martes, 4 de octubre de 2016

LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 8




Paula despertó al oír que llamaban a la puerta con impaciencia y al otro lado la voz de Pedro.


—Levántate, mi bella durmiente. 


Paula rió, se puso la bata y abrió la puerta.


—¿Bella durmiente?


—¿Acaso no hay un poema que dice que un amor es como una rosa roja?—preguntó Pedro—. Eso es lo que siento por ti. Eres tan elegante y suave como una rosa. Pensaba que te parecías más a una orquídea, pero anoche me di cuenta de tu fuerza y tus espinas.


—Gracias...—respondió Paula—. ¿Siempre eres tan poético a las... —miró el reloj que estaba junto a la cama—... nueve de la mañana?


—Raras veces me viene la inspiración —admitió él—. ¿Quieres el desayuno en la mesa que está ahí, o en tu cama? —preguntó.


—Eso depende. ¿Lo compartirás conmigo?


—Por supuesto —aseguró Pedro suspirando.


—Entonces, será mejor que lo pongas sobre la mesa —sugirió Paula.


—Temía que dijeras eso —confesó Pedro.


—¿Qué has traído? —quiso saber Paula, al darse cuenta de que tenía mucho apetito.


—Este fin de semana no se permite dieta —indicó Pedro—. No dejarás nada en el plato.


—Hablas como el ama de llaves de mi madre —le reprochó Paula—. Los desayunos de mamá y los míos, tan sólo media naranja y pan tostado, la enfurecen. Cuando mi padre tuvo que dejar de comer huevos, Maisie estuvo a punto de retirarse. Dijo que no tenía sentido saber cocinar, si todos en la casa comían tan poco. Amenazó con servirnos alpiste en lugar de la comida.


—¿Y lo hizo? —preguntó Pedro.


—Por supuesto que no. Maisie se moriría si no pudiera cuidara mis padres. Su mayor pesar es que ahora sólo puede cuidarme a mí durante la cena del domingo. No puedo soportar la expresión de su cara, cuando no me como el postre. ¿Vas a abrir esas bolsas, o tendré que robártelas?


—Eso podría resultar interesante —comentó Pedro, y levantó las dos bolsas, fuera del alcance de Paula. Ella se puso de puntillas y se estiró. La mirada divertida de Pedro se encontró con los ojos de ella, encendiendo la pasión en ellos. Al advertir que la mirada de Pedro se fijaba en su pecho, Paula se dio cuenta de que su bata estaba abierta, que sus senos sólo estaban cubiertos por su sostén de encaje—. Paula... —murmuró de pronto él, con voz ronca.


—Sí —musitó Paula, sintiendo un nudo en la garganta. Su corazón latía con fuerza.


—Yo...—empezó a decir Pedro y luego se aclaró la garganta. Sacudió la cabeza, como si hubiera salido de un trance—. Creo que será mejor que comamos.


Ella asintió y se sentó de inmediato. Se cerró la bata. Pedro abrió una bolsa con dedos temblorosos y sacó el contenido: galletas todavía calientes y recién salidas del horno, mermelada, melón fresco, y unas enormes tazas de café caliente. Volvió a meter la mano en la bolsa y sacó un folleto que colocó delante de Paula. Ella reconoció el logotipo del College of Art & Design, y de pronto, su apetito desapareció.


Pedro, me estás presionando.


—No te hará daño leerlo, ¿o sí? Pensé en que más tarde podríamos pasar por allí y hablar con alguien acerca de las matrículas para el otoño.


—¿Por qué es tan importante para ti que yo haga esto? —preguntó ella.


—No es importante para mí que lo hagas —le aseguró—. Es importante para ti.


—¿Cómo puedes decir eso? ¡Ni si quiera me conoces! Yo solamente te hice un comentario.


—No es así —insistió Pedro. Con calma untó mermelada en un panecillo para ella. A Paula le irritaba la apariencia de seguridad de Pedro. El añadió—: Me dijiste que eso era algo que en una ocasión deseaste mucho. Siempre estás diciendo que esas comidas benéficas te aburren. Por lo que sé, la única razón por la que no te matriculas en la escuela es por tu edad. Sólo quiero que te des cuenta de que eso es una tontería. ¿Todavía piensas que no te conozco?


—De acuerdo, quizá me conoces algo —admitió Paula, no quería conceder nada más—. Eso no te da el derecho de interferir en mi vida.


—¿Es interferir desear lo mejor para ti? —preguntó él.


—No, si soy yo quien escoge —respondió.


—Entonces, escoge, Paula. Toma una decisión... cualquiera, yo te respaldaré.


En el tono de su voz había un matiz de censura que irritó a Paula. La joven pensaba que él no tenía ningún derecho a sugerirle que lo que ella estaba haciendo con su vida no era suficiente. Paula arrojó la servilleta y se levantó.


—Quizá esto sea un error, Pedro. Tal vez lo mejor hubiese sido dejar las cosas como estaban.


—¿Qué quieres decir? —preguntó él.


Paula se puso a pasear de un lado al otro de la habitación. Estaba irritada con él por haber arruinado lo que veinticuatro horas antes parecía tan perfecto.


—Quiero decir que algunas fantasías no son tan perfectas bajo un escrutinio más atento. Eres tan dominante, a tu manera, como lo era Mateo a la suya. No permitiré que otro hombre dirija mi vida. No quiero ser moldeada como tu versión de mujer ideal.


—Cálmate —le pidió Pedro—. No quiero dirigir tu vida. Quiero que tú lo hagas. Hay una gran diferencia.


—Ya estoy dirigiendo mi vida —aseguró Paula.


—¿De verdad? No lo veo —señaló Pedro.


—Eso se debe a que estás obsesionado con tu carrera —explicó Paula— Piensas que todo el que no esté obsesionado con el trabajo como tú, es alguien aburrido.


—A mi no me importa si tienes o no una carrera —le aseguró Pedro con impaciencia—. ¿Puedes afirmar sinceramente que eras feliz cuando eras solamente ama de casa? ¿Eso te dejaba satisfecha? ¿Estabas contenta dirigiendo una casa, y haciendo buenas obras?


—¡No! —explotó al fin Paula. A ella misma le sorprendía la ira que la dominaba—. Lo odiaba, pero eso era lo que se esperaba de mí, y yo lo hacía bien.


—Estoy seguro de que lo hacías bien —indicó él y suspiró aliviado al ver que ella explotaba—. Creo que has sido buena en todo lo que has hecho —ella se volvió a mirarlo, tenía los ojos llenos de lágrimas—. En ésta ocasión, se trata de algo que significa mucho para ti, algo importante, algo que necesitas para sentirte realizada.


De pronto, Paula comprendió lo que él había hecho. No estaba segura de qué le irritaba más: si el hecho de que lo hubiera intentado, o de que funcionara.


—Me has hecho pelearme contigo a propósito, ¿no es así? —quiso saber Paula.


—Quizá.


—No intentes manipularme de nuevo, Pedro —le advirtió seriamente. Parecía dotada de una nueva fuerza. Pensó que tal vez debería agradecérselo, pero no lo hizo—. Es probable que ganes la batalla, pero te garantizo que perderás la guerra.


En lugar de parecer intimidado, Pedro parecía contento.


—Es un trato —dijo él.


No convencida por su repentino cambio de táctica, Paula lo miró desconfiada a los ojos. Al fin, asintió y volvió a sentarse. 


Dio un sorbo a su café.


—¿Eso mismo significa la publicidad para ti? —preguntó Paula con voz calmada—. ¿Te sentirías vacío sin ella?


—A veces —contestó Pedro.


—Creía que la adorabas. Cada vez que hablas de White Stone Electronics, te brillan de una manera especial los ojos. Te envidiaba por eso. Me gustaría tener algo que llegara a importarme tanto.


—White Stone me ha hecho ver lo mucho que he perdido al convertirme en un ganador —manifestó Pedro.


—¿No es eso una contradicción? —preguntó ella.


—No lo creo. No, si ser un ganador te aleja de los aspectos de tu trabajo que más quieres. Es como si a un maestro que adorara trabajar con estudiantes de pronto lo nombraran director. El todavía es un educador, sin embargo, ya no está en las aulas —explicó Pedro.


—¿Qué significa eso para ti?


—Todavía no estoy seguro. Tal vez, como tú, encontraré las respuestas aquí en Savannah. ¿Quieres averiguarlo?


Paula suspiró y al fin asintió.


—¿Por dónde empezamos?


—Visitemos esa escuela —sugirió Pedro—. El resto, iremos paso a paso —Al ver la mirada dudosa de Paula, insistió—: Los dos.


—Seguro —dijo al fin Paula—. ¿Qué tengo que perder? Un trabajo en una tienda que no me deja ningún dinero y que podría ser efectuado por cualquier adulto. Casi cualquier cosa sería mejor que eso, ¿no es así?


—Esa es la mejor actitud —aseguró Pedro con tono aprobador.


—¿Valerosa?


—Desde luego —respondió él, riendo. Le tomó la mano y le besó la palma—. También sexy.


Aquella caricia ligera de sus labios provocó una especie de terremoto en Paula. Un estremecimiento la recorrió. Después de todo, pensó que tal vez todo saliera bien. Miró a Pedro a los ojos y le sostuvo la mirada. El guiñó un ojo, y el pulso de Paula volvió a acelerarse.


Ella pensó de nuevo, pesarosa, que era muy posible que se estuviera metiendo en problemas.






LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 7




El restaurante estaba repleto de turistas de fin de semana, pero al ver a Pedro, la encargada le prometió hacer todo lo posible. Al cabo de unos minutos estuvieron sentados, y la cena fue de lo mejor. Paula saboreó el marisco por primera vez, en realidad.


—Esto es magnífico —comentó ella, sin poder ocultar su sorpresa.


—Es la tercera vez que pides ese plato —señaló Pedro.


—Sin embargo, es la primera vez que le presto atención —indicó ella y lo miró con intensidad—. ¿Es posible que te acuerdes de lo que yo comí hace un año, la noche en que nos conocimos?


—Lo recuerdo todo acerca de esa noche —aseguró él.


El corazón de Paula se aceleró. Pedro colocó una mano sobre la mesa, con la palma hacia arriba, y después de un momento de duda, Paula entrelazó sus dedos con los suyos. Aquel contacto la hizo estremecerse. La mirada cálida y apasionada de Pedro derritió su resolución de actuar con lentitud, de mantenerlo a cierta distancia, hasta llegar a conocerlo más profundamente.


Pedro, tú me prometiste… —lo acusó ella sin aliento. El la miró con inocencia.


—No estoy haciendo nada—explicó él.


—Sí lo estás haciendo —insistió Paula y retiró la mano. Sin embargo, su pulso continuaba acelerado. Se irguió en su asiento—. Dime cómo te ha ido esta semana —le pidió ella.


El rió con suavidad, haciéndola perder el sentido y también haciendo que fracasara su intento por dominar su instinto.


—Gané unos cuantos dólares —respondió él—. ¿Y tú?


—Estuve trabajando en la tienda, y asistí a tres aburridas comidas benéficas. Hubiera preferido enviarles el dinero.


—¿Por qué no lo hiciste? —quiso saber Pedro.


—Porque me dijeron que el hecho de anotar mi nombre en el comité, ayuda a recaudar más dinero —explicó Paula—. Tengo que hacer lo mismo con las reuniones benéficas; no puedo escabullirme. Muy pronto, estaré harta de ensalada de pollo y frambuesas frescas.


—La semana pasada dijiste algo acerca de llamar al College of Art & Design, para concertar una cita —le recordó Pedro—. Me gustaría acompañarte para conocer ese lugar. He oído hablar mucho de él.


A pesar del interés aparente de Pedro, Paula se puso a la defensiva de inmediato.


—Hablas como Elisabeth —se lamentó Paula—. Por favor, no seas terco como ella. Ya iré allí uno de estos días.


—No es demasiado pronto para informarse acerca de las clases de otoño —insistió Pedro, con la determinación de un hombre que no está acostumbrado a perder el tiempo—. Si vivieras en Savannah, podríamos vernos más a menudo.


Pedro sugería la posibilidad de pasar más tiempo juntos, lo cual era una tentación deliciosa, pero también peligrosa, porque implicaba y un compromiso. Paula no estaba preparada para hacer un cambio tan drástico en su estilo de vida. Por lo menos no por un hombre, cuando no estaba preparada para hacerlo por ella misma.


—¿Y si lo discutimos en otra ocasión? —le pidió ella.


Pedro parecía confuso ante la vacilación de Paula. Ella envidió su seguridad, su habilidad para tomar decisiones rápidas. Resultaba evidente que Pedro era un hombre al que le gustaba el éxito y que se arriesgaba a perder. Ella no era tan valiente, aunque tenía que reconocer que cada día era más fuerte.


—¿Por qué no quieres discutirlo?—preguntó Pedro


Paula respiró profundo antes de responder.


—Porque cada vez que uno de vosotros toca ese tema, empiezo a pensar en mí misma como una fracasada —le confesó Paula.


Pedro parecía sorprendido.


—¿Un fracaso? Esto no es un fracaso, Paula. Creía que el trabajar en restauración histórica era algo que deseabas. Sólo intentaba animarte.


—Solamente lo he mencionado un par de veces, quizá —comentó ella—. Lo que Eli y tú estáis haciendo parece más una presión que otra cosa.


—Eso se debe a que tienes miedo —se aventuró a señalar Pedro—. ¿No es cierto?


—Tienes razón, tengo miedo —confesó Paula—. Ahora llevo una vida segura, ¿para qué cambiarla por un capricho?


—Si se trata de un capricho, entonces tienes razón —respondió Pedro estudiándola con gran intensidad—. ¿Es solamente un capricho?


—Ya no lo sé —repuso ella suspirando—. Cada vez que vengo a esta ciudad, veo lo mucho que se ha conseguido, y vuelvo a entusiasmarme. Después, vuelvo a casa, a la rutina familiar, y no le veo sentido. Hay muchas otras personas que pueden encargarse de los proyectos de preservación. La reputación de la escuela va en aumento, el trabajo es excitante. El país por fin empieza a ver la importancia de preservar la historia, en lugar de destruirla. Savannah ha sido líder en esa lucha.


—Tal vez las cosas estén cambiando aquí —admitió Pedro—. La gente de Savannah tiene un auténtico compromiso con la historia, pero la pelea es mucho más difícil en otras ciudades. ¿Cuántos edificios históricos son derribados en Atlanta para poder construir el nuevo estadio? Eso está en tu propio estado.


Paula comprendió que ella se había limitado a hablar sin saber, no había estudiado las alternativas. Pensó que quizá fuese una de esas personas que se entregaban a una causa fácil, mientras los requerimientos principales fueran dinero y tiempo, y no el riesgo a la controversia.


—Tienes razón—admitió ella—. Me he alejado de la lucha. Quizá eso sucedía en última instancia en mi matrimonio. Olvidé mantenerme firme, defender lo que creo. Pasé demasiados años enfocada por completo hacia las metas de Mateo, y uno de sus principales objetivos en la vida era evitar la controversia.


—No tiene por qué ser de esa manera —insistió Pedro—. Eres demasiado inteligente para tomar siempre el camino fácil.


—¿Qué te hace estar tan seguro de eso? —quiso saber ella.


—Lo veo en tus ojos, tu temperamento. Lo dominas antes que se salga fuera de tu alcance, pero está allí. Necesitas una buena terapia de responder a gritos.


De pronto, Paula se dio cuenta de que muchas veces se había mordido la lengua para evitar hacer una escena, y que siempre se había reservado sus opiniones en nombre de la diplomacia.


—Ten cuidado —le previno—. Puedes estar creando un monstruo. Cuando te des cuenta, no podrás decir ni media palabra sin que yo te desafíe.


El sonrió antes de responder.


—Soy un luchador nacido en la calle, cariño. Yo me arriesgaré. Ahora termínate ese vino y vámonos de aquí. Creo que hay un sitio que debemos visitar.


—¿Cuál? —preguntó Paula.


—Ya lo verás —respondió con tono misterioso Pedro, y a pesar de que ella insistió, no reveló sus planes.


Al salir del restaurante, el malecón estaba lleno de vida con la actividad del fin de semana. Estaban ofreciendo un concierto, y gran cantidad de gente se encontraba reunida en la ribera del río. Algunos se detenían para escuchar la música y otros paseaban. Al observar la expresión de Paula, Pedro preguntó:
—¿Nos quedamos o nos vamos?


—Nos quedamos —dijo de inmediato ella.


Pedro encontró un sitio desde donde se podía escuchar la música. y contemplar el río. Apoyado contra el pretil la atrajo hacia él y la rodeó con los brazos. El calor de su cuerpo la envolvió, y Paula sintió sus muslos musculosos. La joven era muy consciente de su presencia, de su masculinidad. 


Sus senos anhelaban ser acariciados. Al sentir su aliento tibio en la oreja, se estremeció.


—Mira hacia arriba —ordenó Pedro con un murmullo—. Rápido... —Paula miró hacia el cielo—. Es una estrella fugaz. Pide un deseo.


—No creo que desee nada más que esto —respondió Paula sinceramente, disfrutando de la sensación de estar en sus brazos.


lunes, 3 de octubre de 2016

LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 6




Fin de semana del Memorial Day.


EL avión de Pedro se retrasó. Ya de por sí era un hombre impaciente, así que ese día estaba especialmente furioso por el retraso. Paseó de un lado a otro, maldiciendo a la compañía aérea, y al cielo encapotado de Nueva York. 


También se maldijo a sí mismo por haber vendido su avión privado, y a Paula, por haberse convertido en una obsesión para él.


Desde aquel primer encuentro, supo que ella era capaz de volverlo loco de ansiedad.


En realidad, de no haber sido Paula, él nunca habría tomado la decisión apresurada de aceptar al cliente de Savannah.


Todos sus instintos de hombre de negocios le habían aconsejado que no lo aceptara. White Stone Electronics era una compañía pequeña, y aunque el potencial era grande, pasarían años antes que él empezara a ganar algo. No obstante, durante aquellas breves horas que pasó con Paula, decidió que aceptaría, que lo adoptaría como una excusa para volver a aquella ciudad donde se conocieron, para aferrarse al único lazo que existía entre ellos.


De manera extraña, ese cliente pequeño se había convertido en el más satisfactorio que había tenido en muchos años. La mayoría de las quinientas empresas que trabajaban con él, en realidad no necesitaban su ayuda. Sólo querían publicidad para mantener el alto nivel que ya tenían. White Stone Electronics no tenía reputación a nivel nacional, excepto entre unos cuantos clientes. Pero sus resultados, las repentinas ganancias que siguieron a la primera publicidad, fueron especialmente gratificantes para Pedro.


De cualquier manera, nadie en la oficina matriz de Nueva York podía comprender sus frecuentes viajes a Savannah.


Después de los primeros años en el negocio, su papel había sido el de relacionarse con los clientes más importantes y dirigir las campañas publicitarias. Como resultado, habían transcurrido años desde que experimentaba la satisfacción de ver que una de sus propias creaciones llegaba a la pantalla de la televisión o a las páginas de las revistas elegantes. Durante los últimos meses, disfrutaba al escuchar que la gente en el metro o en el supermercado hacía comentarios sobre sus anuncios comerciales.


Durante esos meses anteriores, cada vez estaba más ansioso por volver a Savannah, donde su creatividad florecía con más libertad que antes. Sin embargo, ese día su impaciencia era causada por algo por completo diferente... Paula.


Desde que se separaron la última vez, no había podido apartarla de su mente. Si los recuerdos lo habían dominado durante ese último año, la semana que acababa de pasar había sido una tortura. Con su piel pálida, sus enormes y expresivos ojos azules y ese halo de autonomía, representaba un desafío delicioso.


El lo había dicho todo al decirle que tenía clase. Para un joven con sus antecedentes de pobreza, para un hombre que había luchado mucho para salir de un deprimido barrio y llegar a Upper East Side, Paula representaba la clase de mujer que debería ser colocada sobre un pedestal. Era un sueño para él, pero también era real, de carne y hueso.


Una docena de veces tomó el teléfono para llamarla, pero se contuvo. No quería presionarla, o quizá estuviese asustado de reconocer lo importante que se había vuelto para él. No sólo su deseo hacia ella explicaba la aceleración de su pulso cuando pensaba en ella. A pesar de ese temor tan profundo, no había dudado en volar para verla esa noche. Decidió que si el avión no salía durante los próximos diez minutos, cambiaría de compañía, alquilaría una avioneta, haría cualquier cosa para acudir a su lado. Dos horas después, cuando al fin bajó del avión y la vio esperándolo, su corazón se detuvo para después latir apresuradamente. Advirtió la mirada ansiosa de Paula, mientras observaba a los pasajeros que llegaban. Al no verlo, ella frunció el ceño. Sin poder ocultarse por un momento más, Pedro avanzó hacia ella. Al verlo, la expresión de preocupación se borró de su rostro y apareció una sonrisa de bienvenida. El calor de sus ojos encendió la sangre de Pedro de nuevo. Estaba atrapado. Ningún hombre podría inspirar una mirada como aquella sin sentir una sensación de posesión, un anhelo repentino por esa clase de pasión que se le había escapado en su vida.


Al acercarse, Pedro le tomó las manos. Ansioso por un beso, por sentir sus labios bajo los suyos, se conformó con entrelazar sus dedos con timidez.


—Siento llegar tarde —se disculpó Pedro.


—¿Llevabas tú el avión? —preguntó Paula. El sonrió ante su pregunta y negó con la cabeza—. Entonces, no hay razón para que te disculpes. Además, ¿tienes idea de lo fascinante que puede ser un aeropuerto?


—Sinceramente, no —respondió él.


—¿Te gustaría hacer un recorrido por él? —preguntó Paula—. Hay un encantador puesto de revistas, y la cafetería tiene una camarera que con seguridad ha venido de Nueva York. Por sus bruscos modales, seguro que es de allí. Me hizo recordar una cafetería que visité en Manhattan. Las peores camareras se llevaban las mejores propinas. ¿A qué puede deberse eso? No solamente las soportan, sino que además las animan —se lamentó Paula.


—Es probable que se deba a que sus clientes regulares saben que pueden contar con ellas todos los días. La constancia es algo que debe atesorarse, en especial en una ciudad como Nueva York —ella lo miró con expresión de duda—. De acuerdo. No me crees. Quizá sea porque eso nos da la oportunidad de poder gritarle a alguien, antes de haber desayunado. Si tratamos mal a una camarera, el peor castigo que puede infligirnos es servirnos café frío. Pero si tratamos mal a nuestras mujeres, se divorcian de nosotros, y además nos dejan sin un céntimo.


—Eso suena más probable —comentó Paula—. ¿Qué hay acerca de ti? ¿Eres una persona madrugadora?


—Sí —respondió Pedro—. Nunca molesté a Patricia con el desayuno. Por lo general, salía de casa antes que ella se levantara, y además nunca le grito a una camarera.  ¿Quieres seguir de pie aquí, comentando mi temperamento matutino?


—En realidad, sí —aseguró Paula. Intrigado, él la miró con seriedad.


—¿Por qué? —quiso saber Pedro.


Paula levantó la barbilla con actitud de desafío. Una vez más, él advirtió esa mezcla de sorprendente vulnerabilidad y terca determinación.


—Porque una parte de mí está aterrada por lo que vendrá después —admitió Paula.


—No haré nada que tú no desees —prometió Pedro, conmovido por su sinceridad y admirado ante la inocencia que revelaba una mujer que debería sentir una completa seguridad. Una vez más se dijo que todo aquello no era algo común, y que debería ser atesorado y alentado—, aunque tenga que pasar todo el fin de semana tomando duchas frías.


—Después de todo, tal vez mi madre no tomaría en cuenta tu origen —comentó Paula, con un brillo burlón en los ojos—. Realmente te estás contagiando del espíritu del caballero del sur.


—Esperemos que mi carne débil pueda mantenerse fiel a mi espíritu.


—He depositado toda mi confianza en ti —le aseguró Paula tomándolo del brazo.


—Lo sé —apenas si pudo contener un suspiro de placer al sentir que lo tocaba—. Eso es lo que lo hace tan difícil. Si acaso sucumbiera, ante un momento de pasión intensa, me sentiría culpable durante el resto de mi vida. Dejemos de hablar de eso. ¿Has decidido a dónde te gustaría ir a cenar?


—Al mismo lugar —respondió Paula—. Tengo la impresión de que ese sitio nos dará suerte.


—¿Eres supersticiosa?


—Sólo me protejo. ¿Te importa?


—De ninguna manera —aseguró Pedro—, siempre que no esperes que sirva el café. La última vez, las personas de la mesa contigua se quejaron porque no les serví a ellas.


La risa de Paula llenó el aire.







LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 5




Por primera vez en años, Pedro se despertó pensando en algo que no era su trabajo. ¡Paula! El recuerdo de su mirada de confianza de la noche anterior; el deleite que expresaron sus frágiles facciones cuando él apareció ante ella en la mesa; el anhelo que él reconoció cuando la despidió ante la puerta de su habitación del hotel, a la una de la madrugada, con un beso dulce y suave. Pedro hubiera deseado mucho más, pero había decidido moverse con precaución con ella, tomarse su tiempo para atesorar aquellos sentimientos tan extraños y nuevos que crecían en su interior. El control no era una de sus virtudes y en ese momento descubría que todo el cuerpo le dolía por el esfuerzo.


Aunque controló sus acciones, no sucedió lo mismo con sus palabras, pues le confesó a Paula toda la verdad. 


Durante el último año, no había pasado un solo día en que no hubiera pensado en ella. Había deseado explorar su ágil inteligencia tanto como saborear su increíble cuerpo. El hecho de haber dado preferencia a la mente sobre la sensualidad le revelaba con exactitud hasta dónde había llegado. Desde el principio, Pedro había sabido que ella sería algo importante en su vida, alguien a quien respetaría y querría. Daba gracias al cielo por haber escuchado a su propia conciencia.


No obstante, en ese momento maldecía aquella conciencia. 


Estaba acostado en su cama, sufriendo la necesidad de tocarla. No era la primera vez que pensaba en Paula y sabía que tendría que darse una ducha fría. Esa mañana volvería a verla, aunque por breve tiempo, ya que al mediodía tenía que abordar un avión para volver a Nueva York. Tenía una cita importante a las tres de la tarde. En realidad, había tenido que volver a arreglar una media docena de citas para ir a Savannah, Hubiera sido necesario un colapso de la industria de la aviación y la fuerza de un huracán para mantenerlo alejado de Savannah esa noche. Había pasado trescientos sesenta y cinco días soñando con volver a abrazarla.


Pedro levantó el teléfono y marcó el número de la habitación de Paula.


—Despierta, dormilona —dijo él.


—Es temprano —murmuró Paula con un susurro que encendió la sangre de Pedro de nuevo.


—Sólo disponemos de unas cuantas horas. No quiero desperdiciarlas —respondió él—. Desayunaremos dentro de veinte minutos. Pasaré a recogerte.


—Una hora —pidió Paula.


—Treinta minutos, y ni un segundo más —insistió él y colgó.


Paula lo recibió en la puerta de su habitación, descalza, y con el cabello largo y oscuro todavía húmedo. Estaba aún más hermosa sin maquillaje. Olía a jabón y a perfume.


—Llegas demasiado pronto —le reprochó Paula.


—Llego justamente a tiempo —aseguró Pedro.


—No estoy lista.


—Estás hermosa


—Todavía estoy húmeda—indicó Paula.


Pedro le apartó un mechón húmedo de cabello del rostro y contempló la mirada cálida de sus ojos azules.


—Hermosa—murmuró él con voz ronca y besó sus labios. 


Deseaba saborearlos durante horas, descubrir su forma y textura con detalle.


Con un gemido se apartó. Tuvo que hacer uso de toda su fuerza para no exigir más, para soltarla, cuando sintió que el cuerpo de Paula respondía al suyo. Musitó:
—Eres una dama peligrosa.


—¿Yo? —preguntó Paula, con expresión sorprendida de placer.


—Sí, tú. ¿No tienes idea de lo tentadora que eres?


—No.


Esa respuesta tan sincera hizo que el corazón de Pedro diera un vuelco. ¡Qué sensación tan gloriosa sería demostrarle a Paula lo deseable que era, despertar su pasión de una manera que su ex marido siempre ignoró! Se dijo que no lo haría en ese momento. A pesar de que la deseaba mucho, de que estaba convencido de que ella también lo deseaba, no la asustaría. Paula le recordaba una orquídea, delicadamente sensual, pero frágil.


—Apresúrate —sugirió Pedro—. Tengo un hambre de lobo.


Poco tiempo después, Paula desayunaba media naranja y pan tostado, mientras Pedro atacaba sus huevos con jamón. Le ofreció unos pastelillos de arándano a Paula.


—No, gracias —respondió ella.


—Sólo uno —insistió Pedro. Partió un pastelillo, le untó mantequilla y se lo tendió a Paula.


Pedro le habló de la cita que tenía en Nueva York. Ella se comió todo el panecillo, antes de darse cuenta de que él ni siquiera lo había probado.


—Me has hecho trampa —reclamó Paula.


—¿Cómo dices? —preguntó él con inocencia.


—Tú no querías el panecillo —lo acusó Paula.


—Pero resulta evidente que tú sí —respondió Pedro. Ella lo estudió con expresión de sorpresa.


—¿Cómo lo sabías? —preguntó Paula.


La expresión de Pedro se volvió seria cuando le tomó la mano y lentamente se la acarició. El pulso de Paula se aceleró con aquella caricia.


—Lo sé todo acerca de ti —dijo Pedro.


—¡Oh!—exclamó ella.


—Bueno, quizá no todo, pero lo que no sepa, pronto lo sabré —aseguró él.


—¿Pronto?


—He estado pensando algo —confesó Pedro—. Sobre el Memorial Day. ¿Podríamos volver a vernos aquí? —preguntó Pedro—. Tendríamos todo el fin de semana para conocernos.


Paula dudó y sintió que su corazón se detenía.


—Tal vez estemos intentando convertir esto en algo que no es sino una ilusión —sugirió ella con precaución.


—Y tal vez no sea así. ¿Cómo vamos a saberlo, si no exploramos las posibilidades? ¿Quieres volver a alejarte, sin intentarlo?


—No —respondió Paula y lo miró a los ojos. Levantó la barbilla, orgullosa—. No, no quiero eso.


Pedro sonrió.


—Entonces, dentro de ocho días, a la misma hora... en el mismo lugar —indicó Pedro.


—A la misma hora, en el mismo lugar —repitió Paula, asintiendo lentamente.