sábado, 15 de octubre de 2016
SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 19
Paula contempló su reflejo sin entusiasmo. Se había puesto el vestido azul grisáceo con la espalda al aire, esta vez sin ropa interior, para ver si se sentía una mujer madura y dueña de sus pensamientos en lugar de una muñeca en manos de un experto titiritero.
Pero no funcionaba. Su mente, o lo que quedaba de ella, le había sido arrebatada. Su firme decisión de rechazar la propuesta de Pedro empezaba a tambalearse y a inclinarse del otro lado de la balanza, y seguiría así hasta que ocurriese algo que volviese a enderezarla en la dirección opuesta.
La conversación que había mantenido con su tía un par de horas antes había sido la gota que había colmado el vaso.
—Quiero hablar contigo —el susurro de la anciana había sido lo suficientemente alto como para quemarle los oídos—. Sé que no es necesario, pero necesito tu aprobación —preguntándose qué tramaba Edith, Paula se había encontrado en el pequeño salón que dominaba los jardines en la parte trasera de la villa, con la puerta cerrada tras de sí, y con la anciana mirando a su alrededor para asegurarse de que estaban solas—. ¿Sabes que Fiora y su dama de compañía tienen planeado volver a su casa en Florencia justo después de la boda? ¿Qué te parece? —inspiró profundamente y prosiguió rápidamente—: ¡Me han invitado a vivir en Florencia con ellas! Es una ciudad preciosa, creo. Siempre quise visitarla, pero nunca pude permitirme el tiempo ni el dinero necesario para hacerlo.
Paula se quedó sin habla ante aquella descorazonadora noticia y se limitó a mirar a los ojos a su querida tía abuela.
—¿Te comió la lengua el gato?
—Yo… —luchando por evitar esta última idea, Paula no supo por dónde empezar—. ¿Y tu casa… y la organización? —pero sabía de sobra la respuesta. Y llegó tal y como la esperaba:
—La organización va bien, hay más voluntarios a tiempo parcial que nunca, muchas actividades para recaudar fondos en vista y el apoyo de Pedro. Y en cuanto a la casa, te la he dejado en mi testamento. Pero como cuando te cases con Pedro no la necesitarás, puede que la venda y pague con ese dinero mi nueva vida en Florencia.
Con el corazón totalmente hundido, Paula dijo:
—Entonces, ¿ya has tomado la decisión?
—Prácticamente Fiora y yo nos llevamos muy bien. No se me ocurriría trasladarme de no ser así. Al parecer tiene un piso enorme, totalmente equipado. Y nos haremos compañía la una a la otra. Carla es magnífica, pero Fiora dice que a menudo echa de menos la compañía de alguien de su edad. Y por supuesto, estaría cerca de ti, lo que no quiere decir que me pasaría el día visitándote e incordiando, pero andaría cerca —viendo que la mirada atónita de Paula no era la entusiasta recepción que esperaba, la anciana añadió en confidencia—: Ya le he pedido su opinión a Pedro. ¡Le parece una idea estupenda!
«¡Estoy segura!», pensó Paula mientras se apartaba del espejo, harta de que todo fuese «espléndido». ¡Otra vez le había ganado a base de artimañas! Si insistía en rechazar el matrimonio, aquellos planes felices acabarían mordiendo el polvo.
La tía abuela Edith tenía un sentido del deber fuerte e inalterable. No llevaría adelante sus planes de mudarse a Florencia, ni vendería la casa para sufragar su vida aquí dejando a Paula sin hogar o en una habitación alquilada.
Ambas regresarían a Inglaterra y seguirían con la vida que llevaban.
¿Podría ser tan egoísta como para negarle a la anciana la vida tranquila y llena de lujos que merecía en los últimos años de su vida?
Edith no se había casado. Había sido profesora durante muchos años y había fundado la pequeña organización benéfica al jubilarse con sesenta años para dedicarse a ella por completo, viviendo con poquísimos lujos. ¿No se merecía algo mejor?
Y, para empeorar las cosas, Pedro había estado cariñoso, atento, e incluso respetuoso en los dos últimos días. El perfecto prometido italiano. Por una parte, había conseguido que se enamorase aún más de él, ¡pero por otra despertaba sus instintos asesinos!
Esperando la fiesta como si fuese a una cita con el dentista, exhaló un suspiro e deslizó los pies en los tacones.
Los invitados estarían esperando que apareciese la feliz pareja. Le dio un salto el estómago. Al parecer, habían invitado a los amigos de Pedro y, lo que es aún peor, al sacerdote del pueblo. Y a los primos, por supuesto. Tres primos y una prima. Habían llegado una hora antes, pero antes de que les mostrasen sus respectivas habitaciones, ella sólo había tenido tiempo de sonreír lánguidamente a aquellos hombres trajeados con actitud indolente y a una impresionante belleza latina que parecía aburrirse.
Pensó que entendía que Pedro tenía poco tiempo para ellos, pero se gruñó a sí misma por ser tan poco caritativa y juzgar a primera vista a un montón de gente que seguramente era muy agradable.
Girando nerviosamente el anillo en su dedo, estiró la espalda. No podía esconderse en su habitación por más tiempo. Había llegado el momento de enfrentarse a ellos y tomar parte en aquella desagradable charada. Debía intentar dejar de pensar que rechazando a Pedro afligiría a su tía, empañando con su desengaño los últimos años de su vida, sin olvidar que Fiora se sentiría enormemente desgraciada.
Como si sus pensamientos angustiosos, centrados en el responsable de todos sus problemas, lo hubiesen conjurado, Pedro irrumpió en la habitación.
Paula se detuvo en su camino hacia la puerta. Estaba impresionante con su chaqueta blanca y esbozaba una sonrisa tan sensual que ella, como siempre, perdió la noción de las cosas.
Salvando de dos zancadas el espacio entre ellos, le tomó la mano, se la besó sin dejar de mirarla a los ojos y comentó con enorme seguridad:
—Cara mía, estás espectacular. La futura esposa de la que cualquier hombre se sentiría orgulloso —puso la mano de ella sobre su pecho, acercándola hacia él con una cortesía que casi la hace rendirse, lamentándose de la debilidad que le apremiaba a pegarse a él, aferrarse a su cuerpo y no dejarlo marchar nunca más. Pero entonces él dijo—: No hace mucho me acusaste de tener en cuenta la felicidad de todos menos la tuya.
Lo que le dio a ella la fuerza necesaria para contestar:
—Y de moverte sólo por propia conveniencia…
—Déjame hablar —bajó la voz hasta prometerle en un ronco susurro—: Podría hacerte feliz. Te haré feliz —corrigió, y Paula inspiró agitadamente, hipnotizada por sus ojos, por la belleza esbelta y aceitunada de su rostro inolvidable, aterrorizada al tener que admitir que sí, que podría hacerla feliz.
Increíblemente feliz.
Durante una semana más o menos.
Hasta que se aburriese de ella. Y luego la dejaría, partiéndole el corazón, como hizo con su primera esposa.
Negándose el alivio que le supondría echar la cabeza hacia atrás y gesticular como una niña privada de su juguete favorito, dijo:
—No queremos hacer esperar a los invitados, ¿verdad? —y se dirigió a la puerta. Se detuvo el tiempo suficiente como para tomar aire y asegurarse de que su voz sonara convincente y segura. De sí misma. De todo—. Puede que seas el rey de esa selva en la que vives, pero no me obligarás ni me chantajearás para que haga algo que sé que sólo sería malo para mí, algo que no quiero hacer.
Pero se deshizo cuando él, rodeándola con el brazo por la cintura y susurrándole muy cerca al oído le dijo:
—Pero sí quieres hacerlo, mi dulce Paula. Y si tuviese tiempo, te lo demostraría ahora mismo.
Completamente ruborizada, Paula se apoyó en él porque le fallaban las piernas y todo su cuerpo se había debilitado por el vergonzoso deseo que él despertaba en ella sin esfuerzo.
Fue consciente, mientras bajaban a recibir a los invitados, de que se batía en dos frentes.
Uno contra él. Y, lo que era más aterrador, otro consigo misma.
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