sábado, 15 de octubre de 2016

SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 16



Paula lo miró impresionada. Abrió la boca para decir algo, pero no pudo pronunciar palabra. Pedro se limitó a sonreírse con autocomplacencia, introduciendo los dedos en su pelo suave y situándola de modo que pudiese satisfacer sus necesidades. Inclinó la cabeza y murmuró a la suavidad húmeda de sus labios: «Serás mi esposa, Paula», con toda la seguridad en sí mismo de un hombre que siempre conseguía lo que deseaba y para quien suplicar o siquiera preguntar amablemente era algo ajeno a su naturaleza.


Aquel tipo de dominación arrogante no debería derretirla ni hacer arder su piel, pero lo conseguía. Y, por mucho que lo lamentara, no podía hacer nada para evitarlo.


Con impotente resignación, fue terriblemente consciente de la espiral de calor que se le aposentaba en la boca del estómago y la tensión de sus pechos bajo el fino top de algodón. Fue consciente, para su vergüenza, de que Pedro Alfonso sólo tenía que tocarla para llevarla a un punto de excitación, ternura y deseo que la hacía olvidar quién era ella, quién era él, y hasta su sentido común y su amor propio: todo lo que valoraba de sí misma.


Desesperada por hacer salir la palabra «no» de su garganta, todo lo que consiguió fue gemir instintivamente cuando él le separó los labios con los suyos y empezó a asaltar eróticamente sus sentidos. Introdujo la lengua en la blanda dulzura de su boca con apremio masculino y deslizó las manos bajo la suave tela de su top, gimiendo de satisfacción para hacer saber a su aturdido cerebro que descubrir que no llevaba sujetador le producía mucho más que complacencia.


Cuando con diestras manos logró levantarle el top, dejando a su vista sus pezones rosados y erectos, Paula hizo un enorme esfuerzo por recuperar la cordura, luchando contra la necesidad de rendirse ante un hombre al que amaba más de lo que jamás creyó posible.


Zafándose de él, temblando, ruborizada y atribulada, logró decir:
—¡Esto es una locura!


Una lenta sonrisa le suavizó el rostro, y arrugando la comisura de sus ojos nublados por el deseo, le dijo:
—Si esto es una locura, me gusta. ¡Me gusta más de lo que puedo expresar con palabras, cara! ¡Y siempre quiero más!


Volvió a atraerla hacia él y esta vez la besó con fiera pasión, dejándola sin aliento y sin razón. Sólo cuando se detuvieron a recuperar el resuello Paula logró decir entrecortadamente:
—¿Por qué querrías casarte si me has dicho que odiabas la idea de hacerlo? —se apartó de él, agradeciendo a su ángel de la guarda que le proporcionase aquella fuerza de voluntad. Y él la dejó ir. Debía de haber una intención oculta en aquella descabellada proposición. No tenía ni idea de lo que era, sólo sabía que sería cruel, porque ya le estaba haciendo daño—. ¡No me digas que te has enamorado de mí!


Y se despreció al ver que su rostro delataba su desilusión cuando él le dijo:
—¿Qué es enamorarse sino una aséptica palabra para convertir en algo aceptable una urgencia del deseo? —le tomó de la mano con sus dedos largos y bronceados—. No tengo reparos en reconocer mi deseo. Me excitas, me haces arder, me conmueves más de lo que ninguna otra mujer ha conseguido conmoverme, cara mia. Sé que tú también deseas fervientemente acostarte conmigo, por la forma en que reaccionas, pero también sé que no tienes madera de amante. Eres dulce e inocente, y no me atrevo a degradarte preguntándote si quieres acostarte conmigo sin pasar antes por el altar —le dedicó una cálida mirada de reconocimiento—. Por eso he cambiado de idea con respecto al matrimonio. No sería algo tan malo.


Con un movimiento ágil, volvió a agarrarla y la echó sobre la hierba, explorando con mano tormentosa bajo su top sus sensibilizados pechos y provocando que una oleada de ardor erótico la recorriese de arriba abajo.


Su boca sensual se encontraba a sólo un milímetro de los labios temblorosos de Paula cuando murmuró con urgencia:
—Matrimonio. Piénsalo, Paula. Poder disfrutar de tu delicioso cuerpo, darte placer con la conciencia tranquila, cuidarte, agradar a Mamma en lugar de tener que plantearle un compromiso roto —deslizó la mano por la suave curva de su vientre, haciéndola rendirse a causa del deseo, pero de pronto le preguntó con voz grave—: ¿Qué podría si no ser más conveniente?


¡Conveniente!


¡Para él!


Le daría a Fiora lo que deseaba, la haría feliz. Y se permitiría aplacar esa lujuria que acababa de admitir hasta que se aburriese, cosa que, visto lo visto, seguramente ocurriría.


Quiso gritar: «¿Y qué pasa conmigo?», pero no lo hizo. No tenía sentido permitirle comprobar cuánto daño podía hacerle, permitirle adivinar que se había enamorado de él, añadiendo unos cuantos metros cúbicos más a su enorme ego.


Su insultante propuesta consistía en cumplir con su obligación con respecto a su madre y saciar su recién descubierto deseo por alguien a quien había tachado de inocente. La forma en que había hablado de acostarse con ella con la conciencia tranquila le hizo estar segura de que nunca había tenido relaciones con una mujer virgen.


¿Y cómo sabía él que ella era virgen, una «inocente»? ¿Tan obvio era? ¿Tan torpe era?


La novedad de acostarse con una virgen se le pasaría pronto y Paula lo sabía. Las lágrimas le escocieron los ojos. Tenía muy bajo el umbral de aburrimiento. Eso también lo sabía. 


Se cansaría de ella, como se cansó de su primera esposa, y acabaría abandonada, escondida, olvidada. ¿Rota?


Ni siquiera la fugaz alegría de ser su esposa le compensaría tanto daño.


Pero no le dejaría adivinar las emociones que amenazaban con destrozarla. ¡Si le diese la más mínima pista sobre lo que realmente sentía por él, entraría a matar! Y sabiendo lo débil que era con él, ¡se convertiría en víctima de muy buen grado!


Respirando hondo, reunió tanta fuerza de voluntad como pudo y le dijo, más o menos desapasionadamente:
—No me casaré contigo, Pedro. Me siento halagada, creo. Pero no voy a aceptar.


Se estaba armando de valor para otro ataque a sus sentidos, pero se quedó desconcertada y pensó, indignada consigo misma, que se sentía decepcionada al ver que él la dejaba ir lentamente.


Se había incorporado con una tranquilidad envidiable, había metido las manos en los bolsillos y sonreía con una seguridad aterradora.


—Pues entonces, cara, me quedan dos días antes de la fiesta para hacerte cambiar de idea. No te expongas mucho al sol. Incluso en esta época del año, las pieles delicadas se pueden quemar.




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