sábado, 24 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 16





Aunque más de uno de los actores olvidó su guión, y el personaje principal tropezó con la espada que llevaba al cinto y se cayó todo lo largo que era sobre el escenario, la obra de teatro fue un éxito. Para celebrarlo, un grupo de profesores de la escuela, Paula, Diego Torres, Fiona y su joven acompañante, fueron a un restaurante a tomar algo.


Fiona había pasado la mayor parte de la velada coqueteando con descaro con su amigo, mientras Diego bebía una cerveza tras otra. Al final, la pelirroja y su pareja se fueron juntos, y Diego se ofreció a acompañar a Pau a su casa.


—Quizá debería haberte acompañado yo a ti —comentó la joven al notar, preocupada, que Diego se tambaleaba por el excesivo consumo de alcohol.


—No digas tonterías, ángel mío, controlo perfectamente —respondió él trabándose un poco con las palabras.


—¿Quieres que llame a un taxi?


—Pau, puedo recorrer sin problemas las tres manzanas que me separan de mi casa —contestó Diego, ofendido.


—En ese caso, buenas noches. —Paula se acercó para darle un beso en la mejilla, pero el hombre, que era casi de su misma estatura, volvió la cabeza y Pau no pudo impedir que sus labios se tocaran.


—Pau... —susurró él rodeándola con los brazos y estrechándola con fuerza, mientras su boca se volvía más insistente. Paula apoyó las palmas contra su pecho y lo empujó con fuerza tratando de apartarse. No le resultó muy difícil, Diego estaba tan borracho que por poco lo tira al suelo.


—Diego, no soy Fiona —le recordó, armándose de paciencia.


—Ya lo sé, Pau, ¿por qué piensas que me gustaría que fueras Fiona? Fiona es una bruja, tú en cambio eres guapa y buena. ¿Quieres ser mi novia, Pau?


—Baja la voz, Diego, vas a despertar a los vecinos.


—¿Qué me importan a mí tus vecinos? —respondió él a voz en grito—. ¡Oídme bien, le he pedido a Pau que sea mi novia!


En ese momento, un taxi vacío acertó a pasar por ahí y Paula alzó el brazo para detenerlo. Con esfuerzo, consiguió montar a su amigo en el asiento trasero y cerrar la puerta. Luego le indicó al conductor la dirección a la que debía llevarlo y se despidió de Diego, no sin asegurarse antes de que su amigo tuviera suficiente dinero para pagar la carrera.


—¡Adiós, ángel mío!— vociferó Diego con medio cuerpo asomando por la ventanilla agitando los brazos, frenético, mientras el taxi se alejaba.


Paula dio un suspiro de alivio y se disponía a entrar en el portal cuando una sombra de un tamaño amenazador surgió de la nada. Aterrada, Pau se llevó una mano a la boca tratando de ahogar el grito que pugnaba por salir de su garganta pero, casi al instante, reconoció la alta figura de su vecino, tan impecable como de costumbre.


—¡Caramba, Pedro, casi me da un infarto! —protestó Paula, llevándose la mano al corazón, que parecía que fuera a escaparse de su pecho.


—No me extraña que no me hayas oído, Paula, menuda escenita —comentó su vecino con desdén, mientras clavaba la mirada en los labios enrojecidos de la chica, signo evidente de que acababan de ser besados con intensidad.


—¿Qué ocurre, acaso nunca has tenido un amigo que estuviera pasando por un mal momento? Tienes la misma empatía que la uña del dedo gordo de mi pie derecho —replicó ella. Por primera vez, Pedro había conseguido enojarla de verdad.


—No me pareció que lo pasara tan mal, al contrario, me dio la sensación de que disfrutaba bastante besándote —declaró, sarcástico, mientras que, con los brazos cruzados sobre el pecho, clavaba en ella una mirada desaprobadora.


—¡Hombres! —exclamó Pau, despectiva—. No sois capaces de ver más allá de vuestras narices.


—¿Y qué es lo que había que ver, si puede saberse?


—Diego está hecho polvo. Ha estado toda la noche aguantando que Fiona tonteara con un tipo delante de sus narices y ha bebido más de la cuenta.


—Si, como insinúas, está enamorado de tu amiga, ¿por qué te pide a ti que seas su novia? No tiene sentido —declaró su vecino, nada convencido al parecer por sus argumentos.


—Ay, Pedro, es que hay que explicártelo todo. —afirmó Paula, exasperada—. Está claro que quiere fastidiarla, al fin y al cabo, yo soy la mejor amiga de Fiona.


—No sé cómo puedes considerar tu amigo a un tipo semejante, podría hacerte daño.


—Por Dios, Pedro, nos seas ridículo. Diego no pretende hacerme daño, sabe que no me enamoraría nunca de él.


—¿Por qué estás tan segura? ¿Acaso estás enamorada de otro? —preguntó frunciendo el ceño ligeramente.


—¿A ti qué te importa? Eres muy preguntón —respondió Paula, fastidiada—. Pero no, no estoy enamorada de otro. Diego me conoce desde hace años, sabe perfectamente cómo soy.


—¿Ah, sí? —Esa respuesta le molestó aún más—. ¿Y cómo eres, si puede saberse?


—Diego sabe que yo no me enamoro con facilidad —contestó la joven tranquilamente.


—Quizá es que nunca has estado enamorada —declaró él de manera triunfal, recalcando la palabra.


Ahora Pau estaba rabiosa, ¿qué sabía ese estirado individuo de su vida o de sus sentimientos?


—Pues claro que he estado enamorada. Un montón de veces, para ser exactos. He tenido varios novios y con uno de ellos conviví más de dos años —furiosa, Paula se preguntó qué diablos hacía dándole explicaciones a ese tipo—. ¿Y qué me dices de ti? —preguntó, pasando con rapidez al contraataque—. No me pareces un hombre que permita que nadie roce ni un poquito su corazón. Te vas a casar con la bella Alicia, pero estoy segura de que no estás enamorado de ella. En realidad, no creo que tengas ni idea de lo que significa el amor...


—Pues parece que ya somos dos —respondió él con retintín, preguntándose por qué no le aclaraba de una vez que lo había dejado con Alicia.


De súbito, Paula soltó una carcajada y pareció recobrar su buen humor.


—Esta conversación no tiene sentido. Ninguno de nosotros sabemos nada de los sentimientos del otro, así que será mejor que hablemos de otra cosa, o quizá será mejor que no hablemos de nada en absoluto porque tengo que irme a dormir. Mañana me voy de viaje y necesito descansar.


Al ver el rostro femenino de nuevo sonriente, Pedro también se relajó.


—¿A dónde te vas? —preguntó, curioso.


—Voy a casa de mis padres en Herefordshire, siempre nos reunimos allí toda la familia para pasar la Navidad. ¿Tú irás a tu casa?


—No, no tengo pensado ir.


—¿Entonces pasarás las fiestas con amigos?


—No he organizado nada.


—¿Quieres decir que pretendes pasar la Navidad solo en tu piso? —preguntó Paula mirándolo horrorizada.


—¿Qué tiene de malo? Para mí la Navidad no tiene ningún significado. Mi madre nunca le ha dado especial importancia a estas fechas y desde que cumplí los dieciocho no he vuelto a pasarlas en casa.


Los ojos de Pau se agrandaban más y más a medida que lo escuchaba hablar, cuando terminó, la joven apretó un segundo los labios y luego declaró decidida:
—No lo permitiré. Vendrás a mi casa y pasarás las Navidades con mi familia.


—¿Estás loca? ¿Pretendes presentarte sin avisar en casa de tus padres con un desconocido y en unas fechas tan señaladas? —Ahora era Pedro el que la miraba estupefacto.


—Por supuesto, no dejaré que pases la Navidad solo en tu piso, como un perro abandonado al que nadie desea.


La comparación hirió a Pedro en el alma.


—Para tu información, Paula, he pasado las últimas veintitantas Navidades solo o en alguna playa paradisíaca en compañía de una mujer y no me considero un sujeto digno de lástima —declaró bastante irritado.


—Pues lo eres —afirmó la joven, rotunda.


El hombre estuvo a punto de soltarle un par de frescas, pero echó mano de todo su autodominio y se limitó a decir en un tono demasiado tranquilo:
—No lo soy y pasaré las Navidades en mi casa, solo, porque eso es lo que deseo. —Con incredulidad, Pedro observó cómo los ojos de Pau se llenaban de lágrimas, mientras sus labios temblaban.


Pedro, te suplico que no me amargues las vacaciones. Te juro que sería incapaz de disfrutar sabiendo que estás aquí, sin nadie con quien compartir esos días tan especiales. No puedes ser tan cruel.


Como santo Tomás, su vecino alargó una mano y rozó con un dedo las largas pestañas de la chica, comprobando su humedad, fascinado.


—Caramba, Paula, no puedo creer que estés a punto de llorar por semejante tontería.


—¡Para mí no es ninguna tontería! No le desearía nada igual ni a mi peor enemigo y a ti casi te considero un amigo. —Era evidente que Pau sentía de verdad lo que estaba diciendo y, aunque esa palabra irritó de nuevo a Pedro sin saber por qué, sin embargo, se sentía extrañamente conmovido por el interés de la joven y notaba que estaba a punto de ceder.


—Pero ¿qué pinto yo con tu familia? No les va a hacer ninguna gracia. Pensarán que soy tu novio.


—No te preocupes por eso —respondió ella mucho más animada, como si sospechara que estaba a punto de rendirse—. No es la primera vez que aparezco con alguien. Por favor, Pedro...


Pedro empezaba a sentirse como una pobre y patética criatura más a la que su caritativa vecina había decidido recoger de las calles, y a pesar de que no le gustaba mucho la sensación, fue incapaz de resistir su mirada suplicante.


—Está bien —cedió a regañadientes—. ¿A qué hora piensas irte?


—Había pensado coger el tren de las nueve.


—Mejor iremos en mi coche


—Pero puede que haya nieve en las carreteras y, además, tengo que llevar a Milo —protestó la chica.


—No hay ningún problema. Llevaré el Range Rover —dijo Pedro, zanjando el asunto.


—¿Cuantos coches tienes? —preguntó Pau mirándolo con suspicacia.


—Solo dos. —Paula no hizo ningún comentario y Pedro lo agradeció, no estaba preparado para recibir un apasionado discurso sobre las desigualdades sociales—. Muy bien, entonces a las nueve en punto llamaré al timbre de tu casa.


—Perfecto. Muchas gracias, Pedro. —Pau se alzó sobre las puntas de sus pies y le dio un beso en la mejilla. Al instante, las aletas de la nariz de Pedro se dilataron al aspirar el agradable olor de la joven y deseó que, algún día, su cariñosa vecina abandonase la desesperante costumbre que tenía de besar a todo el mundo.


—Soy yo el que tiene que darlas —declaró muy formal.


—Todavía no, querido Pedro, será mejor que esperes a conocer a mis hermanos... —Paula le guiñó un ojo con expresión traviesa, luego se dirigió al portal y, desde allí, se volvió una vez más para decirle adiós con la mano.


A pesar del frío que hacía, Pedro se quedó fuera un buen rato pensando en lo que acababa de ocurrir. Resultaba inaudito que su impredecible vecina lo hubiera embarcado en semejante aventura. Aún no podía creer que iba a pasar los próximos días celebrando la Navidad en una casa de campo, rodeado de una serie de personas a las que no conocía de nada. Si alguien le hubiera dicho que eligiera el plan menos apetecible del mundo, hubiera escogido precisamente ese. Por lo menos iba con Pau, se dijo con un encogimiento de hombros, y si de algo no se podía acusar a Paula Chaves era de ser una persona aburrida.


Recordó a la mujer que acababa de acompañar hasta su casa y sacudió la cabeza. Le había dicho a Harry que le presentase a la chica de la que tanto le había hablado, y su amigo se había apresurado a organizar una cena para cuatro. Al principio la cosa no había ido mal, la joven era su tipo o al menos del tipo que le había gustado hasta entonces, rubia y llena de curvas, así que decidió que una noche la invitaría a cenar los dos solos y hoy había sido esa noche.


No recordaba haberse aburrido más durante una velada. La pobre había hecho todo lo posible por agradarle y se le había ofrecido en bandeja, pero Pedro no tenía ningún deseo de aprovechar la oferta. A los diez minutos de empezar a cenar, estaba deseando terminar y largarse de allí. La chica se quedó pasmada cuando, nada más salir del restaurante, Pedro la acompañó a su casa y se sorprendió aún más en el momento en que él rechazó su invitación de subir a su apartamento a tomar una copa; saltaba a la vista que era la primera vez que le ocurría.


Luego, en cuanto se bajó del taxi todavía con una incómoda sensación de insatisfacción royéndole las entrañas, había visto a Paula en brazos de Diego y la imagen lo había dejado paralizado. Sin que lo viesen, se acercó a ellos y escuchó todo lo que decían. De repente, le invadieron unas ganas terribles de darle dos puñetazos a ese borracho alborotador y sacudir a Paula hasta que le castañetearan los dientes; alguien tenía que enseñarle a esa mujer que no debería ir repartiendo besos y abrazos a diestro y siniestro. Si seguía así, un día iba a verse envuelta en un serio problema.


Suspiró y una nube de vapor condensado flotó ante su rostro. Sería mejor que entrara en la casa si no quería coger una pulmonía, se dijo. Además, tenía que hacer el equipaje para sus vacaciones.





MAS QUE VECINOS: CAPITULO 15




Más o menos al amanecer, Pedro oyó una suave voz en su oído y unos brazos lo ayudaron a incorporarse un poco, mientras su cabeza descansaba sobre un pecho femenino.


—Abre la boca.


Pedro obedeció en el acto y alguien colocó una pastilla en su lengua y le acercó un vaso de agua del que el hombre bebió con avidez. Después lo ayudó a recostarse de nuevo sobre la almohada, lo tapó bien con la manta y se alejó. Pedro volvió a dormirse en el acto y cuando despertó, bastante más tarde a juzgar por la luz que entraba por el ventanal, se encontraba muchísimo mejor.


—Parece que ya no tienes fiebre.


Pau estaba arrodillada a su lado con la mano sobre su frente. 


Pedro se incorporó y la examinó con atención. La joven llevaba el pelo recogido en una coleta, lucía una mancha de pintura en el rostro y unos viejos vaqueros asomaban bajo una bata que alguna vez fue blanca. A pesar de todo, pensó que era una de las visiones más agradables que había tenido en su vida al despertar. El hombre se pasó una mano por la barbilla, notando, incómodo, la aspereza de su barba matutina y se dijo que debía tener un aspecto lamentable.


—Tengo que ir a casa a ducharme.


—No tan deprisa. Primero tienes que desayunar.


—¡Como te gusta dar órdenes! —protestó Pedro.


—Se nota que vuelves a ser tú mismo —comentó Paula mirándolo, divertida—. Anoche me obedecías como un tierno corderito.


Pedro la comparación le pareció un poco humillante, pero lo dejó pasar.


—Voy a prepararte un buen desayuno —anunció la joven sin prestarle más atención.


Mientras ella trajinaba en la cocina, Pedro aprovechó para ponerse de nuevo los pantalones y la camisa, aunque solo se ató unos pocos botones. Cuando Pau regresó con la inmensa bandeja que le había preparado, pensó que su vecino resultaba muy seductor recién levantado. Con su pelo revuelto, el amplio pecho apenas tapado por la camisa y la barba un poco crecida, parecía recién salido de las páginas de un ejemplar del Tatler más sexy de lo habitual; en definitiva, Pedro Alfonso era uno de los tipos más seductores que había visto jamás.


«Lástima que ya tenga dueña», se dijo con un encogimiento de hombros.


—Muchas gracias, Paula, reconozco que tengo tanta hambre que me comería un buey y no dejaría ni las pezuñas.


En la bandeja había huevos revueltos, salchichas, tostadas, mermelada y mantequilla y un café bastante cargado que a Pedro le pareció delicioso.


—¿Tú no tomas nada? —preguntó algo avergonzado, viendo que Pau se limitaba a contemplarlo, complacida, mientras él lo devoraba todo con ansia.


—Yo hace varias horas que desayuné. Luego salí a pasear a Milo y aproveché para comprar unas cuantas cosas —contestó la joven.


Cuando en la bandeja ya no quedaban más que unas cuantas migas, Pedro la miró satisfecho y le dio las gracias.


—De nada, Pedro —respondió Paula sonriéndole con dulzura—. Para eso están los amigos.


Sus palabras le molestaron sin saber por qué, pero lo disimuló.


—Me alegro de que seamos amigos. ¿Me enseñarás lo que estás pintando ahora?


—Estoy terminando unos paneles para el decorado de la obra de teatro que estamos preparando para la fiesta de Navidad —explicó Pau y lo condujo a un cuarto en el que Pedro nunca había entrado; estaba casi vacío y el suelo se encontraba cubierto con grandes plásticos, manchados de pintura. Un gran chorro de luz indirecta entraba por los ventanales desnudos de cortinas o visillos, y un caballete de madera se alzaba junto a una vieja mesa llena de tubos de pintura, pinceles y tarros de cristal.


—Así que este es tu estudio —dijo Pedro mirando a su alrededor con interés.


—Sí, reconozco que soy una privilegiada por tener un lugar como este para pintar. La luz es magnífica.


Pedro se acercó a uno de los grandes paneles que en ese momento estaba apoyado contra el caballete. Representaba un bosque y daba la sensación de que, de un momento a otro, una bandada de pájaros cantarines surgiría del lienzo y saldría volando en todas las direcciones.


—¡Eres una artista estupenda! —exclamó Pedro con admiración.


Paula se sintió halagada y dijo con fingida modestia.


—No es más que un sencillo decorado para una pequeña obra de aficionados.


El hombre permaneció al lado del panel mirándolo fascinado.


—¿Me enseñarás alguno de tus cuadros? —rogó una vez más.


Pau lo miró divertida, mientras movía la cabeza de lado a lado.


—Ahora entiendo por qué te va tan bien en los negocios, Pedro, eres como un bulldog que no suelta la presa que tiene entre los dientes. Cuando a ti se te mete algo en la cabeza, no paras hasta que lo consigues.


—Qué bien me conoces ya, Paula. Anda, enséñame uno... —La miró suplicante y, por un momento, a Pau le recordó la mirada esperanzada de Milo en cuanto se acercaba al lugar donde guardaba la correa y no pudo resistirse, así que se encogió de hombros y suspiró resignada.


—Está bien... me imagino que has utilizado esa mirada a menudo a lo largo de tu vida— A Pau no se le escapó la sonrisa ufana que se dibujó en los firmes labios masculinos y tuvo que contenerse para no sonreír ella también.


Se dirigió a una de las paredes donde estaban apoyados numerosos lienzos dados la vuelta. Rebuscó entre ellos y, finalmente, sacó uno de tamaño medio y lo colocó cerca de la ventana, de forma que la luz incidiera de lleno sobre él.


Pedro se acercó y lo examinó con detenimiento. No sabía qué era lo que había esperado pero el cuadro lo sorprendió y, al mismo tiempo, pensó que era muy «Paula Chaves». Se trataba de un paisaje a medio camino entre lo abstracto y lo concreto; la joven había captado un instante fugaz y luminoso a base de brochazos vibrantes, llenos de vitalidad como ella misma y Alfonso, que no era ningún ignorante en el tema de la pintura, se sintió extrañamente conmovido.


Pau lo observaba con atención, tratando de captar lo que pasaba por su mente y se sintió muy satisfecha por su reacción. El hombre levantó un instante la vista del cuadro y, mirándola a los ojos, declaró:
—Es muy bueno.


Paula le devolvió la mirada, complacida, sintiendo un agradable calorcillo extendiéndose por su cuerpo.


—Gracias.


—Diego tiene razón. Deberías exponer.


—Sí. Quizá algún día lo haré —comentó la chica con vaguedad.


Pedro clavó sus ojos en ella sin decir nada y Pau se revolvió algo incómoda bajo el peso de esas severas pupilas que parecían percibirlo todo.


—Será mejor que vayas a ducharte —Paula trató de cambiar de tema de forma poco sutil.


Debía ser que ya empezaba a acostumbrarse porque, esta vez, a Pedro no le molestó darse cuenta de que la joven estaba deseando deshacerse de él.


—Muy bien, Paula, pero piénsalo, a veces no nos queda más remedio que enfrentarnos con nuestros temores.


Sin más, recogió su chaqueta, sus zapatos y sus calcetines y, descalzo, se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, se volvió de nuevo y, cogiendo entre las suyas una de las manos femeninas, se la llevó con delicadeza a los labios y la besó en la palma.


—Gracias, Puala.


Cuando se marchó, Pau permaneció de pie al lado de la puerta, sintiéndose un poco aturdida. Era la primera vez que le enseñaba uno de sus cuadros a alguien que no fuera Diego; ni siquiera Fiona, su mejor amiga, los había visto jamás. No entendía por qué había elegido a su estirado vecino para concederle el honor, pero le había sorprendido la mirada deslumbrada que captó en sus ojos mientras examinaba su pintura. Se alegraba de no haberse equivocado la primera vez que lo vio; ahora estaba segura de que, bajo ese exterior frío y distante, se escondía un hombre capaz de entender y emocionarse con otras cosas más allá de los negocios.





MAS QUE VECINOS: CAPITULO 14





A mediados de diciembre las temperaturas eran tan bajas que cuando Pau sacaba a pasear a Milo tenía que ponerse varias capas de ropa, además de un abrigado gorro, una bufanda de lana y gruesos guantes de esquiar.


Pedro no había vuelto a pasarse por su casa desde la noche en que la besó. Sin embargo, Pau le había visto salir un par de veces del portal, muy elegante, por lo que dedujo que había retomado su vida social. Ella tampoco podía quejarse, llevaba acudiendo a almuerzos y cenas de Navidad desde finales de noviembre y empezaba a estar saturada de tanta comida; además, estaba muy ocupada con la obra de teatro que sus alumnos iban a poner en escena antes de las vacaciones. Como era la profesora de arte, le había tocado encargarse del vestuario y los decorados, y aunque se estaba divirtiendo mucho, apenas le sobraba tiempo para nada.


Por eso se sorprendió cuando un viernes que había decidido quedarse en casa para dar los últimos toques a uno de los decorados escuchó el timbre de la puerta. Con cuidado, dejó el pincel encima de la paleta y salió a abrir, limpiándose las manos en la bata que utilizaba para pintar.


—Hola, Pedro, me alegro de volver a verte —saludó Paula sin que se le escapara el aspecto macilento de su vecino. Parecía agotado; tenía el corto cabello revuelto, sus ojos estaban irritados y muy brillantes y, a pesar de su piel bronceada, a su rostro asomaba una ligera palidez—. ¿Te encuentras bien? —preguntó, preocupada, y se hizo a un lado para dejarlo pasar.


—La verdad es que no. Disculpa que te moleste, Paula, pero venía a pedirte paracetamol o algo similar. No he encontrado nada en casa.


—¿Acabas de llegar?


—Sí, esta vez vengo de Sydney. Estoy un poco cansado —confesó, al tiempo que se pasaba una mano por la frente, en un claro gesto de agotamiento.


—No hace falta que lo jures, tienes un aspecto horrible.


—Vaya, muchas gracias —respondió él haciendo una mueca.


—Pasa y siéntate antes de que te desmayes. Si te caes, no seré capaz de levantarte del suelo.


Pedro estaba tan exhausto que obedeció sin rechistar; se derrumbó sobre uno de los confortables sillones del salón y cerró los ojos. Los abrió de nuevo al notar una mano fresca posada sobre su frente, a su lado Pau lo observaba frunciendo el ceño.


—Estás ardiendo de fiebre.


—Bueno, no será para tanto, dame una pastilla y no te molestaré más —respondió Pedro tratando de hacerse el fuerte, a pesar de que se sentía como una bayeta estrujada.


—No entiendo cómo puedes descuidarte tanto, Pedro, ¿sabes que, en cualquier momento, estas cosas pueden degenerar en una pulmonía? ¡Calla, no digas nada! —ordenó viendo que él abría la boca para contestar a su rapapolvo—. Te traeré algo.


Corrió a la cocina, calentó una taza de leche en el microondas, le añadió una cucharada de miel y de un armario sacó una caja de paracetamol. Lo puso todo en una bandeja y volvió al salón. Pedro se había aflojado la corbata y permanecía recostado en el sillón con los ojos cerrados. Cuando la oyó depositar la bandeja sobre la mesa, los volvió a abrir haciendo un esfuerzo.


—No quiero... —empezó, señalando el vaso de leche.


—¡Bébetelo o te obligaré! —Pedro percibió su mirada amenazadora y no intentó discutir.


—Está bien. Eres peor que una madrastra —gruñó sin querer admitir que, en el fondo, le agradaba que alguien se preocupase un poco por él para variar.


Se bebió la leche y se tomó un par de pastillas que Pau le colocó en la palma de la mano. Casi al instante empezó a sentirse mejor; estaba tan a gusto, que solo de pensar en ponerse en pie y volver a la soledad de su piso, le entraban escalofríos.


—Estás tiritando —afirmó ella como si leyera su mente—. No puedes pasar la noche solo en tu casa, será mejor que te quedes aquí.


—Tonterías —replicó él, a pesar de que le castañeteaban los dientes.


—Te quedarás en el sillón. —El tono de Pau no admitía discusión no admitía discusión.


Una vez más, Pedro se sintió incapaz de contradecirla.


—Te echaré una mano con la ropa —anunció Paula, resuelta.


Empezó quitándole los brillantes zapatos negros y los calcetines, luego le ayudó a desprenderse de la chaqueta y comenzó a desabotonar su camisa. Pedro intentó impedírselo sujetándole las manos débilmente, pero la joven se desasió y siguió con su tarea de una forma que a él le pareció completamente impersonal. Después le soltó el cinturón, pero cuando notó esos dedos hábiles tratando de desabrochar el botón de su pantalón, la protesta del hombre se hizo más enérgica.


—Tranquilo, tengo tres hermanos mayores. He ayudado a mi madre en innumerables ocasiones a desvestirlos cuando llegaban borrachos a casa.


Pedro observó su rostro, sereno y delicado, enmarcado por las sedosas ondas castañas.


—Yo me los quitaré. No soy un inválido.


—Como quieras —Paula se alejó con discreción, mientras él terminaba de desabrochárselos y se los quitaba con cierta dificultad.


Pedro tomó una suave manta escocesa que descansaba sobre uno de los brazos del sillón y se la echó por encima cubriendo su semidesnudez. Pau trajo una almohada, la acomodó bajo su cabeza y lo tapó un poco más con la manta.


—Será mejor que descanses, creo que es lo que más falta te hace en este momento —comentó arrodillada al lado del sillón, mientras le apartaba con suavidad el pelo de la frente.


La delicada caricia le hizo sumergirse en un agradable bienestar, así que cerró los ojos y, al poco tiempo, dormía como un recién nacido.


MAS QUE VECINOS: CAPITULO 13





Las semanas siguientes transcurrieron en una agradable rutina: Pau hacía su vida normal, pero su camino se cruzaba a menudo con el de su vecino. De vez en cuando, Pedro aparecía sin avisar con unos bombones o una botella de champán y la retaba a una partida y, si la joven estaba dispuesta, jugaban al ajedrez durante horas, hasta que uno de ellos perdía. Para sorpresa de Alfonso, Paula había resultado ser una experimentada jugadora y se veía obligado a utilizar toda su habilidad para ganarla, aunque la mitad de las veces no lo conseguía. En una de esas ocasiones en las que ella se había alzado con el triunfo, Pau vio la expresión desolada con la que Pedro contemplaba el tablero y no pudo evitar lanzar una carcajada.


—No es muy elegante celebrar una victoria riéndose del vencido —manifestó, severo, mientras mantenía la espalda tiesa como un palo.


—Deberías verte la cara. Entonces entenderías de qué me río —Los ojos castaños de la joven chispeaban, maliciosos.
Pedro la miró con rencor, pero prefirió cambiar de tema.


—El miércoles pasado llamé al timbre para echar una partida. No estabas.


—Ah, ¿no? —respondió Pau sin inmutarse.


—Serían las ocho...


La joven se limitó a mirarlo risueña.


—Luego volví a pasarme a las nueve. Tampoco estabas.


—¡Cielos!


Pedro no soportaba la forma en que Paula se burlaba de él pero, muy a su pesar, fue incapaz de dejar la conversación en ese punto.


—También me pasé a las diez...


—¡A ver si lo adivino! —le interrumpió Paula con descaro, sujetándose el puente de la nariz entre el índice y el pulgar—. ¡No estaba!


—Ni a las once.


—Vamos, Pedro, déjalo. No voy a permitir que te comportes como un solterón frustrado porque tu rival al ajedrez no se encuentra en casa cuando se te antoja jugar una partida.


¡Solterón frustrado, esa maldita bruja sabía tocarle la fibra sensible!


—No soy ningún solterón y menos frustrado —respondió de forma patética.


—Claro que no, Pedro. No quería ofenderte, solo era un comentario inocente —confirmó ella como si estuviera hablando con un retrasado mental.


Enfadado, Pedro echó la silla para atrás y se puso en pie.


—Me estás sacando de mis casillas —avisó muy serio.


—¡Uhh, qué miedo! —Paula empezó a recoger el ajedrez.


—Deberías tenerlo —contestó él y con un rápido movimiento la agarró de uno de sus brazos y la giró hacia él.


—Está bien. Estoy aterrorizada. —Pau lo miró con fingido pavor.


—No sabes cuándo callarte, ¿no es cierto, Paula?


—En realidad... —empezó la joven, pero Pedro no la dejó acabar.


Con los ojos despidiendo chispas de plata, rodeó su cintura con un brazo, le alzó la barbilla con dedos imperiosos y comenzó a besarla con pasión. Al principio, la tomó tan de sorpresa que Paula no se resistió y permitió el contacto de su boca sin protestar, hasta que, de pronto, empezó a sentirse como si le hubieran transfundido lava ardiente en las venas. Incapaz de rebelarse, Pau se rindió sin ni siquiera luchar; sus labios se entreabrieron y el beso se hizo más íntimo. Después de un buen rato, Pedro, tras una intensa lucha consigo mismo, se detuvo y, jadeante, dio un paso atrás. Paula agradeció que siguiera sujetándola pues, si no lo hubiera hecho, estaba segura que sus piernas hubieran cedido y habría caído al suelo como una damisela victoriana víctima de un vahído.


—Perdóname, Paula, sé que es de muy mala educación perder los estribos. —Pedro hacía lo posible por tratar de controlar su respiración.


Pau escuchó esas palabras bastante atontada todavía.


—Desde luego, no denota muy buenos modales —contestó muy seria, intentando a su vez que su corazón rebajara la intensidad de sus latidos.


—Lo siento. No volverá a repetirse —se disculpó de nuevo Pedro, apretando los labios.


—Me alegra oírlo —respondió Paula, a pesar de no saber muy bien si lo decía en serio o no.


¡Dios, hacía mucho tiempo que un beso no la afectaba tanto!


—Me iré ahora mismo.


—Bien.


Cuando Pedro estaba junto a la puerta, Pau dijo:
Pedro Alfonso, has osado desafiar al destino por segunda vez. —El hombre la miró confuso y ella prosiguió en un tono cavernoso, como si fuera la mismísima Madame Cassandra y se dedicara a adivinar del porvenir—: Ya te dije que todo aquel que me besa se enamora de mí.


—Bueno, la otra vez no pasó nada... —Pedro hizo un gesto evasivo con la mano.


—Luego no quiero que digas que no te avisé —advirtió la joven, mirándolo con solemnidad.


—Está bien, no lo diré. Buenas noches, Paula, espero que esto no signifique que no volverás a jugar conmigo al ajedrez...


—No lo sé, Pedro, quizá sería mejor que dejemos pasar un poco de tiempo antes de la siguiente partida. Ahora tenemos una especie de amistad y no me gustaría echarla a perder.


—Entiendo. —Pedro trató de disimular su desilusión—. Buenas noches, Paula.


—Buenas noches, Pedro.


Al llegar a su casa, Pedro decidió darse una ducha, aún sentía la excitación que le había provocado besar a su vecina. No entendía qué demonios le había pasado, lo había estropeado todo. Estaba convencido que Paula tan solo era una amiga, le gustaba saber que cuando regresaba a casa podía pasarse por la suya a echar una partida de ajedrez. A veces, durante sus viajes de negocios, se encontraba deseando llegar y poder charlar un rato con ella. 


Nunca había mantenido una relación similar con ninguna mujer; era un poco como hablar con Harry, aunque reconocía que no sentía el mismo placer al mirar la cara de su amigo que cuando miraba los delicados rasgos de Paula.


Recordó, sorprendido, el trabajo que le había costado separarse de ella. Durante unos minutos muy, muy largos, solo había sido capaz de pensar en lo mucho que le gustaría cogerla entre sus brazos y llevarla a la cama más cercana; acariciar sus largas piernas, la piel sedosa de su cuello, enredar sus dedos entre sus brillantes cabellos... sacudió la cabeza intentando alejar esos pensamientos, al tiempo que bajaba un poco más la temperatura del agua. No es que le atrajera su vecina. ¡Por Dios, qué absurdo! Reconocía que era una chica agradable y amena con la que se podía charlar, pero nada más. Lo único que ocurría es que llevaba bastante tiempo sin acostarse con una mujer; desde que lo dejó con Alicia no había vuelto a salir con ninguna y, claro, la naturaleza humana era la naturaleza humana.


Contento con esa explicación, Pedro cerró el grifo y empezó a secarse con una toalla. Haría lo que Paula había dicho: espaciaría sus visitas. Sería una lástima, pero era mejor renunciar al ajedrez por un tiempo que liarse con una persona que le sacaba de sus casillas tan a menudo.


Algo más tranquilo con la determinación que acababa de tomar, se tumbó en la cama y trató de dormir, pero aún le parecía sentir el roce de los suaves labios femeninos, apretados contra los suyos, respondiendo a sus caricias apasionadamente. Pedro lanzó un gemido de frustración, se abrazó a la almohada y hundió su rostro en ella; en cuanto pudiera, le diría a Harry que le presentara a esa chica de la que le había hablado.