muy alta y muy delgada, y con los cortos mechones de su pelo rojizo apuntando en todas las direcciones hizo acto de presencia.
Candela los saludó desde lejos con una amplia sonrisa, completamente ajena al hecho de que las miradas de la mayoría de los comensales masculinos la seguían con interés. Iba vestida con uno de sus habituales vestidos, de colores llamativos y algo extravagante, que en otra persona con menos estilo que ella habría parecido un disfraz; sin embargo, ella lo lucía con la naturalidad de una supermodelo.
—¡Perdonad, por favor! ¡Perdonadme! —Como de costumbre, hablaba sin parar a toda velocidad —. Una ancianita se ha desmayado en la calle delante de mí y he tenido que quedarme con ella a esperar a que llegara el Sámur.
—Claro, claro, Candela. ¿No sería pariente del viejecito al que el otro día salvaste de morir atropellado por una bicicleta? —Lucas recibió las miradas furiosas de las dos amigas, una plata y otra oro, impertérrito.
—Está bien. Estaba con el informe de un cliente y he perdido la noción del tiempo —admitió con un encogimiento de hombros. Luego se volvió hacia el americano, que los observaba con interés, y añadió con expresión contrita—: Te pido disculpas, Pedro.
—No hay por qué, Candela. A mí esas cosas me ocurren a menudo —afirmó con una de sus atractivas sonrisas, a la que ella respondió en el acto.
Paula notó que Lucas fruncía el ceño al ver aquel intercambio y, una vez más, se preguntó si todo aquel desdén con el que trataba a su amiga no sería más que una forma de protegerse de su encanto.
Desde que eran niños siempre había sospechado que lo que él sentía por Candela iba mucho más allá de lo que estaba dispuesto a admitir, ni siquiera ante sí mismo.
La cena fue todo un éxito; por una vez, sus dos amigos parecían dispuestos a darse una tregua y a permanecer sentados, frente a frente, sin empezar una pelea a muerte.
Su jefe parecía encantado con Candela, que no paraba de relatar extravagantes historias del día a día en los juzgados y, entre los disparatados comentarios de Pedro y el humor seco y agudo de Lucas, Paula tenía agujetas en la tripa
de tanto reír.
Mientras servían los cafés que habían pedido, las dos amigas intercambiaron una rápida mirada y se levantaron al mismo tiempo para ir al aseo. Ya en el baño de chicas, a salvo de oídos indiscretos, empezaron a cambiar impresiones.
—Está como un queso y encima es un encanto —soltó Candela sin más preámbulos —. Creo que cualquier mujer se sentiría superorgullosa de estar con un hombre como él.
Aquel inesperado entusiasmo hizo que las tripas de Paula hicieran una cosa rara, pero lo achacó a la cena, abundante y deliciosa.
—Entonces, ¿te gusta? —preguntó al reflejo de su amiga que, en ese momento, había sacado un bote de cera de pelo de su bolso y procedía a atusarse los cortos mechones rojizos para dejarlos aún más de punta.
—La palabra «gustar» se queda muy corta.
—¡Perfecto! —exclamó Paula con aparente entusiasmo, mientras trataba de ahogar la extraña sensación de pérdida que acababa de asaltarla.
Candela siguió arreglándose el cabello sin dejar de hablar.
—Nada me gustaría más que añadirlo a mi lista de chicos guapos con los que pasar un buen rato, pero…
—¿Pero? —Arrugó la frente, desconcertada.
—Pedro no tiene el más mínimo interés en mí —afirmó su amiga, rotunda.
—¿Estás loca? No sé cómo puedes decir eso. No habéis parado de charlar durante toda la cena, Pedro se moría de risa con tus historias. No te ha quitado ojo ni medio segundo. —Paula sacudió la cabeza con incredulidad; saltaba a la vista que formaban una pareja perfecta.
Candela se volvió hacia ella con los brazos en jarras y lanzó un hondo suspiro.
—¡Ay, Pauly, siempre en Babia! Nunca cambiarás, hija mía.
Al ver que su interlocutora ponía cara de no entender nada, la pelirroja prosiguió:
—Pedro Alfonso está colado por ti. —Paula abrió la boca para soltar una carcajada, pero la volvió a cerrar sin que ningún sonido hubiera salido de su garganta. Candela se dio un último toque de brillo en los labios, le guiñó un ojo a través del espejo y comentó—: Será mejor que volvamos o se preguntarán si nos han raptado.
Paula la siguió de vuelta a la mesa, demasiado atónita para hacer ningún comentario, pero al notar la manera en que Pedro miraba a su amiga de arriba abajo con evidente apreciación, se tranquilizó en el acto y se dijo que era típico de Candela querer buscarle pareja. Llevaba haciéndolo desde que se cumplió el primer aniversario de la muerte de Álvaro y, aunque no había tenido ningún éxito hasta el momento, estaba claro que todavía no había perdido la esperanza.
Pedro Alfonso y ella… ¡por Dios, qué absurdo! No pegaban ni con cola. Cierto que era un tipo encantador y que ella lo apreciaba de verdad, pero a pesar de su actitud de oso amoroso, Paula tenía claro que el americano era un hombre peligrosamente atractivo —aquel beso ardiente que le dio
cuando iba borracho no tenía nada de ingenuo; aún se le ponía la carne de gallina al recordarlo— y ella ya había tenido su ración de hombres peligrosamente atractivos para lo que le quedaba de vida.
Si al final la cosa no cuajaba con Candela, tenía preparada una lista con un montón de mujeres cautivadoras que presentarle. A poco que hiciera a un lado su particular sentido del humor, Pedro Alfonso no tendría ningún problema en encontrar a la mujer de sus sueños.
El siguiente comentario de Lucas la hizo salir de sus agradables cavilaciones con brusquedad; había sido demasiado bonito para durar, se dijo.
—Bueno, querida Mantis, no nos has contado nada de tus últimas conquistas, ¿alguna nueva cabeza en tu vitrina de trofeos?
La sonrisa de Candela se borró en el acto; odiaba que Lucas se metiera con ella. Siempre la hacía quedar en ridículo y, aunque en cada ocasión se regañaba por entrar al trapo, era superior a sus fuerzas, así que replicó con una indiferencia desmentida por las dos manchas rosadas que aparecieron sobre sus pómulos afilados y el centelleo furioso de sus ojos grises:
—Mira quién fue hablar. Nada menos que el Mataperros, al que las chicas le duran una noche o menos. Estoy segura de que ni siquiera te quedas a dormir con ellas después, no vaya a ser que al tipo duro se le escape alguna emoción en sus sueños.
Como de costumbre, el rostro de Lucas permaneció impasible ante el ataque de la pelirroja. Paula conocía bien aquella máscara inexpresiva que lucía siempre que Candela estaba cerca; sin embargo, captó un brillo en los ojos oscuros que no tenía nada de indiferente.
Por fortuna, justo en ese momento, Pedro hizo un comentario jocoso que provocó una carcajada general y, para su alivio, volvió a reinar la tranquilidad. Decidieron ir a otro sitio a tomar la última copa y, cuando se despidieron en la puerta del local, Lucas acompañó a Paula a su casa mientras que Pedro hizo lo propio con Candela.
El lugar no quedaba lejos de su piso y la noche era agradable, así que fueron dando un paseo que Paula aprovechó para darle la charla.
—La verdad, Lucas, no me gusta que te metas tanto con la vida amorosa de Candela. Para ser sinceros, tú tampoco eres un ejemplo que digamos.
Su amigo se encogió de hombros y replicó tan solo:
—Es divertido hacerla saltar.
—No deberías burlarte de ella, solo está buscando al hombre de sus sueños.
—Pues ya debe haber descartado a la mitad del planeta —repuso él con sorna.
—Lo que ocurre es que está traumatizada por su primera vez —explicó Paula, en un intento de hacerle comprender por qué su amiga cambiaba de novio como el que cambia de camisa.
Al oír sus palabras, él se paró en seco en mitad de la calle, la agarró con fuerza de los brazos y preguntó, muy agitado:
—¿Traumatizada? Tuvo… tuvo… ¿fue una mala experiencia?
Sorprendida al ver la expresión torturada de su amigo, Paula se apresuró a negarlo:
—¡No! ¡No, claro que no! Todo lo contrario. Dice que fue tan maravillosa que no puede conformarse con menos. De hecho, me confesó una vez que a veces piensa que lo soñó todo. Si quieres que te sea sincera —prosiguió, sin percatarse de las chispas de deleite que, por unos instantes, destellaron en los iris oscuros—, yo también creo que fue un sueño. Francamente, no sé cómo sería para ti tu primera vez, pero yo estoy firmemente convencida de que el sexo mejora con el tiempo. Cuanto más practicas, mejor.
De pronto recordó algo y se quedó callada, pero su amigo no notó nada extraño.
—No creas. Mi primera vez también resultó maravillosa —contestó él con voz ronca. Luego echó a andar de nuevo, carraspeó un par de veces y le hizo una nueva pregunta—: ¿Y por qué no siguió con el tipo que la hizo sentir así?
—Eso mismo le pregunté yo, y me contestó que cuando volvió a hacer el amor con aquella persona no hubo ni siquiera un atisbo de la magia anterior. Ni siquiera disfrutó, así que cortó con él por lo sano. —Paula frunció el ceño—. No sé, me parece todo bastante raro.
Lucas no contestó, parecía absorto por completo en sus pensamientos y ya no volvió a abrir la boca hasta que le deseó buenas noches frente al portal de su casa.
A la mañana siguiente, Paula salió de su habitación con la maleta en la mano. Pedro, con los párpados cerrados, la aguardaba en el salón en la misma postura que la noche anterior. Si no hubiera sido porque llevaba ropa limpia y tenía el pelo húmedo de la ducha, cualquiera habría pensado que
no se había movido del sillón. Al oírla, el americano abrió los párpados y, al notar aquellos ojos penetrantes clavados en ella, Paula no pudo evitar ruborizarse.
—Hola, Paula, baby —susurró él, como si pensara que hablar en un tono de voz normal podría provocar una catástrofe de dimensiones incalculables.
—Eh… esto… ¡Hola, Pedro!
Paula trató de sonar alegre y despreocupada, mientras, muerta de vergüenza, posaba sus pupilas en todas partes menos en él. Sin embargo, sus siguientes palabras la obligaron a mirarlo de frente:
—Una pregunta, Paula. ¿Por casualidad estuvimos anoche en un local de digamos… mala reputación?
Ella le lanzó una mirada especulativa por debajo de sus largas pestañas. A lo mejor no se acordaba de nada, se dijo; la noche anterior estaba tan borracho que no sería extraño.
Decidió actuar con cautela y contestó con otra pregunta:
—¿Por qué lo dices? —Abrió mucho los ojos, en un intento de parecer lo más inocente posible.
—No sé. —Pedro se rascó la barbilla recién afeitada sin quitarle la vista de encima—. Tengo una vaga imagen de una de esas… esas bailarinas exóticas, ya sabes…
De pronto, Paula vio el cielo abierto y, decidida a evitar una situación que se le antojaba de lo más incómoda para cualquier futura relación laboral, lo interrumpió sin contemplaciones.
—¡Qué va, Pedro, por Dios! Lo habrás soñado. Ya se sabe cómo estáis de salidos los tíos… Bailarinas exóticas, ja, ja. Eres tronchante. —Aquellas carcajadas, tan falsas, le provocaron un ataque de tos.
Él la miró con expresión perpleja.
—Pues para ser un sueño parecía muy real. Cada vez que pienso en aquel baile… bueeeno, será mejor que lo deje ahí.
Aquella inconfundible mueca lasciva fue la puntilla.
Abochornada por completo, Paula trató de ocultar sus mejillas ardientes bajo su larga melena y, con un gesto aparatoso, giró la muñeca y miró su reloj.
—¡Uy, es tardísimo! Será mejor que nos vayamos corriendo al aeropuerto; si no, perderemos el avión.
—Quedan más de tres horas para que salga nuestro vuelo, Paula, baby —protestó Pedro, que parecía encontrarse muy a gusto en el sillón.
—Por eso mismo, Pedro. Aún nos queda encontrar un taxi, facturar, hacer el numerito sexy en el control de seguridad —en cuanto pronunció aquella palabra se arrepintió; pero, por fortuna, Pedro no se inmutó, así que siguió con la lista—, comprar chocolatinas en el duty free…
—¡Ok, ok, me has convencido! Voy a coger mi maleta y nos vamos.
Diez minutos después estaban instalados a bordo de un taxi rumbo al aeropuerto JFK y, para alivio de Paula, el beso, tan inesperado como extraordinario de la noche anterior, parecía no haber ocurrido jamás.