sábado, 15 de octubre de 2016

SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 20






Pedro se apoyó en el marco de la cristalera con una mano en el bolsillo del pantalón, con el cuello de la camisa desabrochado y los ojos velados por una envidiable franja de espesas pestañas.


Mirándola.


La delicada belleza de Paula atraía todas las miradas y el vestido que llevaba lo excitaba tanto que deseó que acabase pronto aquella aburrida fiesta para poder darse una ducha fría.


Se felicitó a sí mismo por cambiar de idea con respecto a la idea de volver a casarse. Pensó que había sido lo correcto mientras la seguía con los ojos, viendo como ella y la esposa de uno de sus más viejos amigos sorteaban a una pareja que bailaba al son de un equipo de música de última generación. Supuso que aquello había sido idea de su primo Orfeo, reprimiendo cierta irritación. Por suerte habían despejado el salón lo suficiente como para dar cabida a aquellos invitados que deseasen dedicarse a aquella inútil actividad.


Descartó tranquilamente a su primo, que tenía fama de haragán y donjuán, para retomar pensamientos más agradables.


Casarse con Paula era el paso más obvio: no lo trataba con estúpida y aburrida deferencia y no le importaba el dinero, como demostraba el hecho de que lo había rechazado mientras que otras mujeres habrían dado cualquier cosa por aceptar su oferta. Sería beneficioso en todos los aspectos, un paso totalmente lógico. Y a él le gustaba vivir con lógica y no hecho un lío sentimentalmente hablando.


Dejaría de sentirse culpable por hacer sufrir a su madre con su negativa a asentarse y proporcionarle un heredero, como había pasado sobre todo desde la muerte de Antonio. 


Tendría una esposa y compañera en la que confiar y a cambio Paula tendría una buena posición, su cariño y felicidad, y sus hijos.


El corazón se le ensanchó ante aquella perspectiva. Y deseó con sorpresa que su primer hijo fuese una niña de cuerpo menudo y delicado, con enormes ojos grises como los de Paula.


No estaba acostumbrado a imaginarse en compañía de sus hijos y aquella imagen le pareció sorprendente. 


Levantándose, decidió que le gustaba la idea. O al menos, se corrigió, le gustaba la idea siendo Paula la madre de esos niños.


Entrecerró los ojos. Su prima Renata se acercaba a Paula. Tan holgazana como el resto del clan, era la hija del hermano de su padre, un hombre de mano larga cuya pérdida nadie había lamentado. Codiciosa y malvada, se creía con derecho a vivir sin trabajar.


Sin dejar de mirarla, hizo un gesto con la boca. Paula no lo sabía, pero pronto dejaría de negarse a ser su esposa. Todo estaba funcionando a la perfección. La llegada de su tía, planeada y llevada a cabo con precisión, había preparado el terreno. Y la guinda del pastel había sido que ambas ancianas se habían caído bien y habían decidido irse a vivir juntas a Florencia: otro paso hacia el fin de la resistencia de Paula y la prueba, si es que la necesitaba, de que los dioses estaban de su lado.


Al día siguiente llevaría a Paula a su villa en las colinas de Amalfi. A solas con él, ella no lograría resistir su poder de persuasión. Sabía perfectamente cuándo atraía sexualmente a una mujer, y a Paula le pasaba, había leído sus señales. 


¡Sus días de cerrarse en banda estaban contados! Y hasta el día de su muerte no dejaría que ella se arrepintiera de darle el «sí».


Había cumplido con sus obligaciones de anfitrión, saludando a todos y recibiendo felicitaciones por el compromiso. 


También había bailado ya con su madre y con Edith, así que en un segundo reclamaría a su Paula y se aseguraba de mencionar la visita a Amalfi frente a las dos ancianas, convencido de que ella no montaría una escena y se negaría a ir a ningún sitio con él. Sabía que ella ya se sentía mal ante la perspectiva de tener que decepcionar tarde o temprano a aquellas dos mujeres.


Jugaba con ventaja, pero eso le hacía sentirse incómodo. Si lo pensaba bien, no le gustaba jugar con su generosidad innata y manipularla. Pero a la larga sería lo mejor. Sería feliz con él y no le faltaría nada. Y él se aseguraría de que fuese así.


De pronto, frunció el ceño. Paula, alejándose de Renata con la tez pálida, se topó con su primo Orfeo, que la rodeó con los brazos a pesar de su resistencia e inició con ella una torpe parodia de foxtrot.


Plantó sus dedos regordetes en la piel cremosa de su espalda, desrizándolos por su columna y sumergiéndolos bajo la barrera de tela. Apretaba su cabeza grasienta contra la de ella y le susurraba algo al oído.


Pedro le entró una rabia asesina. ¿Cómo se atrevía aquel grasiento asqueroso a manosear a su chica?


Se dirigió hacia ellos a grandes zancadas.



****


Ella odiaba cada segundo de aquella situación. Las felicitaciones, las miradas curiosas tras sonrisas aduladoras, toda aquella farsa en la que se había visto atrapada. Y, lo que era aún peor, las sonrisas radiantes de Fiora y de su tía, que charlaban en la mesa que ambas compartían.


Pero eso fue lo peor hasta que Renata se acercó a ella aferrada a una copa de vino con un atrevido vestido rojo de lentejuelas.


—¡Buen trabajo! —dijo—. Has enganchado al hombre más rico de Italia y seguramente de toda Europa. No durará, claro está, ¡pero piensa en la estupenda pensión que obtendrás en cuanto se aburra de vuestro matrimonio! —su risita sonó tan crispada como un vaso al romperse—. Pedro el rompecorazones. Su interés por las mujeres dura menos que un suspiro, y eso es un hecho, me temo. ¡No puede evitarlo! Se deshizo de su primera esposa pasados tan sólo unos meses. Murió de una sobredosis poco después de la ruptura. Algunos dicen que fue un suicidio —sacudió los hombros, como desvinculándose de aquella calumnia—. ¡Por tu bien, espero que estés hecha de una madera más fuerte!


Negándose a dar respuesta a aquella maldad, Paula se giró, enferma por lo que le había dicho aquella mujer. Para colmo se encontró arrastrada al centro de la habitación por otro primo de Pedro.


Lo último que le apetecía era bailar. Quería escapar de aquel bullicio, de las preguntas intencionadas y las miradas especulativas, del olor penetrante de las flores que inundaban aquel lugar. Quería desconectar de todo y dejar de inquietarse por aquella horrible situación aunque fuese por un momento, hasta encontrar las fuerzas necesarias para contarles la verdad a su tía y a Fiora.


¡Y aquel condenado la estaba manoseando! Le disgustaban las groserías que le susurraba al oído y, cuando intentó apartarse, deslizó su mano gruesa y caliente hasta su cintura y la apretó contra él. El olor penetrante a loción de afeitado que desprendía le provocaba náuseas.


—¡Lárgate, Orfeo!


Paula jamás se había alegrado tanto de ver a Pedro. En un momento, se disipó toda su indignación con él por haberla metido en una situación tan poco envidiable.


Se sentía debilitada por el amor, por el deseo. Su mente, o lo que quedaba de ella, estaba sumida en tal caos que sentía como si le hubieran hervido el cerebro.


Deseaba fervientemente estar con él, aceptar su propuesta. 


Pero sabía que no podía. No debía.


Él le echó el brazo sobre los hombros, haciéndole temblar las rodillas, y, tratando de enderezar una decisión que se había vuelto vacilante, se tomó un tiempo para recordarse que, dado lo que sabía de él, y que parecía ser algo conocido por todos, casarse sería una locura que acabaría destrozándola.


Aun así, parecía que Pedro Alfonso quisiera despedazar a aquel joven miembro por miembro. La rabia le helaba la mirada. Alzando la vista hacia su rostro, Paula sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.


—No permitas que ese delincuente te estropee el día, cara mía —le dijo mientras el joven se alejaba recolocándose la corbata y encendido por la humillación—. ¡Si se vuelve a acercar a menos de cien kilómetros de ti, lo mato! ¡A él o a cualquiera que te falte al respeto!


Paula esbozó una tímida sonrisa. Casi podía creerle. ¿Pero aquello quería decir que estaba celoso? Él tenía sus defectos, pero ella no había contado entre ellos la actitud posesiva. Su comportamiento con las mujeres consistía al parecer en estar con ellas el tiempo en que durase su interés y luego dejarlas y olvidarlas, pasando a la siguiente. Y ése no era precisamente el comportamiento de un hombre posesivo.


Pedro dejó caer su brazo protector y lo curvó alrededor de su cintura.


—Ven conmigo, bella mía. Huiremos juntos —ya habría tiempo después para sentarla con Fiora y Edith y mencionar el viaje a Amalfi. Paula estaba muy tensa, necesitaba relajarse y su bienestar era prioritario para él—. Nadie nos echará de menos, y si lo hacen, entenderán que una pareja de prometidos necesita estar a solas y salir unos minutos.


Se encendió una luz de alarma, pero Paula la ignoró temerariamente mientras la conducía a través de las cristaleras. En cuanto se vieron envueltos por el aire suave y fresco de la noche, Paula se apoyó en su cuerpo fuerte y esbelto. Le hacía mucha falta.


Pensó que era lo que necesitaba, aliviada por dejar la fiesta atrás. Él la condujo por un sendero cubierto de hierba y el sonido de la música, las conversaciones y las risas se fue perdiendo en la distancia.


Aquella noche había sido una pesadilla. Sus sentimientos era un auténtico caos. Mientras él le presentaba a los invitados se sintió a punto de estallar, consciente de cada uno de sus movimientos. Y cuando la dejó sola se sintió desolada. Débil. Su necesidad de resistirse a él para protegerse se esfumó por completo.


Había llegado a tal estado de confusión emocional que estuvo a punto de buscarlo por la habitación para decirle que se casaría con él. En parte por el bien de Fiora y de su tía abuela, pero por encima de todo porque no soportaba la idea de no volver a verle. Y entonces había aparecido aquella mujer tan horrible a relatarle aquellas calumnias. Calumnias que tenían fundamento y que le recordaban que Pedro nunca la amaría y que sólo la utilizaba para tranquilizar su conciencia con respecto a su madre. No entendía cómo podía amar a un hombre como él. Pero, para su castigo, así era.


Se mordió con fuerza el labio inferior, enfadada consigo misma. Le dolía la cabeza. No quería pensar más, sólo desconectar y disfrutar de unos segundos de silencio y tranquilidad.


—Estás muy callada, Paula —su voz sonaba como una caricia que hacía estremecer su piel.


—He desconectado —confesó.


Ella notó que a él le divertía aquello.


—¡Lo entiendo perfectamente! —le encantaba estar cerca de él. Curiosamente, en aquel momento Paula se sentía a salvo. Él la había rescatado de aquel idiota y la había apartado de las miradas curiosas de sus amigos y familiares, que seguramente intentaban adivinar como una chica tan vulgar había enganchado a un hombre cuyo rechazo al matrimonio era ya legendario. ¿Pensarían, cómo había sugerido su prima, que era tan buena en la cama que él había decidido quedarse con ella? Se sintió sofocada sólo de pensarlo.


Lo único que quería era dejar de pensar en ello, esforzarse por vaciar su mente atribulada de todos aquellos enredos y disfrutar del silencio y la soledad.


Él caminaba a su paso, sin hablar, con el brazo alrededor de su cintura y, por suerte, sin sacar el tema de la boda, porque en aquel momento ella estaba segura de no poder soportarlo.


La mano que apoyaba en la curva de su cadera le hacía sentirse bien. El aire estaba cargado del aroma de las flores y las hierbas de la colina, la luna se reflejaba en los troncos plateados de los eucaliptos, inundando la noche de una magia que sólo podría romperse con una conversación.


Dispuesta a que nada se interpusiera entre ella y su necesidad de tranquilidad, no protestó, ni siquiera se planteó intentarlo cuando, al final de un sendero que ella desconocía, llegaron a un cenador cubierto de rosales en flor.


—Sentémonos un rato —llevándola hasta un banco acolchado que recorría el muro, la sentó con cuidado y posó la mano en un lado de su cara, girándole la cabeza para poder verle los ojos en la tenue luz plateada—. No te he visto tomarte algo relajada en toda la noche. ¿Quieres que llame a la casa y pida que nos traigan champán?


Acurrucándose instintivamente en aquella mano, Paula sonrió, diciendo:
—¡Cuánto sibaritismo! Gracias, pero no. No necesito beber para relajarme —no añadió que estar con él allí, de esa manera, era ya lo suficientemente embriagador. Había estado discutiendo con él desde el día en que se conocieron y estaba cansada. Sólo por unos minutos, hasta que regresaran a la villa y volvieran a adoptar sus respectivas posiciones, quería sumergirse en aquel sentimiento de intimidad entre ambos.


Por alguna razón, su respuesta pareció gustarle a Pedro. Lo vio sonreír. ¿Cómo era posible? ¿Realmente podían alcanzar semejante sintonía? Se estremeció, asombrada.


—¿Tienes frío? —el tono de su voz sonó un poco ronco mientras le giraba la cara hacia él. La luna los cubría de un halo plateado, ensalzando el relieve de sus rasgos, todo planos y ángulos, pero él la miraba con dulzura, al menos, en lo que ella pudo ver antes de que agachara la cabeza para cerrarle con los labios ambos párpados y descender luego a posar un beso suave en la comisura de su boca.


Sin entender como había pasado, sólo que tenía que pasar, Paula abrió los labios buscando su boca. Adoraba sus besos, y recibir uno aquella noche no iba a ser malo, ¿no era así?


Él introdujo los dedos en su pelo y se hizo con sus labios en un beso que le hizo perder el sentido y la hizo sentir viva y desfallecida de deseo al mismo tiempo.


Se aferró a sus anchos hombros, presionando sus pezones contra la tela de su camisa, y notó que él se tensaba y que un escalofrío recorría su cuerpo mientras apartaba su boca de la de ella.


Paula soltó un pequeño maullido de frustración. Se sentía como una huérfana hambrienta, privada de calor y auxilio. 


Con avaricia, tiró de sus hombros, reclamando sus besos, y se sintió inundada de placer al ver que Pedro gemía y volvía a hacerse con sus labios, hundiendo la lengua en el interior de su boca.


De pronto, Paula no tuvo suficiente… ni de lejos.


Sintió que le ardía la pelvis y movió sus manos impacientes desde sus hombros a ambos lados de su cara, introduciéndolas después dentro de su chaqueta. Con dedos torpes, empezó a desabrocharle furiosamente los botones de la camisa, desesperada por tocar su piel y descubrir la calidez y la fuerza de su cuerpo.


Aquello no iba a quedarse en simples caricias. Paula lo sabía. 


Pero su respeto por sí misma y su moral cayeron derrotadas ante el atractivo erótico de Pedro, que separando su boca de la de ella, se quitó la chaqueta con un juramento apagado y la acercó a él, enterrando el rostro en sus cabellos mientras intentaba abrir el cierre de su vestido con manos temblorosas.


Paula pensó con ternura que él siempre tenía todo bajo control y que en ese momento lo estaba perdiendo. Sólo por aquella noche, sus deseos mandaban, así que levantó las manos para desabrocharse el vestido. Oyó como él tomaba aliento al ver que la seda del vestido se deslizaba y exponía sus pezones rosados a la vista de sus ojos llenos de deseo.


—¡Ah… bella, bella! ¡Cuánto te deseo! —dijo con voz ronca separándose lentamente de ella, abriendo espacio entre ellos—. Mi dulce azucena…


Un deseo efervescente y temerario hizo que ella le rodease el cuello con los brazos, deslizándose hacia delante e interrumpiendo sus palabras con un beso.


Al primer respiro, Paula notó que él se relajaba. La tensión que se había apoderado de su cuerpo desapareció, y empezó a prodigarle los besos de un experto amante. Ella desabrochó con frustrada energía los botones de su camisa, separando la tela para posar las manos en los músculos de su pecho. Ardió de deseo cuando él la echó sobre los cojines e introdujo uno de sus pezones en su boca, recorriendo después el otro, lo que le hizo arquear la espalda. Una sensación ardiente recorrió su cuerpo de arriba abajo, y él emitió un gemido de apreciación cuando ella lo ayudó a quitarle el vestido con manos ansiosas.


Entonces Pedro se incorporó y se quitó la ropa apresuradamente. Se quedó en pie delante de ella y la luna iluminó la piel olivácea que cubría su magnífico cuerpo.


Dentro de ella se fue formando un nudo febril, y gimiendo temblorosa extendió los brazos hacia él. Mientras se acercaba, supo que la vida le había conducido a aquel momento único y sublime de intimidad con el hombre al que amaba. Aquel único momento, que permanecería en su memoria para siempre, guardado como un tesoro. Y quizá el recuerdo de ese momento también volvería a él, haciéndole sonreír un poco al mirar atrás y acordarse…


SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 19





Paula contempló su reflejo sin entusiasmo. Se había puesto el vestido azul grisáceo con la espalda al aire, esta vez sin ropa interior, para ver si se sentía una mujer madura y dueña de sus pensamientos en lugar de una muñeca en manos de un experto titiritero.


Pero no funcionaba. Su mente, o lo que quedaba de ella, le había sido arrebatada. Su firme decisión de rechazar la propuesta de Pedro empezaba a tambalearse y a inclinarse del otro lado de la balanza, y seguiría así hasta que ocurriese algo que volviese a enderezarla en la dirección opuesta.


La conversación que había mantenido con su tía un par de horas antes había sido la gota que había colmado el vaso.


—Quiero hablar contigo —el susurro de la anciana había sido lo suficientemente alto como para quemarle los oídos—. Sé que no es necesario, pero necesito tu aprobación —preguntándose qué tramaba Edith, Paula se había encontrado en el pequeño salón que dominaba los jardines en la parte trasera de la villa, con la puerta cerrada tras de sí, y con la anciana mirando a su alrededor para asegurarse de que estaban solas—. ¿Sabes que Fiora y su dama de compañía tienen planeado volver a su casa en Florencia justo después de la boda? ¿Qué te parece? —inspiró profundamente y prosiguió rápidamente—: ¡Me han invitado a vivir en Florencia con ellas! Es una ciudad preciosa, creo. Siempre quise visitarla, pero nunca pude permitirme el tiempo ni el dinero necesario para hacerlo.


Paula se quedó sin habla ante aquella descorazonadora noticia y se limitó a mirar a los ojos a su querida tía abuela.


—¿Te comió la lengua el gato?


—Yo… —luchando por evitar esta última idea, Paula no supo por dónde empezar—. ¿Y tu casa… y la organización? —pero sabía de sobra la respuesta. Y llegó tal y como la esperaba:
—La organización va bien, hay más voluntarios a tiempo parcial que nunca, muchas actividades para recaudar fondos en vista y el apoyo de Pedro. Y en cuanto a la casa, te la he dejado en mi testamento. Pero como cuando te cases con Pedro no la necesitarás, puede que la venda y pague con ese dinero mi nueva vida en Florencia.


Con el corazón totalmente hundido, Paula dijo:
—Entonces, ¿ya has tomado la decisión?


—Prácticamente Fiora y yo nos llevamos muy bien. No se me ocurriría trasladarme de no ser así. Al parecer tiene un piso enorme, totalmente equipado. Y nos haremos compañía la una a la otra. Carla es magnífica, pero Fiora dice que a menudo echa de menos la compañía de alguien de su edad. Y por supuesto, estaría cerca de ti, lo que no quiere decir que me pasaría el día visitándote e incordiando, pero andaría cerca —viendo que la mirada atónita de Paula no era la entusiasta recepción que esperaba, la anciana añadió en confidencia—: Ya le he pedido su opinión a Pedro. ¡Le parece una idea estupenda!


«¡Estoy segura!», pensó Paula mientras se apartaba del espejo, harta de que todo fuese «espléndido». ¡Otra vez le había ganado a base de artimañas! Si insistía en rechazar el matrimonio, aquellos planes felices acabarían mordiendo el polvo.


La tía abuela Edith tenía un sentido del deber fuerte e inalterable. No llevaría adelante sus planes de mudarse a Florencia, ni vendería la casa para sufragar su vida aquí dejando a Paula sin hogar o en una habitación alquilada. 


Ambas regresarían a Inglaterra y seguirían con la vida que llevaban.


¿Podría ser tan egoísta como para negarle a la anciana la vida tranquila y llena de lujos que merecía en los últimos años de su vida?


Edith no se había casado. Había sido profesora durante muchos años y había fundado la pequeña organización benéfica al jubilarse con sesenta años para dedicarse a ella por completo, viviendo con poquísimos lujos. ¿No se merecía algo mejor?


Y, para empeorar las cosas, Pedro había estado cariñoso, atento, e incluso respetuoso en los dos últimos días. El perfecto prometido italiano. Por una parte, había conseguido que se enamorase aún más de él, ¡pero por otra despertaba sus instintos asesinos!


Esperando la fiesta como si fuese a una cita con el dentista, exhaló un suspiro e deslizó los pies en los tacones.


Los invitados estarían esperando que apareciese la feliz pareja. Le dio un salto el estómago. Al parecer, habían invitado a los amigos de Pedro y, lo que es aún peor, al sacerdote del pueblo. Y a los primos, por supuesto. Tres primos y una prima. Habían llegado una hora antes, pero antes de que les mostrasen sus respectivas habitaciones, ella sólo había tenido tiempo de sonreír lánguidamente a aquellos hombres trajeados con actitud indolente y a una impresionante belleza latina que parecía aburrirse.


Pensó que entendía que Pedro tenía poco tiempo para ellos, pero se gruñó a sí misma por ser tan poco caritativa y juzgar a primera vista a un montón de gente que seguramente era muy agradable.


Girando nerviosamente el anillo en su dedo, estiró la espalda. No podía esconderse en su habitación por más tiempo. Había llegado el momento de enfrentarse a ellos y tomar parte en aquella desagradable charada. Debía intentar dejar de pensar que rechazando a Pedro afligiría a su tía, empañando con su desengaño los últimos años de su vida, sin olvidar que Fiora se sentiría enormemente desgraciada.


Como si sus pensamientos angustiosos, centrados en el responsable de todos sus problemas, lo hubiesen conjurado, Pedro irrumpió en la habitación.


Paula se detuvo en su camino hacia la puerta. Estaba impresionante con su chaqueta blanca y esbozaba una sonrisa tan sensual que ella, como siempre, perdió la noción de las cosas.


Salvando de dos zancadas el espacio entre ellos, le tomó la mano, se la besó sin dejar de mirarla a los ojos y comentó con enorme seguridad:
—Cara mía, estás espectacular. La futura esposa de la que cualquier hombre se sentiría orgulloso —puso la mano de ella sobre su pecho, acercándola hacia él con una cortesía que casi la hace rendirse, lamentándose de la debilidad que le apremiaba a pegarse a él, aferrarse a su cuerpo y no dejarlo marchar nunca más. Pero entonces él dijo—: No hace mucho me acusaste de tener en cuenta la felicidad de todos menos la tuya.


Lo que le dio a ella la fuerza necesaria para contestar:
—Y de moverte sólo por propia conveniencia…


—Déjame hablar —bajó la voz hasta prometerle en un ronco susurro—: Podría hacerte feliz. Te haré feliz —corrigió, y Paula inspiró agitadamente, hipnotizada por sus ojos, por la belleza esbelta y aceitunada de su rostro inolvidable, aterrorizada al tener que admitir que sí, que podría hacerla feliz.


Increíblemente feliz.


Durante una semana más o menos.


Hasta que se aburriese de ella. Y luego la dejaría, partiéndole el corazón, como hizo con su primera esposa.


Negándose el alivio que le supondría echar la cabeza hacia atrás y gesticular como una niña privada de su juguete favorito, dijo:
—No queremos hacer esperar a los invitados, ¿verdad? —y se dirigió a la puerta. Se detuvo el tiempo suficiente como para tomar aire y asegurarse de que su voz sonara convincente y segura. De sí misma. De todo—. Puede que seas el rey de esa selva en la que vives, pero no me obligarás ni me chantajearás para que haga algo que sé que sólo sería malo para mí, algo que no quiero hacer.


Pero se deshizo cuando él, rodeándola con el brazo por la cintura y susurrándole muy cerca al oído le dijo:
—Pero sí quieres hacerlo, mi dulce Paula. Y si tuviese tiempo, te lo demostraría ahora mismo.


Completamente ruborizada, Paula se apoyó en él porque le fallaban las piernas y todo su cuerpo se había debilitado por el vergonzoso deseo que él despertaba en ella sin esfuerzo. 


Fue consciente, mientras bajaban a recibir a los invitados, de que se batía en dos frentes.


Uno contra él. Y, lo que era más aterrador, otro consigo misma.




SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 18




Paula pensó, cerca del ataque de histeria, que era como si él le hubiese leído la mente antes de que pusiera en marcha su estrategia de escape. Se acercó con piernas temblorosas hacia la sonriente pareja, preguntando directamente:
—¿Cómo es que estás aquí?


—¡Niña, menuda bienvenida! —para su asombro, Paula se encontró aplastada contra el corpulento pecho de su tía abuela en una extraña exhibición de afecto—. ¡En jet privado y helicóptero! ¡Imagínate, me he sentido como una reina! ¡Pedro lo ha arreglado todo!


—No podíamos celebrar nuestro compromiso sin ella —fue su fría y desagradable bienvenida.


Zafándose del abrazo de oso, Paula le dedicó una mirada de aversión. Él contestó con la sonrisa divertida de un hombre satisfecho que puede hacer que las cosas ocurran para obtener lo que quiere.


¡Con razón no había puesto objeciones a que pasara el día fuera! ¡Se había limitado a hacerla seguir y a arreglar el viaje de su tía para asegurarse de colocar a Paula en una situación aún más difícil! ¡Qué despiadado y manipulador!


—¡Me llevé una gran alegría cuando Pedro me llamó con la noticia de vuestro compromiso! —exclamó Edith—. ¡Creo que no he pegado ojo desde que me invitó a venir aquí y quedarme para la boda!


Oh, claro, ¡menudo estratega!


—¿Por qué no vamos a la terraza? Ágata nos traerá algo frío para beber —dijo Pedro con suavidad—. Mamma está descansando antes de la cena. Cree que se encuentra perfectamente, pero sigue estando delicada —añadió, y Paula notó con rabia que se dirigía a ella con cierto tono de advertencia.


No necesitaba recordarle el delicado estado de salud de Fiora. Apreciaba mucho a su madre, y de no ser por que no quería hacerla sufrir, habría abandonado Italia al darse cuenta de que se había enamorado de un hombre que no le convenía en absoluto, ya fuese aquello una excusa válida o no.


La recuperación de Fiora era su más fuerte moneda de cambio. Y encima había metido en todo aquello a su tía, consiguiendo otro punto a su favor. ¡Tenía ganas de matar a aquel demonio manipulador!


Atravesando con los ojos su amplia espalda mientras caminaban alrededor de la inmensa villa, Paula apenas oyó decir a Edith:
—Espero no haberla fatigado. Hemos tenido una charla muy interesante a mi llegada. Disculpa si la he retenido demasiado tiempo.


Al escuchar su tono de preocupación, Pedro se giró, ofreciéndole una sonrisa cálida y sincera.


—Eres la familia de Paula, Edith, y Mamma valora por encima de todo las relaciones familiares. Que se haya retirado no tiene nada que ver con tu presencia, que es más que bienvenida. Carla, que es su dama de compañía, y yo siempre insistimos en que descanse todas las tardes. 
Conocerte y tenerte aquí la hace muy feliz. Y la felicidad es la mejor medicina, ¿no es así?


«Otra advertencia nada sutil», despotricó Paula mientras pasaban bajo la pérgola cuajada de glicina y se dirigían a la escalera que llevaba a la terraza.


Tan pronto como pudiese estar a solas con su tía tendría que confesarle que el compromiso, al menos en lo que a ella respectaba, era una farsa y explicarle lo que la había llevado a esta penosa situación. Lo estaba deseando. No existía en el mundo persona más recta y franca que su pariente, que deploraría el engaño y lo diría sin tapujos.


Pero la oportunidad se echó a perder cuando Pedro las dejó solas para buscar al casero. Edith se volvió hacia ella enseguida con ojos brillantes de emoción y le dijo:
—¡No sabes lo feliz que me ha hecho esta noticia! ¡Qué peso me he quitado de encima! Debo confesar que llevaba un tiempo preocupada por tu futuro bienestar. No, escucha —pidió al ver que Paula abría la boca para protestar—, no viviré eternamente, y quién sabe qué habrá sido del irresponsable de tu padre. Odiaba pensar que iba a dejarte sola en el mundo —se acercó a una mesa situada a la sombra y ordenó, recuperando un ápice de su antigua acritud—: Siéntate, niña. Estaba preocupada por ti. Has estado trabajando a todas horas con la única compensación de saber que estabas ayudando a gente necesitada, sin tiempo ni ocasión para conocer hombres o dedicarte a una carrera rentable. Me sentía culpable por haber estado tan implicada en Life Begins y no haber pensado en tu futuro, por no haber hecho, ni con mucho, lo suficiente por ti.


—¡No hables así! —gritó Paula con gran emotividad—. ¡Todavía vivirás muchos años! Y lo has hecho todo por mí —protestó vehementemente, consternada por lo que acababa de oír y añadió con sincera compasión—: No debe de haber sido fácil cuidar de mí —en el momento en que la mayoría de las mujeres piensan en tranquilizarse y tomarse las cosas con más calma, Edith se había hecho cargo de una niña que podría tacharse de abandonada—. Me diste una familia, el sentimiento de ser aceptada, una infancia segura y feliz.


—Nunca fue difícil, niña. ¡Nunca! —los ojos de Edith se humedecieron—. Y ahora ya no tendré que preocuparme más. Tu boda me ha quitado una gran carga de los hombros, te lo aseguro. Y con un hombre tan fuerte, tan cariñoso… tan rico… —señaló todo lo que les rodeaba—. Pero créeme, aunque fuese tan pobre como las ratas lo aceptaría de corazón. Tuviese el dinero que tuviera, no dejaría de ser un buen esposo para cualquier mujer. De hecho, gracias a su generosidad podemos dejar el futuro de Life Begins en manos de gente preparada, de modo que enterramos otra preocupación.


Pedro no volvió a reunirse con ellas. Ágata trajo zumo de naranja helado y recién exprimido y expresó las disculpas del signor. Tenía que trabajar y las vería en la cena.


Dejando a su tía abuela en su habitación, admirada del servicio y decidiendo cuál de los dos trajes que traía sería más apropiado para la cena, Paula salió a buscar a Pedro dispuesta a reprenderle. ¿Qué derecho tenía a seguirla y a traer a su confiada tía y meterla en aquel lío?


Se le daba bien humillarla. Pensó que había sido muy lista al evitar su «persuasión», pero durante todo el tiempo él había tenido un as en la manga y se había estado riendo de ella. 


¡Con razón le había permitido marcharse para no tener que verlo!


Dirigiéndose directamente a su estudio, lo encontró junto a la ventana hablando por teléfono. Cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro, esperó hasta que acabó de hablar, negándose a dejarse impresionar por su magnificencia. Los ojos aún le echaban chispas cuando él se volvió hacia ella y le sonrió.


—¿Cómo te atreves? —le espetó, saltando prácticamente en su deseo por acercarse a él y abofetearle.


—Cara? —levantó una ceja en un interrogante que ella encontró exasperante.


—¡Sabes perfectamente de lo que hablo! —la cara se le encendió de rabia—. Sabes muy bien lo que has hecho. ¡Ahora decepcionaremos a dos ancianas en lugar de a una sola! ¿Tienes idea…? ¿Sabes lo que me ha dicho mi tía? ¡Dice que al saber que tengo el futuro asegurado se ha quitado un gran peso de encima! —con ojos vidriosos, no lograba hablar con coherencia por la rabia que sentía al ver que la había puesto en aquella situación—. Utilizas a la gente como marionetas para obtener lo que deseas, sin tener en cuenta sus sentimientos.


Pedro le costó evitar una sonrisa. La pequeña Paula Chaves poseía un encanto cautivador. ¡Un manojito de furia sibilante!


Reconoció admirado que ella había tenido que armarse de valor para venir a insultarle. Estaba acostumbrado a que todo el mundo, sobre todo sus compañeras de cama, que eran algo que ya pertenecía al pasado, lo tratase como si fuese una especie de dios, que se deshiciesen por agradarle y lo halagasen servilmente. Ver a Paula enfrentarse a él de esa manera le hizo sentirse vivo por primera vez en años.


—Hago lo que se tiene que hacer. ¿No has oído eso de que el fin justifica los medios?


Cuando Paula vio que él avanzaba hacia ella, se sintió sofocada. El aire quedó atrapado en sus pulmones y apretó los puños: con «el fin» se refería a casarse.


¡Con ella!


Y no porque la amase, sino porque era lo conveniente. No quería decepcionar a su madre porque la adoraba. Y después de la tragedia que había acabado con la muerte de su hermano, su cuñada y el hijo que ésta esperaba, haría lo que fuese por alegrar sus últimos años de vida. Además, acostarse con una virgen iba a ser una experiencia novedosa. Él podría enseñarle todo lo que sabía sobre el placer. ¡Hasta que se aburriese!


¡Gracias, pero no, gracias! Puede que lo amase y lo desease hasta que se convirtiese en un dolor ardiente que casi no pudiese soportar, pero se respetaba demasiado a sí misma como para permitirse aceptar aquella proposición tan insultante.


Pero en aquel momento lo tenía cerca. Demasiado cerca. Y aun así, logró elevar la cabeza y mirarlo desafiantemente a los ojos.


¡Gran error!


Eran de un atractivo tan fascinante que se sintió aturdida. 


Siempre le provocaba aquella reacción. Y cuando le agarró una mano, abriéndole los dedos, no pudo hacer nada por detenerlo.


Acariciando con un dedo la palma de su mano, él refrenó la urgencia de su deseo por llevarla hasta el sofá y quitarle la ropa, poniendo de nuevo al descubierto la desnudez que su mirada ávida ya había contemplado. Deseaba explorar con manos impacientes cada curva, cada valle de su cuerpo menudo y proporcionado, y descubrir el secreto de su feminidad y su placer hasta que le rogase que la dejase ir. 


Deseaba hacerla suya.


Pero iba a ser su esposa. Estaba totalmente decidido. Y como futura esposa, debía respetarla. Apartando de su mente sus fantasías eróticas y prometiéndose cumplirlas todas en su noche de bodas, dijo:
—No hay por qué decepcionar a nadie, cara mía. Nuestra boda hará feliz a todo el mundo.


Aquel rampante atractivo era peligroso. Ella se sentía acalorada, inquieta, con los pechos tensos, los pezones empujando la camisa que llevaba bajo el traje de lino y la mente en blanco. Por no hablar de la vocecilla que le apremiaba para que se rindiera, que le dejase hacer todo lo que quisiese hacerle y admitir que le amaba. Pero de pronto, la conciencia de que estaba manipulándola otra vez le hizo recuperar la cordura de modo tan efectivo como si le hubiesen arrojado un cubo de agua helada.


Retirando la mano de golpe, dio un paso atrás, con el pulso latiéndole con fuerza en las sienes. Él se estaba aprovechando de su carácter bondadoso. Era lo suficientemente listo como para saber que ella sería incapaz de hacer daño a alguien a quien amase. Y sabía que ella y Fiora se apreciaban mucho mutuamente, y que quería mucho a su tía abuela, que valoraba todo lo que había hecho por ella y los sacrificios que había hecho al adoptarla y criarla como si fuese su propia hija.


Bueno, le había demostrado que no era tan blanda como él pensaba. Con la cabeza alta, le dijo:
—Olvidaste ponerme en la lista de las personas que serían felices con nuestro matrimonio. ¿O he de suponer que estoy incluida en ese «todo el mundo»?


Desdeñada por sus métodos, cuando todo lo que tenía que hacer era decirle que la amaba y que fuese algo sincero, cosa que ella sabía que nunca iba a pasar, pudo reunir fuerzas para marcharse mientras le decía:
—No me casaré contigo. Te dejo para que des la mala noticia cuando creas conveniente y sea tu conciencia la que cargue con las consecuencias, ¡si es que la tienes!







SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 17




Paula consiguió evitar a Pedro hasta la hora de la cena. La cocinera se había superado, con una langosta en salsa seguida de uvas caramelizadas, pero se sintió incapaz de tragar más de un bocado de cada plato.


Se obligó a seguir la animada charla de Fiora sobre el terrible tema de la fiesta, porque no se le ocurrió otro modo de desviar la atención sobre su falta de apetito. Por dentro se sentía a punto de estallar en cualquier instante.


Y en cuanto a Pedro, bueno, no se atrevía a mirarle. Pero sentía como él la observaba, y por sus comentarios ocasionales percibió que él sabía cuánto luchaba ella por evitar su mirada, y que aquello le divertía enormemente.


Porque…


Porque él sabía tanto como ella que sólo tenía que poner a funcionar una porción de su magnetismo sexual para dejarla indefensa, totalmente a su merced y accediendo a todo lo que le pidiese, incluso un matrimonio que ella sabía que iba a acabar en amargo fracaso.


¡Y aquello la asustaba horrorosamente!


Ella lo deseaba, su deseo por casarse con él era mayor que el que jamás había sentido por cualquier otra cosa. Y la oferta estaba ahí, pero no podía aceptarla.


Ante la evidencia de un compromiso roto, un matrimonio fugaz e innumerables aventuras a sus espaldas, sucumbir a la tentación de casarse con él sería como cometer un suicidio emocional. Si la amase, sería la persona más feliz del planeta. Pero no era así. Se lo había dejado bien claro. Y no estaba preparada para que le rompiesen el corazón.


¿No era una idiota imprudente, verdad?


Aprovechando una brecha en la conversación, Paula preguntó con una vocecilla que no reconoció como suya:
—Fiora, ¿podrías prescindir de Carla un momento mañana por la mañana? Necesito ir a Florencia… sin Pedro. ¡Me gustaría comprarle un regalo de compromiso! —forzó una sonrisa para esconder su consternación por tener que
mentir otra vez—. Si pudiese llevarme en coche, ya encontraría yo la forma de volver.


Contuvo la respiración, convencida de que él se ofrecería a llevarla, porque sabía que lo del regalo era pura mentira y aquello debía de olerle a gato encerrado. Él sabía que estaba evitando su compañía por todos los medios, porque le aterraba su intención de convencerla para que aceptase su proposición antes de la fiesta, pero se limitó a decir:
—Mario te llevará, cara. Dile a qué hora quieres volver y él te recogerá. Puedes pasar el día explorando nuestra preciosa ciudad, si quieres. Pero no por un regalo de compromiso: tu dulce compañía es más que suficiente para mí, ya lo sabes. Aun así, si te apetece comprarme algo, un pequeño obsequio para señalar la ocasión, por supuesto estaré encantado.


¡Canalla! ¿A qué estaba jugando? Sabía de sobra que su deseo repentino de ir a la ciudad era una táctica para evitarle y que no confiaba en sí misma a la hora de enfrentarse a sus devastadores métodos de «persuasión». ¡Por mucho que le amase, no lo entendería ni en un millón de años!


Entonces lo miró, y la perfección de su rostro la dejó sin aliento. Su sonrisa lenta y atractiva hizo estragos en ella, como de costumbre. Con la respiración entrecortada, se disculpó, alegando un ligero dolor de cabeza, y se refugió en su habitación, cerrando la puerta con llave. Por si acaso.


Florencia fue toda una impresión para los ya de por sí tambaleantes sentidos de Paula. Tanta belleza, tanta elegancia y tan difícil de abarcar: sobre todo porque veía que necesitaba una enorme bola de cuerda para encontrar el camino de vuelta a la plaza donde Mario la había dejado con la promesa de recogerla allí a las cinco de la tarde.


Con los pies doloridos, pero más tranquila después de un tiempo sola, y sin miedo a que Pedro la encontrase y pusiera en marcha esa magia especial capaz de derretirla como el hielo, Paula consiguió volver al punto de encuentro con media hora de antelación. Encontró en una terraza de una trattoria la excusa perfecta para sentarse a la sombra y tomar un café. A veces tuvo la sensación de que la seguían, pero se dijo a sí misma que estaba paranoica. Ya había decidido lo que iba a hacer.


Aquella tarde y al día siguiente se aseguraría de no darle a Pedro la oportunidad de utilizar su poder de persuasión y con suerte, la llegada de los invitados de su madre limitaría enormemente el tiempo que pasasen juntos y a solas.


Así que estaría para la celebración del falso compromiso. No podía llevar adelante su plan de boicotearla porque eso molestaría mucho a Fiora y no quería hacer algo así, pero se marcharía justo después. Tendría que inventar alguna razón de peso para regresar inmediatamente a Inglaterra. No sabía el qué, pero ya se le ocurriría algo.


—Signorina… ¿está usted lista?


Pestañeando, Paula miró al joven delgado de pantalón oscuro y camisa blanca. Mario. Con enorme puntualidad. Sus sospechas se tornaron certezas.


Se levantó, agarrando el bolso.


—¿Me has estado siguiendo, Mario?


—Certamente. El signor me lo ordenó así —sonrió ampliamente, alzando los hombros—. La aprecia mucho. No puede pasarle nada malo.


Echando chispas, Paula cruzó la piazza hasta donde la esperaba el coche, seguida de Mario. ¡Ni siquiera unas horas de libertad! A pesar de lo que Mario creía, no se trataba de cuidarla ni de preocuparse por su bienestar, sino de puro control. Se había convertido en objeto de propiedad de Pedro. Seguida. Vigilada. Y pensó airada que sin duda le pediría un informe detallado de lo que había estado haciendo.


Pero Mario no tenía la culpa. Se había limitado a cumplir las órdenes del todopoderoso Pedro Alfonso. Así que consiguió mantener con él una animada conversación en el camino de vuelta a través de la Toscana, pensando aparte lo que tenía que decir exactamente sobre personas desagradables y suspicaces que contratan guardaespaldas para seguir a otras.


Convencida más que nunca de que la única opción posible era regresar a Inglaterra tan pronto como cumpliese sus obligaciones con Fiora y fuese presentada en la fiesta, decidió de mala gana que tenía que volver a mentir y decir que su tía abuela Edith estaba enferma y la necesitaba.


Le resultaba muy desagradable, pero era lo único que Fiora podría entender. Se iba a sentir muy decepcionada al ver que acortaba su visita y que los planes de boda quedaban en suspenso por un tiempo, pero lo entendería perfectamente.


¡Y ya dependería de Pedro confesarle que no habría boda cuando él lo creyera conveniente!


La euforia que le entró al imaginarse alejada de aquel embrollo duró hasta que llegaron a la villa, donde se desmoronó, convertida en desesperanza, al ver cómo Pedro, impresionante en vaqueros y camiseta blanca, salía de la casa acompañado de una sonriente y lozana Edith.


¡Aquel demonio sonriente y apuesto había bloqueado su última vía de escape!