sábado, 15 de octubre de 2016

SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 19





Paula contempló su reflejo sin entusiasmo. Se había puesto el vestido azul grisáceo con la espalda al aire, esta vez sin ropa interior, para ver si se sentía una mujer madura y dueña de sus pensamientos en lugar de una muñeca en manos de un experto titiritero.


Pero no funcionaba. Su mente, o lo que quedaba de ella, le había sido arrebatada. Su firme decisión de rechazar la propuesta de Pedro empezaba a tambalearse y a inclinarse del otro lado de la balanza, y seguiría así hasta que ocurriese algo que volviese a enderezarla en la dirección opuesta.


La conversación que había mantenido con su tía un par de horas antes había sido la gota que había colmado el vaso.


—Quiero hablar contigo —el susurro de la anciana había sido lo suficientemente alto como para quemarle los oídos—. Sé que no es necesario, pero necesito tu aprobación —preguntándose qué tramaba Edith, Paula se había encontrado en el pequeño salón que dominaba los jardines en la parte trasera de la villa, con la puerta cerrada tras de sí, y con la anciana mirando a su alrededor para asegurarse de que estaban solas—. ¿Sabes que Fiora y su dama de compañía tienen planeado volver a su casa en Florencia justo después de la boda? ¿Qué te parece? —inspiró profundamente y prosiguió rápidamente—: ¡Me han invitado a vivir en Florencia con ellas! Es una ciudad preciosa, creo. Siempre quise visitarla, pero nunca pude permitirme el tiempo ni el dinero necesario para hacerlo.


Paula se quedó sin habla ante aquella descorazonadora noticia y se limitó a mirar a los ojos a su querida tía abuela.


—¿Te comió la lengua el gato?


—Yo… —luchando por evitar esta última idea, Paula no supo por dónde empezar—. ¿Y tu casa… y la organización? —pero sabía de sobra la respuesta. Y llegó tal y como la esperaba:
—La organización va bien, hay más voluntarios a tiempo parcial que nunca, muchas actividades para recaudar fondos en vista y el apoyo de Pedro. Y en cuanto a la casa, te la he dejado en mi testamento. Pero como cuando te cases con Pedro no la necesitarás, puede que la venda y pague con ese dinero mi nueva vida en Florencia.


Con el corazón totalmente hundido, Paula dijo:
—Entonces, ¿ya has tomado la decisión?


—Prácticamente Fiora y yo nos llevamos muy bien. No se me ocurriría trasladarme de no ser así. Al parecer tiene un piso enorme, totalmente equipado. Y nos haremos compañía la una a la otra. Carla es magnífica, pero Fiora dice que a menudo echa de menos la compañía de alguien de su edad. Y por supuesto, estaría cerca de ti, lo que no quiere decir que me pasaría el día visitándote e incordiando, pero andaría cerca —viendo que la mirada atónita de Paula no era la entusiasta recepción que esperaba, la anciana añadió en confidencia—: Ya le he pedido su opinión a Pedro. ¡Le parece una idea estupenda!


«¡Estoy segura!», pensó Paula mientras se apartaba del espejo, harta de que todo fuese «espléndido». ¡Otra vez le había ganado a base de artimañas! Si insistía en rechazar el matrimonio, aquellos planes felices acabarían mordiendo el polvo.


La tía abuela Edith tenía un sentido del deber fuerte e inalterable. No llevaría adelante sus planes de mudarse a Florencia, ni vendería la casa para sufragar su vida aquí dejando a Paula sin hogar o en una habitación alquilada. 


Ambas regresarían a Inglaterra y seguirían con la vida que llevaban.


¿Podría ser tan egoísta como para negarle a la anciana la vida tranquila y llena de lujos que merecía en los últimos años de su vida?


Edith no se había casado. Había sido profesora durante muchos años y había fundado la pequeña organización benéfica al jubilarse con sesenta años para dedicarse a ella por completo, viviendo con poquísimos lujos. ¿No se merecía algo mejor?


Y, para empeorar las cosas, Pedro había estado cariñoso, atento, e incluso respetuoso en los dos últimos días. El perfecto prometido italiano. Por una parte, había conseguido que se enamorase aún más de él, ¡pero por otra despertaba sus instintos asesinos!


Esperando la fiesta como si fuese a una cita con el dentista, exhaló un suspiro e deslizó los pies en los tacones.


Los invitados estarían esperando que apareciese la feliz pareja. Le dio un salto el estómago. Al parecer, habían invitado a los amigos de Pedro y, lo que es aún peor, al sacerdote del pueblo. Y a los primos, por supuesto. Tres primos y una prima. Habían llegado una hora antes, pero antes de que les mostrasen sus respectivas habitaciones, ella sólo había tenido tiempo de sonreír lánguidamente a aquellos hombres trajeados con actitud indolente y a una impresionante belleza latina que parecía aburrirse.


Pensó que entendía que Pedro tenía poco tiempo para ellos, pero se gruñó a sí misma por ser tan poco caritativa y juzgar a primera vista a un montón de gente que seguramente era muy agradable.


Girando nerviosamente el anillo en su dedo, estiró la espalda. No podía esconderse en su habitación por más tiempo. Había llegado el momento de enfrentarse a ellos y tomar parte en aquella desagradable charada. Debía intentar dejar de pensar que rechazando a Pedro afligiría a su tía, empañando con su desengaño los últimos años de su vida, sin olvidar que Fiora se sentiría enormemente desgraciada.


Como si sus pensamientos angustiosos, centrados en el responsable de todos sus problemas, lo hubiesen conjurado, Pedro irrumpió en la habitación.


Paula se detuvo en su camino hacia la puerta. Estaba impresionante con su chaqueta blanca y esbozaba una sonrisa tan sensual que ella, como siempre, perdió la noción de las cosas.


Salvando de dos zancadas el espacio entre ellos, le tomó la mano, se la besó sin dejar de mirarla a los ojos y comentó con enorme seguridad:
—Cara mía, estás espectacular. La futura esposa de la que cualquier hombre se sentiría orgulloso —puso la mano de ella sobre su pecho, acercándola hacia él con una cortesía que casi la hace rendirse, lamentándose de la debilidad que le apremiaba a pegarse a él, aferrarse a su cuerpo y no dejarlo marchar nunca más. Pero entonces él dijo—: No hace mucho me acusaste de tener en cuenta la felicidad de todos menos la tuya.


Lo que le dio a ella la fuerza necesaria para contestar:
—Y de moverte sólo por propia conveniencia…


—Déjame hablar —bajó la voz hasta prometerle en un ronco susurro—: Podría hacerte feliz. Te haré feliz —corrigió, y Paula inspiró agitadamente, hipnotizada por sus ojos, por la belleza esbelta y aceitunada de su rostro inolvidable, aterrorizada al tener que admitir que sí, que podría hacerla feliz.


Increíblemente feliz.


Durante una semana más o menos.


Hasta que se aburriese de ella. Y luego la dejaría, partiéndole el corazón, como hizo con su primera esposa.


Negándose el alivio que le supondría echar la cabeza hacia atrás y gesticular como una niña privada de su juguete favorito, dijo:
—No queremos hacer esperar a los invitados, ¿verdad? —y se dirigió a la puerta. Se detuvo el tiempo suficiente como para tomar aire y asegurarse de que su voz sonara convincente y segura. De sí misma. De todo—. Puede que seas el rey de esa selva en la que vives, pero no me obligarás ni me chantajearás para que haga algo que sé que sólo sería malo para mí, algo que no quiero hacer.


Pero se deshizo cuando él, rodeándola con el brazo por la cintura y susurrándole muy cerca al oído le dijo:
—Pero sí quieres hacerlo, mi dulce Paula. Y si tuviese tiempo, te lo demostraría ahora mismo.


Completamente ruborizada, Paula se apoyó en él porque le fallaban las piernas y todo su cuerpo se había debilitado por el vergonzoso deseo que él despertaba en ella sin esfuerzo. 


Fue consciente, mientras bajaban a recibir a los invitados, de que se batía en dos frentes.


Uno contra él. Y, lo que era más aterrador, otro consigo misma.




SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 18




Paula pensó, cerca del ataque de histeria, que era como si él le hubiese leído la mente antes de que pusiera en marcha su estrategia de escape. Se acercó con piernas temblorosas hacia la sonriente pareja, preguntando directamente:
—¿Cómo es que estás aquí?


—¡Niña, menuda bienvenida! —para su asombro, Paula se encontró aplastada contra el corpulento pecho de su tía abuela en una extraña exhibición de afecto—. ¡En jet privado y helicóptero! ¡Imagínate, me he sentido como una reina! ¡Pedro lo ha arreglado todo!


—No podíamos celebrar nuestro compromiso sin ella —fue su fría y desagradable bienvenida.


Zafándose del abrazo de oso, Paula le dedicó una mirada de aversión. Él contestó con la sonrisa divertida de un hombre satisfecho que puede hacer que las cosas ocurran para obtener lo que quiere.


¡Con razón no había puesto objeciones a que pasara el día fuera! ¡Se había limitado a hacerla seguir y a arreglar el viaje de su tía para asegurarse de colocar a Paula en una situación aún más difícil! ¡Qué despiadado y manipulador!


—¡Me llevé una gran alegría cuando Pedro me llamó con la noticia de vuestro compromiso! —exclamó Edith—. ¡Creo que no he pegado ojo desde que me invitó a venir aquí y quedarme para la boda!


Oh, claro, ¡menudo estratega!


—¿Por qué no vamos a la terraza? Ágata nos traerá algo frío para beber —dijo Pedro con suavidad—. Mamma está descansando antes de la cena. Cree que se encuentra perfectamente, pero sigue estando delicada —añadió, y Paula notó con rabia que se dirigía a ella con cierto tono de advertencia.


No necesitaba recordarle el delicado estado de salud de Fiora. Apreciaba mucho a su madre, y de no ser por que no quería hacerla sufrir, habría abandonado Italia al darse cuenta de que se había enamorado de un hombre que no le convenía en absoluto, ya fuese aquello una excusa válida o no.


La recuperación de Fiora era su más fuerte moneda de cambio. Y encima había metido en todo aquello a su tía, consiguiendo otro punto a su favor. ¡Tenía ganas de matar a aquel demonio manipulador!


Atravesando con los ojos su amplia espalda mientras caminaban alrededor de la inmensa villa, Paula apenas oyó decir a Edith:
—Espero no haberla fatigado. Hemos tenido una charla muy interesante a mi llegada. Disculpa si la he retenido demasiado tiempo.


Al escuchar su tono de preocupación, Pedro se giró, ofreciéndole una sonrisa cálida y sincera.


—Eres la familia de Paula, Edith, y Mamma valora por encima de todo las relaciones familiares. Que se haya retirado no tiene nada que ver con tu presencia, que es más que bienvenida. Carla, que es su dama de compañía, y yo siempre insistimos en que descanse todas las tardes. 
Conocerte y tenerte aquí la hace muy feliz. Y la felicidad es la mejor medicina, ¿no es así?


«Otra advertencia nada sutil», despotricó Paula mientras pasaban bajo la pérgola cuajada de glicina y se dirigían a la escalera que llevaba a la terraza.


Tan pronto como pudiese estar a solas con su tía tendría que confesarle que el compromiso, al menos en lo que a ella respectaba, era una farsa y explicarle lo que la había llevado a esta penosa situación. Lo estaba deseando. No existía en el mundo persona más recta y franca que su pariente, que deploraría el engaño y lo diría sin tapujos.


Pero la oportunidad se echó a perder cuando Pedro las dejó solas para buscar al casero. Edith se volvió hacia ella enseguida con ojos brillantes de emoción y le dijo:
—¡No sabes lo feliz que me ha hecho esta noticia! ¡Qué peso me he quitado de encima! Debo confesar que llevaba un tiempo preocupada por tu futuro bienestar. No, escucha —pidió al ver que Paula abría la boca para protestar—, no viviré eternamente, y quién sabe qué habrá sido del irresponsable de tu padre. Odiaba pensar que iba a dejarte sola en el mundo —se acercó a una mesa situada a la sombra y ordenó, recuperando un ápice de su antigua acritud—: Siéntate, niña. Estaba preocupada por ti. Has estado trabajando a todas horas con la única compensación de saber que estabas ayudando a gente necesitada, sin tiempo ni ocasión para conocer hombres o dedicarte a una carrera rentable. Me sentía culpable por haber estado tan implicada en Life Begins y no haber pensado en tu futuro, por no haber hecho, ni con mucho, lo suficiente por ti.


—¡No hables así! —gritó Paula con gran emotividad—. ¡Todavía vivirás muchos años! Y lo has hecho todo por mí —protestó vehementemente, consternada por lo que acababa de oír y añadió con sincera compasión—: No debe de haber sido fácil cuidar de mí —en el momento en que la mayoría de las mujeres piensan en tranquilizarse y tomarse las cosas con más calma, Edith se había hecho cargo de una niña que podría tacharse de abandonada—. Me diste una familia, el sentimiento de ser aceptada, una infancia segura y feliz.


—Nunca fue difícil, niña. ¡Nunca! —los ojos de Edith se humedecieron—. Y ahora ya no tendré que preocuparme más. Tu boda me ha quitado una gran carga de los hombros, te lo aseguro. Y con un hombre tan fuerte, tan cariñoso… tan rico… —señaló todo lo que les rodeaba—. Pero créeme, aunque fuese tan pobre como las ratas lo aceptaría de corazón. Tuviese el dinero que tuviera, no dejaría de ser un buen esposo para cualquier mujer. De hecho, gracias a su generosidad podemos dejar el futuro de Life Begins en manos de gente preparada, de modo que enterramos otra preocupación.


Pedro no volvió a reunirse con ellas. Ágata trajo zumo de naranja helado y recién exprimido y expresó las disculpas del signor. Tenía que trabajar y las vería en la cena.


Dejando a su tía abuela en su habitación, admirada del servicio y decidiendo cuál de los dos trajes que traía sería más apropiado para la cena, Paula salió a buscar a Pedro dispuesta a reprenderle. ¿Qué derecho tenía a seguirla y a traer a su confiada tía y meterla en aquel lío?


Se le daba bien humillarla. Pensó que había sido muy lista al evitar su «persuasión», pero durante todo el tiempo él había tenido un as en la manga y se había estado riendo de ella. 


¡Con razón le había permitido marcharse para no tener que verlo!


Dirigiéndose directamente a su estudio, lo encontró junto a la ventana hablando por teléfono. Cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro, esperó hasta que acabó de hablar, negándose a dejarse impresionar por su magnificencia. Los ojos aún le echaban chispas cuando él se volvió hacia ella y le sonrió.


—¿Cómo te atreves? —le espetó, saltando prácticamente en su deseo por acercarse a él y abofetearle.


—Cara? —levantó una ceja en un interrogante que ella encontró exasperante.


—¡Sabes perfectamente de lo que hablo! —la cara se le encendió de rabia—. Sabes muy bien lo que has hecho. ¡Ahora decepcionaremos a dos ancianas en lugar de a una sola! ¿Tienes idea…? ¿Sabes lo que me ha dicho mi tía? ¡Dice que al saber que tengo el futuro asegurado se ha quitado un gran peso de encima! —con ojos vidriosos, no lograba hablar con coherencia por la rabia que sentía al ver que la había puesto en aquella situación—. Utilizas a la gente como marionetas para obtener lo que deseas, sin tener en cuenta sus sentimientos.


Pedro le costó evitar una sonrisa. La pequeña Paula Chaves poseía un encanto cautivador. ¡Un manojito de furia sibilante!


Reconoció admirado que ella había tenido que armarse de valor para venir a insultarle. Estaba acostumbrado a que todo el mundo, sobre todo sus compañeras de cama, que eran algo que ya pertenecía al pasado, lo tratase como si fuese una especie de dios, que se deshiciesen por agradarle y lo halagasen servilmente. Ver a Paula enfrentarse a él de esa manera le hizo sentirse vivo por primera vez en años.


—Hago lo que se tiene que hacer. ¿No has oído eso de que el fin justifica los medios?


Cuando Paula vio que él avanzaba hacia ella, se sintió sofocada. El aire quedó atrapado en sus pulmones y apretó los puños: con «el fin» se refería a casarse.


¡Con ella!


Y no porque la amase, sino porque era lo conveniente. No quería decepcionar a su madre porque la adoraba. Y después de la tragedia que había acabado con la muerte de su hermano, su cuñada y el hijo que ésta esperaba, haría lo que fuese por alegrar sus últimos años de vida. Además, acostarse con una virgen iba a ser una experiencia novedosa. Él podría enseñarle todo lo que sabía sobre el placer. ¡Hasta que se aburriese!


¡Gracias, pero no, gracias! Puede que lo amase y lo desease hasta que se convirtiese en un dolor ardiente que casi no pudiese soportar, pero se respetaba demasiado a sí misma como para permitirse aceptar aquella proposición tan insultante.


Pero en aquel momento lo tenía cerca. Demasiado cerca. Y aun así, logró elevar la cabeza y mirarlo desafiantemente a los ojos.


¡Gran error!


Eran de un atractivo tan fascinante que se sintió aturdida. 


Siempre le provocaba aquella reacción. Y cuando le agarró una mano, abriéndole los dedos, no pudo hacer nada por detenerlo.


Acariciando con un dedo la palma de su mano, él refrenó la urgencia de su deseo por llevarla hasta el sofá y quitarle la ropa, poniendo de nuevo al descubierto la desnudez que su mirada ávida ya había contemplado. Deseaba explorar con manos impacientes cada curva, cada valle de su cuerpo menudo y proporcionado, y descubrir el secreto de su feminidad y su placer hasta que le rogase que la dejase ir. 


Deseaba hacerla suya.


Pero iba a ser su esposa. Estaba totalmente decidido. Y como futura esposa, debía respetarla. Apartando de su mente sus fantasías eróticas y prometiéndose cumplirlas todas en su noche de bodas, dijo:
—No hay por qué decepcionar a nadie, cara mía. Nuestra boda hará feliz a todo el mundo.


Aquel rampante atractivo era peligroso. Ella se sentía acalorada, inquieta, con los pechos tensos, los pezones empujando la camisa que llevaba bajo el traje de lino y la mente en blanco. Por no hablar de la vocecilla que le apremiaba para que se rindiera, que le dejase hacer todo lo que quisiese hacerle y admitir que le amaba. Pero de pronto, la conciencia de que estaba manipulándola otra vez le hizo recuperar la cordura de modo tan efectivo como si le hubiesen arrojado un cubo de agua helada.


Retirando la mano de golpe, dio un paso atrás, con el pulso latiéndole con fuerza en las sienes. Él se estaba aprovechando de su carácter bondadoso. Era lo suficientemente listo como para saber que ella sería incapaz de hacer daño a alguien a quien amase. Y sabía que ella y Fiora se apreciaban mucho mutuamente, y que quería mucho a su tía abuela, que valoraba todo lo que había hecho por ella y los sacrificios que había hecho al adoptarla y criarla como si fuese su propia hija.


Bueno, le había demostrado que no era tan blanda como él pensaba. Con la cabeza alta, le dijo:
—Olvidaste ponerme en la lista de las personas que serían felices con nuestro matrimonio. ¿O he de suponer que estoy incluida en ese «todo el mundo»?


Desdeñada por sus métodos, cuando todo lo que tenía que hacer era decirle que la amaba y que fuese algo sincero, cosa que ella sabía que nunca iba a pasar, pudo reunir fuerzas para marcharse mientras le decía:
—No me casaré contigo. Te dejo para que des la mala noticia cuando creas conveniente y sea tu conciencia la que cargue con las consecuencias, ¡si es que la tienes!







SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 17




Paula consiguió evitar a Pedro hasta la hora de la cena. La cocinera se había superado, con una langosta en salsa seguida de uvas caramelizadas, pero se sintió incapaz de tragar más de un bocado de cada plato.


Se obligó a seguir la animada charla de Fiora sobre el terrible tema de la fiesta, porque no se le ocurrió otro modo de desviar la atención sobre su falta de apetito. Por dentro se sentía a punto de estallar en cualquier instante.


Y en cuanto a Pedro, bueno, no se atrevía a mirarle. Pero sentía como él la observaba, y por sus comentarios ocasionales percibió que él sabía cuánto luchaba ella por evitar su mirada, y que aquello le divertía enormemente.


Porque…


Porque él sabía tanto como ella que sólo tenía que poner a funcionar una porción de su magnetismo sexual para dejarla indefensa, totalmente a su merced y accediendo a todo lo que le pidiese, incluso un matrimonio que ella sabía que iba a acabar en amargo fracaso.


¡Y aquello la asustaba horrorosamente!


Ella lo deseaba, su deseo por casarse con él era mayor que el que jamás había sentido por cualquier otra cosa. Y la oferta estaba ahí, pero no podía aceptarla.


Ante la evidencia de un compromiso roto, un matrimonio fugaz e innumerables aventuras a sus espaldas, sucumbir a la tentación de casarse con él sería como cometer un suicidio emocional. Si la amase, sería la persona más feliz del planeta. Pero no era así. Se lo había dejado bien claro. Y no estaba preparada para que le rompiesen el corazón.


¿No era una idiota imprudente, verdad?


Aprovechando una brecha en la conversación, Paula preguntó con una vocecilla que no reconoció como suya:
—Fiora, ¿podrías prescindir de Carla un momento mañana por la mañana? Necesito ir a Florencia… sin Pedro. ¡Me gustaría comprarle un regalo de compromiso! —forzó una sonrisa para esconder su consternación por tener que
mentir otra vez—. Si pudiese llevarme en coche, ya encontraría yo la forma de volver.


Contuvo la respiración, convencida de que él se ofrecería a llevarla, porque sabía que lo del regalo era pura mentira y aquello debía de olerle a gato encerrado. Él sabía que estaba evitando su compañía por todos los medios, porque le aterraba su intención de convencerla para que aceptase su proposición antes de la fiesta, pero se limitó a decir:
—Mario te llevará, cara. Dile a qué hora quieres volver y él te recogerá. Puedes pasar el día explorando nuestra preciosa ciudad, si quieres. Pero no por un regalo de compromiso: tu dulce compañía es más que suficiente para mí, ya lo sabes. Aun así, si te apetece comprarme algo, un pequeño obsequio para señalar la ocasión, por supuesto estaré encantado.


¡Canalla! ¿A qué estaba jugando? Sabía de sobra que su deseo repentino de ir a la ciudad era una táctica para evitarle y que no confiaba en sí misma a la hora de enfrentarse a sus devastadores métodos de «persuasión». ¡Por mucho que le amase, no lo entendería ni en un millón de años!


Entonces lo miró, y la perfección de su rostro la dejó sin aliento. Su sonrisa lenta y atractiva hizo estragos en ella, como de costumbre. Con la respiración entrecortada, se disculpó, alegando un ligero dolor de cabeza, y se refugió en su habitación, cerrando la puerta con llave. Por si acaso.


Florencia fue toda una impresión para los ya de por sí tambaleantes sentidos de Paula. Tanta belleza, tanta elegancia y tan difícil de abarcar: sobre todo porque veía que necesitaba una enorme bola de cuerda para encontrar el camino de vuelta a la plaza donde Mario la había dejado con la promesa de recogerla allí a las cinco de la tarde.


Con los pies doloridos, pero más tranquila después de un tiempo sola, y sin miedo a que Pedro la encontrase y pusiera en marcha esa magia especial capaz de derretirla como el hielo, Paula consiguió volver al punto de encuentro con media hora de antelación. Encontró en una terraza de una trattoria la excusa perfecta para sentarse a la sombra y tomar un café. A veces tuvo la sensación de que la seguían, pero se dijo a sí misma que estaba paranoica. Ya había decidido lo que iba a hacer.


Aquella tarde y al día siguiente se aseguraría de no darle a Pedro la oportunidad de utilizar su poder de persuasión y con suerte, la llegada de los invitados de su madre limitaría enormemente el tiempo que pasasen juntos y a solas.


Así que estaría para la celebración del falso compromiso. No podía llevar adelante su plan de boicotearla porque eso molestaría mucho a Fiora y no quería hacer algo así, pero se marcharía justo después. Tendría que inventar alguna razón de peso para regresar inmediatamente a Inglaterra. No sabía el qué, pero ya se le ocurriría algo.


—Signorina… ¿está usted lista?


Pestañeando, Paula miró al joven delgado de pantalón oscuro y camisa blanca. Mario. Con enorme puntualidad. Sus sospechas se tornaron certezas.


Se levantó, agarrando el bolso.


—¿Me has estado siguiendo, Mario?


—Certamente. El signor me lo ordenó así —sonrió ampliamente, alzando los hombros—. La aprecia mucho. No puede pasarle nada malo.


Echando chispas, Paula cruzó la piazza hasta donde la esperaba el coche, seguida de Mario. ¡Ni siquiera unas horas de libertad! A pesar de lo que Mario creía, no se trataba de cuidarla ni de preocuparse por su bienestar, sino de puro control. Se había convertido en objeto de propiedad de Pedro. Seguida. Vigilada. Y pensó airada que sin duda le pediría un informe detallado de lo que había estado haciendo.


Pero Mario no tenía la culpa. Se había limitado a cumplir las órdenes del todopoderoso Pedro Alfonso. Así que consiguió mantener con él una animada conversación en el camino de vuelta a través de la Toscana, pensando aparte lo que tenía que decir exactamente sobre personas desagradables y suspicaces que contratan guardaespaldas para seguir a otras.


Convencida más que nunca de que la única opción posible era regresar a Inglaterra tan pronto como cumpliese sus obligaciones con Fiora y fuese presentada en la fiesta, decidió de mala gana que tenía que volver a mentir y decir que su tía abuela Edith estaba enferma y la necesitaba.


Le resultaba muy desagradable, pero era lo único que Fiora podría entender. Se iba a sentir muy decepcionada al ver que acortaba su visita y que los planes de boda quedaban en suspenso por un tiempo, pero lo entendería perfectamente.


¡Y ya dependería de Pedro confesarle que no habría boda cuando él lo creyera conveniente!


La euforia que le entró al imaginarse alejada de aquel embrollo duró hasta que llegaron a la villa, donde se desmoronó, convertida en desesperanza, al ver cómo Pedro, impresionante en vaqueros y camiseta blanca, salía de la casa acompañado de una sonriente y lozana Edith.


¡Aquel demonio sonriente y apuesto había bloqueado su última vía de escape!



SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 16



Paula lo miró impresionada. Abrió la boca para decir algo, pero no pudo pronunciar palabra. Pedro se limitó a sonreírse con autocomplacencia, introduciendo los dedos en su pelo suave y situándola de modo que pudiese satisfacer sus necesidades. Inclinó la cabeza y murmuró a la suavidad húmeda de sus labios: «Serás mi esposa, Paula», con toda la seguridad en sí mismo de un hombre que siempre conseguía lo que deseaba y para quien suplicar o siquiera preguntar amablemente era algo ajeno a su naturaleza.


Aquel tipo de dominación arrogante no debería derretirla ni hacer arder su piel, pero lo conseguía. Y, por mucho que lo lamentara, no podía hacer nada para evitarlo.


Con impotente resignación, fue terriblemente consciente de la espiral de calor que se le aposentaba en la boca del estómago y la tensión de sus pechos bajo el fino top de algodón. Fue consciente, para su vergüenza, de que Pedro Alfonso sólo tenía que tocarla para llevarla a un punto de excitación, ternura y deseo que la hacía olvidar quién era ella, quién era él, y hasta su sentido común y su amor propio: todo lo que valoraba de sí misma.


Desesperada por hacer salir la palabra «no» de su garganta, todo lo que consiguió fue gemir instintivamente cuando él le separó los labios con los suyos y empezó a asaltar eróticamente sus sentidos. Introdujo la lengua en la blanda dulzura de su boca con apremio masculino y deslizó las manos bajo la suave tela de su top, gimiendo de satisfacción para hacer saber a su aturdido cerebro que descubrir que no llevaba sujetador le producía mucho más que complacencia.


Cuando con diestras manos logró levantarle el top, dejando a su vista sus pezones rosados y erectos, Paula hizo un enorme esfuerzo por recuperar la cordura, luchando contra la necesidad de rendirse ante un hombre al que amaba más de lo que jamás creyó posible.


Zafándose de él, temblando, ruborizada y atribulada, logró decir:
—¡Esto es una locura!


Una lenta sonrisa le suavizó el rostro, y arrugando la comisura de sus ojos nublados por el deseo, le dijo:
—Si esto es una locura, me gusta. ¡Me gusta más de lo que puedo expresar con palabras, cara! ¡Y siempre quiero más!


Volvió a atraerla hacia él y esta vez la besó con fiera pasión, dejándola sin aliento y sin razón. Sólo cuando se detuvieron a recuperar el resuello Paula logró decir entrecortadamente:
—¿Por qué querrías casarte si me has dicho que odiabas la idea de hacerlo? —se apartó de él, agradeciendo a su ángel de la guarda que le proporcionase aquella fuerza de voluntad. Y él la dejó ir. Debía de haber una intención oculta en aquella descabellada proposición. No tenía ni idea de lo que era, sólo sabía que sería cruel, porque ya le estaba haciendo daño—. ¡No me digas que te has enamorado de mí!


Y se despreció al ver que su rostro delataba su desilusión cuando él le dijo:
—¿Qué es enamorarse sino una aséptica palabra para convertir en algo aceptable una urgencia del deseo? —le tomó de la mano con sus dedos largos y bronceados—. No tengo reparos en reconocer mi deseo. Me excitas, me haces arder, me conmueves más de lo que ninguna otra mujer ha conseguido conmoverme, cara mia. Sé que tú también deseas fervientemente acostarte conmigo, por la forma en que reaccionas, pero también sé que no tienes madera de amante. Eres dulce e inocente, y no me atrevo a degradarte preguntándote si quieres acostarte conmigo sin pasar antes por el altar —le dedicó una cálida mirada de reconocimiento—. Por eso he cambiado de idea con respecto al matrimonio. No sería algo tan malo.


Con un movimiento ágil, volvió a agarrarla y la echó sobre la hierba, explorando con mano tormentosa bajo su top sus sensibilizados pechos y provocando que una oleada de ardor erótico la recorriese de arriba abajo.


Su boca sensual se encontraba a sólo un milímetro de los labios temblorosos de Paula cuando murmuró con urgencia:
—Matrimonio. Piénsalo, Paula. Poder disfrutar de tu delicioso cuerpo, darte placer con la conciencia tranquila, cuidarte, agradar a Mamma en lugar de tener que plantearle un compromiso roto —deslizó la mano por la suave curva de su vientre, haciéndola rendirse a causa del deseo, pero de pronto le preguntó con voz grave—: ¿Qué podría si no ser más conveniente?


¡Conveniente!


¡Para él!


Le daría a Fiora lo que deseaba, la haría feliz. Y se permitiría aplacar esa lujuria que acababa de admitir hasta que se aburriese, cosa que, visto lo visto, seguramente ocurriría.


Quiso gritar: «¿Y qué pasa conmigo?», pero no lo hizo. No tenía sentido permitirle comprobar cuánto daño podía hacerle, permitirle adivinar que se había enamorado de él, añadiendo unos cuantos metros cúbicos más a su enorme ego.


Su insultante propuesta consistía en cumplir con su obligación con respecto a su madre y saciar su recién descubierto deseo por alguien a quien había tachado de inocente. La forma en que había hablado de acostarse con ella con la conciencia tranquila le hizo estar segura de que nunca había tenido relaciones con una mujer virgen.


¿Y cómo sabía él que ella era virgen, una «inocente»? ¿Tan obvio era? ¿Tan torpe era?


La novedad de acostarse con una virgen se le pasaría pronto y Paula lo sabía. Las lágrimas le escocieron los ojos. Tenía muy bajo el umbral de aburrimiento. Eso también lo sabía. 


Se cansaría de ella, como se cansó de su primera esposa, y acabaría abandonada, escondida, olvidada. ¿Rota?


Ni siquiera la fugaz alegría de ser su esposa le compensaría tanto daño.


Pero no le dejaría adivinar las emociones que amenazaban con destrozarla. ¡Si le diese la más mínima pista sobre lo que realmente sentía por él, entraría a matar! Y sabiendo lo débil que era con él, ¡se convertiría en víctima de muy buen grado!


Respirando hondo, reunió tanta fuerza de voluntad como pudo y le dijo, más o menos desapasionadamente:
—No me casaré contigo, Pedro. Me siento halagada, creo. Pero no voy a aceptar.


Se estaba armando de valor para otro ataque a sus sentidos, pero se quedó desconcertada y pensó, indignada consigo misma, que se sentía decepcionada al ver que él la dejaba ir lentamente.


Se había incorporado con una tranquilidad envidiable, había metido las manos en los bolsillos y sonreía con una seguridad aterradora.


—Pues entonces, cara, me quedan dos días antes de la fiesta para hacerte cambiar de idea. No te expongas mucho al sol. Incluso en esta época del año, las pieles delicadas se pueden quemar.