martes, 11 de octubre de 2016

SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 5





Dos semanas más tarde, a las diez en punto pasadas, Paula se despidió de su último pasajero, un antiguo labriego, con un alegre ¡buenas noches!, después de comprobar que entraba sano y salvo en casa, y volvió a meterse en el coche lanzando un suspiro de agotamiento.


Había sido un día muy largo, después de una noche interminable intentando poner las cuentas en orden.


Encendió el motor y se internó en la oscuridad de los senderos que llevaban a su casa. Había hecho más o menos lo de siempre: había tenido que organizar las tareas de los dos voluntarios, visitar a la gente que no podía moverse de casa, ayudarles con las tareas que no podían hacer ellos solos, tomar té con ellos y darles conversación y llevar al viejo señor Jenkins a su cita con el médico.


Pero le había merecido la pena. Aunque llevar en coche a once ancianos a su partida mensual de cartas en el polideportivo de Market Hallow y luego otra vez de vuelta a su casa le suponía perder mucho tiempo, el placer de aquella gente al salir y conversar con sus amigos tomando té y pastas convertía cada minuto en algo especial. Después de todo, uno de los objetivos de la organización era aliviar la soledad y el aislamiento.


Y gracias al generoso cheque de Pedro Alfonso, más los beneficios del mercadillo, que le habían supuesto una recaudación récord, habían conseguido salir adelante. Al menos, la crisis económica se había acabado por el momento. Pero tendrían que pedir más voluntarios en la revista de la parroquia, porque ella sola con dos voluntarios a media jornada no daba abasto con todo.


Dando carpetazo a aquella deprimente observación, se preguntó cómo estaría la madre de Pedro y si la operación había sido un éxito, e inmediatamente recordó su rostro espectacular e inolvidable. A veces ocupaba sus pensamientos, y ella se excusaba diciendo que era natural, porque sin aquel extraño encuentro la organización seguramente habría dejado de funcionar.


Y no era porque le gustase, como Penny Fleming le había comentado al ver que le bombardeaba con preguntas sobre su jefe con una actitud que rebasaba la mera indiscreción.


—Las mujeres suelen postrarse ante él —le advirtió Penny—. Pero todo es inútil. Es la clase de hombre al que no le duran los amores. Con un compromiso roto a sus espaldas se casó con una actriz francesa, pero se deshizo de ella antes del primer aniversario de bodas. No sé los detalles, pero supongo que se aburrió. Ella murió un par de meses después. De una sobredosis, la pobre. Si te gusta, llevas todas las de perder, créeme.


—¡No me gusta! —aterrada ante aquella revelación, Paula protestó con aspereza—. Y de todos modos, ¡no volveré a verle jamás!


La verdad de aquel estado de cosas le había hecho sentirse extrañamente apenada, y ese sentimiento había persistido de forma obstinada. Por aquella misma razón, cuando bostezando ampliamente entró en casa y se encontró a Pedro Alfonso sentado con su tía abuela junto al fuego, sintió que el corazón le explotaba bajo su escaso pecho.


—Señorita Chaves —se levantó, ofreciéndole una visión espectacular con su traje gris pálido, su camisa blanca y su corbata gris oscura; la imagen del ejecutivo de un banco mercantil que suele aparecer en internet. Guapo, imponente, carismático. ¿Y sin corazón?


Con las rodillas flojas y abrumada por el efecto que él siempre parecía ejercer sobre ella, alcanzó a decir:
—¿Qué estás haciendo aquí? —y recibió una reprimenda por parte de su tía abuela.


—Esos modales, Paula. ¡Esos modales! Nuestro benefactor se ha presentado y te estaba esperando —retiró del brazo del sillón su grueso jersey y la chaqueta a juego—. El señor Alfonso quiere hacernos una proposición que, en mi opinión, constituye una generosa respuesta a todas las dificultades futuras de Life Begins. Escucha lo que tiene que decir, porque traerá cambios consigo —sonrió al alto italiano—. Pero la verdad es que la vida es cambio. ¡Adelante, pues, o te estancarás!


Con aquel típico eslogan de mitin político, la anciana se retiró y dejó a Paula preguntándose qué diría aquella mujer de principios si supiese exactamente las razones que habían llevado a su «benefactor» a realizar una donación tan generosa.


Y su nueva propuesta, fuera la que fuese, conllevaría duras condiciones. ¡Condiciones que su tía nunca conocería! 


Porque si este duro banquero daba alguna cosa, era porque sin duda quería algo a cambio.


—¿Y bien? —sus ojos brillaron sospechosos, y se puso tensa… hasta que él sonrió. Fue como un relámpago que le provocó un cosquilleo. Su tremendo atractivo sexual, aquel pecaminoso atractivo, la dejó estupefacta y se sintió avergonzada al notar que reaccionaba igual que toda era camarilla de mujeres de la que le había hablado Penny.


—Sentémonos —anunció él con tremenda y fría calma. 


Resultaba increíblemente exótico comparado con el entorno chapado a la antigua del raído salón y su recargamiento Victoriano.


Hundiéndose en el sillón que su tía acababa de dejar, y no porque él se lo pidiese sino porque le flojeaban las piernas, sintió que le costaba respirar, porque su sola presencia parecía absorber todo el aire de la habitación. Cautivándola con su mirada, él tomó asiento en otro sillón que había junto al fuego y se echó hacia atrás, apoyando los codos en los brazos del asiento y cubriéndose la boca con las manos. Sus ojos brillantes le sonreían con tal calidez que ella se quedó sin habla.


—Tu tía abuela tiene toda una reputación —afirmó—. Una gran mujer con una ética de generosidad admirable, ¿no es así? Lleva años trabajando incansablemente en beneficio de los demás y ahora se merece un descanso. ¿No es así, otra vez?


El flujo de sus palabras se detuvo. Obviamente, él estaba esperando una respuesta, un asentimiento. Pero Paula se limitó a apretar los labios. ¡Estaría loca si confiaba en un tigre ronroneante!


Pedro bajó las manos, dejándolas caer entre sus rodillas, y se inclinó hacia delante. Su lenta sonrisa era, cuando menos, peligrosa.


El nivel de tensión de Paula fue en aumento. No parecía en absoluto un hijo desconsolado, lo que acrecentó sus sospechas.


—¿No tienes nada que decir? Por lo que recuerdo, en nuestro encuentro anterior estabas, por decirlo educadamente, tremendamente habladora.


«Charlatana», le había llamado mentalmente. En circunstancias menos tensas, puede que incluso le hubiese parecido divertido oírla hablar tanto. Pero ahora ella estaba tan inmóvil como una piedra, con la cara pálida y unas manchas oscuras bajo los ojos grises y recelosos. Llevaba unos vaqueros gastados y el sempiterno forro polar sobre el cuerpo en tensión. El pelo, recogido en una coleta, le hacía parecer más joven de los veintitrés años que le habían dicho que tenía.


Le dedicó una sonrisa de ánimo, confiando en que, como siempre, había tomado la decisión correcta y que, siendo así, prevalecerían la fuerza de su carácter y su dominante voluntad.


Al recibir otra de esas sonrisas que le erizaban la piel, Paula sintió que se le secaba la boca, pero consiguió decir:
—¿Por qué has venido?


—Por supuesto, por la propuesta que le he hecho a tu tía abuela —dijo con suavidad—. Puede que no lo sepas, pero tanto personalmente como a través de mi empresa, dono enormes sumas de dinero a causas benéficas. Life Begins es una organización que merece la pena, pero está falta de fondos y de personal. Vais de crisis financiera en crisis financiera y tu tía abuela ya no está joven como para hacer gran cosa. Cuentas con dos voluntarios a media jornada y el resto lo haces sola: limpiar, comprar, llevar a los ancianos y enfermos al médico, organizar salidas… ¿sigo?


Paula endureció el gesto. Seguramente Penny le había contado todo aquello. En el poco tiempo que aquella mujer había pasado en Felton Hall se habían hecho muy amigas y ella le había contado todo sobre la organización benéfica.


—Has estado hablando con Penny —dijo cansinamente.


¿Es que iba a ofrecerle otra donación? Se le pusieron los nervios de punta. ¿Y qué le pediría a cambio? ¿O es que el cansancio la estaba volviendo paranoica? Igual era cierto que deseaba ayudarles sin condiciones desagradables como la de hacerle partícipe de una mentira. Acababa de decir al fin y al cabo que hacía donaciones a muchas organizaciones benéficas…


Él admitió:
—Sí, hablé con la señorita Fleming en Londres hace un par de días. Estaba muy impresionada con tu trabajo. Y además, entretanto, he estado alojado en el Hall y he hecho indagaciones por mi cuenta.


Ella empezó a relajarse y a lamentar haberlo juzgado equivocadamente. Especialmente al oírlo decir:
—Necesitáis una financiación adecuada para poder pagar un salario razonable a una persona que recaude fondos, organice el trabajo y que además se encargue de reclutar voluntarios. También necesitáis una pequeña oficina, que yo sufragaría anualmente, donde llevar todo el trabajo administrativo. Si se hace adecuadamente, podríais incluso aumentar vuestra zona de acción. Ésta es la propuesta que le he hecho a tu tía y ella no podía haberse mostrado más agradecida.


—¡Sería la respuesta a sus plegarias! —confesó Paula, perdonándolo por retorcerle metafóricamente el brazo cuando le ofreció su primera donación.


Y también a las suyas propias. Le encantaba el trabajo, pero odiaba la interminable ansiedad que le producía la financiación y administración, el miedo constante a tener que dejar de funcionar y dejar en la cuneta a todos aquellos ancianos.


—Eres muy generoso —dijo Paula fervientemente, con los ojos brillantes por la emoción. Entonces se recordó a sí misma que ella también debía ser generosa y preguntarle por su madre enferma, incluso averiguar cortésmente si le había hablado sobre su falso compromiso o si se lo había pensado mejor.


—Pero por desgracia, la generosidad tiene un precio —dijo Pedro levantándose.


De pronto no se sentía cómodo con la situación, pero la necesidad obliga. Siempre había protegido a su madre, sobre todo desde la muerte de Antonio y al hacerse evidente lo precario de su salud. Y las necesidades de su madre siempre iban por delante de las suyas.


—¿Por qué no me sorprende? —con el corazón hundido, Paula recogió las piernas bajo su cuerpo y se echó atrás en el asiento tanto como pudo, alejándose de su dominante presencia—. Debería haber sabido que siempre te atienes a la máxima de que todo tiene un precio, así que, ¿cuál es en este caso? —murmuró desdeñosamente.


—Dos semanas de tu vida —contestó con suavidad—. Tal y como esperaba, la noticia de mi compromiso hizo muy feliz a mi madre. De hecho, tanto como para devolverla a la vida. Ha hecho enormes progresos desde una operación que, según los médicos, tenía pocas posibilidades de éxito. Creo firmemente que mi compromiso la ha salvado. Y ahora, naturalmente, insiste en conocer a mi prometida.


—Y quieres que yo… —horrorizada por lo que le sugería, Paula posó los pies en el suelo y se puso firme—. ¡De ninguna de las maneras! Escucha, me alegro de veras de que tu madre esté mejor, ¡pero ya te advertí de lo que pasaría si le mentías! —y deseó haberse quedado estrujada en el sofá porque ahora lo tenía más cerca. Demasiado cerca. Era tan guapo que la hacía sentirse aturdida. ¡Qué injusto que semejante espécimen de hombre mediterráneo fuese tan taimado! ¡Y que le causara semejante impresión!
¡Por Dios bendito, era una persona adulta y no una estúpida adolescente que babeaba por un inalcanzable cantante de pop!


Al ver como ella se sonrojaba y el brillo excesivo de sus ojos, Pedro respondió irónicamente:
—Me advertiste de un posible resultado que hoy me llena de alegría. Y no voy a arrepentirme. Ahora… —bajó las manos desde la chaqueta hasta los bolsillos de los pantalones, gesto que Paula siguió fascinada al descubrir la elegante estrechez de sus caderas. Tragó con dificultad mientras él proseguía—: Sabes cuál es mi propuesta sobre el bienestar futuro de Life Begins. A cambio, quiero que pases un par de días en Londres mientras pongo el plan en marcha. Luego me acompañarás a Florencia, actuarás como una mujer recién prometida, satisfarás a mi madre y regresarás aquí.


—¡Pídele a una de esas modelos zanquilargas que lo haga! —le espetó Paula, recordando enfadada la serie de rubias de risa tonta que había visto fotografiadas con él en las páginas de internet cuando, arrastrada por una curiosidad incontrolable, había buscado información sobre su vida.


Hizo un leve gesto con la boca y sus magníficas pestañas eclipsaron el brillo de sus ojos.


—Qué mala memoria tienes —dijo, y añadió el insulto al agravio—: Es imposible que una rubia de piernas largas se ajuste a una castaña menudita. He descrito a Paula Chaves, mi prometida, hasta el último detalle, ¿te acuerdas?


Indignada por aquella descripción tan descarada, Paula luchó por contener el impulso de golpearle. Las palabras le achicharraron la lengua al salir:
—¡No pienso hacerlo! ¡Vete y no vuelvas nunca más! —añadiendo, por si no había quedado lo suficientemente claro—: ¡Y llévate contigo tu proposición, no aceptaré dinero a cambio de mentir a una anciana confiada!


—Como quieras —Pedro inclinó la cabeza un instante, totalmente inexpresivo. Sabía perfectamente cuándo insistir en algo y cuándo retirarse y esperar hasta que, inevitablemente, se acabase por cumplir su voluntad.


Caminó hacia la puerta y se giró:
—Si te hace feliz decepcionar a tu tía abuela y dejar en la estacada a personas que dependen de ti, que así sea —y se marchó.


Ahora, sólo era cuestión de tiempo que aquella esquelética mujer dejara de echar chispas.






SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 4





Al ver como la agarraba con fuerza por el hombro y la introducía otra vez en el estudio, Paula se preguntó inquieta si Pedro había cambiado de idea.


¿Había decidido de pronto que ella se traía algo entre manos e intentaba vaciarle la casa y largarse con los beneficios en nombre de una ficticia organización benéfica?


Se sintió incómoda, como una criminal, mientras él despedía cortésmente a su asistente y le ordenaba que se sentase como si estuviese entrenando a un perro desobediente.


Paula se ruborizó. ¿Quién se había creído?


—Escucha, yo…


Pero una mirada cortante de sus ojos la hizo callar y sentarse al filo de la silla que había frente a la enorme mesa de despacho. Satisfecho con su docilidad, se colocó al otro lado de la mesa, pero no se sentó. Se limitó a erguirse ante ella.


La miraba como si fuese una forma de vida recién descubierta. Paula se estremeció.


—¿Eres de fiar?


Sorprendida, Paula se quedó boquiabierta. Entonces tenía razón: ¡él pensaba que era una timadora!


—¿Y bien?


¡De todos los desagradables, malhumorados, desconfiados…! Ofendida, alzó la cabeza y con una mirada de un gris glacial le respondió decorosamente:
—Por supuesto que soy de fiar. Sólo me llevaré lo que Penny me diga que puedo llevarme. Y si quieres comprobar mis credenciales…


Con un drástico movimiento de su delgada mano volvió a silenciarla.


—Llévate lo que quieras. No se trata de eso. Quiero saber si a cambio de una cuantiosa donación para tu organización me permitirías utilizar tu nombre y te abstendrías de decir nada sobre esta transacción… ahora y en el futuro.


Paula abrió los ojos atónita.


—¿Utilizar mi nombre? —mirando su fuerte mandíbula, sus encantadores ojos, la dura ondulación de sus mejillas y la forma en que su boca sensual se cerraba por la irritación, sólo pudo deducir que se había vuelto loco o estaba metido en un lío con muy mala pinta.


¡Fuese lo que fuese, no estaba dispuesta a tomar parte!


—¿Para qué? —preguntó imitando inconscientemente el tono estentóreo que su tía abuela utilizaba cuando se enfadaba.


Él alzó una ceja, sorprendido de que aquella cosita tan escuálida alcanzase semejante volumen de voz. Comenzó a dibujar una encantadora sonrisa y extendió expresivamente ambas manos.


—No tengo tiempo para entrar en detalles. Pero anoche mi madre sufrió un colapso. Las pruebas que le hicieron en el hospital revelaron que tiene un tumor en el cerebro y la operarán pasado mañana. El pronóstico no es muy bueno. De hecho, no podía ser peor —anunció pesadamente. El brillo de sus ojos se ensombreció bajo sus espesas pestañas y se le marcaron unas profundas arrugas a ambos lados de la boca.


Paula se levantó, inclinándose instintivamente hacia él. Su voz se suavizó y sus enormes ojos llenos de compasión buscaron su mirada.


—¡Pobrecillo! ¡Debes de estar muy preocupado! No me extraña que estés de tan mal humor —declaró indulgentemente—. Pero es increíble lo que los cirujanos pueden hacer hoy en día. ¡No pierdas la esperanza! ¡No debes hacerlo!


—Ahórrate los tópicos —le lanzó una mirada impaciente—. Vayamos al grano.


Paula dedujo que no soportaba que lo compadeciesen. No le extrañaba. Seguramente también era incapaz de compadecerse. Y aquello le recordó que todavía no tenía ni idea de a qué se refería cuando le ofreció una donación a cambio de utilizar su nombre. Se dejó caer sobre la silla. 


¿Por qué su nombre, por el amor de Dios?


—El mayor deseo de mi madre es que me case y tenga un hijo que herede la fortuna de la familia. Le aflige muchísimo ver que no lo hago y yo lo lamento mucho —afirmó cansinamente—, pero por razones que no te incumben, el matrimonio es un estado que no deseo para mí. Sin embargo, para hacer felices lo que pueden ser sus últimos días de vida, pretendo decirle que me he enamorado y que estoy comprometido con una mujer que he conocido en Inglaterra.


Por un momento, Paula no pudo creer lo que estaba oyendo.


—¿Mentirías a tu propia madre? ¿Podrías ser tan inmoral?


Él la miró con desprecio.


—No es que me guste hacer algo así, pero a ella le agradaría. Y ésa, y sólo ésa, es la cuestión.


El dolor que asomaba a su rostro acabó derritiendo el corazón de Paula.


—Supongo que entiendo por qué piensas que una mentira piadosa es perdonable en estas circunstancias —le dijo titubeante, sin estar segura aún de si estaba totalmente de acuerdo. Pero aquel pobre hombre estaba sufriendo. Quería muchísimo a su madre y la mala noticia le había afectado enormemente. No pensaba con claridad, de ahí su alocado plan.


—¿No has pensado que la operación podría resultar un éxito? —preguntó suavemente, apuntando algo que estaba segura que a él no se le había ocurrido—. En ese caso tendrías que seguir mintiendo, decir que has roto el compromiso. Ella querría saber por qué y se enfadaría aún más —vio como fruncía el ceño, pero siguió hablando—: Creo que estás bajo una fuerte impresión por la noticia y eso te impide pensar con lógica.


Pedro apretó los dientes. Ella estaba consiguiendo enfadarle mucho. Obviamente se trataba de una criatura con la capacidad de concentración de un tábano, que pasaba de enfadarse por un escándalo moral a pronunciar almibarados tópicos en un abrir y cerrar de sus larguísimas pestañas.


Cuando proponía algo, él esperaba que el receptor se sentara en silencio, lo escuchara y sacara una conclusión basada en los hechos que le exponía. Y sobre lodo, que sacara su misma conclusión.


Encendiéndose, dijo a través de los dientes apretados:
—Si no se opera, morirá. Eso es un hecho. Si se opera, tiene pocas posibilidades de sobrevivir. Eso es un hecho. Tiene setenta años y no es precisamente una mujer fuerte —anunció con gravedad—. He tomado una decisión. Sólo tienes que aceptar mi propuesta.


—Me hace sentir violenta —le confió Paula seriamente—. ¿Si de verdad quieres hacer esto, por qué no te inventas un nombre, un nombre cualquiera?


Resistiéndose a agarrarla y echarla a la calle, le confesó:
—Manejo cifras y hechos, no entelequias. Puedo recordar el nombre de una mujer real, pero en un momento de emoción, podría olvidar un nombre inventado —aquello no era algo que le gustase admitir, ni siquiera a sí mismo. Y no digamos a aquella criatura tan molesta. Echó una sobria mirada a su reloj y preguntó—: ¿Qué dices?


Paula respiró hondo. Estaba claramente decidido a hacerlo. 


No había conseguido hacerle cambiar de idea. Y le había afectado mucho oír aquello de que le preocupaba olvidar un nombre inventado. Las conversaciones que tuviese con su madre antes de la operación serían sin duda muy emotivas para ambos.


Encogiéndose de hombros se rindió resignadamente.


—Muy bien. Acepto.


—¿Y guardará total discreción?


—Por supuesto —¿cómo podía preguntarle algo así? ¡No era algo que ni remotamente quisiera hacer público!


—¿Y? —enfadado a no poder más por su actitud de superioridad moral hacia lo que después de todo no era sino un detalle con una mujer terriblemente enferma, dijo con voz crispada—: ¿Cómo te llamas? ¿Paula qué más?


—¡Ah! —se sonrojó. ¡Debía de pensar que era idiota!—. Chaves. Paula Chaves. ¿No deberías escribirlo? —sugirió mientras él la miraba, haciendo que se sintiera ridículamente avergonzada.


—No hace falta. Como te he dicho, nunca olvido un hecho. ¿Cuánto mides?


—¿Por qué?


—Porque Madre me preguntará cómo eres —dijo entre dientes, como si le hablase a una niña con el cerebro de un caracol.


—Un metro cincuenta y siete —susurró Paula, mientras él sacaba una chequera de los cajones de la mesa y empezaba a rellenarla.


Deslizó el cheque a través de la mesa, levantando la vista mientras enumeraba:
—Ojos grandes y grises, nariz pequeña… —se detuvo ahí, pensando que tenía la boca rosada y tremendamente seductora—. Cabellos color… caramella —casi sonrió, pero recuperó rápidamente su innato sentido práctico y su autocontrol—. Arrivederci, Paula Chaves —se sacó del bolsillo las llaves del coche—. Tengo que tomar el avión. La señorita Fleming anda por aquí. Ella te atenderá.


Y se fue, dejando a Paula ante un cheque de cinco mil libras y sin llegar a creerlo todavía, porque todo lo que le había pasado en aquellos últimos veinte minutos era algo totalmente inverosímil.





lunes, 10 de octubre de 2016

SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 3





Merecía la pena intentarlo. Como había dicho Melina, ¡lo único que podía hacerle el nuevo propietario era cerrarle la puerta en las narices!


Dirigiéndose lentamente hacia el camino en su antiguo Mini, Paula se despidió con un gesto de su tía abuela, que la observaría desde la ventana, y se internó en una maraña de estrechos senderos en dirección a Felton Hall.


Nada más doblar la curva desapareció la sonrisa que llevaba en la cara, porque estaba preocupada por la anciana. Edith había fundado la organización de beneficencia hacía muchos años, organizando recogida de objetos para vender, mercadillos y escribiendo peticiones a los gerifaltes locales para exponerles sus intenciones. Había confiado en sus voluntarios, sobre todo en Alice Dunstan, que le había llevado las cuentas meticulosamente. Pero ahora Alice se había mudado a otra ciudad, lo que significaba que las cuentas eran un embrollo y los fondos cada vez más escasos. El Mini, comprado de segunda mano gracias a una donación, se usaba para el transporte de personas entre muchas otras cosas, por lo que estaba muy destartalado.


Había que pagar el seguro, ya que sin él no podía circular, y Paula no sabía de dónde iban a sacar el dinero.


Pero lo que era aún peor es que, por primera vez en ochenta años, Edith había reconocido que le pesaba la edad. Su espíritu infatigable se estaba apagando y hablaba incluso de verse obligada a tirar la toalla.


Paula había tomado una decisión: ¡No si ella podía evitarlo! 


Le debía todo a su tía abuela, que la había cuidado después de la muerte de su madre. Su padre, alegando que no podía cuidar de una niña de dieciocho meses, se la había dejado a la única pariente viva de su esposa y se había largado sin dejar rastro. Aquella anciana merecía todos sus desvelos, ya que la había adoptado legalmente, le había proporcionado amor, una infancia feliz y segura, y, aunque fuese a la antigua usanza, una buena educación.


Si conseguía material en el Hall, el mercadillo del sábado iba a ser un éxito y salvarían el obstáculo del seguro del coche. 


Paula se dejó llevar por su optimismo y se dispuso a pisar el acelerador, pero se vio obligada a frenar bruscamente al torcer la esquina, deslizándose por el barro para no embestir por detrás a un flamante Ford que bloqueaba el camino.


Con las manos apretadas sobre el volante, Paula observó que del coche salía una mujer elegantemente vestida de unos treinta y tantos años y se dirigía hacia ella a toda prisa con una expresión mezcla entre expectación y ansiedad.


Pero cuando Paula bajó la ventanilla, fue la ansiedad la que ganó la mano.


—Oh, esperaba… Llevo horas aquí. ¡Mi jefe me estará esperando y detesta que le hagan esperar! Había obras en la autopista, luego me perdí porque me equivoqué de salida en dirección a Market Hallow, ¡y ahora este maldito pinchazo! Para colmo, salí con tanta prisa que me dejé el teléfono móvil y no puedo avisarle de lo que me ha pasado. ¡Me va a matar!


Estaba al borde de la histeria y su jefe, fuera quien fuese, parecía el mismo demonio. Escondiendo una sonrisa, Paula salió como pudo de su viejo coche. Aquella especie de secretaria elegante esperaba por supuesto que pasara un tipo fornido, ¡y debía de haberse hundido al ver aparecer a una mujer tan flacucha!


—No te preocupes —Paula descubrió su sonrisa—. Enseguida estarás en marcha.


—¿Estás segura? —preguntó sin mucha convicción.


—Abre el maletero —le pidió Paula con decisión. Para ahorrar en facturas de taller, se encargaba personalmente del mantenimiento de su coche e incluso tenía nociones de mecánica.


Diez minutos después, la rueda había sido reemplazada y la gabardina medio elegante que llevaba estaba cubierta de barro, por no hablar de sus manos y sus mejores zapatos.


La lluvia copiosa de aquella mañana había sido sustituida por una ligera llovizna, así que no se encontraba calada hasta los huesos como antes. Pero el pelo le caía en mechones como colas de rata y debía de parecer recién salida de una pelea en el barro. ¡Y le había costado tanto arreglarse para ir a conocer al nuevo dueño del Hall!


Todo le mereció la pena cuando vio que recibía una enorme sonrisa de gratitud.


—¡No sé cómo agradecértelo, me has salvado la vida! ¡Sólo puedo desearte que alguien acuda en tu rescate si alguna vez lo necesitas!


Tras un agarrón por los hombros y dos besos en las mejillas, Paula sonrió, contemplando cómo la mujer se alejaba, y luego volvió a su coche para quitarse todo el barro que pudo de los zapatos y las manos con los últimos pañuelos que le quedaban en la caja. No consiguió mejorar el aspecto de su gabardina.


Era de esperar que su desaliño no provocase que el nuevo propietario le diese con la puerta en las narices. Por lo general, la gente se mostraba receptiva con las buenas causas. Con este pensamiento reconfortante, se introdujo en el camino flanqueado de árboles que llevaba a Felton Hall, animándose al ver el coche de aquella mujer aparcado junto a un Lexus de lujo y echándose a temblar a continuación al recordar que, por lo que le había contado, su jefe era una especie de monstruo.


Pero ya no iba a echarse atrás. Agarró el llamador de hierro y tiró de él con decisión.



****


Rechazando las disculpas de Penny Fleming, Pedro Alfonso le había pasado el proyecto del arquitecto y otros documentos para que los revisase antes de la reunión del día siguiente. Estaba terminando de darle instrucciones cuando el antiguo timbre de la puerta dejó oír su sonido discordante.


—¡Mira a ver quién es y deshazte de él!


Caminando por el estudio forrado de libros, miró su reloj. El jet privado del banco le estaba esperando. Tardaría una hora llegar al aeropuerto, menos si pisaba el acelerador. ¿Qué era lo que entretenía a aquella mujer? ¿Tanto tiempo llevaba abrir una puerta y decir a quien fuese que se marchara?


Como exitoso hombre de negocios, responder agresivamente a cualquier tipo de demora formaba parte de su carácter. Estaba indignado, ¡y se indignó aún más al ver a Penny Fleming entrar en la habitación seguida de la mendiga!


Exasperado, Pedro respiró hondo, y estaba a punto de decirle a su eficiente asistente que la despediría a menos que se organizase como Dios manda y que no se lo iba a advertir dos veces, cuando ella se adelantó a sus obvias objeciones:
—Le presento a Paula. Trabaja para una organización benéfica. ¿Hay algo que pueda llevarse para un mercadillo?


Madonna diavola! ¡Estaba rodeado de locos! ¡Y la criatura que había tomado por mendiga aquella mañana parecía ya de por sí un caso de beneficencia!


Pero no era un hombre tacaño. De hecho, contribuía generosamente a muchas buenas causas.


Preguntó a aquella mujer escuálida y cubierta de barro a qué se dedicaba la organización.


Paula tragó saliva al verse ante el hombre que la había impresionado aquella mañana. Tenía un magnífico aspecto, ¡pero la miraba con unos ojos de hielo que seguramente reflejaban cómo era en realidad su corazón!


Cuando Penny, que era el nombre con que se había presentado, le había abierto la puerta y escuchado su petición con simpatía evidente, había ganado confianza. 


Sobre todo cuando le dijo en un susurro que creía que su jefe no quería conservar el contenido de la casa y que estaba en deuda con ella e iba a hacer todo lo posible por ayudarla.


Paula notó que él se impacientaba porque apretaba la boca. 


¡Seguramente la paciencia tampoco era lo suyo!


Ella respondió tardíamente, pero con toda la decisión que pudo.


—Mi tía abuela fundó Life Begins hace diez años. Yo le echo una mano —animada por el modo en que Penny le apretó el codo, prosiguió—: ayudamos a la gente de la ciudad en tareas prácticas como hacer la compra, la limpieza, proporcionarles asistencia a domicilio si no tienen seguridad social, llevarlos y traerlos en coche…


—¡Basta! —dijo él, interrumpiendo aquella perorata cada vez más confiada. Ella tenía unos ojos increíbles. Claros, inocentes, sinceros. Y la forma más rápida de volver a tratar asuntos serios era dejar que obtuviese lo que deseaba—. Espera en el vestíbulo. En cuanto quede libre, la señorita Fleming te ayudará a decidir qué es lo que puede servirte.


Despedida de su presencia, se retiró sonriendo con sentidas palabras de agradecimiento, pero él ya no la escuchaba: se estaba volviendo para contestar el teléfono que había empezado a sonar. Ella se dijo que no le importaba, que no importaba que se deshiciesen de ella como si fuese insignificante y molesta, y esperó tal y como le habían indicado. Tenía lo que había venido buscando; autorización para marcharse con el tipo de cosas en las que la gente se gasta el dinero que tanto les ha costado ganar, con el fin de colocar a Life Begins en una posición económica más desahogada.


Angustiado, Pedro colgó el teléfono.


—¿Se encuentra bien, señor? —ignorando las palabras de Penny Fleming salió del estudio completamente decidido.


Sólo podía hacer una cosa. Como de costumbre, cuando se le presentaba un problema su cerebro encontraba rápidamente la solución.


La llamada del médico había confirmado sus peores temores, temores que como un puño de hielo le apretaban el corazón. Por lo que había deducido de la jerga médica que acababa de escuchar, su madre iba a morir muy pronto, así que se disponía a hacerla feliz en los últimos momentos de su vida. Era lo menos que podía hacer.


Y aquella desaliñada chica de la beneficencia sería estúpida si rechazase una sustanciosa donación a cambio de echarle una mano.




SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 2




Pedro Alfonso aparcó el Lexus frente al último añadido a su cartera personal de inversiones y miró satisfecho la fachada georgiana de Felton Hall. Situada sobre cuatro hectáreas de terreno boscoso y pintoresco, resultaba ideal para el exclusivísimo hotel que tenía en mente abrir allí.


Todo lo que tenía que hacer para echar a rodar la bola era mantener apartados a los de conservación de patrimonio del condado. La primera reunión estaba programada para el día siguiente por la tarde y tenía que transcurrir tal y como había previsto. Tenía a mano planos exhaustivos de la transformación del interior, dibujados por el mejor arquitecto del país, pero éste no iba a estar allí para encabezar la reunión.


Con la boca apretada, atravesó la imponente puerta principal. Se encontraba tenso a pesar de que, como norma, no permitía que nada alterase su estado de ánimo. Su adorada madre era la única persona en el mundo capaz de echar por tierra su férreo autocontrol y la madrugada anterior le había llamado su médico para decirle que había sufrido un colapso, que se encontraba hospitalizada y le estaban haciendo pruebas, y que le mantendrían informado. Tan pronto como llegara la asistenta personal de su oficina central en Londres él regresaría a Florencia para estar junto a su frágil progenitora que, aunque siempre había estado rodeada de lujos, no había tenido una vida fácil. Había perdido hacía diez años a su marido, padre de sus dos hijos, y hacía uno a su hijo mayor y su nuera Rosa en un trágico accidente de coche, cosa que casi acaba con ella. Antonio tenía treinta y seis años, dos más que Pedro. Había rechazado dedicarse al negocio bancario familiar y habría sido un abogado excepcional con un brillante futuro ante él. 


Lo peor de todo es que Rosa se encontraba embarazada de ocho semanas y llevaba en su seno el nieto que tanto ansiaba su abuela.


Todas las conversaciones que Pedro había mantenido con su madre una vez superada la tragedia, se habían centrado en la necesidad de que se casara y le proporcionase un heredero. Era su deber darle nietos que heredasen su nombre y las enormes propiedades familiares.


Aunque se esforzaba mucho por complacerla y prestarle toda su atención, cariño y amor filial, no sentía deseo alguno de cumplir con aquella obligación, porque ya había pasado por un compromiso desastroso y vergonzante del que había salido mal parado, y un matrimonio que había durado apenas diez meses: uno de felicidad y nueve de amarga decepción.


Deseaba darle a su madre lo que ella quería, ver sus ojos tristes brillar de felicidad y contemplar la sonrisa que le provocaría saber de su inminente matrimonio, pero todo en él se rebelaba contra la idea de volver a pasar otra vez por aquello.


Frunció el ceño inconscientemente mientras entraba en la enorme cocina buscando los preparativos de una comida improvisada. Penny Fleming ya debía estar allí. La había llamado a Londres y le había ordenado que saliese para Felton Hall inmediatamente, con equipaje para varios días. 


Él no podía marcharse hasta que ella llegara y recibiese instrucciones precisas sobre la reunión del día siguiente.


Consciente de que iba conformando en su mente una tremenda reprimenda para cuando la señorita Fleming apareciese por la puerta, desechó la idea de la comida y asió un cartón de zumo de naranja de la nevera, caprichosamente abastecida. Después de dejar al abogado aquella mañana debía haberse acercado a una tienda a por algo más apetecible que aquellos tomates con mala pinta y el trozo de queso envuelto en plástico que había comprado en una gasolinera la tarde anterior, cuyo aspecto nada apetitoso era sin duda premonición de cómo sería en realidad.


Bien, Penny Fleming tendría que ir a comprar cosas para el, ¡si es que se dignaba a aparecer! Cerró la puerta del frigorífico con tal fuerza que, de no ser aquella casa tan sólida, lo hubiese hecho atravesar la pared, y exhaló un largo suspiro.


La tensión que le había provocado el colapso de su madre, su necesidad de estar con ella y su frustración por tener que esperar, lo habían tornado más hiriente que de costumbre con la mendiga que se había cruzado en su camino aquella mañana. Tendría que hacer un esfuerzo para no leerle la cartilla a su asistente cuando finalmente apareciese.


El problema era que los retrasos no apaciguaban su mal humor, ni que sus empleados dejasen de hacer un esfuerzo inmediato y sobrehumano, ¡ni los vagos ni los incompetentes!






SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 1





Con un estremecimiento, Paula Chaves hundió su cuerpo flacucho en la campera empapada. Los sábados por la mañana solía haber mucha gente en el pequeño mercado de la ciudad, pero aquel día, el viento cortante de finales de marzo y la fría lluvia sólo habían permitido salir a los más resistentes a las inclemencias del tiempo.


Hasta los que se habían armado de valor para salir a comprar lo imprescindible pasaban presurosamente a su lado con las cabezas agachadas, ignorando la canasta amarilla adornada con una cara sonriente y el logo «Life Begins». Normalmente solían ser generosos, porque la pequeña organización benéfica local era muy conocida y aceptada, pero a los caritativos habitantes de Market Hallow no les hacía gracia la idea de detenerse a charlar o a rebuscar en sus carteras en busca de una moneda de veinte peniques. O, al menos, no con aquel tiempo.


Tirando hacia abajo de su gorro de lana, Paula estaba a punto de rendirse y volver a la casita que compartía con su tía abuela Edith para contarle su fracaso, cuando vio un hombre alto que salía del despacho del abogado local. 


Estaba a punto de marcharse en dirección opuesta, subiéndose el cuello de su elegante abrigo gris oscuro.


Paula no lo había visto antes, y conocía muy bien a todos los vecinos de la zona, pero parecía tener dinero, al menos a juzgar por la imagen que le ofrecía desde atrás. Esbozó una sonrisa amplia y optimista y corrió tras él, dispuesta a hablarle sobre los objetivos y esfuerzos llevados a cabo por su organización. Tras adelantarle, se detuvo frente a él, evitando por muy poco un indecoroso choque de cabezas, agitando la canasta de lata y dejando las explicaciones para cuando recuperase el aliento.


Pero, al levantar la vista y encontrarse con más de un metro ochenta de impresionante belleza masculina, sintió como si un extraño capricho de la naturaleza desterrase para siempre sus pulmones de su respiración. Era el hombre más guapo que había visto jamás. Tenía el pelo negro, cubierto de gotas de lluvia y ligeramente despeinado, y un par de ojos dorados y penetrantes cuyo efecto ella sólo pudo describir como fascinante.


No era nada normal que se quedara sin habla. Nunca le había pasado antes. La tía abuela Edith siempre decía que si, por desgracia, alguna vez se veía encerrada en la celda de una cárcel, lograría salir de ella a base de conversación.


Pero su sonrisa se fue apagando. Mientras él le hablaba, se quedó paralizada mirando con sus ojos grises y cristalinos aquella boca de labios carnosos y sensuales. Tenía un ligero acento extranjero, y el tono de su voz hizo que una serie de escalofríos se aposentasen en su espina dorsal.


—Pareces joven y bastante preparada —dijo rotundamente—. Sugiero que te busques un trabajo. Esquivándola tras aquel desaire tan aplastante se marchó con las manos en los bolsillos del abrigo. 


Pau oyó a alguien detrás de ella que decía:
—¡Lo he oído todo! ¿Quieres que le parta la cara?


—¡Meli! —roto el hechizo, recuperó la cordura y se giró hacia su antigua compañera de colegio. Melina, de casi uno ochenta, le sacaba veinticinco centímetros a Paula. Era una «gran chica» en todos los sentidos y nadie se atrevía a meterse con ella, ¡sobre todo cuando la expresión de su cara prometía represalias!


Paula se echó a reír y unos hoyuelos se le dibujaron en las mejillas.


—Olvídalo. Está claro que pensó que era una mendiga —miró arrepentida su vieja campera, sus pantalones de pana gastada y sus feas zapatillas y se dio cuenta de que era una suposición totalmente comprensible—. ¡Sólo me falta la caja de cartón y un perro atado con una cuerda!


—¡Lo único que te falta —afirmó Melina con mordacidad— es algo de sentido común! ¡Tienes veintitrés años, eres más lista que el hambre y sigues trabajando por casi nada!


«Últimamente, por nada», pensó Paula corrigiendo en silencio aquel comentario sobre su situación económica.


—Merece la pena —dijo sin dudarlo, porque aunque no tuviese el trabajo más glamuroso o mejor remunerado del mundo, las satisfacciones que le producía le compensaban con creces.


—¿Ah, sí? —escéptica, Melina la agarró del brazo con tal fuerza que sólo un luchador podría haberse zafado de ella—. Vamos. Café. Invito yo.


Cinco minutos más tarde, Paula había olvidado por completo a aquel extraño malhumorado y la impresión que le había causado. Se sumergió encantada en la calidez que el Ye Olde Copper Kettle le ofrecía, sentándose en una de aquellas diminutas mesas sobre las que se apelotonaban los tapetes, el menú redactado con una maravillosa caligrafía y un jarrón de tulipanes artificiales muy poco convincentes. 


Colocó la hucha al filo de la mesa y se quitó el gorro de lana mojada, dejando al descubierto un pelo aplastado color caramelo y completamente lacio. Al ver que la vieja y robusta camarera se aproximaba con una bandeja cargada de cosas, se levantó rápidamente para ayudarla a descargar las tazas, el azúcar, la cafetera y la jarrita de leche.


—¿Y su nieto, cómo está? —le preguntó.


—Va mejorando, gracias. Ya le han dado el alta. ¡Dice su padre que, si se atreve siquiera a mirar una moto, lo despelleja vivo!


—Enséñale a correr por los senderos —dijo Melina adustamente, ganándose el desdén de la camarera, que se limitó a ignorarla y a sonreír a Paula empujando la canasta para apartarla del filo de la mesa.


—¡Hace un día muy malo para postular! Esto ha estado desierto toda la mañana. Pero acudiré a tu mercadillo la semana que viene si consigo algo de tiempo libre.


Paula mudó la expresión de su rostro mientras veía alejarse a la mujer. El mercadillo bianual, que se celebraba con el fin de recaudar fondos para Life Begins, iba a ser un completo desastre. Transmitió a Melina su preocupación.


—Esta ciudad es pequeña y sólo muy de vez en cuando se reciclan los trajes, los libros y los adornos. Hasta ahora ha habido muy pocas donaciones y la mayoría son cosas que todos han visto y rechazado en otras ediciones.


—Igual puedo echarte una mano —Melina sirvió el café en las delicadas tazas de porcelana—. ¿Sabes que acaban de vender Felton Hall?


—¿Y? —Paula bebió un sorbo de aquel excelente café. El Hall, situado a unos tres kilómetros de la casa de su tía abuela, llevaba en venta desde que el viejo coronel Masters falleciese seis meses antes. No había oído nada de la venta, pero Melina lo sabía porque trabajaba para una empresa de agentes inmobiliarios de ámbito nacional que tenía sede en la ciudad grande más cercana a la de ellas—. ¿Eso a mí de qué me sirve?


—Todo depende del morro que tengas para presentarte allí antes de que los del servicio de recogida de muebles crucen el umbral —Melina sonrió, echando cuatro cucharadas de azúcar en su taza—. El contenido de la casa se vendía junto con la propiedad. El único hijo del coronel trabaja en la City y seguramente tiene un ático funcional y minimalista como corresponde a un licenciado prometedor, de modo que no tendrá mayor interés por los trastos anticuados de su padre.
 Y el flamante dueño querrá deshacerse de ellos, así que, si sonríes dulcemente, puede que consigas algunas cositas medio decentes para el mercadillo. ¡Lo peor que puede pasarte es que te den con la puerta en las narices!



SUYA SOLAMENTE: SINOPSIS








Era una joven virgen e inocente… hasta la noche de bodas


El increíblemente sexy y arrogante Pedro Alfonso necesitaba una esposa y, en cuanto vio a Paula Chaves, supo que aquella inocente inglesa sería la candidata perfecta para el puesto…


Paula tuvo que hacer un esfuerzo para adaptarse a la sofisticación del mundo de Pedro… especialmente cuando se dio cuenta de que tendría que cumplir todos los deseos de su marido… Lo que ella no sabía era que Pedro pretendía seducirla llevándosela a pasar la noche de bodas a la maravillosa costa de Amalfi… Una vez dijeran sus votos matrimoniales, la haría suya y sólo suya…