viernes, 14 de octubre de 2016

SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 13





Paula sabía que andaba dando vueltas de un lado para otro como un pollo descabezado. ¡Un pollo desplumado y descabezado!


Decidió aplazar el momento de ducharse y vestirse para la cena con la esperanza de abordar a Pedro en cuanto regresara, porque sabía que explotaría si no lograba acorralarlo y obligarlo a hacer algo con respecto a la ilusa de su madre y sus conversaciones sobre la boda.


Pero media hora antes de la hora fijada para la cena familiar que tanto entusiasmaba a Fiora, él aún no había llegado. 


Perdiendo las esperanzas, se duchó en un tiempo récord y luego se puso ropa interior limpia y escogió del armario un vestido azul grisáceo. Al probárselo, se dio cuenta de que aunque el frontal del vestido era bastante recatado, le dejaba la espalda al aire hasta la cintura y se le veía el sujetador. Y con la falda pasaba igual, se le ajustaba al trasero y caía hasta los tobillos, dejando expuesta la cinturilla de las medias.


Murmurando algo que habría hecho que su tía le pidiese que se lavase la boca con jabón, se desnudó, luego empezó a ponerse el vestido de nuevo y finalmente acabó arrojándolo sobre la cama. Se puso a rebuscar en el armario y a sacar ropa de él, tratando de encontrar algo que no dejase ver su ropa interior.


—Paula… —las palabras que Pedro iba a pronunciar para preguntarle cómo le había ido el día se le borraron de la mente. Si había habido algún problema, ya no importaba. 


Había entrado en su habitación sin avisar, como si tuviese derecho a hacerlo, y se la había encontrado desnuda, ruborizada y… ¿desconcertada? Se quedó sin habla y sintió un nudo en el pecho. Tenía que disculparse y salir de allí.


Pero en lugar de eso, entró en la habitación y cerró la puerta detrás de él. Se vio arrastrado hacia ella como si no tuviese voluntad. Era bellísima. Se sintió inundado de deseo, contuvo la respiración.


Ella debía haberse echado atrás, enfadada. Pero no lo había hecho.


Sus pies descalzos y diminutos parecían haber echado raíces en la alfombra. ¿Sentiría ella, como sentía él, que aquello tenía que ser así? ¿Qué estaba predestinado? ¿Qué no podían hacer nada para remediarlo? Para alguien como él, siempre dueño de su propio destino, era toda una novedad.


Más cerca. La miró fijamente a los ojos. Su mirada clara hizo que el corazón le diera un vuelco. Ella abrió los labios, invitándolo sin darse cuenta, y sus pezones erguidos la traicionaron. ¿Lo deseaba tanto como él a ella?


Si la rozaba con la mano, con su mano temblorosa, y sentía su piel, no habría marcha atrás. Pedro lo sabía tan bien como su propio nombre. Aquel cuerpo esbelto era como un canto de sirenas. Irresistible.


Inspiró hondo para insuflar oxígeno a sus pulmones. Paula era una persona inocente. No era su tipo, no era la típica rubia sofisticada que veía el buen sexo como algo que dar a cambio de unas semanas de atención, restaurantes lujosos, fines de semana en París, St. Tropez o Roma y una joya costosa como regalo de despedida.


Le abrumó sentir que moriría antes de hacerle daño a Paula.


Girándose, recuperó el control que había perdido casi por completo en los minutos que habían pasado desde que entró en aquella habitación. Recogió una bata del respaldo de una silla y arropó con ella a Paula, que lo miró de tal modo que él se derritió por dentro.


Al cerrarle la bata, la parte posterior de sus dedos rozaron la cálida piel que cubría sus clavículas y aquello fue casi su perdición. Se apartó de ella, poniendo la distancia necesaria entre ellos, y su voz sonó más grave y brusca de lo que pretendía cuando le ofreció sus disculpas.


—Perdona. Ha sido muy grosero por mi parte irrumpir así en tu habitación —echó un vistazo rápido a su reloj—. Cenaremos en cinco minutos. Mamma nos debe de estar esperando —y se marchó para evitar sucumbir a la descorazonadora confusión de aquellos ojos.




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