sábado, 15 de octubre de 2016
SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 17
Paula consiguió evitar a Pedro hasta la hora de la cena. La cocinera se había superado, con una langosta en salsa seguida de uvas caramelizadas, pero se sintió incapaz de tragar más de un bocado de cada plato.
Se obligó a seguir la animada charla de Fiora sobre el terrible tema de la fiesta, porque no se le ocurrió otro modo de desviar la atención sobre su falta de apetito. Por dentro se sentía a punto de estallar en cualquier instante.
Y en cuanto a Pedro, bueno, no se atrevía a mirarle. Pero sentía como él la observaba, y por sus comentarios ocasionales percibió que él sabía cuánto luchaba ella por evitar su mirada, y que aquello le divertía enormemente.
Porque…
Porque él sabía tanto como ella que sólo tenía que poner a funcionar una porción de su magnetismo sexual para dejarla indefensa, totalmente a su merced y accediendo a todo lo que le pidiese, incluso un matrimonio que ella sabía que iba a acabar en amargo fracaso.
¡Y aquello la asustaba horrorosamente!
Ella lo deseaba, su deseo por casarse con él era mayor que el que jamás había sentido por cualquier otra cosa. Y la oferta estaba ahí, pero no podía aceptarla.
Ante la evidencia de un compromiso roto, un matrimonio fugaz e innumerables aventuras a sus espaldas, sucumbir a la tentación de casarse con él sería como cometer un suicidio emocional. Si la amase, sería la persona más feliz del planeta. Pero no era así. Se lo había dejado bien claro. Y no estaba preparada para que le rompiesen el corazón.
¿No era una idiota imprudente, verdad?
Aprovechando una brecha en la conversación, Paula preguntó con una vocecilla que no reconoció como suya:
—Fiora, ¿podrías prescindir de Carla un momento mañana por la mañana? Necesito ir a Florencia… sin Pedro. ¡Me gustaría comprarle un regalo de compromiso! —forzó una sonrisa para esconder su consternación por tener que
mentir otra vez—. Si pudiese llevarme en coche, ya encontraría yo la forma de volver.
Contuvo la respiración, convencida de que él se ofrecería a llevarla, porque sabía que lo del regalo era pura mentira y aquello debía de olerle a gato encerrado. Él sabía que estaba evitando su compañía por todos los medios, porque le aterraba su intención de convencerla para que aceptase su proposición antes de la fiesta, pero se limitó a decir:
—Mario te llevará, cara. Dile a qué hora quieres volver y él te recogerá. Puedes pasar el día explorando nuestra preciosa ciudad, si quieres. Pero no por un regalo de compromiso: tu dulce compañía es más que suficiente para mí, ya lo sabes. Aun así, si te apetece comprarme algo, un pequeño obsequio para señalar la ocasión, por supuesto estaré encantado.
¡Canalla! ¿A qué estaba jugando? Sabía de sobra que su deseo repentino de ir a la ciudad era una táctica para evitarle y que no confiaba en sí misma a la hora de enfrentarse a sus devastadores métodos de «persuasión». ¡Por mucho que le amase, no lo entendería ni en un millón de años!
Entonces lo miró, y la perfección de su rostro la dejó sin aliento. Su sonrisa lenta y atractiva hizo estragos en ella, como de costumbre. Con la respiración entrecortada, se disculpó, alegando un ligero dolor de cabeza, y se refugió en su habitación, cerrando la puerta con llave. Por si acaso.
Florencia fue toda una impresión para los ya de por sí tambaleantes sentidos de Paula. Tanta belleza, tanta elegancia y tan difícil de abarcar: sobre todo porque veía que necesitaba una enorme bola de cuerda para encontrar el camino de vuelta a la plaza donde Mario la había dejado con la promesa de recogerla allí a las cinco de la tarde.
Con los pies doloridos, pero más tranquila después de un tiempo sola, y sin miedo a que Pedro la encontrase y pusiera en marcha esa magia especial capaz de derretirla como el hielo, Paula consiguió volver al punto de encuentro con media hora de antelación. Encontró en una terraza de una trattoria la excusa perfecta para sentarse a la sombra y tomar un café. A veces tuvo la sensación de que la seguían, pero se dijo a sí misma que estaba paranoica. Ya había decidido lo que iba a hacer.
Aquella tarde y al día siguiente se aseguraría de no darle a Pedro la oportunidad de utilizar su poder de persuasión y con suerte, la llegada de los invitados de su madre limitaría enormemente el tiempo que pasasen juntos y a solas.
Así que estaría para la celebración del falso compromiso. No podía llevar adelante su plan de boicotearla porque eso molestaría mucho a Fiora y no quería hacer algo así, pero se marcharía justo después. Tendría que inventar alguna razón de peso para regresar inmediatamente a Inglaterra. No sabía el qué, pero ya se le ocurriría algo.
—Signorina… ¿está usted lista?
Pestañeando, Paula miró al joven delgado de pantalón oscuro y camisa blanca. Mario. Con enorme puntualidad. Sus sospechas se tornaron certezas.
Se levantó, agarrando el bolso.
—¿Me has estado siguiendo, Mario?
—Certamente. El signor me lo ordenó así —sonrió ampliamente, alzando los hombros—. La aprecia mucho. No puede pasarle nada malo.
Echando chispas, Paula cruzó la piazza hasta donde la esperaba el coche, seguida de Mario. ¡Ni siquiera unas horas de libertad! A pesar de lo que Mario creía, no se trataba de cuidarla ni de preocuparse por su bienestar, sino de puro control. Se había convertido en objeto de propiedad de Pedro. Seguida. Vigilada. Y pensó airada que sin duda le pediría un informe detallado de lo que había estado haciendo.
Pero Mario no tenía la culpa. Se había limitado a cumplir las órdenes del todopoderoso Pedro Alfonso. Así que consiguió mantener con él una animada conversación en el camino de vuelta a través de la Toscana, pensando aparte lo que tenía que decir exactamente sobre personas desagradables y suspicaces que contratan guardaespaldas para seguir a otras.
Convencida más que nunca de que la única opción posible era regresar a Inglaterra tan pronto como cumpliese sus obligaciones con Fiora y fuese presentada en la fiesta, decidió de mala gana que tenía que volver a mentir y decir que su tía abuela Edith estaba enferma y la necesitaba.
Le resultaba muy desagradable, pero era lo único que Fiora podría entender. Se iba a sentir muy decepcionada al ver que acortaba su visita y que los planes de boda quedaban en suspenso por un tiempo, pero lo entendería perfectamente.
¡Y ya dependería de Pedro confesarle que no habría boda cuando él lo creyera conveniente!
La euforia que le entró al imaginarse alejada de aquel embrollo duró hasta que llegaron a la villa, donde se desmoronó, convertida en desesperanza, al ver cómo Pedro, impresionante en vaqueros y camiseta blanca, salía de la casa acompañado de una sonriente y lozana Edith.
¡Aquel demonio sonriente y apuesto había bloqueado su última vía de escape!
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