sábado, 15 de octubre de 2016

SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 16



Paula lo miró impresionada. Abrió la boca para decir algo, pero no pudo pronunciar palabra. Pedro se limitó a sonreírse con autocomplacencia, introduciendo los dedos en su pelo suave y situándola de modo que pudiese satisfacer sus necesidades. Inclinó la cabeza y murmuró a la suavidad húmeda de sus labios: «Serás mi esposa, Paula», con toda la seguridad en sí mismo de un hombre que siempre conseguía lo que deseaba y para quien suplicar o siquiera preguntar amablemente era algo ajeno a su naturaleza.


Aquel tipo de dominación arrogante no debería derretirla ni hacer arder su piel, pero lo conseguía. Y, por mucho que lo lamentara, no podía hacer nada para evitarlo.


Con impotente resignación, fue terriblemente consciente de la espiral de calor que se le aposentaba en la boca del estómago y la tensión de sus pechos bajo el fino top de algodón. Fue consciente, para su vergüenza, de que Pedro Alfonso sólo tenía que tocarla para llevarla a un punto de excitación, ternura y deseo que la hacía olvidar quién era ella, quién era él, y hasta su sentido común y su amor propio: todo lo que valoraba de sí misma.


Desesperada por hacer salir la palabra «no» de su garganta, todo lo que consiguió fue gemir instintivamente cuando él le separó los labios con los suyos y empezó a asaltar eróticamente sus sentidos. Introdujo la lengua en la blanda dulzura de su boca con apremio masculino y deslizó las manos bajo la suave tela de su top, gimiendo de satisfacción para hacer saber a su aturdido cerebro que descubrir que no llevaba sujetador le producía mucho más que complacencia.


Cuando con diestras manos logró levantarle el top, dejando a su vista sus pezones rosados y erectos, Paula hizo un enorme esfuerzo por recuperar la cordura, luchando contra la necesidad de rendirse ante un hombre al que amaba más de lo que jamás creyó posible.


Zafándose de él, temblando, ruborizada y atribulada, logró decir:
—¡Esto es una locura!


Una lenta sonrisa le suavizó el rostro, y arrugando la comisura de sus ojos nublados por el deseo, le dijo:
—Si esto es una locura, me gusta. ¡Me gusta más de lo que puedo expresar con palabras, cara! ¡Y siempre quiero más!


Volvió a atraerla hacia él y esta vez la besó con fiera pasión, dejándola sin aliento y sin razón. Sólo cuando se detuvieron a recuperar el resuello Paula logró decir entrecortadamente:
—¿Por qué querrías casarte si me has dicho que odiabas la idea de hacerlo? —se apartó de él, agradeciendo a su ángel de la guarda que le proporcionase aquella fuerza de voluntad. Y él la dejó ir. Debía de haber una intención oculta en aquella descabellada proposición. No tenía ni idea de lo que era, sólo sabía que sería cruel, porque ya le estaba haciendo daño—. ¡No me digas que te has enamorado de mí!


Y se despreció al ver que su rostro delataba su desilusión cuando él le dijo:
—¿Qué es enamorarse sino una aséptica palabra para convertir en algo aceptable una urgencia del deseo? —le tomó de la mano con sus dedos largos y bronceados—. No tengo reparos en reconocer mi deseo. Me excitas, me haces arder, me conmueves más de lo que ninguna otra mujer ha conseguido conmoverme, cara mia. Sé que tú también deseas fervientemente acostarte conmigo, por la forma en que reaccionas, pero también sé que no tienes madera de amante. Eres dulce e inocente, y no me atrevo a degradarte preguntándote si quieres acostarte conmigo sin pasar antes por el altar —le dedicó una cálida mirada de reconocimiento—. Por eso he cambiado de idea con respecto al matrimonio. No sería algo tan malo.


Con un movimiento ágil, volvió a agarrarla y la echó sobre la hierba, explorando con mano tormentosa bajo su top sus sensibilizados pechos y provocando que una oleada de ardor erótico la recorriese de arriba abajo.


Su boca sensual se encontraba a sólo un milímetro de los labios temblorosos de Paula cuando murmuró con urgencia:
—Matrimonio. Piénsalo, Paula. Poder disfrutar de tu delicioso cuerpo, darte placer con la conciencia tranquila, cuidarte, agradar a Mamma en lugar de tener que plantearle un compromiso roto —deslizó la mano por la suave curva de su vientre, haciéndola rendirse a causa del deseo, pero de pronto le preguntó con voz grave—: ¿Qué podría si no ser más conveniente?


¡Conveniente!


¡Para él!


Le daría a Fiora lo que deseaba, la haría feliz. Y se permitiría aplacar esa lujuria que acababa de admitir hasta que se aburriese, cosa que, visto lo visto, seguramente ocurriría.


Quiso gritar: «¿Y qué pasa conmigo?», pero no lo hizo. No tenía sentido permitirle comprobar cuánto daño podía hacerle, permitirle adivinar que se había enamorado de él, añadiendo unos cuantos metros cúbicos más a su enorme ego.


Su insultante propuesta consistía en cumplir con su obligación con respecto a su madre y saciar su recién descubierto deseo por alguien a quien había tachado de inocente. La forma en que había hablado de acostarse con ella con la conciencia tranquila le hizo estar segura de que nunca había tenido relaciones con una mujer virgen.


¿Y cómo sabía él que ella era virgen, una «inocente»? ¿Tan obvio era? ¿Tan torpe era?


La novedad de acostarse con una virgen se le pasaría pronto y Paula lo sabía. Las lágrimas le escocieron los ojos. Tenía muy bajo el umbral de aburrimiento. Eso también lo sabía. 


Se cansaría de ella, como se cansó de su primera esposa, y acabaría abandonada, escondida, olvidada. ¿Rota?


Ni siquiera la fugaz alegría de ser su esposa le compensaría tanto daño.


Pero no le dejaría adivinar las emociones que amenazaban con destrozarla. ¡Si le diese la más mínima pista sobre lo que realmente sentía por él, entraría a matar! Y sabiendo lo débil que era con él, ¡se convertiría en víctima de muy buen grado!


Respirando hondo, reunió tanta fuerza de voluntad como pudo y le dijo, más o menos desapasionadamente:
—No me casaré contigo, Pedro. Me siento halagada, creo. Pero no voy a aceptar.


Se estaba armando de valor para otro ataque a sus sentidos, pero se quedó desconcertada y pensó, indignada consigo misma, que se sentía decepcionada al ver que él la dejaba ir lentamente.


Se había incorporado con una tranquilidad envidiable, había metido las manos en los bolsillos y sonreía con una seguridad aterradora.


—Pues entonces, cara, me quedan dos días antes de la fiesta para hacerte cambiar de idea. No te expongas mucho al sol. Incluso en esta época del año, las pieles delicadas se pueden quemar.




viernes, 14 de octubre de 2016

SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 15





Sintiéndose mareada, Paula se sentó sobre la hierba, encogió las piernas y colocó la cabeza entre ellas.


Se había levantado temprano, saliendo sigilosamente de la villa como un ladrón para evitar a Pedro, dado que le resultaba totalmente imposible tenerlo cerca después del modo en que se había comportado ante él la tarde anterior.


Pero le había remordido la conciencia al ver a Carla entrar con el desayuno en la habitación de Fiora. Desde su llegada, la madre de Pedro no había hecho más que ofrecerle cariño y amabilidad. Era una mujer encantadora y se preocuparía cuando descubrieran su ausencia, una ausencia que Paula pretendía alargar varias horas.


Y como preocupar a la anciana era lo último que deseaba hacer, asomó la cabeza por detrás de Carla y dijo tan alegre como pudo:
—¡Buongiorno, Fiora! —la madre de Pedro ya se había levantado y vestido, llena de vida y energía. Tenía un enorme bloc sobre el regazo—. Hace una mañana tan bonita que he pensado explorar los jardines y tomar el sol un par de horas o así —y se marchó tan rápido como pudo.


Los jardines eran enormes, con muchas zonas aisladas donde sentarse en soledad. Estaba segura de que Pedro no saldría a buscarla, porque el modo en que había abandonado la cena la noche anterior en lugar de quedarse con ella y con su madre como acostumbraba, eran signo de que había encontrado muy desagradable la escena en su dormitorio y quería verla lo menos posible en lo que le quedaba de estancia en aquella casa. Aun así, necesitaba desesperadamente alejarse de allí durante unas horas.


De modo que cuando vio que en el muro se abría una puerta de madera la empujó y se encontró en la ladera de una colina. Allí se hundió en la hierba hecha un amasijo de sentimientos agotadores, sabiendo que necesitaría más de unas horas para poner sus estúpidos pensamientos en orden.


Se había enamorado de Pedro Alfonso.


Había hecho lo imposible para convencerse de que lo que sentía sólo era una reacción normal de mujer ante un hombre carismático y atractivo. Deseo. Algo que desaparecería afortunada y rápidamente en cuanto dejara de tenerlo cerca y su contacto con él se limitara a sufragar desde la distancia al empleado que había contratado para la organización. Era un caso de «ojos que no ven, corazón que no siente».


Pero nunca conseguiría sacárselo de la cabeza. Y aquélla era la cruda realidad. Siempre tendría un lugar en su corazón y éste sufriría por él. Y se avergonzaría cada vez que recordase el modo en que se quedó paralizada ante él, desnuda y necesitada.


Se había dado la vuelta y había salido de la habitación después de taparla con la bata, demostrándole su falta de interés. ¿Y por qué no iba a irse? Él podía resignarse y hacer su papel cuando estaban en compañía de su madre en aras del engaño que había promovido. También podía tener una libido muy acentuada: sólo había que ver la cantidad de rubias tontas y pechugonas que habían pasado por su vida; pero las mujeres corrientes, delgaduchas y simplonas lo dejaban frío.


Era simplemente alguien a quien había pagado por hacer un papel. Alguien en quien nunca se habría fijado si no se le hubiese ocurrido inventarse una prometida para tranquilizar a su madre cuando parecía improbable que sobreviviese a su operación y mucho menos que se recuperase por completo. Tenía que tener eso en mente, porque le ayudaría a recuperarse de su mal de amores. Alguien, en alguna parte lo había comparado con una enfermedad, ¿no era así?


Estaba a punto de levantarse para pasear algunas de sus emociones acumuladas, cuando se quedó rígida, el aire se solidificó en sus pulmones y su pulso latió desbaratado.


Detectó su presencia incluso antes de oír su voz, y se le secó la boca.


—¿Paula, te estás escondiendo?


¿Debía negarlo y fingir que la escena en su habitación no había tenido lugar, o debía enfrentarse a ello? Sólo tenía un segundo para decidirse.


Levantó la cabeza y contempló la gracilidad con que se sentaba junto a ella, maldiciendo su magnetismo sexual, pero se armó de cierto valor y acabó por decirle la verdad:


—Sí, me escondía. Me sentía avergonzada por lo que pasó ayer antes de la cena. Y, por si te lo preguntas, normalmente intento taparme cuando un hombre me sorprende como Dios me trajo al mundo —después de decir aquello, cambió rápidamente de tema—. ¡Y estoy que trino contigo porque no has detenido esa absurda fiesta de compromiso cuando estoy segura de que podrías haberlo hecho! —al ver que él sonreía, giró rápidamente la cabeza mordiéndose el labio inferior, porque aquella sonrisa era capaz de volver loca a la mujer más sentada.


—¿Y tienes mucha experiencia en eso de que los hombres te sorprendan desnuda? —su voz sonó tan dulce y cremosa como el chocolate.


A Paula se le erizó la piel.


—¡No, por supuesto que no! —¿por qué no dejaba el tema? ¿Tan cruel era que disfrutaba avergonzándola?


—Es lo que pensaba. Eres tan inocente…


Se había sentado tan cerca que ella podía percibir su regocijo. ¿O era más bien satisfacción?


De cualquier forma, ¡otro duro golpe! Si ya de por sí la falta de experiencia era algo que no iba a valorar mucho, ¿para qué hablar de enamorarse de una «inocente», tal y como la había llamado? Eso quería decir que tenía que dejar de vivir en las nubes, deprimiéndose, sufriendo y deseando que él contrajese la misma enfermedad que ella. Ni siquiera se enamoraba del tipo de mujeres con las que se acostaba: elegantes, rubias y atractivas. Se limitaba a utilizarlas, hasta que se aburría y las dejaba. Así que, ¿qué posibilidades podía tener ella?


Igual se había reído de lo que podría haber visto como un intento por engatusarlo, así que dependía de ella demostrarle que sabía muy bien lo que quería y que no era el tipo de persona con quien uno se distrae o de quien uno se mofa.


—No cambies de tema.


—¿Qué tema? —preguntó con provocadora suavidad, inclinando el cuerpo hacia ella para estirar las piernas. Aquel gesto hizo que Paula deseara apartarse enseguida, pero no pudo hacerlo.


Se ruborizó. ¿Qué era lo que le pasaba? Buscaba su proximidad como un adicto una dosis. Sabía que aquello era malo para ella, pero no podía levantarse y poner distancia entre ambos. ¡Era un caso perdido!


Enfadada consigo misma, gruñó:
—¡Esa horrible fiesta de compromiso que está organizando tu madre! ¡Tienes que detenerla antes de que involucre a más gente en nuestras mentiras!


—Ah, eso —le acarició la cara con el dorso de la mano y luego se la metió en el bolsillo para sacar una cajita forrada de terciopelo. Con la piel todavía ardiendo debido a aquel roce, Paula sólo pudo observar petrificada como él deslizaba el anillo por su dedo—. Ahora te queda perfecto. Ya te dije que lo arreglaría.


Su petulancia la encendió de ira.


—¡Podría abofetearte! —siseó ella, girándose a duras penas y poniéndose de rodillas frente a él—. Te dije que no tocaras los recuerdos de familia para usarlos como simple atrezo, estúpido arrogante…


—¡Mi reconfortante Paula! —se echó hacia delante para posarle las manos en los hombros, haciéndola bajar a su altura e inmovilizándola con una pierna—. ¡Eres la primera mujer que me recuerda que no soy perfecto! La única, aparte de Mamma, capaz de llevarme la contraria, y eso me gusta —la besó suavemente en la punta de la nariz—. Me gusta mucho, me recuerda que soy humano.


Su proximidad, el calor que desprendía su cuerpo y el olor de su piel eran terriblemente seductores, tanto que la hacían estremecerse. Lo amaba y se odiaba por amarlo. Sabía que su decisión de mantener las distancias con él se esfumaba rápidamente, aún a sabiendas de que él estaba haciendo algo que ya había hecho antes. La estaba distrayendo para que olvidara sus objeciones a la celebración de un falso compromiso, porque no le importaba seguir mintiendo.


Con el cuerpo entumecido, en lugar de fundirse con él como antes, apretó los puños contra su pecho, empujándole.


—Te lo advierto: ¡si esa fiesta sigue adelante, no acudiré!


—Y yo tampoco, cara.


Al oírle, Paula frunció el ceño, tragándose sus palabras. ¿Iba a poner fin a aquello después de todo? Eso parecía. Poco a poco fue aflojando los puños y dejó reposar las manos en su pecho, donde podía sentir los latidos de su corazón y el calor de su piel bajo la suave tela de la camisa.


La miró a los ojos y ella sintió que los pechos le pesaban y que la piel empezaba a hormiguearle, al tiempo que un vergonzante calor se desataba en su interior y aumentaba al deslizar él una mano por su cuerpo y dejarla reposar en la curva de su cadera.


Se puso rígida. ¿Sabía él lo que le estaba haciendo? ¿Le importaba? ¡Seguramente no! Ella era simplemente una mujer a la que podía doblegar con una pequeña dosis de atractivo sexual! Y aun así…


—¿Qué quieres decir? —con un esfuerzo denodado por alejarse de la zona de peligro, logró zafarse, pero él le puso la mano en la espalda y volvió a atraerla hacia sí. Al sentir el roce de su cuerpo empezó a respirar con dificultad, y logró decir a duras penas—: Dijiste que tú tampoco acudirías a la fiesta.


Apoyándose en un codo le sonrió antes de bajar la cabeza para fundir sus labios con los de ella, acariciándolos con tal sensualidad que la hizo estremecerse.


—No asistiremos a la celebración de un falso compromiso, mi querida Paula. Quiero que sea real —y ante el asombro de ella, dijo—: Te estoy pidiendo que te cases conmigo.







SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 14




—¡Os he preparado una sorpresa maravillosa!


Fiora había esperado a que Donatella acabase de servir la lubina y se retirase en silencio, y Paula empezó a sentirse hundida al ver sus ojos brillar de entusiasmo.


—¡Vamos a celebrar una fiesta de compromiso el viernes! —anunció—. ¡Será el primer acontecimiento social que celebremos en un año! He organizado todo esta tarde por teléfono.


—¿Eso ha hecho? —Carla, con un vestido rojo y holgado que resaltaba su amplia figura, su rostro patricio y su pelo negro y brillante, le dijo reprendiéndola—: ¿A mis espaldas?


—Exactamente.


—¿Y no cree que debería haber esperado a recuperar del todo las fuerzas para someterse a semejante ajetreo?


—¿Mamma? —Pedro se hizo eco de aquella pregunta, y por primera vez desde que entró en el comedor, Paula lo miró directamente a los ojos, deseando que pusiera veto a la descabellada idea de su madre.


Con su chaqueta blanca, aparentaba ser exactamente lo que era: un hombre sofisticado, cortés y totalmente acorde con la elegancia que le rodeaba. Blanco sobre blanco. Paredes blancas, largas ventanas con cortinas de gasa blanca, candelabros blancos sobre la mesa extrayendo reflejos de la plata antigua, los cristales venecianos y la porcelana, y flores blancas en un cuenco de porcelana crema adornando el centro de la mesa.


Las pestañas de Paula cubrieron rápidamente sus ojos atormentados. Verlo jugar despreocupadamente con el pie de su copa de vino, tranquilo, sin tensar la boca ni siquiera al levantar una ceja en dirección a su madre, le dolía como una patada en el estómago.


¡No creía que pudiese volver a enfrentarse a solas con él! El rostro empezó a arderle furiosamente al recordar el modo en que se había quedado allí, sorprendida desnuda por segunda vez, asombrada, inmóvil, contemplando cómo la recorría con la vista conforme se acercaba a ella, atrapada en un fiero deseo sexual. ¡Seguramente pensaría que le estaba invitando descaradamente a tocarla y hacerle el amor!


¿Y qué si lo había estado haciendo? ¡Lo había deseado de forma tan desesperada que su acostumbrado sentido del recato y el respeto por sí misma la habían abandonado sin dejar huella!


Pero él no podía haber dejado más clara su falta de interés, disculpándose por su intrusión y cubriéndola con la bata. Y marchándose. Lo que se llama un definitivo: «Gracias, pero no, gracias». ¡Nunca en la vida se había sentido más humillada, más avergonzada de sí misma!


Le había costado reunir más coraje del que imaginaba poseer para ponerse la ropa más recatada que pudo encontrar y presentarse en la cena. Pero en aquel
momento deseó haberse dejado llevar por la vergüenza y haber alegado dolor de cabeza para enterrarse en las sábanas y negarse a salir hasta que acabase aquella pesadilla.


—¡No es para tanto, Pedro! —Fiora levantó con el tenedor un trozo de pescado—. Sólo será una pequeña reunión para celebrar tu compromiso, como debe ser.
Sólo vendrán tus primos, y ya sé que no tienes tiempo para ellos, pero quiero que Paula conozca la poca familia que nos queda —soltó el cubierto después de acabarse el plato, prueba de que había recuperado el apetito—. Y en cuanto al trabajo extra, ¿para qué está el servicio? ¡Me encantará sentarme cómodamente a dar las instrucciones oportunas!


De nuevo, Paula se armó de valor para mirar en dirección a Pedro, tragando saliva nerviosamente debido al impacto que su belleza ejercía sobre ella. Apretando la boca y con el corazón golpeándole las costillas, esperó que pusiera fin a todo aquello, que descartase cualquier idea sobre una fiesta de compromiso. Después de todo, él llevaba la batuta. Era su casa y su falso compromiso.


Pero se limitó a decir:
—Pues entonces, visto que no te vas a cansar en exceso, te dejaremos hacer, Mamma.


Pedro oyó a Paula inspirar rápidamente y vio como sus hombros se tensaban bajo el vestido negro de seda, para después combarse mientras se encogía en la silla, como si intentara esconderse bajo la mesa.


¡Pobre y dulce Paula! Pensó Pedro, con dolor de corazón. La estaba haciendo pasar por un suplicio detrás de otro. Decidió en silencio que la compensaría de algún modo, que enderezaría las cosas aunque fuese lo último que hiciera.


Se la veía tensa y apagada. ¿Sería por lo que había pasado, o casi, en su habitación?


Una excitación insoportable se apoderó de su cuerpo al recordarlo.


Pensó que se había sabido controlar bastante bien dadas las circunstancias. El deseo le había hecho perder la cabeza, pero había hecho lo que debía echándose atrás. 


¿Entendería ella que al no dejarse llevar por sus instintos le estaba demostrando que había aprendido a respetarla y que había antepuesto el bienestar físico y emocional de ella a su deseo por poseerla?


Cuando ella viese que él había respetado su inocencia y no se había aprovechado de lo que inconscientemente le había ofrecido, empezaría a respetarlo a él también y llegaría a gustarle y a olvidar la forma en que la había manipulado para meterla en una situación con la que se sentía terriblemente incómoda. Por alguna razón, para él aquello era de vital importancia.


¿Qué tendría Paula Chaves que hacía brotar su instinto protector? ¿La necesidad de mostrarse como una buena persona ante ella? Hasta aquel momento, no le había importado la forma en que lo veían los demás.


Posó sobre ella su mirada perturbadora y el corazón se le encogió en el pecho. Con aquel vestido parecía una persona muy frágil, porque realzaba la palidez de su piel. Se le veía dolorosamente delicada. Frágil y delicada.


Y él no quería romperla. Quería…


Mascullando una excusa, abandonó la mesa y subió a darse una ducha fría.



****


—Paula dijo que quería tomar el aire —dijo Fiora respondiendo a la pregunta de Pedro sin apartar la vista de las listas que estaba elaborando, llenando rápidamente los papeles, subrayando algunas cosas varias veces, o marcando otras con estrellas o círculos.


Él supuso que eran tareas por hacer para la fiesta, sirviéndose una muy necesaria taza de café.


Había pasado la noche reflexionando. Su cuerpo y su mente le habían planteado un problema pero, como siempre, después de mirarlo desde todos los ángulos posibles, había encontrado una solución.


Todo lo que tenía que hacer era convencer a Paula para que alcanzase la misma conclusión.


Desde el desafortunado desastre de su matrimonio y su ridículo compromiso anterior, había dejado de confiar en su criterio en lo que a mujeres se refería. Había descubierto y dado por hecho que las mujeres no tardaban en acceder a la más mínima sugerencia suya por lo que esto llevaba implícito: ser vistas en el lugar adecuado con uno de los solteros más codiciados de Europa, recibir atenciones durante el tiempo en que durase su interés y acabar saliendo de su vida con una generosa compensación.


Pero en aquel momento no pensaba en su tipo de mujer, sino en Paula. Y ella era muy distinta. Y por eso…


Frunció el ceño mientras Fiora dejaba a un lado un papel, que por lo que él veía desde donde estaba, parecía estar cubierto de jeroglíficos, y le decía en tono de reprimenda:
—La chica parecía pálida y tensa. Espero que no hayas hecho nada que le haya molestado.


—Por supuesto que no.


Aquellas palabras le escocieron en la boca. ¡No había hecho más que molestarla desde que la chantajeó para interpretar un papel que ella encontraba degradante y de mal gusto! 


Movió los pies, incómodo. No estaba acostumbrado a no llevar la razón. Y no le gustaba.


—Bien. Procura que no sea así —la mirada de su madre era reprobatoria—. Es una mujer encantadora en todos los aspectos, ¡nada que ver con esas horribles arpías con quienes te fotografías para disgusto mío!


Pedro metió las manos en los bolsillos de sus chinos color hueso

—Deja de fastidiarme, Mamma.


—Soy tu madre y haré lo que quiera.


Él torció la boca.


—Los días de las arpías han terminado, te lo aseguro —había descubierto que las aventuras ocasionales no sólo le aburrían, sino que además lo dejaban terriblemente insatisfecho.


—¡Pues faltaría más! Mientras estáis aquí, me gustaría que me dejases pedirle a mi costurera que venga. Primero, para diseñar el traje de novia de Paula, pero también para que piense en algo para mí, porque la madre del novio debe ir impecable.


Los ojos de Pedro se encendieron de alegría, y es que tenía gracia. Su «costurera» era una de las diseñadoras más talentosas e internacionalmente solicitadas de Italia.


—Como quieras, Mamma —la besó en la frente, deseando marcharse y empezar a poner en marcha sus planes, pero ella le agarró la mano reteniéndolo y mirando con cariño a aquel hijo que tanta frustración, exasperación y sobre todo absoluta devoción, había inspirado a su corazón de madre.


—Como sabes, veré al cirujano en tres semanas. Me gustaría que concertases la fecha de la boda lo más pronto posible después de esa cita.


Él se llevó la mano de su madre a los labios, hablando ahora con gravedad.


—Eso será si el médico te dice que estás bien. Ni siquiera mis ganas de casarme dejarán que permita que te canses en exceso.


—¡Pasaré la consulta con los ojos cerrados, ya verás! —su sonrisa era radiante—. ¡Y bailaré en tu boda! Ahora, ve a buscar a tu prometida.


Pero su prioridad más perentoria no era encontrar a Paula. Las cosas se sucedían a una velocidad de vértigo. Lo que había empezado como un engaño para hacer felices lo que él pensaba que serían los últimos días de su madre se había convertido en algo muy distinto.


Al entrar en el estudio, sonrió impenitentemente. Había cosas que organizar antes de emprender la tarea de convencer a su prometida ficticia de que se convirtiera en su prometida real y accediese a casarse con él.


Mataría dos pájaros de un tiro. Aseguraría la felicidad de Mamma, su paz mental, su interés por el futuro, la posibilidad de tener nietos y, al mismo tiempo, aliviaría la terrible necesidad que él sentía de cuidar de Paula, protegerla, hacerle el amor, hacerla suya.


La idea de volver a casarse ya no le parecía tan desagradable. Paula sería una esposa en la que podría confiar, porque era franca y honesta, aunque había dejado de serlo desde el momento en que él la había coaccionado para que traicionase sus principios. Apretó los dientes.


Sabía que la quería como esposa. Y siempre obtenía lo que deseaba.


¿No era así?


Con gesto decidido, levantó el auricular y empezó a marcar un número de teléfono.


SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 13





Paula sabía que andaba dando vueltas de un lado para otro como un pollo descabezado. ¡Un pollo desplumado y descabezado!


Decidió aplazar el momento de ducharse y vestirse para la cena con la esperanza de abordar a Pedro en cuanto regresara, porque sabía que explotaría si no lograba acorralarlo y obligarlo a hacer algo con respecto a la ilusa de su madre y sus conversaciones sobre la boda.


Pero media hora antes de la hora fijada para la cena familiar que tanto entusiasmaba a Fiora, él aún no había llegado. 


Perdiendo las esperanzas, se duchó en un tiempo récord y luego se puso ropa interior limpia y escogió del armario un vestido azul grisáceo. Al probárselo, se dio cuenta de que aunque el frontal del vestido era bastante recatado, le dejaba la espalda al aire hasta la cintura y se le veía el sujetador. Y con la falda pasaba igual, se le ajustaba al trasero y caía hasta los tobillos, dejando expuesta la cinturilla de las medias.


Murmurando algo que habría hecho que su tía le pidiese que se lavase la boca con jabón, se desnudó, luego empezó a ponerse el vestido de nuevo y finalmente acabó arrojándolo sobre la cama. Se puso a rebuscar en el armario y a sacar ropa de él, tratando de encontrar algo que no dejase ver su ropa interior.


—Paula… —las palabras que Pedro iba a pronunciar para preguntarle cómo le había ido el día se le borraron de la mente. Si había habido algún problema, ya no importaba. 


Había entrado en su habitación sin avisar, como si tuviese derecho a hacerlo, y se la había encontrado desnuda, ruborizada y… ¿desconcertada? Se quedó sin habla y sintió un nudo en el pecho. Tenía que disculparse y salir de allí.


Pero en lugar de eso, entró en la habitación y cerró la puerta detrás de él. Se vio arrastrado hacia ella como si no tuviese voluntad. Era bellísima. Se sintió inundado de deseo, contuvo la respiración.


Ella debía haberse echado atrás, enfadada. Pero no lo había hecho.


Sus pies descalzos y diminutos parecían haber echado raíces en la alfombra. ¿Sentiría ella, como sentía él, que aquello tenía que ser así? ¿Qué estaba predestinado? ¿Qué no podían hacer nada para remediarlo? Para alguien como él, siempre dueño de su propio destino, era toda una novedad.


Más cerca. La miró fijamente a los ojos. Su mirada clara hizo que el corazón le diera un vuelco. Ella abrió los labios, invitándolo sin darse cuenta, y sus pezones erguidos la traicionaron. ¿Lo deseaba tanto como él a ella?


Si la rozaba con la mano, con su mano temblorosa, y sentía su piel, no habría marcha atrás. Pedro lo sabía tan bien como su propio nombre. Aquel cuerpo esbelto era como un canto de sirenas. Irresistible.


Inspiró hondo para insuflar oxígeno a sus pulmones. Paula era una persona inocente. No era su tipo, no era la típica rubia sofisticada que veía el buen sexo como algo que dar a cambio de unas semanas de atención, restaurantes lujosos, fines de semana en París, St. Tropez o Roma y una joya costosa como regalo de despedida.


Le abrumó sentir que moriría antes de hacerle daño a Paula.


Girándose, recuperó el control que había perdido casi por completo en los minutos que habían pasado desde que entró en aquella habitación. Recogió una bata del respaldo de una silla y arropó con ella a Paula, que lo miró de tal modo que él se derritió por dentro.


Al cerrarle la bata, la parte posterior de sus dedos rozaron la cálida piel que cubría sus clavículas y aquello fue casi su perdición. Se apartó de ella, poniendo la distancia necesaria entre ellos, y su voz sonó más grave y brusca de lo que pretendía cuando le ofreció sus disculpas.


—Perdona. Ha sido muy grosero por mi parte irrumpir así en tu habitación —echó un vistazo rápido a su reloj—. Cenaremos en cinco minutos. Mamma nos debe de estar esperando —y se marchó para evitar sucumbir a la descorazonadora confusión de aquellos ojos.