martes, 11 de octubre de 2016
SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 4
Al ver como la agarraba con fuerza por el hombro y la introducía otra vez en el estudio, Paula se preguntó inquieta si Pedro había cambiado de idea.
¿Había decidido de pronto que ella se traía algo entre manos e intentaba vaciarle la casa y largarse con los beneficios en nombre de una ficticia organización benéfica?
Se sintió incómoda, como una criminal, mientras él despedía cortésmente a su asistente y le ordenaba que se sentase como si estuviese entrenando a un perro desobediente.
Paula se ruborizó. ¿Quién se había creído?
—Escucha, yo…
Pero una mirada cortante de sus ojos la hizo callar y sentarse al filo de la silla que había frente a la enorme mesa de despacho. Satisfecho con su docilidad, se colocó al otro lado de la mesa, pero no se sentó. Se limitó a erguirse ante ella.
La miraba como si fuese una forma de vida recién descubierta. Paula se estremeció.
—¿Eres de fiar?
Sorprendida, Paula se quedó boquiabierta. Entonces tenía razón: ¡él pensaba que era una timadora!
—¿Y bien?
¡De todos los desagradables, malhumorados, desconfiados…! Ofendida, alzó la cabeza y con una mirada de un gris glacial le respondió decorosamente:
—Por supuesto que soy de fiar. Sólo me llevaré lo que Penny me diga que puedo llevarme. Y si quieres comprobar mis credenciales…
Con un drástico movimiento de su delgada mano volvió a silenciarla.
—Llévate lo que quieras. No se trata de eso. Quiero saber si a cambio de una cuantiosa donación para tu organización me permitirías utilizar tu nombre y te abstendrías de decir nada sobre esta transacción… ahora y en el futuro.
Paula abrió los ojos atónita.
—¿Utilizar mi nombre? —mirando su fuerte mandíbula, sus encantadores ojos, la dura ondulación de sus mejillas y la forma en que su boca sensual se cerraba por la irritación, sólo pudo deducir que se había vuelto loco o estaba metido en un lío con muy mala pinta.
¡Fuese lo que fuese, no estaba dispuesta a tomar parte!
—¿Para qué? —preguntó imitando inconscientemente el tono estentóreo que su tía abuela utilizaba cuando se enfadaba.
Él alzó una ceja, sorprendido de que aquella cosita tan escuálida alcanzase semejante volumen de voz. Comenzó a dibujar una encantadora sonrisa y extendió expresivamente ambas manos.
—No tengo tiempo para entrar en detalles. Pero anoche mi madre sufrió un colapso. Las pruebas que le hicieron en el hospital revelaron que tiene un tumor en el cerebro y la operarán pasado mañana. El pronóstico no es muy bueno. De hecho, no podía ser peor —anunció pesadamente. El brillo de sus ojos se ensombreció bajo sus espesas pestañas y se le marcaron unas profundas arrugas a ambos lados de la boca.
Paula se levantó, inclinándose instintivamente hacia él. Su voz se suavizó y sus enormes ojos llenos de compasión buscaron su mirada.
—¡Pobrecillo! ¡Debes de estar muy preocupado! No me extraña que estés de tan mal humor —declaró indulgentemente—. Pero es increíble lo que los cirujanos pueden hacer hoy en día. ¡No pierdas la esperanza! ¡No debes hacerlo!
—Ahórrate los tópicos —le lanzó una mirada impaciente—. Vayamos al grano.
Paula dedujo que no soportaba que lo compadeciesen. No le extrañaba. Seguramente también era incapaz de compadecerse. Y aquello le recordó que todavía no tenía ni idea de a qué se refería cuando le ofreció una donación a cambio de utilizar su nombre. Se dejó caer sobre la silla.
¿Por qué su nombre, por el amor de Dios?
—El mayor deseo de mi madre es que me case y tenga un hijo que herede la fortuna de la familia. Le aflige muchísimo ver que no lo hago y yo lo lamento mucho —afirmó cansinamente—, pero por razones que no te incumben, el matrimonio es un estado que no deseo para mí. Sin embargo, para hacer felices lo que pueden ser sus últimos días de vida, pretendo decirle que me he enamorado y que estoy comprometido con una mujer que he conocido en Inglaterra.
Por un momento, Paula no pudo creer lo que estaba oyendo.
—¿Mentirías a tu propia madre? ¿Podrías ser tan inmoral?
Él la miró con desprecio.
—No es que me guste hacer algo así, pero a ella le agradaría. Y ésa, y sólo ésa, es la cuestión.
El dolor que asomaba a su rostro acabó derritiendo el corazón de Paula.
—Supongo que entiendo por qué piensas que una mentira piadosa es perdonable en estas circunstancias —le dijo titubeante, sin estar segura aún de si estaba totalmente de acuerdo. Pero aquel pobre hombre estaba sufriendo. Quería muchísimo a su madre y la mala noticia le había afectado enormemente. No pensaba con claridad, de ahí su alocado plan.
—¿No has pensado que la operación podría resultar un éxito? —preguntó suavemente, apuntando algo que estaba segura que a él no se le había ocurrido—. En ese caso tendrías que seguir mintiendo, decir que has roto el compromiso. Ella querría saber por qué y se enfadaría aún más —vio como fruncía el ceño, pero siguió hablando—: Creo que estás bajo una fuerte impresión por la noticia y eso te impide pensar con lógica.
Pedro apretó los dientes. Ella estaba consiguiendo enfadarle mucho. Obviamente se trataba de una criatura con la capacidad de concentración de un tábano, que pasaba de enfadarse por un escándalo moral a pronunciar almibarados tópicos en un abrir y cerrar de sus larguísimas pestañas.
Cuando proponía algo, él esperaba que el receptor se sentara en silencio, lo escuchara y sacara una conclusión basada en los hechos que le exponía. Y sobre lodo, que sacara su misma conclusión.
Encendiéndose, dijo a través de los dientes apretados:
—Si no se opera, morirá. Eso es un hecho. Si se opera, tiene pocas posibilidades de sobrevivir. Eso es un hecho. Tiene setenta años y no es precisamente una mujer fuerte —anunció con gravedad—. He tomado una decisión. Sólo tienes que aceptar mi propuesta.
—Me hace sentir violenta —le confió Paula seriamente—. ¿Si de verdad quieres hacer esto, por qué no te inventas un nombre, un nombre cualquiera?
Resistiéndose a agarrarla y echarla a la calle, le confesó:
—Manejo cifras y hechos, no entelequias. Puedo recordar el nombre de una mujer real, pero en un momento de emoción, podría olvidar un nombre inventado —aquello no era algo que le gustase admitir, ni siquiera a sí mismo. Y no digamos a aquella criatura tan molesta. Echó una sobria mirada a su reloj y preguntó—: ¿Qué dices?
Paula respiró hondo. Estaba claramente decidido a hacerlo.
No había conseguido hacerle cambiar de idea. Y le había afectado mucho oír aquello de que le preocupaba olvidar un nombre inventado. Las conversaciones que tuviese con su madre antes de la operación serían sin duda muy emotivas para ambos.
Encogiéndose de hombros se rindió resignadamente.
—Muy bien. Acepto.
—¿Y guardará total discreción?
—Por supuesto —¿cómo podía preguntarle algo así? ¡No era algo que ni remotamente quisiera hacer público!
—¿Y? —enfadado a no poder más por su actitud de superioridad moral hacia lo que después de todo no era sino un detalle con una mujer terriblemente enferma, dijo con voz crispada—: ¿Cómo te llamas? ¿Paula qué más?
—¡Ah! —se sonrojó. ¡Debía de pensar que era idiota!—. Chaves. Paula Chaves. ¿No deberías escribirlo? —sugirió mientras él la miraba, haciendo que se sintiera ridículamente avergonzada.
—No hace falta. Como te he dicho, nunca olvido un hecho. ¿Cuánto mides?
—¿Por qué?
—Porque Madre me preguntará cómo eres —dijo entre dientes, como si le hablase a una niña con el cerebro de un caracol.
—Un metro cincuenta y siete —susurró Paula, mientras él sacaba una chequera de los cajones de la mesa y empezaba a rellenarla.
Deslizó el cheque a través de la mesa, levantando la vista mientras enumeraba:
—Ojos grandes y grises, nariz pequeña… —se detuvo ahí, pensando que tenía la boca rosada y tremendamente seductora—. Cabellos color… caramella —casi sonrió, pero recuperó rápidamente su innato sentido práctico y su autocontrol—. Arrivederci, Paula Chaves —se sacó del bolsillo las llaves del coche—. Tengo que tomar el avión. La señorita Fleming anda por aquí. Ella te atenderá.
Y se fue, dejando a Paula ante un cheque de cinco mil libras y sin llegar a creerlo todavía, porque todo lo que le había pasado en aquellos últimos veinte minutos era algo totalmente inverosímil.
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