De modo que allí estaba, en la habitación de invitados del espacioso ático londinense de Pedro, pendiente de cualquier ruido que delatase su llegada, con una media melena lacia y brillante, dos maletas espantosamente caras repletas de ropa de diseño espantosamente cara que le habían obligado a aceptar, y aún dolida por el comentario de él sobre su aspecto de niña de semblante restregado que viste como una vagabunda.
¿Qué mujer saldría de punta en blanco y con su mejor ropa a pasear un enorme y revoltoso perro, fregar suelos y limpiar ventanas? ¿O es qué las mujeres que entraban en la enrarecida atmósfera de Pedro iban siempre perfectamente arregladas y elegantemente ataviadas, como si la única justificación de su presencia en el planeta fuese la de resultar decorativas?
¡Seguramente!
El corazón le dio un salto al escuchar el sonido de unas pisadas. Ya había llegado.
Era un apartamento grande, con suelos de madera noble y pulida, paredes blancas y desnudas y los muebles mínimos imprescindibles. Todo cuero y acero, nada que transmitiese calidez. Un lugar nada hogareño, tal y como era él.
El pulso se le fue acelerando conforme lo oyó acercarse. Se detuvo frente a su habitación. Un golpe en la puerta.
Resistió el impulso de meterse bajo el edredón de plumas y fingir que dormía, porque no era una cobarde y él no era más que un ser humano.
Lo vio entrar. Tremendamente apuesto, con un traje de negocios gris oscuro. Tenía todo el aspecto de un banquero increíblemente rico, uno de ésos que mueven los hilos del mundo. Tuvo que recordarse que era además un mujeriego despiadado que sólo tenía que chasquear los dedos para congregar en torno a sí las mujeres más hermosas, todas convencidas de que podrían mantener su interés por más tiempo que la anterior y todas desechadas al superar su bajísimo umbral de aburrimiento. Un aburrimiento totalmente inevitable, según Penny Fleming, que lo sabía de buena tinta.
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—Madonna diavola! ¿Es necesario que te portes como un conejo asustado? —con la espalda rígida, se introdujo a grandes zancadas en la habitación. Si cada vez que lo viese, su supuesta futura esposa iba a comportarse como si el diablo hubiese venido a llevársela, el engaño necesario para conseguir que su madre siguiese recuperándose fracasaría estrepitosamente.
Ella se preguntó si se percataría de su nuevo peinado y lo comentaría. Por supuesto que no. ¡Lo único que había visto es que se parecía a un conejo!
—¡Es que me asustas! —confesó ella en un murmullo, cerrándose más el albornoz que había encontrado en el baño.
—¿Yo? ¿Por qué?
Parecía realmente asombrado, así que ella se lo dijo:
—Eres como una apisonadora aplastando a una hormiga. Si quieres algo, lo consigues. ¡No te importan las objeciones de seres inferiores! Sentirse como una hormiga interpuesta en tu camino no es nada divertido.
Él torció la boca en gesto irónico.
—Entiendo.
No estaba acostumbrado a andar de puntillas con los sentimientos de sus empleados, porque les pagaba generosamente para que cumpliesen con sus obligaciones y se acostumbrasen a saltar en cuanto él dijese «salta», así que no encontró razón alguna por la que tratar a Paula Chaves de modo distinto.
Ella, o su obra benéfica, iba a recibir dinero para hacer el papel de su prometida durante un breve periodo de tiempo, lo que obviamente la convertía en empleada suya. Pero su reacción ante él le dijo que iba a tener que andar con pies de plomo en lo que ahora veía como una situación delicada.
Tenía que implicarla o el plan acabaría fracasando.
—Tendré que tener cuidado de desviarme cada vez que una hormiga se interponga en mi camino.
Sonrió lentamente, y aquello fue pura magia. Paula se estremeció. Odiaba el modo en que él le afectaba, pero no era capaz de hacer nada al respecto, lo que le resultaba muy incómodo.
En general, decidió ella desconsoladamente, era mucho mejor para su tranquilidad que él se limitase a gritarle sus órdenes y despedirla a continuación. Y cuando él preguntó si había comido, todo lo que pudo hacer fue negar con la cabeza sin pronunciar palabra.
—Bien —otra vez aquella sonrisa de rompecorazones—, he pedido que nos traigan comida a domicilio —avanzó, tendiéndole la mano—. Ven.
Apartando la mirada de aquella mano, porque la tentación de deslizar la suya en su esbelta y fuerte calidez era realmente intensa, Paula murmuró:
—No tengo hambre —y su estómago emitió en ese momento un rugido de protesta—. Y no estoy vestida —añadió por si acaso.
Sin perder la paciencia, Pedro respondió suavemente:
—Ven tal y como estás. ¡No se trata de una fiesta! Además, tenemos que hablar. Salimos mañana muy temprano, así que tiene que ser ahora o nunca, porque tendré que trabajar durante el vuelo.
Paula pensó que él consideraría que se estaba comportando de modo ridículo. Y así era. Ignorando su mano, deslizó las piernas fuera de la cama asegurándose de que estaba bien cubierta por el enorme albornoz. Levantándose los bajos para evitar tropezarse, lo siguió saliendo de la habitación e infundándose ánimos a sí misma.
Lo suyo era un arreglo comercial, un turbio arreglo comercial, se recordó. Había decidido cumplir su parte a pesar de sus reservas, así que ya era hora de que empezase a comportarse como una adulta. Tendrían cosas de las que hablar, de hecho, ella necesitaba saber si los voluntarios habían accedido a realizar su trabajo mientras estaba fuera. Tenía que evitar sufrir aquellos ataques de estupidez cada vez que lo miraba.
El problema era que él tenía un atractivo sexual nuevo para ella. Aquello, además de su increíble belleza, eran cosas difíciles de ignorar. Pero podía obviarlas. Claro que podía.
Hormonas y deseo. Se conocía lo suficiente como para volver a guardar aquellos dos demonios en sus cajas.
Conforme se acercaban a la mesa del comedor, un camarero uniformado emergió de la cocina, que estaba tan limpia que parecía clínicamente esterilizada, seguido de otro que empujaba un carrito. La mesa ya estaba puesta, cubierta de objetos de plata y cristal.
Paula abrió los ojos atónita. ¿Aquélla era la idea que Pedro tenía de una comida preparada?
De pronto sintió tales ganas de echarse a reír que sintió como si fuesen a explotarle los pulmones. Para ella, una comida preparada era un extraño festín consistente en bacalao y patatas fritas en un envoltorio grasiento, o paquetes de cartón con pollo agridulce y arroz frito de un chino.
El menú, compuesto por langostinos con una delicada salsa de limón, filetitos de venado sobre un fondo de setas y un syllabub con un aspecto delicioso, era obviamente la idea que un hombre rico tenía de una comida preparada.
Demasiado ocupada en disfrutar de cada bocado y pensando en la forma de vida de su anfitrión, Paula olvidó el falso papel que tendría que interpretar durante las próximas dos semanas durante el tiempo suficiente como para relajarse y preguntar:
—¿Por qué bebemos champán? —ella sólo lo había probado una vez, en la boda de una amiga, y no le había gustado, así que éste debía de ser especial porque ya llevaba dos copas.
—Para celebrar el comienzo de… —estuvo a punto de decir «nuestra breve asociación» pero, acordándose de lo sensible que era ella, lo sustituyó por—: «un acuerdo satisfactorio para ambos».
Él se echó hacia atrás en el asiento y ella se dio cuenta de que sus ojos tenían un brillo casi seductor, lo que le provocó una extraña agitación interior que la devolvió de golpe a la realidad.
Devolvió su copa de champán a la mesa.
—No tengo humor para celebraciones. Sobre todo porque nuestro «acuerdo comercial» se basa en una enorme mentira.
—Una mentira piadosa para contentar a una frágil anciana —le recordó él, intentando no ser brusco con ella, como solía hacer cuando sus ideas eran cuestionadas—. Y te alegrará saber que una tal Kate Johnson empezará a trabajar para vosotras a final de este mes. Se encargará de la recaudación de fondos y la agenda diaria. Tiene unas referencias impecables, ya que ha realizado este mismo trabajo para una prestigiosa organización benéfica de Birmingham. Además, ya se ha hecho un importante ingreso en vuestra cuenta —añadió con fría precisión.
Con una inclinación de cabeza, convocó al camarero para ordenarle que sirviera el café en el salón.
Mientras la acompañaba, Paula reconoció que había vuelto a achantarla. Echaba por tierra el más mínimo indicio de crítica, recordándole lo que ganaría Life Begins gracias a su inmensa generosidad.
—¿Puedo sugerir —dijo él, escondiendo su regocijo al ver que ella intentaba sentarse al filo de la resbaladiza superficie del sofá controlando los pliegues del largo albornoz— que durante las próximas dos semanas trabajemos codo con codo y no en direcciones opuestas? En lo que a mi madre respecta, estamos prometidos y esperará que nos comportemos como dos enamorados, cosa que espero que intentes hacer. Pero si no eres capaz, al menos finge que soy tu amigo y no tu enemigo.
El rostro de Paula se tornó rubicundo. «¿Fingir que somos dos enamorados?». Sólo pensarlo hizo que su corazón se acelerase de tal modo que estuvo segura de que acabaría por salírsele del pecho. ¡Ya podía agarrar aquella ridícula proposición y tirarla a la papelera más cercana!
Por suerte, se ahorró la necesidad de darle una respuesta inmediata porque trajeron el café y Pedro tuvo que ordenar al camarero que se retirase.
Mirándolo de soslayo, ella sitió que el estómago empezaba a darle saltos de forma alarmante. ¡Era tan injusto! Sólo había que verlo: era un ejemplar impresionante, sofisticado, increíblemente rico y con un aspecto digno de contemplación. Era atractivo, hablando en plata. ¡Lo habría llevado mucho mejor si hubiese sido un tipo gordo y calvo con el sex-appeal de una rana!
De pronto sonaron todas las alarmas ante la perspectiva de tan siquiera fingir ser su pareja: para él iba a ser tan sólo una irónica actuación, pero para ella podía convertirse en un juego muy peligroso.
Antes incluso de que el camarero hubiese cerrado la puerta tras de sí, ella le espetó:
—¡Este chanchullo que te has inventado no va a funcionar! Para empezar, los amigos no se pisotean unos a otros ni se tratan como si sus opiniones no tuviesen valor alguno. ¡Me va a costar mucho fingir que eres amigo mío!
Él había ocupado una silla al otro lado de la mesita. Sirvió con destreza un café oscuro y caliente en dos tazas con armazón de oro y reconoció:
—Entiendo lo que quieres decir. Pero, ahora que todo está hablado y asentado será distinto… te lo prometo.
En todos los aspectos de su vida, tanto laboral como personal, adoptaba decisiones y actuaba en consecuencia sin permitir que nada se interpusiera en su camino. No era normal que utilizase la persuasión para rebatir objeciones, pero había tanto en juego que tenía que apretar los dientes, mantener la serenidad e intentarlo.
Le dedicó una sonrisa amplia y atractiva que la encandiló y le aceleró el pulso.
—Si tienes una opinión, y ésta es válida, no dudes que será escuchada.
¡Qué generoso!
—¿Es necesario que siempre haya una salvedad? —aceptó la taza que él le ofrecía. ¡Irremediablemente iba a considerar inválida cualquiera de sus opiniones!
—Scusi! —le lanzó una encantadora sonrisa y se relajó en su asiento. Cuando ella dejaba de considerarle el mismo demonio, podía convertirse en una compañía de lo más entretenida. Pensándolo bien, podía ser divertido moldear aquella oposición femenina a sus deseos tan terca y anodina. La observó concienzudamente con ojos brillantes. Puede que no fuese tan poco interesante como pensaba—. Ese corte de pelo te sienta a la perfección. Estás muy guapa.
Percibió la sorpresa que asomaba a sus ojos grises antes de esconder rápidamente la mirada, sonrojándose. Para su sorpresa, se sintió avergonzado de sí mismo. No la había estado tratando como un ser humano con sentimientos que podían ser heridos, o totalmente aplastados, tal y como ella le había indicado.
Cuando ella volvió a colocar la taza sobre el platillo se dio cuenta de que le temblaban las manos. Unas manos delicadas, delgadas y pequeñas, según observó ahora por primera vez. Y dándose cuenta de que era el momento perfecto para marcharse ahora que había ganado terreno, dijo cortésmente:
—Buenas noches, Paula. Es tarde y mañana tenemos que madrugar. Que duermas bien.
Observó con velada satisfacción cómo se levantaba con dificultad y se marchaba agitando los pliegues de su descontrolado albornoz.
Andándose con cuidado y a base de pequeños halagos, las dos semanas venideras iban a transcurrir sin el menor obstáculo.
Sólo hizo falta una noche agitada para que ella acabase por reconocer a regañadientes que estaba siendo egoísta al anteponer sus principios a la oferta de Pedro Alfonso. Una realidad incómoda que le había quitado el sueño.
Cuando bajó a desayunar, agotada y soñolienta, su tía abuela no tardó en sacar el tema preguntándole con un alegre gorjeo que Paula no había escuchado en meses:
—¿Y qué te parece la propuesta de financiación del signor Alfonso? Le dije que, personalmente, estaba abrumada por tanta gratitud, pero que la decisión última dependía de ti, dado que últimamente yo no he aportado mucho que digamos.
—¡Tonterías! Sin ti y la necesidad que detectaste, Life Begins no existiría siquiera.
La preocupación de Paula por el deterioro de la salud de su tía abuela la tenía ansiosa e inquieta. Había intentado ocultarle los problemas financieros, pero aquella anciana no tenía un pelo de estúpida.
—Y sin ti ya habría desaparecido —señaló Edith—, y a pesar del duro trabajo que has realizado no habríamos tardado en tener que rendirnos. ¡Estoy vieja pero no senil! —sentándose a la mesa, sirvió el té y desplegó con brío una servilleta de lino—. No vaciles, niña. Cómete la tostada. Espero que te mostrases agradecida al signor Alfonso, porque teniéndolo como benefactor podremos ir de éxito en éxito. Hacía meses que no me sentía tan tranquila. Esta mañana siento como si me hubiesen quitado diez años de encima.
Aquello significaba que había dos ancianas que habían recuperado la esperanza: la signora Alfonso y la tía abuela Edith, y que Life Begins seguiría ayudando a personas incapaces de cuidar de sí mismas. ¡Todo gracias a las habilidades para el chantaje de Pedro Alfonso!
Conducir hasta el Hall tragándose su orgullo y su conciencia fue la más dura prueba que Paula tuvo que superar. Pero mantenerse aferrada a sus principios suponía defraudar a demasiadas personas.
Pedro abrió la puerta de entrada antes de que ella apagase el motor del coche. Parecía como si la hubiese estado esperando y recibió su cambio de idea sin el más mínimo atisbo de sorpresa, como si a éste también lo hubiese estado esperando, limitándose a realizar un levísimo gesto de asentimiento para hacerle saber que la había escuchado.
—Pasa. Tenemos mucho que hacer —caminando delante de ella a grandes zancadas, se dirigió al estudio. Llevaba unos chinos y un jersey de cachemir azul noche que se ajustaba a la amplitud de sus hombros y la estrechez de su cintura como una segunda piel. Su impresionante aspecto hizo que Paula desease haberse preocupado más por el suyo propio en lugar de salir sin maquillaje y con aquellos horribles pantalones de pana y el forro polar que solía usar para el trabajo.
Molesta consigo misma por aquel pensamiento tan desagradable y estúpido, se sentó en cuanto él le indicó con un gesto abrupto de su mano que ocupase el asiento frente al escritorio. No merecía su atención. Aunque llevara un vestido de satén y pedrería y una corona en la cabeza, él seguiría sin verla.
¿Y por qué demonios quería que se fijara en ella?
¡Estúpida! A pesar de su increíble físico, estaba podrido por dentro. Era un hombre capaz de mentirle a su propia madre, un chantajista, un mujeriego con un trozo de hielo donde se supone que uno debe tener el corazón. Cualquier mujer que se enamorase de él estaba condenada a un amargo desengaño o algo aún peor, ¡a juzgar por lo que le había ocurrido a su esposa en cuanto había empezado a aburrirle!
Sentado y con la mano cerca del teléfono móvil, le dijo en tono cortado:
—El casero del antiguo dueño vivía en una espaciosa vivienda habilitada en las antiguas caballerizas. Servirá de alojamiento y oficina al gerente y encargado de recaudar fondos que ando buscando. Mañana entrevistaré a dos posibles candidatos.
—¿Arreglaste esto antes de saber que accedía a tu chantaje? —roja de indignación, Paula podría haberle abofeteado por su redomada arrogancia y porque la riqueza e influencia que poseía garantizaban que las cosas sucediesen a su antojo.
Levantando ligeramente una ceja, desestimó aquel arranque de ira y continuó indiferente:
—Tienes que pasarme los datos de tus voluntarios: nombres, direcciones y números de teléfono, y les convenceré para que trabajen a tiempo completo mientras tú estás fuera. Pon tu agenda a mi disposición. Me pasaré a persuadir a tu tía abuela de que necesitas un breve descanso. Un chofer te recogerá a las cinco para llevarte a mi apartamento de Londres y yo me reuniré contigo en dos días: la noche antes de nuestro viaje a Florencia. Te sugiero que vuelvas a tu casa a hacer las maletas.
—No puedo.
Todo estaba ocurriendo a velocidad de vértigo. Paula se sentía arrastrada por caballos salvajes a través de un territorio ignoto, de modo que le supuso un gran alivio poder detener el modo dictatorial con que él manejaba la situación.
Lo miró a los ojos, gélidos y brillantes, y ladeó la barbilla con gesto obstinado.
—Tengo que ir a casa de Maisie Watkins, porque le han puesto una prótesis en la cadera y yo me encargo de limpiarle un poco la casa y sacar a su perro. Y luego hay más cosas. Tengo trabajo para todo el día. ¡No hace ninguna falta que te espere impaciente en tu apartamento de Londres pudiendo estar aquí haciendo cosas más útiles! —y casi añadió: «¡Para que te enteres!», pero se lo pensó mejor, porque él la miraba como si fuese una mosca molesta a la que había que aplastar de un manotazo.
—Pues es indispensable —contraatacó él, recorriéndola con desagrado apenas velado desde el cabello a las desaliñadas zapatillas—. Madre no es tan ingenua. Nunca se creería que pretendo casarme con una niña de carita restregada que se viste como una vagabunda —condenó severamente, decidido a no dejarse influir por el dolor momentáneo que asomó a los ojos grises de Paula o la forma en que se desplomaron sus hombros, como si intentara esconderse en esa cosa horrible que llevaba sobre los pantalones de peón agrícola—. No pretendo ser desagradable — estas palabras, que parecían salir de ninguna parte, y la dulzura con que fueron dichas le sorprendieron. Respiró hondo, recuperó la compostura y prosiguió hablando con gélida mordacidad—. Sé lo que hago, créeme. Para eso he quedado en que una estilista te llame a mi casa de Londres mañana a las diez. Tiene carta blanca para equiparte con el tipo de ropa que Madre esperaría de la mujer que he escogido para que sea mi esposa. Tienes también cita con un peluquero —recogió el teléfono, despidiéndola—. Tengas lo que tengas que hacer hoy, procura estar lista para marcharte a las cinco. No hace falta que te acompañe —y empezó a marcar un número.
Dos semanas más tarde, a las diez en punto pasadas, Paula se despidió de su último pasajero, un antiguo labriego, con un alegre ¡buenas noches!, después de comprobar que entraba sano y salvo en casa, y volvió a meterse en el coche lanzando un suspiro de agotamiento.
Había sido un día muy largo, después de una noche interminable intentando poner las cuentas en orden.
Encendió el motor y se internó en la oscuridad de los senderos que llevaban a su casa. Había hecho más o menos lo de siempre: había tenido que organizar las tareas de los dos voluntarios, visitar a la gente que no podía moverse de casa, ayudarles con las tareas que no podían hacer ellos solos, tomar té con ellos y darles conversación y llevar al viejo señor Jenkins a su cita con el médico.
Pero le había merecido la pena. Aunque llevar en coche a once ancianos a su partida mensual de cartas en el polideportivo de Market Hallow y luego otra vez de vuelta a su casa le suponía perder mucho tiempo, el placer de aquella gente al salir y conversar con sus amigos tomando té y pastas convertía cada minuto en algo especial. Después de todo, uno de los objetivos de la organización era aliviar la soledad y el aislamiento.
Y gracias al generoso cheque de Pedro Alfonso, más los beneficios del mercadillo, que le habían supuesto una recaudación récord, habían conseguido salir adelante. Al menos, la crisis económica se había acabado por el momento. Pero tendrían que pedir más voluntarios en la revista de la parroquia, porque ella sola con dos voluntarios a media jornada no daba abasto con todo.
Dando carpetazo a aquella deprimente observación, se preguntó cómo estaría la madre de Pedro y si la operación había sido un éxito, e inmediatamente recordó su rostro espectacular e inolvidable. A veces ocupaba sus pensamientos, y ella se excusaba diciendo que era natural, porque sin aquel extraño encuentro la organización seguramente habría dejado de funcionar.
Y no era porque le gustase, como Penny Fleming le había comentado al ver que le bombardeaba con preguntas sobre su jefe con una actitud que rebasaba la mera indiscreción.
—Las mujeres suelen postrarse ante él —le advirtió Penny—. Pero todo es inútil. Es la clase de hombre al que no le duran los amores. Con un compromiso roto a sus espaldas se casó con una actriz francesa, pero se deshizo de ella antes del primer aniversario de bodas. No sé los detalles, pero supongo que se aburrió. Ella murió un par de meses después. De una sobredosis, la pobre. Si te gusta, llevas todas las de perder, créeme.
—¡No me gusta! —aterrada ante aquella revelación, Paula protestó con aspereza—. Y de todos modos, ¡no volveré a verle jamás!
La verdad de aquel estado de cosas le había hecho sentirse extrañamente apenada, y ese sentimiento había persistido de forma obstinada. Por aquella misma razón, cuando bostezando ampliamente entró en casa y se encontró a Pedro Alfonso sentado con su tía abuela junto al fuego, sintió que el corazón le explotaba bajo su escaso pecho.
—Señorita Chaves —se levantó, ofreciéndole una visión espectacular con su traje gris pálido, su camisa blanca y su corbata gris oscura; la imagen del ejecutivo de un banco mercantil que suele aparecer en internet. Guapo, imponente, carismático. ¿Y sin corazón?
Con las rodillas flojas y abrumada por el efecto que él siempre parecía ejercer sobre ella, alcanzó a decir:
—¿Qué estás haciendo aquí? —y recibió una reprimenda por parte de su tía abuela.
—Esos modales, Paula. ¡Esos modales! Nuestro benefactor se ha presentado y te estaba esperando —retiró del brazo del sillón su grueso jersey y la chaqueta a juego—. El señor Alfonso quiere hacernos una proposición que, en mi opinión, constituye una generosa respuesta a todas las dificultades futuras de Life Begins. Escucha lo que tiene que decir, porque traerá cambios consigo —sonrió al alto italiano—. Pero la verdad es que la vida es cambio. ¡Adelante, pues, o te estancarás!
Con aquel típico eslogan de mitin político, la anciana se retiró y dejó a Paula preguntándose qué diría aquella mujer de principios si supiese exactamente las razones que habían llevado a su «benefactor» a realizar una donación tan generosa.
Y su nueva propuesta, fuera la que fuese, conllevaría duras condiciones. ¡Condiciones que su tía nunca conocería!
Porque si este duro banquero daba alguna cosa, era porque sin duda quería algo a cambio.
—¿Y bien? —sus ojos brillaron sospechosos, y se puso tensa… hasta que él sonrió. Fue como un relámpago que le provocó un cosquilleo. Su tremendo atractivo sexual, aquel pecaminoso atractivo, la dejó estupefacta y se sintió avergonzada al notar que reaccionaba igual que toda era camarilla de mujeres de la que le había hablado Penny.
—Sentémonos —anunció él con tremenda y fría calma.
Resultaba increíblemente exótico comparado con el entorno chapado a la antigua del raído salón y su recargamiento Victoriano.
Hundiéndose en el sillón que su tía acababa de dejar, y no porque él se lo pidiese sino porque le flojeaban las piernas, sintió que le costaba respirar, porque su sola presencia parecía absorber todo el aire de la habitación. Cautivándola con su mirada, él tomó asiento en otro sillón que había junto al fuego y se echó hacia atrás, apoyando los codos en los brazos del asiento y cubriéndose la boca con las manos. Sus ojos brillantes le sonreían con tal calidez que ella se quedó sin habla.
—Tu tía abuela tiene toda una reputación —afirmó—. Una gran mujer con una ética de generosidad admirable, ¿no es así? Lleva años trabajando incansablemente en beneficio de los demás y ahora se merece un descanso. ¿No es así, otra vez?
El flujo de sus palabras se detuvo. Obviamente, él estaba esperando una respuesta, un asentimiento. Pero Paula se limitó a apretar los labios. ¡Estaría loca si confiaba en un tigre ronroneante!
Pedro bajó las manos, dejándolas caer entre sus rodillas, y se inclinó hacia delante. Su lenta sonrisa era, cuando menos, peligrosa.
El nivel de tensión de Paula fue en aumento. No parecía en absoluto un hijo desconsolado, lo que acrecentó sus sospechas.
—¿No tienes nada que decir? Por lo que recuerdo, en nuestro encuentro anterior estabas, por decirlo educadamente, tremendamente habladora.
«Charlatana», le había llamado mentalmente. En circunstancias menos tensas, puede que incluso le hubiese parecido divertido oírla hablar tanto. Pero ahora ella estaba tan inmóvil como una piedra, con la cara pálida y unas manchas oscuras bajo los ojos grises y recelosos. Llevaba unos vaqueros gastados y el sempiterno forro polar sobre el cuerpo en tensión. El pelo, recogido en una coleta, le hacía parecer más joven de los veintitrés años que le habían dicho que tenía.
Le dedicó una sonrisa de ánimo, confiando en que, como siempre, había tomado la decisión correcta y que, siendo así, prevalecerían la fuerza de su carácter y su dominante voluntad.
Al recibir otra de esas sonrisas que le erizaban la piel, Paula sintió que se le secaba la boca, pero consiguió decir:
—¿Por qué has venido?
—Por supuesto, por la propuesta que le he hecho a tu tía abuela —dijo con suavidad—. Puede que no lo sepas, pero tanto personalmente como a través de mi empresa, dono enormes sumas de dinero a causas benéficas. Life Begins es una organización que merece la pena, pero está falta de fondos y de personal. Vais de crisis financiera en crisis financiera y tu tía abuela ya no está joven como para hacer gran cosa. Cuentas con dos voluntarios a media jornada y el resto lo haces sola: limpiar, comprar, llevar a los ancianos y enfermos al médico, organizar salidas… ¿sigo?
Paula endureció el gesto. Seguramente Penny le había contado todo aquello. En el poco tiempo que aquella mujer había pasado en Felton Hall se habían hecho muy amigas y ella le había contado todo sobre la organización benéfica.
—Has estado hablando con Penny —dijo cansinamente.
¿Es que iba a ofrecerle otra donación? Se le pusieron los nervios de punta. ¿Y qué le pediría a cambio? ¿O es que el cansancio la estaba volviendo paranoica? Igual era cierto que deseaba ayudarles sin condiciones desagradables como la de hacerle partícipe de una mentira. Acababa de decir al fin y al cabo que hacía donaciones a muchas organizaciones benéficas…
Él admitió:
—Sí, hablé con la señorita Fleming en Londres hace un par de días. Estaba muy impresionada con tu trabajo. Y además, entretanto, he estado alojado en el Hall y he hecho indagaciones por mi cuenta.
Ella empezó a relajarse y a lamentar haberlo juzgado equivocadamente. Especialmente al oírlo decir:
—Necesitáis una financiación adecuada para poder pagar un salario razonable a una persona que recaude fondos, organice el trabajo y que además se encargue de reclutar voluntarios. También necesitáis una pequeña oficina, que yo sufragaría anualmente, donde llevar todo el trabajo administrativo. Si se hace adecuadamente, podríais incluso aumentar vuestra zona de acción. Ésta es la propuesta que le he hecho a tu tía y ella no podía haberse mostrado más agradecida.
—¡Sería la respuesta a sus plegarias! —confesó Paula, perdonándolo por retorcerle metafóricamente el brazo cuando le ofreció su primera donación.
Y también a las suyas propias. Le encantaba el trabajo, pero odiaba la interminable ansiedad que le producía la financiación y administración, el miedo constante a tener que dejar de funcionar y dejar en la cuneta a todos aquellos ancianos.
—Eres muy generoso —dijo Paula fervientemente, con los ojos brillantes por la emoción. Entonces se recordó a sí misma que ella también debía ser generosa y preguntarle por su madre enferma, incluso averiguar cortésmente si le había hablado sobre su falso compromiso o si se lo había pensado mejor.
—Pero por desgracia, la generosidad tiene un precio —dijo Pedro levantándose.
De pronto no se sentía cómodo con la situación, pero la necesidad obliga. Siempre había protegido a su madre, sobre todo desde la muerte de Antonio y al hacerse evidente lo precario de su salud. Y las necesidades de su madre siempre iban por delante de las suyas.
—¿Por qué no me sorprende? —con el corazón hundido, Paula recogió las piernas bajo su cuerpo y se echó atrás en el asiento tanto como pudo, alejándose de su dominante presencia—. Debería haber sabido que siempre te atienes a la máxima de que todo tiene un precio, así que, ¿cuál es en este caso? —murmuró desdeñosamente.
—Dos semanas de tu vida —contestó con suavidad—. Tal y como esperaba, la noticia de mi compromiso hizo muy feliz a mi madre. De hecho, tanto como para devolverla a la vida. Ha hecho enormes progresos desde una operación que, según los médicos, tenía pocas posibilidades de éxito. Creo firmemente que mi compromiso la ha salvado. Y ahora, naturalmente, insiste en conocer a mi prometida.
—Y quieres que yo… —horrorizada por lo que le sugería, Paula posó los pies en el suelo y se puso firme—. ¡De ninguna de las maneras! Escucha, me alegro de veras de que tu madre esté mejor, ¡pero ya te advertí de lo que pasaría si le mentías! —y deseó haberse quedado estrujada en el sofá porque ahora lo tenía más cerca. Demasiado cerca. Era tan guapo que la hacía sentirse aturdida. ¡Qué injusto que semejante espécimen de hombre mediterráneo fuese tan taimado! ¡Y que le causara semejante impresión!
¡Por Dios bendito, era una persona adulta y no una estúpida adolescente que babeaba por un inalcanzable cantante de pop!
Al ver como ella se sonrojaba y el brillo excesivo de sus ojos, Pedro respondió irónicamente:
—Me advertiste de un posible resultado que hoy me llena de alegría. Y no voy a arrepentirme. Ahora… —bajó las manos desde la chaqueta hasta los bolsillos de los pantalones, gesto que Paula siguió fascinada al descubrir la elegante estrechez de sus caderas. Tragó con dificultad mientras él proseguía—: Sabes cuál es mi propuesta sobre el bienestar futuro de Life Begins. A cambio, quiero que pases un par de días en Londres mientras pongo el plan en marcha. Luego me acompañarás a Florencia, actuarás como una mujer recién prometida, satisfarás a mi madre y regresarás aquí.
—¡Pídele a una de esas modelos zanquilargas que lo haga! —le espetó Paula, recordando enfadada la serie de rubias de risa tonta que había visto fotografiadas con él en las páginas de internet cuando, arrastrada por una curiosidad incontrolable, había buscado información sobre su vida.
Hizo un leve gesto con la boca y sus magníficas pestañas eclipsaron el brillo de sus ojos.
—Qué mala memoria tienes —dijo, y añadió el insulto al agravio—: Es imposible que una rubia de piernas largas se ajuste a una castaña menudita. He descrito a Paula Chaves, mi prometida, hasta el último detalle, ¿te acuerdas?
Indignada por aquella descripción tan descarada, Paula luchó por contener el impulso de golpearle. Las palabras le achicharraron la lengua al salir:
—¡No pienso hacerlo! ¡Vete y no vuelvas nunca más! —añadiendo, por si no había quedado lo suficientemente claro—: ¡Y llévate contigo tu proposición, no aceptaré dinero a cambio de mentir a una anciana confiada!
—Como quieras —Pedro inclinó la cabeza un instante, totalmente inexpresivo. Sabía perfectamente cuándo insistir en algo y cuándo retirarse y esperar hasta que, inevitablemente, se acabase por cumplir su voluntad.
Caminó hacia la puerta y se giró:
—Si te hace feliz decepcionar a tu tía abuela y dejar en la estacada a personas que dependen de ti, que así sea —y se marchó.
Ahora, sólo era cuestión de tiempo que aquella esquelética mujer dejara de echar chispas.
Al ver como la agarraba con fuerza por el hombro y la introducía otra vez en el estudio, Paula se preguntó inquieta si Pedro había cambiado de idea.
¿Había decidido de pronto que ella se traía algo entre manos e intentaba vaciarle la casa y largarse con los beneficios en nombre de una ficticia organización benéfica?
Se sintió incómoda, como una criminal, mientras él despedía cortésmente a su asistente y le ordenaba que se sentase como si estuviese entrenando a un perro desobediente.
Paula se ruborizó. ¿Quién se había creído?
—Escucha, yo…
Pero una mirada cortante de sus ojos la hizo callar y sentarse al filo de la silla que había frente a la enorme mesa de despacho. Satisfecho con su docilidad, se colocó al otro lado de la mesa, pero no se sentó. Se limitó a erguirse ante ella.
La miraba como si fuese una forma de vida recién descubierta. Paula se estremeció.
—¿Eres de fiar?
Sorprendida, Paula se quedó boquiabierta. Entonces tenía razón: ¡él pensaba que era una timadora!
—¿Y bien?
¡De todos los desagradables, malhumorados, desconfiados…! Ofendida, alzó la cabeza y con una mirada de un gris glacial le respondió decorosamente:
—Por supuesto que soy de fiar. Sólo me llevaré lo que Penny me diga que puedo llevarme. Y si quieres comprobar mis credenciales…
Con un drástico movimiento de su delgada mano volvió a silenciarla.
—Llévate lo que quieras. No se trata de eso. Quiero saber si a cambio de una cuantiosa donación para tu organización me permitirías utilizar tu nombre y te abstendrías de decir nada sobre esta transacción… ahora y en el futuro.
Paula abrió los ojos atónita.
—¿Utilizar mi nombre? —mirando su fuerte mandíbula, sus encantadores ojos, la dura ondulación de sus mejillas y la forma en que su boca sensual se cerraba por la irritación, sólo pudo deducir que se había vuelto loco o estaba metido en un lío con muy mala pinta.
¡Fuese lo que fuese, no estaba dispuesta a tomar parte!
—¿Para qué? —preguntó imitando inconscientemente el tono estentóreo que su tía abuela utilizaba cuando se enfadaba.
Él alzó una ceja, sorprendido de que aquella cosita tan escuálida alcanzase semejante volumen de voz. Comenzó a dibujar una encantadora sonrisa y extendió expresivamente ambas manos.
—No tengo tiempo para entrar en detalles. Pero anoche mi madre sufrió un colapso. Las pruebas que le hicieron en el hospital revelaron que tiene un tumor en el cerebro y la operarán pasado mañana. El pronóstico no es muy bueno. De hecho, no podía ser peor —anunció pesadamente. El brillo de sus ojos se ensombreció bajo sus espesas pestañas y se le marcaron unas profundas arrugas a ambos lados de la boca.
Paula se levantó, inclinándose instintivamente hacia él. Su voz se suavizó y sus enormes ojos llenos de compasión buscaron su mirada.
—¡Pobrecillo! ¡Debes de estar muy preocupado! No me extraña que estés de tan mal humor —declaró indulgentemente—. Pero es increíble lo que los cirujanos pueden hacer hoy en día. ¡No pierdas la esperanza! ¡No debes hacerlo!
—Ahórrate los tópicos —le lanzó una mirada impaciente—. Vayamos al grano.
Paula dedujo que no soportaba que lo compadeciesen. No le extrañaba. Seguramente también era incapaz de compadecerse. Y aquello le recordó que todavía no tenía ni idea de a qué se refería cuando le ofreció una donación a cambio de utilizar su nombre. Se dejó caer sobre la silla.
¿Por qué su nombre, por el amor de Dios?
—El mayor deseo de mi madre es que me case y tenga un hijo que herede la fortuna de la familia. Le aflige muchísimo ver que no lo hago y yo lo lamento mucho —afirmó cansinamente—, pero por razones que no te incumben, el matrimonio es un estado que no deseo para mí. Sin embargo, para hacer felices lo que pueden ser sus últimos días de vida, pretendo decirle que me he enamorado y que estoy comprometido con una mujer que he conocido en Inglaterra.
Por un momento, Paula no pudo creer lo que estaba oyendo.
—¿Mentirías a tu propia madre? ¿Podrías ser tan inmoral?
Él la miró con desprecio.
—No es que me guste hacer algo así, pero a ella le agradaría. Y ésa, y sólo ésa, es la cuestión.
El dolor que asomaba a su rostro acabó derritiendo el corazón de Paula.
—Supongo que entiendo por qué piensas que una mentira piadosa es perdonable en estas circunstancias —le dijo titubeante, sin estar segura aún de si estaba totalmente de acuerdo. Pero aquel pobre hombre estaba sufriendo. Quería muchísimo a su madre y la mala noticia le había afectado enormemente. No pensaba con claridad, de ahí su alocado plan.
—¿No has pensado que la operación podría resultar un éxito? —preguntó suavemente, apuntando algo que estaba segura que a él no se le había ocurrido—. En ese caso tendrías que seguir mintiendo, decir que has roto el compromiso. Ella querría saber por qué y se enfadaría aún más —vio como fruncía el ceño, pero siguió hablando—: Creo que estás bajo una fuerte impresión por la noticia y eso te impide pensar con lógica.
Pedro apretó los dientes. Ella estaba consiguiendo enfadarle mucho. Obviamente se trataba de una criatura con la capacidad de concentración de un tábano, que pasaba de enfadarse por un escándalo moral a pronunciar almibarados tópicos en un abrir y cerrar de sus larguísimas pestañas.
Cuando proponía algo, él esperaba que el receptor se sentara en silencio, lo escuchara y sacara una conclusión basada en los hechos que le exponía. Y sobre lodo, que sacara su misma conclusión.
Encendiéndose, dijo a través de los dientes apretados:
—Si no se opera, morirá. Eso es un hecho. Si se opera, tiene pocas posibilidades de sobrevivir. Eso es un hecho. Tiene setenta años y no es precisamente una mujer fuerte —anunció con gravedad—. He tomado una decisión. Sólo tienes que aceptar mi propuesta.
—Me hace sentir violenta —le confió Paula seriamente—. ¿Si de verdad quieres hacer esto, por qué no te inventas un nombre, un nombre cualquiera?
Resistiéndose a agarrarla y echarla a la calle, le confesó:
—Manejo cifras y hechos, no entelequias. Puedo recordar el nombre de una mujer real, pero en un momento de emoción, podría olvidar un nombre inventado —aquello no era algo que le gustase admitir, ni siquiera a sí mismo. Y no digamos a aquella criatura tan molesta. Echó una sobria mirada a su reloj y preguntó—: ¿Qué dices?
Paula respiró hondo. Estaba claramente decidido a hacerlo.
No había conseguido hacerle cambiar de idea. Y le había afectado mucho oír aquello de que le preocupaba olvidar un nombre inventado. Las conversaciones que tuviese con su madre antes de la operación serían sin duda muy emotivas para ambos.
Encogiéndose de hombros se rindió resignadamente.
—Muy bien. Acepto.
—¿Y guardará total discreción?
—Por supuesto —¿cómo podía preguntarle algo así? ¡No era algo que ni remotamente quisiera hacer público!
—¿Y? —enfadado a no poder más por su actitud de superioridad moral hacia lo que después de todo no era sino un detalle con una mujer terriblemente enferma, dijo con voz crispada—: ¿Cómo te llamas? ¿Paula qué más?
—¡Ah! —se sonrojó. ¡Debía de pensar que era idiota!—. Chaves. Paula Chaves. ¿No deberías escribirlo? —sugirió mientras él la miraba, haciendo que se sintiera ridículamente avergonzada.
—No hace falta. Como te he dicho, nunca olvido un hecho. ¿Cuánto mides?
—¿Por qué?
—Porque Madre me preguntará cómo eres —dijo entre dientes, como si le hablase a una niña con el cerebro de un caracol.
—Un metro cincuenta y siete —susurró Paula, mientras él sacaba una chequera de los cajones de la mesa y empezaba a rellenarla.
Deslizó el cheque a través de la mesa, levantando la vista mientras enumeraba:
—Ojos grandes y grises, nariz pequeña… —se detuvo ahí, pensando que tenía la boca rosada y tremendamente seductora—. Cabellos color… caramella —casi sonrió, pero recuperó rápidamente su innato sentido práctico y su autocontrol—. Arrivederci, Paula Chaves —se sacó del bolsillo las llaves del coche—. Tengo que tomar el avión. La señorita Fleming anda por aquí. Ella te atenderá.
Y se fue, dejando a Paula ante un cheque de cinco mil libras y sin llegar a creerlo todavía, porque todo lo que le había pasado en aquellos últimos veinte minutos era algo totalmente inverosímil.