sábado, 15 de octubre de 2016

SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 20






Pedro se apoyó en el marco de la cristalera con una mano en el bolsillo del pantalón, con el cuello de la camisa desabrochado y los ojos velados por una envidiable franja de espesas pestañas.


Mirándola.


La delicada belleza de Paula atraía todas las miradas y el vestido que llevaba lo excitaba tanto que deseó que acabase pronto aquella aburrida fiesta para poder darse una ducha fría.


Se felicitó a sí mismo por cambiar de idea con respecto a la idea de volver a casarse. Pensó que había sido lo correcto mientras la seguía con los ojos, viendo como ella y la esposa de uno de sus más viejos amigos sorteaban a una pareja que bailaba al son de un equipo de música de última generación. Supuso que aquello había sido idea de su primo Orfeo, reprimiendo cierta irritación. Por suerte habían despejado el salón lo suficiente como para dar cabida a aquellos invitados que deseasen dedicarse a aquella inútil actividad.


Descartó tranquilamente a su primo, que tenía fama de haragán y donjuán, para retomar pensamientos más agradables.


Casarse con Paula era el paso más obvio: no lo trataba con estúpida y aburrida deferencia y no le importaba el dinero, como demostraba el hecho de que lo había rechazado mientras que otras mujeres habrían dado cualquier cosa por aceptar su oferta. Sería beneficioso en todos los aspectos, un paso totalmente lógico. Y a él le gustaba vivir con lógica y no hecho un lío sentimentalmente hablando.


Dejaría de sentirse culpable por hacer sufrir a su madre con su negativa a asentarse y proporcionarle un heredero, como había pasado sobre todo desde la muerte de Antonio. 


Tendría una esposa y compañera en la que confiar y a cambio Paula tendría una buena posición, su cariño y felicidad, y sus hijos.


El corazón se le ensanchó ante aquella perspectiva. Y deseó con sorpresa que su primer hijo fuese una niña de cuerpo menudo y delicado, con enormes ojos grises como los de Paula.


No estaba acostumbrado a imaginarse en compañía de sus hijos y aquella imagen le pareció sorprendente. 


Levantándose, decidió que le gustaba la idea. O al menos, se corrigió, le gustaba la idea siendo Paula la madre de esos niños.


Entrecerró los ojos. Su prima Renata se acercaba a Paula. Tan holgazana como el resto del clan, era la hija del hermano de su padre, un hombre de mano larga cuya pérdida nadie había lamentado. Codiciosa y malvada, se creía con derecho a vivir sin trabajar.


Sin dejar de mirarla, hizo un gesto con la boca. Paula no lo sabía, pero pronto dejaría de negarse a ser su esposa. Todo estaba funcionando a la perfección. La llegada de su tía, planeada y llevada a cabo con precisión, había preparado el terreno. Y la guinda del pastel había sido que ambas ancianas se habían caído bien y habían decidido irse a vivir juntas a Florencia: otro paso hacia el fin de la resistencia de Paula y la prueba, si es que la necesitaba, de que los dioses estaban de su lado.


Al día siguiente llevaría a Paula a su villa en las colinas de Amalfi. A solas con él, ella no lograría resistir su poder de persuasión. Sabía perfectamente cuándo atraía sexualmente a una mujer, y a Paula le pasaba, había leído sus señales. 


¡Sus días de cerrarse en banda estaban contados! Y hasta el día de su muerte no dejaría que ella se arrepintiera de darle el «sí».


Había cumplido con sus obligaciones de anfitrión, saludando a todos y recibiendo felicitaciones por el compromiso. 


También había bailado ya con su madre y con Edith, así que en un segundo reclamaría a su Paula y se aseguraba de mencionar la visita a Amalfi frente a las dos ancianas, convencido de que ella no montaría una escena y se negaría a ir a ningún sitio con él. Sabía que ella ya se sentía mal ante la perspectiva de tener que decepcionar tarde o temprano a aquellas dos mujeres.


Jugaba con ventaja, pero eso le hacía sentirse incómodo. Si lo pensaba bien, no le gustaba jugar con su generosidad innata y manipularla. Pero a la larga sería lo mejor. Sería feliz con él y no le faltaría nada. Y él se aseguraría de que fuese así.


De pronto, frunció el ceño. Paula, alejándose de Renata con la tez pálida, se topó con su primo Orfeo, que la rodeó con los brazos a pesar de su resistencia e inició con ella una torpe parodia de foxtrot.


Plantó sus dedos regordetes en la piel cremosa de su espalda, desrizándolos por su columna y sumergiéndolos bajo la barrera de tela. Apretaba su cabeza grasienta contra la de ella y le susurraba algo al oído.


Pedro le entró una rabia asesina. ¿Cómo se atrevía aquel grasiento asqueroso a manosear a su chica?


Se dirigió hacia ellos a grandes zancadas.



****


Ella odiaba cada segundo de aquella situación. Las felicitaciones, las miradas curiosas tras sonrisas aduladoras, toda aquella farsa en la que se había visto atrapada. Y, lo que era aún peor, las sonrisas radiantes de Fiora y de su tía, que charlaban en la mesa que ambas compartían.


Pero eso fue lo peor hasta que Renata se acercó a ella aferrada a una copa de vino con un atrevido vestido rojo de lentejuelas.


—¡Buen trabajo! —dijo—. Has enganchado al hombre más rico de Italia y seguramente de toda Europa. No durará, claro está, ¡pero piensa en la estupenda pensión que obtendrás en cuanto se aburra de vuestro matrimonio! —su risita sonó tan crispada como un vaso al romperse—. Pedro el rompecorazones. Su interés por las mujeres dura menos que un suspiro, y eso es un hecho, me temo. ¡No puede evitarlo! Se deshizo de su primera esposa pasados tan sólo unos meses. Murió de una sobredosis poco después de la ruptura. Algunos dicen que fue un suicidio —sacudió los hombros, como desvinculándose de aquella calumnia—. ¡Por tu bien, espero que estés hecha de una madera más fuerte!


Negándose a dar respuesta a aquella maldad, Paula se giró, enferma por lo que le había dicho aquella mujer. Para colmo se encontró arrastrada al centro de la habitación por otro primo de Pedro.


Lo último que le apetecía era bailar. Quería escapar de aquel bullicio, de las preguntas intencionadas y las miradas especulativas, del olor penetrante de las flores que inundaban aquel lugar. Quería desconectar de todo y dejar de inquietarse por aquella horrible situación aunque fuese por un momento, hasta encontrar las fuerzas necesarias para contarles la verdad a su tía y a Fiora.


¡Y aquel condenado la estaba manoseando! Le disgustaban las groserías que le susurraba al oído y, cuando intentó apartarse, deslizó su mano gruesa y caliente hasta su cintura y la apretó contra él. El olor penetrante a loción de afeitado que desprendía le provocaba náuseas.


—¡Lárgate, Orfeo!


Paula jamás se había alegrado tanto de ver a Pedro. En un momento, se disipó toda su indignación con él por haberla metido en una situación tan poco envidiable.


Se sentía debilitada por el amor, por el deseo. Su mente, o lo que quedaba de ella, estaba sumida en tal caos que sentía como si le hubieran hervido el cerebro.


Deseaba fervientemente estar con él, aceptar su propuesta. 


Pero sabía que no podía. No debía.


Él le echó el brazo sobre los hombros, haciéndole temblar las rodillas, y, tratando de enderezar una decisión que se había vuelto vacilante, se tomó un tiempo para recordarse que, dado lo que sabía de él, y que parecía ser algo conocido por todos, casarse sería una locura que acabaría destrozándola.


Aun así, parecía que Pedro Alfonso quisiera despedazar a aquel joven miembro por miembro. La rabia le helaba la mirada. Alzando la vista hacia su rostro, Paula sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.


—No permitas que ese delincuente te estropee el día, cara mía —le dijo mientras el joven se alejaba recolocándose la corbata y encendido por la humillación—. ¡Si se vuelve a acercar a menos de cien kilómetros de ti, lo mato! ¡A él o a cualquiera que te falte al respeto!


Paula esbozó una tímida sonrisa. Casi podía creerle. ¿Pero aquello quería decir que estaba celoso? Él tenía sus defectos, pero ella no había contado entre ellos la actitud posesiva. Su comportamiento con las mujeres consistía al parecer en estar con ellas el tiempo en que durase su interés y luego dejarlas y olvidarlas, pasando a la siguiente. Y ése no era precisamente el comportamiento de un hombre posesivo.


Pedro dejó caer su brazo protector y lo curvó alrededor de su cintura.


—Ven conmigo, bella mía. Huiremos juntos —ya habría tiempo después para sentarla con Fiora y Edith y mencionar el viaje a Amalfi. Paula estaba muy tensa, necesitaba relajarse y su bienestar era prioritario para él—. Nadie nos echará de menos, y si lo hacen, entenderán que una pareja de prometidos necesita estar a solas y salir unos minutos.


Se encendió una luz de alarma, pero Paula la ignoró temerariamente mientras la conducía a través de las cristaleras. En cuanto se vieron envueltos por el aire suave y fresco de la noche, Paula se apoyó en su cuerpo fuerte y esbelto. Le hacía mucha falta.


Pensó que era lo que necesitaba, aliviada por dejar la fiesta atrás. Él la condujo por un sendero cubierto de hierba y el sonido de la música, las conversaciones y las risas se fue perdiendo en la distancia.


Aquella noche había sido una pesadilla. Sus sentimientos era un auténtico caos. Mientras él le presentaba a los invitados se sintió a punto de estallar, consciente de cada uno de sus movimientos. Y cuando la dejó sola se sintió desolada. Débil. Su necesidad de resistirse a él para protegerse se esfumó por completo.


Había llegado a tal estado de confusión emocional que estuvo a punto de buscarlo por la habitación para decirle que se casaría con él. En parte por el bien de Fiora y de su tía abuela, pero por encima de todo porque no soportaba la idea de no volver a verle. Y entonces había aparecido aquella mujer tan horrible a relatarle aquellas calumnias. Calumnias que tenían fundamento y que le recordaban que Pedro nunca la amaría y que sólo la utilizaba para tranquilizar su conciencia con respecto a su madre. No entendía cómo podía amar a un hombre como él. Pero, para su castigo, así era.


Se mordió con fuerza el labio inferior, enfadada consigo misma. Le dolía la cabeza. No quería pensar más, sólo desconectar y disfrutar de unos segundos de silencio y tranquilidad.


—Estás muy callada, Paula —su voz sonaba como una caricia que hacía estremecer su piel.


—He desconectado —confesó.


Ella notó que a él le divertía aquello.


—¡Lo entiendo perfectamente! —le encantaba estar cerca de él. Curiosamente, en aquel momento Paula se sentía a salvo. Él la había rescatado de aquel idiota y la había apartado de las miradas curiosas de sus amigos y familiares, que seguramente intentaban adivinar como una chica tan vulgar había enganchado a un hombre cuyo rechazo al matrimonio era ya legendario. ¿Pensarían, cómo había sugerido su prima, que era tan buena en la cama que él había decidido quedarse con ella? Se sintió sofocada sólo de pensarlo.


Lo único que quería era dejar de pensar en ello, esforzarse por vaciar su mente atribulada de todos aquellos enredos y disfrutar del silencio y la soledad.


Él caminaba a su paso, sin hablar, con el brazo alrededor de su cintura y, por suerte, sin sacar el tema de la boda, porque en aquel momento ella estaba segura de no poder soportarlo.


La mano que apoyaba en la curva de su cadera le hacía sentirse bien. El aire estaba cargado del aroma de las flores y las hierbas de la colina, la luna se reflejaba en los troncos plateados de los eucaliptos, inundando la noche de una magia que sólo podría romperse con una conversación.


Dispuesta a que nada se interpusiera entre ella y su necesidad de tranquilidad, no protestó, ni siquiera se planteó intentarlo cuando, al final de un sendero que ella desconocía, llegaron a un cenador cubierto de rosales en flor.


—Sentémonos un rato —llevándola hasta un banco acolchado que recorría el muro, la sentó con cuidado y posó la mano en un lado de su cara, girándole la cabeza para poder verle los ojos en la tenue luz plateada—. No te he visto tomarte algo relajada en toda la noche. ¿Quieres que llame a la casa y pida que nos traigan champán?


Acurrucándose instintivamente en aquella mano, Paula sonrió, diciendo:
—¡Cuánto sibaritismo! Gracias, pero no. No necesito beber para relajarme —no añadió que estar con él allí, de esa manera, era ya lo suficientemente embriagador. Había estado discutiendo con él desde el día en que se conocieron y estaba cansada. Sólo por unos minutos, hasta que regresaran a la villa y volvieran a adoptar sus respectivas posiciones, quería sumergirse en aquel sentimiento de intimidad entre ambos.


Por alguna razón, su respuesta pareció gustarle a Pedro. Lo vio sonreír. ¿Cómo era posible? ¿Realmente podían alcanzar semejante sintonía? Se estremeció, asombrada.


—¿Tienes frío? —el tono de su voz sonó un poco ronco mientras le giraba la cara hacia él. La luna los cubría de un halo plateado, ensalzando el relieve de sus rasgos, todo planos y ángulos, pero él la miraba con dulzura, al menos, en lo que ella pudo ver antes de que agachara la cabeza para cerrarle con los labios ambos párpados y descender luego a posar un beso suave en la comisura de su boca.


Sin entender como había pasado, sólo que tenía que pasar, Paula abrió los labios buscando su boca. Adoraba sus besos, y recibir uno aquella noche no iba a ser malo, ¿no era así?


Él introdujo los dedos en su pelo y se hizo con sus labios en un beso que le hizo perder el sentido y la hizo sentir viva y desfallecida de deseo al mismo tiempo.


Se aferró a sus anchos hombros, presionando sus pezones contra la tela de su camisa, y notó que él se tensaba y que un escalofrío recorría su cuerpo mientras apartaba su boca de la de ella.


Paula soltó un pequeño maullido de frustración. Se sentía como una huérfana hambrienta, privada de calor y auxilio. 


Con avaricia, tiró de sus hombros, reclamando sus besos, y se sintió inundada de placer al ver que Pedro gemía y volvía a hacerse con sus labios, hundiendo la lengua en el interior de su boca.


De pronto, Paula no tuvo suficiente… ni de lejos.


Sintió que le ardía la pelvis y movió sus manos impacientes desde sus hombros a ambos lados de su cara, introduciéndolas después dentro de su chaqueta. Con dedos torpes, empezó a desabrocharle furiosamente los botones de la camisa, desesperada por tocar su piel y descubrir la calidez y la fuerza de su cuerpo.


Aquello no iba a quedarse en simples caricias. Paula lo sabía. 


Pero su respeto por sí misma y su moral cayeron derrotadas ante el atractivo erótico de Pedro, que separando su boca de la de ella, se quitó la chaqueta con un juramento apagado y la acercó a él, enterrando el rostro en sus cabellos mientras intentaba abrir el cierre de su vestido con manos temblorosas.


Paula pensó con ternura que él siempre tenía todo bajo control y que en ese momento lo estaba perdiendo. Sólo por aquella noche, sus deseos mandaban, así que levantó las manos para desabrocharse el vestido. Oyó como él tomaba aliento al ver que la seda del vestido se deslizaba y exponía sus pezones rosados a la vista de sus ojos llenos de deseo.


—¡Ah… bella, bella! ¡Cuánto te deseo! —dijo con voz ronca separándose lentamente de ella, abriendo espacio entre ellos—. Mi dulce azucena…


Un deseo efervescente y temerario hizo que ella le rodease el cuello con los brazos, deslizándose hacia delante e interrumpiendo sus palabras con un beso.


Al primer respiro, Paula notó que él se relajaba. La tensión que se había apoderado de su cuerpo desapareció, y empezó a prodigarle los besos de un experto amante. Ella desabrochó con frustrada energía los botones de su camisa, separando la tela para posar las manos en los músculos de su pecho. Ardió de deseo cuando él la echó sobre los cojines e introdujo uno de sus pezones en su boca, recorriendo después el otro, lo que le hizo arquear la espalda. Una sensación ardiente recorrió su cuerpo de arriba abajo, y él emitió un gemido de apreciación cuando ella lo ayudó a quitarle el vestido con manos ansiosas.


Entonces Pedro se incorporó y se quitó la ropa apresuradamente. Se quedó en pie delante de ella y la luna iluminó la piel olivácea que cubría su magnífico cuerpo.


Dentro de ella se fue formando un nudo febril, y gimiendo temblorosa extendió los brazos hacia él. Mientras se acercaba, supo que la vida le había conducido a aquel momento único y sublime de intimidad con el hombre al que amaba. Aquel único momento, que permanecería en su memoria para siempre, guardado como un tesoro. Y quizá el recuerdo de ese momento también volvería a él, haciéndole sonreír un poco al mirar atrás y acordarse…


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