miércoles, 12 de octubre de 2016

SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 7



De modo que allí estaba, en la habitación de invitados del espacioso ático londinense de Pedro, pendiente de cualquier ruido que delatase su llegada, con una media melena lacia y brillante, dos maletas espantosamente caras repletas de ropa de diseño espantosamente cara que le habían obligado a aceptar, y aún dolida por el comentario de él sobre su aspecto de niña de semblante restregado que viste como una vagabunda.


¿Qué mujer saldría de punta en blanco y con su mejor ropa a pasear un enorme y revoltoso perro, fregar suelos y limpiar ventanas? ¿O es qué las mujeres que entraban en la enrarecida atmósfera de Pedro iban siempre perfectamente arregladas y elegantemente ataviadas, como si la única justificación de su presencia en el planeta fuese la de resultar decorativas?


¡Seguramente!


El corazón le dio un salto al escuchar el sonido de unas pisadas. Ya había llegado.


Era un apartamento grande, con suelos de madera noble y pulida, paredes blancas y desnudas y los muebles mínimos imprescindibles. Todo cuero y acero, nada que transmitiese calidez. Un lugar nada hogareño, tal y como era él.


El pulso se le fue acelerando conforme lo oyó acercarse. Se detuvo frente a su habitación. Un golpe en la puerta.


Resistió el impulso de meterse bajo el edredón de plumas y fingir que dormía, porque no era una cobarde y él no era más que un ser humano.


Lo vio entrar. Tremendamente apuesto, con un traje de negocios gris oscuro. Tenía todo el aspecto de un banquero increíblemente rico, uno de ésos que mueven los hilos del mundo. Tuvo que recordarse que era además un mujeriego despiadado que sólo tenía que chasquear los dedos para congregar en torno a sí las mujeres más hermosas, todas convencidas de que podrían mantener su interés por más tiempo que la anterior y todas desechadas al superar su bajísimo umbral de aburrimiento. Un aburrimiento totalmente inevitable, según Penny Fleming, que lo sabía de buena tinta.



****


—Madonna diavola! ¿Es necesario que te portes como un conejo asustado? —con la espalda rígida, se introdujo a grandes zancadas en la habitación. Si cada vez que lo viese, su supuesta futura esposa iba a comportarse como si el diablo hubiese venido a llevársela, el engaño necesario para conseguir que su madre siguiese recuperándose fracasaría estrepitosamente.


Ella se preguntó si se percataría de su nuevo peinado y lo comentaría. Por supuesto que no. ¡Lo único que había visto es que se parecía a un conejo!


—¡Es que me asustas! —confesó ella en un murmullo, cerrándose más el albornoz que había encontrado en el baño.


—¿Yo? ¿Por qué?


Parecía realmente asombrado, así que ella se lo dijo:
—Eres como una apisonadora aplastando a una hormiga. Si quieres algo, lo consigues. ¡No te importan las objeciones de seres inferiores! Sentirse como una hormiga interpuesta en tu camino no es nada divertido.


Él torció la boca en gesto irónico.


—Entiendo.


No estaba acostumbrado a andar de puntillas con los sentimientos de sus empleados, porque les pagaba generosamente para que cumpliesen con sus obligaciones y se acostumbrasen a saltar en cuanto él dijese «salta», así que no encontró razón alguna por la que tratar a Paula Chaves de modo distinto.


Ella, o su obra benéfica, iba a recibir dinero para hacer el papel de su prometida durante un breve periodo de tiempo, lo que obviamente la convertía en empleada suya. Pero su reacción ante él le dijo que iba a tener que andar con pies de plomo en lo que ahora veía como una situación delicada. 


Tenía que implicarla o el plan acabaría fracasando.


—Tendré que tener cuidado de desviarme cada vez que una hormiga se interponga en mi camino.


Sonrió lentamente, y aquello fue pura magia. Paula se estremeció. Odiaba el modo en que él le afectaba, pero no era capaz de hacer nada al respecto, lo que le resultaba muy incómodo.


En general, decidió ella desconsoladamente, era mucho mejor para su tranquilidad que él se limitase a gritarle sus órdenes y despedirla a continuación. Y cuando él preguntó si había comido, todo lo que pudo hacer fue negar con la cabeza sin pronunciar palabra.


—Bien —otra vez aquella sonrisa de rompecorazones—, he pedido que nos traigan comida a domicilio —avanzó, tendiéndole la mano—. Ven.


Apartando la mirada de aquella mano, porque la tentación de deslizar la suya en su esbelta y fuerte calidez era realmente intensa, Paula murmuró:
—No tengo hambre —y su estómago emitió en ese momento un rugido de protesta—. Y no estoy vestida —añadió por si acaso.


Sin perder la paciencia, Pedro respondió suavemente:


—Ven tal y como estás. ¡No se trata de una fiesta! Además, tenemos que hablar. Salimos mañana muy temprano, así que tiene que ser ahora o nunca, porque tendré que trabajar durante el vuelo.


Paula pensó que él consideraría que se estaba comportando de modo ridículo. Y así era. Ignorando su mano, deslizó las piernas fuera de la cama asegurándose de que estaba bien cubierta por el enorme albornoz. Levantándose los bajos para evitar tropezarse, lo siguió saliendo de la habitación e infundándose ánimos a sí misma.


Lo suyo era un arreglo comercial, un turbio arreglo comercial, se recordó. Había decidido cumplir su parte a pesar de sus reservas, así que ya era hora de que empezase a comportarse como una adulta. Tendrían cosas de las que hablar, de hecho, ella necesitaba saber si los voluntarios habían accedido a realizar su trabajo mientras estaba fuera. Tenía que evitar sufrir aquellos ataques de estupidez cada vez que lo miraba.


El problema era que él tenía un atractivo sexual nuevo para ella. Aquello, además de su increíble belleza, eran cosas difíciles de ignorar. Pero podía obviarlas. Claro que podía. 


Hormonas y deseo. Se conocía lo suficiente como para volver a guardar aquellos dos demonios en sus cajas.


Conforme se acercaban a la mesa del comedor, un camarero uniformado emergió de la cocina, que estaba tan limpia que parecía clínicamente esterilizada, seguido de otro que empujaba un carrito. La mesa ya estaba puesta, cubierta de objetos de plata y cristal.


Paula abrió los ojos atónita. ¿Aquélla era la idea que Pedro tenía de una comida preparada?


De pronto sintió tales ganas de echarse a reír que sintió como si fuesen a explotarle los pulmones. Para ella, una comida preparada era un extraño festín consistente en bacalao y patatas fritas en un envoltorio grasiento, o paquetes de cartón con pollo agridulce y arroz frito de un chino.


El menú, compuesto por langostinos con una delicada salsa de limón, filetitos de venado sobre un fondo de setas y un syllabub con un aspecto delicioso, era obviamente la idea que un hombre rico tenía de una comida preparada.


Demasiado ocupada en disfrutar de cada bocado y pensando en la forma de vida de su anfitrión, Paula olvidó el falso papel que tendría que interpretar durante las próximas dos semanas durante el tiempo suficiente como para relajarse y preguntar:
—¿Por qué bebemos champán? —ella sólo lo había probado una vez, en la boda de una amiga, y no le había gustado, así que éste debía de ser especial porque ya llevaba dos copas.


—Para celebrar el comienzo de… —estuvo a punto de decir «nuestra breve asociación» pero, acordándose de lo sensible que era ella, lo sustituyó por—: «un acuerdo satisfactorio para ambos».


Él se echó hacia atrás en el asiento y ella se dio cuenta de que sus ojos tenían un brillo casi seductor, lo que le provocó una extraña agitación interior que la devolvió de golpe a la realidad.


Devolvió su copa de champán a la mesa.


—No tengo humor para celebraciones. Sobre todo porque nuestro «acuerdo comercial» se basa en una enorme mentira.


—Una mentira piadosa para contentar a una frágil anciana —le recordó él, intentando no ser brusco con ella, como solía hacer cuando sus ideas eran cuestionadas—. Y te alegrará saber que una tal Kate Johnson empezará a trabajar para vosotras a final de este mes. Se encargará de la recaudación de fondos y la agenda diaria. Tiene unas referencias impecables, ya que ha realizado este mismo trabajo para una prestigiosa organización benéfica de Birmingham. Además, ya se ha hecho un importante ingreso en vuestra cuenta —añadió con fría precisión.


Con una inclinación de cabeza, convocó al camarero para ordenarle que sirviera el café en el salón.


Mientras la acompañaba, Paula reconoció que había vuelto a achantarla. Echaba por tierra el más mínimo indicio de crítica, recordándole lo que ganaría Life Begins gracias a su inmensa generosidad.


—¿Puedo sugerir —dijo él, escondiendo su regocijo al ver que ella intentaba sentarse al filo de la resbaladiza superficie del sofá controlando los pliegues del largo albornoz— que durante las próximas dos semanas trabajemos codo con codo y no en direcciones opuestas? En lo que a mi madre respecta, estamos prometidos y esperará que nos comportemos como dos enamorados, cosa que espero que intentes hacer. Pero si no eres capaz, al menos finge que soy tu amigo y no tu enemigo.


El rostro de Paula se tornó rubicundo. «¿Fingir que somos dos enamorados?». Sólo pensarlo hizo que su corazón se acelerase de tal modo que estuvo segura de que acabaría por salírsele del pecho. ¡Ya podía agarrar aquella ridícula proposición y tirarla a la papelera más cercana!


Por suerte, se ahorró la necesidad de darle una respuesta inmediata porque trajeron el café y Pedro tuvo que ordenar al camarero que se retirase.


Mirándolo de soslayo, ella sitió que el estómago empezaba a darle saltos de forma alarmante. ¡Era tan injusto! Sólo había que verlo: era un ejemplar impresionante, sofisticado, increíblemente rico y con un aspecto digno de contemplación. Era atractivo, hablando en plata. ¡Lo habría llevado mucho mejor si hubiese sido un tipo gordo y calvo con el sex-appeal de una rana!


De pronto sonaron todas las alarmas ante la perspectiva de tan siquiera fingir ser su pareja: para él iba a ser tan sólo una irónica actuación, pero para ella podía convertirse en un juego muy peligroso.


Antes incluso de que el camarero hubiese cerrado la puerta tras de sí, ella le espetó:
—¡Este chanchullo que te has inventado no va a funcionar! Para empezar, los amigos no se pisotean unos a otros ni se tratan como si sus opiniones no tuviesen valor alguno. ¡Me va a costar mucho fingir que eres amigo mío!


Él había ocupado una silla al otro lado de la mesita. Sirvió con destreza un café oscuro y caliente en dos tazas con armazón de oro y reconoció:
—Entiendo lo que quieres decir. Pero, ahora que todo está hablado y asentado será distinto… te lo prometo.


En todos los aspectos de su vida, tanto laboral como personal, adoptaba decisiones y actuaba en consecuencia sin permitir que nada se interpusiera en su camino. No era normal que utilizase la persuasión para rebatir objeciones, pero había tanto en juego que tenía que apretar los dientes, mantener la serenidad e intentarlo.


Le dedicó una sonrisa amplia y atractiva que la encandiló y le aceleró el pulso.


—Si tienes una opinión, y ésta es válida, no dudes que será escuchada.


¡Qué generoso!


—¿Es necesario que siempre haya una salvedad? —aceptó la taza que él le ofrecía. ¡Irremediablemente iba a considerar inválida cualquiera de sus opiniones!


—Scusi! —le lanzó una encantadora sonrisa y se relajó en su asiento. Cuando ella dejaba de considerarle el mismo demonio, podía convertirse en una compañía de lo más entretenida. Pensándolo bien, podía ser divertido moldear aquella oposición femenina a sus deseos tan terca y anodina. La observó concienzudamente con ojos brillantes. Puede que no fuese tan poco interesante como pensaba—. Ese corte de pelo te sienta a la perfección. Estás muy guapa.


Percibió la sorpresa que asomaba a sus ojos grises antes de esconder rápidamente la mirada, sonrojándose. Para su sorpresa, se sintió avergonzado de sí mismo. No la había estado tratando como un ser humano con sentimientos que podían ser heridos, o totalmente aplastados, tal y como ella le había indicado.


Cuando ella volvió a colocar la taza sobre el platillo se dio cuenta de que le temblaban las manos. Unas manos delicadas, delgadas y pequeñas, según observó ahora por primera vez. Y dándose cuenta de que era el momento perfecto para marcharse ahora que había ganado terreno, dijo cortésmente:
—Buenas noches, Paula. Es tarde y mañana tenemos que madrugar. Que duermas bien.


Observó con velada satisfacción cómo se levantaba con dificultad y se marchaba agitando los pliegues de su descontrolado albornoz.


Andándose con cuidado y a base de pequeños halagos, las dos semanas venideras iban a transcurrir sin el menor obstáculo.





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