martes, 11 de octubre de 2016

SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 5





Dos semanas más tarde, a las diez en punto pasadas, Paula se despidió de su último pasajero, un antiguo labriego, con un alegre ¡buenas noches!, después de comprobar que entraba sano y salvo en casa, y volvió a meterse en el coche lanzando un suspiro de agotamiento.


Había sido un día muy largo, después de una noche interminable intentando poner las cuentas en orden.


Encendió el motor y se internó en la oscuridad de los senderos que llevaban a su casa. Había hecho más o menos lo de siempre: había tenido que organizar las tareas de los dos voluntarios, visitar a la gente que no podía moverse de casa, ayudarles con las tareas que no podían hacer ellos solos, tomar té con ellos y darles conversación y llevar al viejo señor Jenkins a su cita con el médico.


Pero le había merecido la pena. Aunque llevar en coche a once ancianos a su partida mensual de cartas en el polideportivo de Market Hallow y luego otra vez de vuelta a su casa le suponía perder mucho tiempo, el placer de aquella gente al salir y conversar con sus amigos tomando té y pastas convertía cada minuto en algo especial. Después de todo, uno de los objetivos de la organización era aliviar la soledad y el aislamiento.


Y gracias al generoso cheque de Pedro Alfonso, más los beneficios del mercadillo, que le habían supuesto una recaudación récord, habían conseguido salir adelante. Al menos, la crisis económica se había acabado por el momento. Pero tendrían que pedir más voluntarios en la revista de la parroquia, porque ella sola con dos voluntarios a media jornada no daba abasto con todo.


Dando carpetazo a aquella deprimente observación, se preguntó cómo estaría la madre de Pedro y si la operación había sido un éxito, e inmediatamente recordó su rostro espectacular e inolvidable. A veces ocupaba sus pensamientos, y ella se excusaba diciendo que era natural, porque sin aquel extraño encuentro la organización seguramente habría dejado de funcionar.


Y no era porque le gustase, como Penny Fleming le había comentado al ver que le bombardeaba con preguntas sobre su jefe con una actitud que rebasaba la mera indiscreción.


—Las mujeres suelen postrarse ante él —le advirtió Penny—. Pero todo es inútil. Es la clase de hombre al que no le duran los amores. Con un compromiso roto a sus espaldas se casó con una actriz francesa, pero se deshizo de ella antes del primer aniversario de bodas. No sé los detalles, pero supongo que se aburrió. Ella murió un par de meses después. De una sobredosis, la pobre. Si te gusta, llevas todas las de perder, créeme.


—¡No me gusta! —aterrada ante aquella revelación, Paula protestó con aspereza—. Y de todos modos, ¡no volveré a verle jamás!


La verdad de aquel estado de cosas le había hecho sentirse extrañamente apenada, y ese sentimiento había persistido de forma obstinada. Por aquella misma razón, cuando bostezando ampliamente entró en casa y se encontró a Pedro Alfonso sentado con su tía abuela junto al fuego, sintió que el corazón le explotaba bajo su escaso pecho.


—Señorita Chaves —se levantó, ofreciéndole una visión espectacular con su traje gris pálido, su camisa blanca y su corbata gris oscura; la imagen del ejecutivo de un banco mercantil que suele aparecer en internet. Guapo, imponente, carismático. ¿Y sin corazón?


Con las rodillas flojas y abrumada por el efecto que él siempre parecía ejercer sobre ella, alcanzó a decir:
—¿Qué estás haciendo aquí? —y recibió una reprimenda por parte de su tía abuela.


—Esos modales, Paula. ¡Esos modales! Nuestro benefactor se ha presentado y te estaba esperando —retiró del brazo del sillón su grueso jersey y la chaqueta a juego—. El señor Alfonso quiere hacernos una proposición que, en mi opinión, constituye una generosa respuesta a todas las dificultades futuras de Life Begins. Escucha lo que tiene que decir, porque traerá cambios consigo —sonrió al alto italiano—. Pero la verdad es que la vida es cambio. ¡Adelante, pues, o te estancarás!


Con aquel típico eslogan de mitin político, la anciana se retiró y dejó a Paula preguntándose qué diría aquella mujer de principios si supiese exactamente las razones que habían llevado a su «benefactor» a realizar una donación tan generosa.


Y su nueva propuesta, fuera la que fuese, conllevaría duras condiciones. ¡Condiciones que su tía nunca conocería! 


Porque si este duro banquero daba alguna cosa, era porque sin duda quería algo a cambio.


—¿Y bien? —sus ojos brillaron sospechosos, y se puso tensa… hasta que él sonrió. Fue como un relámpago que le provocó un cosquilleo. Su tremendo atractivo sexual, aquel pecaminoso atractivo, la dejó estupefacta y se sintió avergonzada al notar que reaccionaba igual que toda era camarilla de mujeres de la que le había hablado Penny.


—Sentémonos —anunció él con tremenda y fría calma. 


Resultaba increíblemente exótico comparado con el entorno chapado a la antigua del raído salón y su recargamiento Victoriano.


Hundiéndose en el sillón que su tía acababa de dejar, y no porque él se lo pidiese sino porque le flojeaban las piernas, sintió que le costaba respirar, porque su sola presencia parecía absorber todo el aire de la habitación. Cautivándola con su mirada, él tomó asiento en otro sillón que había junto al fuego y se echó hacia atrás, apoyando los codos en los brazos del asiento y cubriéndose la boca con las manos. Sus ojos brillantes le sonreían con tal calidez que ella se quedó sin habla.


—Tu tía abuela tiene toda una reputación —afirmó—. Una gran mujer con una ética de generosidad admirable, ¿no es así? Lleva años trabajando incansablemente en beneficio de los demás y ahora se merece un descanso. ¿No es así, otra vez?


El flujo de sus palabras se detuvo. Obviamente, él estaba esperando una respuesta, un asentimiento. Pero Paula se limitó a apretar los labios. ¡Estaría loca si confiaba en un tigre ronroneante!


Pedro bajó las manos, dejándolas caer entre sus rodillas, y se inclinó hacia delante. Su lenta sonrisa era, cuando menos, peligrosa.


El nivel de tensión de Paula fue en aumento. No parecía en absoluto un hijo desconsolado, lo que acrecentó sus sospechas.


—¿No tienes nada que decir? Por lo que recuerdo, en nuestro encuentro anterior estabas, por decirlo educadamente, tremendamente habladora.


«Charlatana», le había llamado mentalmente. En circunstancias menos tensas, puede que incluso le hubiese parecido divertido oírla hablar tanto. Pero ahora ella estaba tan inmóvil como una piedra, con la cara pálida y unas manchas oscuras bajo los ojos grises y recelosos. Llevaba unos vaqueros gastados y el sempiterno forro polar sobre el cuerpo en tensión. El pelo, recogido en una coleta, le hacía parecer más joven de los veintitrés años que le habían dicho que tenía.


Le dedicó una sonrisa de ánimo, confiando en que, como siempre, había tomado la decisión correcta y que, siendo así, prevalecerían la fuerza de su carácter y su dominante voluntad.


Al recibir otra de esas sonrisas que le erizaban la piel, Paula sintió que se le secaba la boca, pero consiguió decir:
—¿Por qué has venido?


—Por supuesto, por la propuesta que le he hecho a tu tía abuela —dijo con suavidad—. Puede que no lo sepas, pero tanto personalmente como a través de mi empresa, dono enormes sumas de dinero a causas benéficas. Life Begins es una organización que merece la pena, pero está falta de fondos y de personal. Vais de crisis financiera en crisis financiera y tu tía abuela ya no está joven como para hacer gran cosa. Cuentas con dos voluntarios a media jornada y el resto lo haces sola: limpiar, comprar, llevar a los ancianos y enfermos al médico, organizar salidas… ¿sigo?


Paula endureció el gesto. Seguramente Penny le había contado todo aquello. En el poco tiempo que aquella mujer había pasado en Felton Hall se habían hecho muy amigas y ella le había contado todo sobre la organización benéfica.


—Has estado hablando con Penny —dijo cansinamente.


¿Es que iba a ofrecerle otra donación? Se le pusieron los nervios de punta. ¿Y qué le pediría a cambio? ¿O es que el cansancio la estaba volviendo paranoica? Igual era cierto que deseaba ayudarles sin condiciones desagradables como la de hacerle partícipe de una mentira. Acababa de decir al fin y al cabo que hacía donaciones a muchas organizaciones benéficas…


Él admitió:
—Sí, hablé con la señorita Fleming en Londres hace un par de días. Estaba muy impresionada con tu trabajo. Y además, entretanto, he estado alojado en el Hall y he hecho indagaciones por mi cuenta.


Ella empezó a relajarse y a lamentar haberlo juzgado equivocadamente. Especialmente al oírlo decir:
—Necesitáis una financiación adecuada para poder pagar un salario razonable a una persona que recaude fondos, organice el trabajo y que además se encargue de reclutar voluntarios. También necesitáis una pequeña oficina, que yo sufragaría anualmente, donde llevar todo el trabajo administrativo. Si se hace adecuadamente, podríais incluso aumentar vuestra zona de acción. Ésta es la propuesta que le he hecho a tu tía y ella no podía haberse mostrado más agradecida.


—¡Sería la respuesta a sus plegarias! —confesó Paula, perdonándolo por retorcerle metafóricamente el brazo cuando le ofreció su primera donación.


Y también a las suyas propias. Le encantaba el trabajo, pero odiaba la interminable ansiedad que le producía la financiación y administración, el miedo constante a tener que dejar de funcionar y dejar en la cuneta a todos aquellos ancianos.


—Eres muy generoso —dijo Paula fervientemente, con los ojos brillantes por la emoción. Entonces se recordó a sí misma que ella también debía ser generosa y preguntarle por su madre enferma, incluso averiguar cortésmente si le había hablado sobre su falso compromiso o si se lo había pensado mejor.


—Pero por desgracia, la generosidad tiene un precio —dijo Pedro levantándose.


De pronto no se sentía cómodo con la situación, pero la necesidad obliga. Siempre había protegido a su madre, sobre todo desde la muerte de Antonio y al hacerse evidente lo precario de su salud. Y las necesidades de su madre siempre iban por delante de las suyas.


—¿Por qué no me sorprende? —con el corazón hundido, Paula recogió las piernas bajo su cuerpo y se echó atrás en el asiento tanto como pudo, alejándose de su dominante presencia—. Debería haber sabido que siempre te atienes a la máxima de que todo tiene un precio, así que, ¿cuál es en este caso? —murmuró desdeñosamente.


—Dos semanas de tu vida —contestó con suavidad—. Tal y como esperaba, la noticia de mi compromiso hizo muy feliz a mi madre. De hecho, tanto como para devolverla a la vida. Ha hecho enormes progresos desde una operación que, según los médicos, tenía pocas posibilidades de éxito. Creo firmemente que mi compromiso la ha salvado. Y ahora, naturalmente, insiste en conocer a mi prometida.


—Y quieres que yo… —horrorizada por lo que le sugería, Paula posó los pies en el suelo y se puso firme—. ¡De ninguna de las maneras! Escucha, me alegro de veras de que tu madre esté mejor, ¡pero ya te advertí de lo que pasaría si le mentías! —y deseó haberse quedado estrujada en el sofá porque ahora lo tenía más cerca. Demasiado cerca. Era tan guapo que la hacía sentirse aturdida. ¡Qué injusto que semejante espécimen de hombre mediterráneo fuese tan taimado! ¡Y que le causara semejante impresión!
¡Por Dios bendito, era una persona adulta y no una estúpida adolescente que babeaba por un inalcanzable cantante de pop!


Al ver como ella se sonrojaba y el brillo excesivo de sus ojos, Pedro respondió irónicamente:
—Me advertiste de un posible resultado que hoy me llena de alegría. Y no voy a arrepentirme. Ahora… —bajó las manos desde la chaqueta hasta los bolsillos de los pantalones, gesto que Paula siguió fascinada al descubrir la elegante estrechez de sus caderas. Tragó con dificultad mientras él proseguía—: Sabes cuál es mi propuesta sobre el bienestar futuro de Life Begins. A cambio, quiero que pases un par de días en Londres mientras pongo el plan en marcha. Luego me acompañarás a Florencia, actuarás como una mujer recién prometida, satisfarás a mi madre y regresarás aquí.


—¡Pídele a una de esas modelos zanquilargas que lo haga! —le espetó Paula, recordando enfadada la serie de rubias de risa tonta que había visto fotografiadas con él en las páginas de internet cuando, arrastrada por una curiosidad incontrolable, había buscado información sobre su vida.


Hizo un leve gesto con la boca y sus magníficas pestañas eclipsaron el brillo de sus ojos.


—Qué mala memoria tienes —dijo, y añadió el insulto al agravio—: Es imposible que una rubia de piernas largas se ajuste a una castaña menudita. He descrito a Paula Chaves, mi prometida, hasta el último detalle, ¿te acuerdas?


Indignada por aquella descripción tan descarada, Paula luchó por contener el impulso de golpearle. Las palabras le achicharraron la lengua al salir:
—¡No pienso hacerlo! ¡Vete y no vuelvas nunca más! —añadiendo, por si no había quedado lo suficientemente claro—: ¡Y llévate contigo tu proposición, no aceptaré dinero a cambio de mentir a una anciana confiada!


—Como quieras —Pedro inclinó la cabeza un instante, totalmente inexpresivo. Sabía perfectamente cuándo insistir en algo y cuándo retirarse y esperar hasta que, inevitablemente, se acabase por cumplir su voluntad.


Caminó hacia la puerta y se giró:
—Si te hace feliz decepcionar a tu tía abuela y dejar en la estacada a personas que dependen de ti, que así sea —y se marchó.


Ahora, sólo era cuestión de tiempo que aquella esquelética mujer dejara de echar chispas.






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